CAPÍTULO VI
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Era ya tarde cuando la Porta Coeli, en apariencia incapaz de tomar una decisión, se alejó de la Flame y atravesó el ancho estuario con viento vivo por el través de babor. Seguía el tiempo brumoso; el buque estaba bastante lejos de la Flame y de El Havre para confundir los detalles cuando recogió su velacho y envergó en su lugar el remendado, que una brigada de entusiastas había preparado en el puente, detrás del palo trinquete. A toda prisa, con brocha y pintura, se sustituyó un nombre por otro; Hornblower y Freeman llevaban puestos los chaquetones de marinero encima del uniforme, ocultando su rango. Freeman no cesaba de mirar al puerto con el catalejo, mientras se acercaban.
—Ahí está el navío de las Indias, al ancla. Y hay una gabarra a su lado. Claro, no lo van a descargar en el muelle. Ni aquí, señor. Trasladarán la carga a gabarras y barcazas, y remontarán con ellas el río, hasta Ruán o París. Claro, eso es. Debería haber caído antes en esto.
Hornblower había pensado ya en ello. Su catalejo iba recorriendo las defensas de la ciudad; los fuertes de Sainte Adresse y Tourneville en el acantilado que respaldaba los edificios; los faros gemelos del cabo de la Héve (que llevaban doce años sin alumbrar), las baterías en el llano contiguo al embarcadero viejo. Estas últimas iban a ser el mayor riesgo de la empresa: esperaba que los grandes fuertes de allá arriba no se enterasen de lo que pasaba en la ribera a tiempo para abrir fuego.
—Hay muchos barcos más adentro, señor —siguió diciendo Freeman—. Acaso también buques de línea. No tienen aparejo redondo. Nunca he estado tan cerca de ellos como ahora.
Hornblower se volvió a mirar el cielo, al oeste. La noche se acercaba, y la bruma en el horizonte no daba señal alguna de aclarar. Necesitaba la suficiente luz para hallar la ruta, y una oscuridad apropiada para poder retirarse sin demasiadas dificultades.
—Ahí sale el lugre del práctico, señor —dijo Freeman—. Creerán que somos la Flame, desde luego.
—Muy bien, señor Freeman. Mande a los hombres al costado para que vitoreen y aplaudan. Detenga al piloto cuando suba a bordo. Le interrogaré.
—Sí, señor.
Aquella orden era de las que satisfacen al temperamento de los marineros ingleses. Todos se identificaron resueltamente con el espíritu del asunto, y gritaron, y dieron frenéticos saltos, como era lógico esperar de una horda de amotinados. La Porta Coeli facheó su gavia, el lugre se arrimó danzando al costado, y el piloto se colgó de los cadenotes.
—¡Bracead a sotavento! —tronó la voz de Hornblower.
La gavia tomó de nuevo el viento, giró la rueda, y el Porta Coeli se internó en el puerto, mientras Freeman aplicó el hombro entre los omóplatos del práctico y le hizo bajar de un empujón por la escotilla; abajo le esperaban dos marineros, que se encargaron de maniatarle.
—El piloto está a buen recaudo, señor —informó a Hornblower.
Freeman estaba también ostensiblemente ganado por la excitación del momento, contagiado incluso por el barullo que la tripulación estaba armando: su pose de divertida ironía había desaparecido por completo.
—Un poco a estribor —dijo Hornblower al timonel—. ¡Cambia!
Sería el colmo de la ignominia que todas sus esperanzas viniesen a estrellarse en los arenales que guardaban la entrada. Hornblower se preguntaba si volvería a sentir frío alguna vez.
—Sale un cúter a nuestro encuentro, señor —avisó Freeman.
Podía tratarse de un comité de bienvenida, o de órdenes relativas al fondeadero; o de ambas cosas a la vez, probablemente.
—Que los hombres vitoreen otra vez —ordenó Hornblower—. Prendan a todos los que suban a bordo.
—Sí, señor.
Se iban acercando al barco de la ruta de Indias; éste se mecía, con las velas lacias, oscilando sobre una sola ancla, junto a él se veía una gabarra; pero era evidente que apenas habían comenzado la descarga. A la luz moribunda, Hornblower sólo pudo distinguir a unos cuantos marineros de pie junto a la amurada, mirando con curiosidad al bergantín. Hizo fachear otra vez la gavia, y el cúter se acercó; media docena de oficiales treparon a la cubierta de la Porta Coeli. Sus uniformes delataban su pertenencia a la Armada, el Ejército y la Aduana; se adelantaron con lentos pasos hacia Hornblower, examinándolo todo al mismo tiempo. Hornblower estaba dando órdenes para reanudar la marcha, y, al alejarse el cúter en la creciente oscuridad, hizo virar de bordo el bergantín y poner proa al barco de las Indias. De pronto brillaron las hojas de algunos machetes en torno a los recién llegados.
—El menor ruido y sois hombres muertos —advirtió Freeman.
Uno de ellos abrió la boca y empezó a protestar. Pero intervino un marinero con la culata de su pistola, y las protestas acabaron de pronto cuando el rebelde cayó al suelo. Los otros bajaron sin rechistar por la escotilla, demasiado aturdidos y desconcertados para hablar.
—Muy bien, señor Freeman —dijo Hornblower, arrastrando las palabras, para dar la impresión de que se hallaba a sus anchas en mitad de un puerto enemigo—. Puede arriar los botes. ¡Fachead la gavia!
Las autoridades del puerto estarían observando los movimientos del bergantín a la escasa luz que aún quedaba. Si la Porta Coeli hacía algo inesperado, se preguntarían tranquilamente qué había pasado para que el representante del puerto (ahora amordazado y atado bajo cubierta) cambiara sus planes. Cesó el movimiento de la Porta Coeli, chirriaron las poleas al descender los botes al agua, y los hombres elegidos saltaron a ellos, Hornblower estaba apoyado en la barandilla.
—Recordadlo bien, muchachos, ¡ni un solo disparo!
Chapotearon los remos al aproar los botes hacia el mercante. Ya era casi de noche; Hornblower apenas pudo seguirlos con la vista unas cincuenta yardas, y no vio a los hombres encaramarse a bordo por el costado. Percibió débilmente algunos gritos de sorpresa, y luego un grito sonoro; aquello podía extrañar a la gente del puerto, pero sin alarmarla. Ya estaban allí los botes de vuelta, cada uno de ellos impulsado por dos marineros elegidos para esa misión. Se engancharon los aparejos y se izaron a los pescantes; y al crujir de nuevo las poleas, Hornblower oyó rechinar algo en el navío francés, luego uno o dos golpes sordos; el marinero encargado de cortar el cable estaba haciendo su parte, y se había acordado de llevar el hacha antes de saltar por la borda. Hornblower sentía la satisfacción de una tarea bien hecha; sus minuciosas instrucciones a la brigada de abordaje, por la tarde, la distribución metódica de funciones entre los hombres, y la repetición de sus órdenes hasta que todo el mundo estuvo bien enterado de su papel en la empresa daban ahora sus frutos.
Contra el cielo neblinoso vio cómo cambiaban de forma las velas del barco de Indias; los marineros encargados de aquello estaban cazando. Podía dar gracias a Dios por contar con unos cuantos marineros selectos, capaces de acertar el camino a oscuras y en un barco conocido y echar mano a los cabos debidos, sin la menor confusión. Hornblower observó que viraban las vergas en el buque francés; la oscuridad apenas le permitió distinguir una confusa mancha gris destacarse de su costado; era la gabarra, con las amarras cortadas y flotando al garete.
—Puede bracear en cuadro, señor Freeman, por favor —dijo—. El mercante saldrá detrás de nosotros.
El Porta Coeli empezó a moverse y puso proa a la boca sudeste del puerto, con el barco de Indias casi pegado a la popa. Durante unos segundos no se advirtió signo alguno de interés por aquellos movimientos. Luego se oyó una llamada, al parecer del cúter que había llevado a bordo a los oficiales. Hornblower llevaba tanto tiempo sin hablar ni oír francés, que no pudo entender las palabras.
—Comment? —gritó a su vez por la bocina.
Una voz iracunda volvió a preguntar qué diablos estaban haciendo.
—… Fondeadero «mmm» corriente «mmm» marea —vociferó Hornblower.
Esta vez, el desconocido del cúter invocó el nombre de Dios, en lugar de aludir al diablo.
—¿Qué dice, por el amor de Dios?
—«Mmm, mmm, mmm» —gritó Hornblower en respuesta; y, en voz baja, previno al timonel—: Caña a babor, despacio.
Sostener una conversación con las autoridades francesas mientras hacía bajar no ya un buque, sino dos, por un sinuoso canal (aunque se lo hubiese aprendido por la carta), era poner a prueba sus recursos.
—¡Póngase al pairo! —chilló la voz.
—Perdón, capitán —bramó Hornblower contestando—. «Mmm», cable del ancla, «mmm», imposible.
Otro grito imperativo, conminatorio, se alzó del cúter.
—¡Vía así! —gritó Hornblower al timonel—. Señor Freeman, ponga a alguien a la sonda, por favor.
Sabía que no era posible ganar más preciosos segundos; cuando el marinero llegase a las cadenas y echase el escandallo, revelando los propósitos de fuga del bergantín, las autoridades del puerto estarían completamente alerta. Un puntito de fuego traspasó la delgada bruma, y el ruido de un disparo de mosquete se hizo oír por encima del agua; el cúter adoptaba el método más rápido de atraer la atención de las baterías del puerto.
—¡Listos para virar por avante! —gritó Hornblower con voz ronca. Aquél era el momento más difícil de la salida.
Las velas restallaron al virar el bergantín, y al mismo tiempo se distinguió en la oscuridad una lengua roja más extensa; a continuación se oyó el estruendo del cañón de seis que el cúter llevaba en la proa, y que por fin habían despejado y cargado. Hornblower no oyó pasar la bala; estaba entretenido mirando al barco mercante que llevaba a remolque, y que se percibía apenas a la débil luz de la estela del bergantín. En aquel momento viraba sin tropiezo. Aquel oficial de derrota, Calverly, a quien Freeman había recomendado para mandar la brigada de abordaje, era un oficial competente, y habría que elogiarle adecuadamente cuando llegara el momento de emitir un informe.
Y entonces llegó desde el muelle una sucesión de destellos y un retumbo imponente; eran las grandes piezas de treinta y dos libras, que hacían fuego al fin. Al último estampido siguió inmediatamente el rumor de una bala que pasó cerca; Hornblower advirtió que ese sonido le resultaba odioso. Ahora llegaba el momento de doblar la punta del espigón, de modo que estaría a tiro durante unos minutos. Ni el bergantín ni el barco de las Indias habían sufrido daño hasta entonces, y nada aconsejaba responder al fuego, pues los pequeños cañones de seis libras del primero no harían gran perjuicio a la batería de tierra, y los fogonazos revelarían la posición del barco. Se fijó en el aviso del sondeador; pasarían varios minutos antes de poder cambiar de bordada y alejarse lo más deprisa posible del muelle. Por fortuna, transcurrió bastante tiempo hasta que la batería de costa hizo fuego nuevamente. Bonaparte debía de haber despojado sus costas de artilleros veteranos para guarnecer la artillería de su ejército en Alemania; unos reclutas inexpertos, convocados repentinamente para disparar aquellos cañones y maniobrando en la oscuridad, no eran muy de temer, naturalmente. Otra vez se divisó la llamarada y se oyó la detonación, pero ahora no hubo el menor indicio de que pasara cerca la bala. Era posible que los artilleros hubiesen perdido todo sentido de dirección y altura, lo cual era muy fácil, casi a oscuras. Y los fogonazos le fueron útiles para fijar su posición.
Se oyó gritar al vigía de proa y Hornblower, mirando hacia adelante, apenas pudo distinguir el negro cuadrado del tope de la vela mayor del lugre del práctico, muy cerrado sobre la amura de estribor del bergantín. Estaban intentando cortarles el paso.
—¡Vía! —gritó Hornblower al timonel.
Que gane el mejor. Se oyó un ruido fragoroso al chocar el bergantín y el lugre por sus respectivas amuras de estribor. El bergantín se estremeció, guiñó con ímpetu y siguió su marcha, mientras el cúter raspaba su costado. Algo se quedó enganchado y se soltó de nuevo, y, al separarse las dos naves, salió del lugre un débil gemido de desesperación. La amura de la pequeña embarcación debía de haberse hundido como una cáscara de huevo por efecto del choque, dando entrada a torrentes de agua. Los gritos se extinguieron; Hornblower percibió con claridad una voz lastimera que se cortó de pronto, como si el agua la ahogara al inundar la garganta del infortunado nadador. El mercante seguía manteniendo su rumbo a la zaga del bergantín.
—¡Ocho por la marca! —gritó el de la sonda.
Ahora podían caer sobre la otra amura. Al hacerlo, la batería del muelle tronó una vez más, pero inútilmente. Ya estarían lejos de su alcance cuando los artilleros lograsen cargar de nuevo las piezas.
—Muy bien hecho, señor Freeman —dijo Hornblower en voz alta—. Todos han cumplido admirablemente con su deber.
Alguien comenzó a dar vítores en la oscuridad, y pronto le secundaron otras voces en todo el bergantín. La gente chillaba como enloquecida.
—¡Horny! ¡El bravo Horny! —gritó un marinero; y los gritos se redoblaron.
Hasta por la popa llegaba el vocerío de la exigua tripulación de presa del buque francés, secundando los vítores. Hornblower sintió un cierto escozor en los ojos, y luego un poco de malestar. Le producía una ligera punzada de vergüenza reconocer que aquellos bobos le inspiraban afecto. Además…
—Señor Freeman —dijo ásperamente—, por favor, dígales que guarden silencio.
El riesgo que había corrido era enorme; no ya el físico, sino el que amenazaba su reputación. De haber salido aquello mal, y quedado la Porta Coeli desmantelada y capturada, la gente no se hubiese parado a pensar cuál era el verdadero móvil del intento, o sea, hacer creer a las autoridades francesas que el motín de la Flame era una simple treta para poder meter el bergantín en el puerto. No; todos habrían dicho que Hornblower trataba de aprovecharse de la revuelta para arrimar el ascua a su sardina, y que por eso había arriesgado la Porta Coeli, dejando a los amotinados en paz, con tal de intentar hacer una buena presa. Esto dirían (y las apariencias estaban de acuerdo con la sospecha), empañando para siempre su reputación. Había puesto en peligro su honor, tanto como la vida y la libertad. Se lo había jugado todo temerariamente, poniendo sobre la mesa un envite colosal por una presa desdeñable, como un verdadero idiota.
Luego, la oleada de recelo fue refluyendo. Había afrontado un riesgo después de pensarlo bien, y sus cálculos resultaron exactos. Pasaría mucho tiempo antes de que los amotinados pudiesen poner en claro lo ocurrido ante las autoridades francesas (Hornblower se imaginaba a los mensajeros en aquel preciso momento apresurándose a prevenir a todas las defensas de la costa de Honfleur y Caen), si es que lograban hacerse escuchar. La posición de los rebeldes había cambiado, les había cortado la retirada. Acababa de tirar de las barbas a Bonaparte ante las baterías de su propio río principal. Y allí estaba la presa conseguida: por lo menos un millar de libras serían para él, cuando se ajustasen las cuentas, y mil libras era una suma nada despreciable, muy satisfactoria. Bárbara y él le darían buen uso.
La emoción y la excitación le habían fatigado. Estaba a punto de decir a Freeman que se retiraba a su camarote cuando se contuvo. Sería hablar sin necesidad; si Freeman no le encontraba en el puente, sabría perfectamente que estaba abajo. Y pausadamente se encaminó al refugio de su litera.