CAPÍTULO IX
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La bandera tricolor ondeaba aún en la ciudadela de El Havre (la fortaleza de Sainte Adresse); Hornblower la podía divisar con su catalejo desde el puente de la Flame, que resbalaba sobre las olas, con viento favorable, fuera de tiro de las baterías de costa. Había decidido, inevitablemente, ayudar a Lebrun en sus designios. Se decía por milésima vez, en aquel mismo momento, que había mucho que ganar en caso de triunfo, y poco que perder. Sólo la vida de Lebrun, y acaso la reputación de Hornblower. Sólo Dios sabía lo que dirían Whitehall y Downing Street cuando supieran lo que había estado haciendo. Nadie había decidido aún qué hacer respecto al gobierno de Francia cuando cayese Bonaparte, aunque las opiniones no eran unánimes en favor de restaurar a los Borbones. El Gobierno podía negarse a confirmar las promesas que el comodoro había hecho en cuanto a permisos de importación. Podían acabar declarando, lisa y llanamente, que no estaban dispuestos a reconocer las pretensiones de Luis XVIII y darle un buen coscorrón por lo que había hecho desde el rescate de la Flame.
Haciendo uso de sus poderes, había perdonado a cuarenta rebeldes, todos los marineros y grumetes que formaban la tripulación de aquel bergantín. Podía invocar razones de estricta necesidad para justificar tal medida. Mantener bajo guardia a los amotinados y a los prisioneros, y proporcionar dotación a los buques apresados, había exigido los servicios de todos los hombres de que disponía. Apenas tenía bastantes para maniobrar los barcos, y, desde luego, no podía intentar nada más. En rigor, se pudo librar de todas estas dificultades con unas cuantas decisiones sencillas. Todos los franceses habían sido devueltos a tierra en la Bonne Celestine, con bandera de tregua, y entre ellos Lebrun, como encargado de negociar el canje; en el barco mercante iba una tripulación mínima con despachos para Pellew y la escuadra del centro del Canal, y él había podido retener los dos bergantines con la tripulación justa, pero suficiente. Así pudo librarse también de Chadwick, a quien había confiado los despachos y el mando del barco de Indias. Chadwick estaba pálido, al cabo de dos semanas de encierro y con inminente peligro de ser colgado. No habían mostrado gran complacencia sus ojos enrojecidos al enterarse de que su salvador era el joven Hornblower, inferior a él en otro tiempo en el polvorín de la Indefatigable, y ahora muy por encima de él. Chadwick gruñó un poco al recibir sus órdenes, sólo un poco. Sopesó en sus manos los despachos, tal vez preguntándose lo que en ellos se diría acerca de él, pero la discreción o la costumbre inveterada predominaron al fin, y con un «Sí, señor», terminó por dar media vuelta.
A aquellas horas Pellew ya habría leído los documentos, y, después de anotar su contenido, tal vez estuviesen ya en camino hacia Whitehall. El viento había favorecido que el mercante alcanzara la escuadra del centro del Canal a la altura de la punta de Start, y también la salida de los refuerzos solicitados por Hornblower. Estaba seguro de que Pellew se los enviaría. No le había vuelto a ver desde hacía quince años; y cinco más habían pasado desde que Pellew le promovió a teniente en la Indefatigable. Ahora, Pellew era almirante y comandante en jefe, y él comodoro, pero Pellew seguiría siendo el amigo leal y el servicial camarada de siempre.
Hornblower miró hacia alta mar, donde, borrosa en el horizonte, la Porta Coeli patrullaba en la niebla. Detendría los refuerzos antes de que pudieran ser vistos desde la orilla, pues no había que dar a las autoridades de El Havre la menor probabilidad de pensar que ocurría nada inusitado, aunque no era tampoco un asunto vital. Inglaterra había hecho gala siempre de su poderío naval a la vista del enemigo, haciendo de la costa adversaria su frontera marítima; la Flame allí enfrente, con la bandera blanca ante las narices de los ciudadanos de El Havre, no era para ellos nada extraordinario. Por eso no vacilaba en permanecer donde estaba, con la enseña tricolor de la ciudadela al alcance de su catalejo.
—Poned mucha atención a cualquier señal de la Porta Coeli —advirtió ásperamente al guardiamarina de servicio.
—Sí, señor.
Porta Coeli, la Puerta de los Cielos; la «Potacheli», como la llamaban los hombres. Hornblower tenía un vago recuerdo de haber leído algo sobre la acción que dio origen a aquel extraño nombre en la lista de la Armada. El primer Porta Coeli había sido un corsario español (semi-pirata, probablemente) capturado frente a La Habana. Había puesto una resistencia tan obstinada que la acción se conmemoró bautizando con su nombre a un navío inglés. La Tonnant, la Temeraire, la mayoría de los nombres extranjeros que figuraban en la lista de buques de la Armada real obedecían a encuentros similares. Si la guerra se prolongara lo bastante, habría en la flota más buques con nombres extranjeros que con nombres ingleses, y en las Armadas rivales tal vez sucediese otro tanto, aunque a la inversa. La Marina francesa alardeaba de contar con un Swiftsure; tal vez los norteamericanos contasen con un Macedonian entre sus navíos en años futuros. No había oído mencionar aún un Sutherland francés; y al evocar este nombre sintió una súbita punzada de extraño pesar. Recogió el catalejo y giró bruscamente sobre sus talones, apresurando el paso, como para ahuyentar los pensamientos que le asaltaban. No le gustaba acordarse de la rendición de la Sutherland, aunque el consejo de guerra le hubiera absuelto con todos los honores; y, cosa singular, a medida que pasaba el tiempo, sus sentimientos de vergüenza en torno al incidente se hacían más agudos, en vez de menguar. Aquellos recuerdos iban inevitablemente unidos a la memoria de María, que llevaba en su tumba casi tres años ya, y de tiempos de pobreza y desesperación, de hebillas de similor en los zapatos; de la piedad y la simpatía que su difunta esposa le había inspirado, mísero sustitutivo del amor. Aquellos recuerdos todavía le hacían mucho daño. El pasado volvía a revivir en su mente, resurrección tan horrible como cualquier otra. Evocaba a María, roncando suavemente a su lado mientras dormía, y el agrio perfume de sus cabellos; a María, torpe y sin tacto, a quien había querido como se quiere a un niño, aunque no tanto como ahora quería a Richard. Casi estaba a punto de desprenderse del recuerdo, cuando se desvaneció de repente para dejar su puesto al de Marie de Graçay. ¿Por qué diablos se le ocurría ahora pensar en ella? El amor sin reservas que le había dado, su ternura ardiente, la rapidez de percepción con la que adivinaba sus estados de ánimo… Era insensato encontrarse ahora añorando a Marie de Graçay, a la semana de haber dejado a una esposa leal y comprensiva. Trató de pensar en Bárbara, pero las imágenes mentales que conjuraba retrocedían inmediatamente al fondo, empujadas por imágenes de Marie. Era preferible incluso acordarse de la rendición de la Sutherland. Hornblower iba y venía por la cubierta de la Flame escoltado por fantasmas, en aquel día invernal, gélido y desapacible. Los hombres, al verle la cara, se abstenían de cruzarse con él más aún que de costumbre. Y, sin embargo, en su mayoría pensaban que el comodoro estaba maquinando alguna otra diablura contra los franceses.
Declinaba ya la tarde cuando llegó la esperada interrupción.
—Señal de la Porta Coeli, señor. Dieciocho… cincuenta y uno… diez. Eso quiere decir buques propios a la vista, rumbo noroeste.
—Muy bien. Pregunte sus números.
Sin duda se trataba de los refuerzos que enviaba Pellew. Los hombres de las señales se inclinaron sobre las banderas y halaron de las drizas; pasaron unos minutos hasta que el guardiamarina anotó la respuesta y la descifró consultando la lista.
—Nonsuch, setenta y cuatro, capitán Bush, señor.
—¡Bush, demonios!
La exclamación se le escapó sin querer; los fantasmas que le rodeaban se desvanecieron como si los hubieran rociado con agua bendita al pensar que su viejo amigo, tan firme y sensato, estaba poco más allá del horizonte. Era natural que Pellew enviase a Bush, si podía prescindir de él, sabiendo la antigua amistad que le unía a Hornblower.
—Camilla, treinta y seis, capitán Howard, señor.
Nada sabía de este Howard. Consultó la lista: un capitán de menos de dos años de antigüedad. Probablemente, Pellew le había elegido como segundo de Bush.
—Muy bien. Conteste: «Comodoro a…».
—La Porta continúa haciendo señales, con permiso, señor. «Nonsuch a comodoro: Tengo… a bordo… trescientos… soldados de Marina… sobre dotación».
¡Bien por Pellew! Había rebuscado en toda la escuadra para proporcionarle una fuerza de desembarco que se hiciera notar. Trescientos infantes de Marina, con el destacamento de la Nonsuch, y un cuerpo de marineros. Podría entrar con quinientos hombres en El Havre, llegada la ocasión.
—Muy bien. Señale: «Comodoro a Nonsuch y Camilla. Encantado de tenerlos a mis órdenes».
Hornblower se volvió a mirar hacia El Havre. Alzó luego la vista al cielo, estimó la fuerza del viento, recordó el estado de la marea y calculó cuándo llegaría la noche. Allá abajo, Lebrun seguramente estaría desarrollando sus planes, para dentro de unas horas, si eran factibles. Tenía que estar preparado para dar el golpe.
—Señale: «Comodoro a todos los buques: Reúnanse conmigo después de oscurecer. Señal nocturna: dos linternas horizontales en los penoles de proa».
—Penoles de proa. Sí, señor —repitió como un eco el guardiamarina, garabateando en su pizarra.
Era una suerte ver otra vez a Bush, darle un apretón de manos como bienvenida cuando en la oscuridad saltó al puente de la Flame; y sentarse en el diminuto camarote, mal ventilado, con Bush, Howard y Freeman, para explicarles sus proyectos del día siguiente. Y también resultaba magnífico planear una acción después de aquel día de horrible introspección. Bush le contempló de cerca con ojos penetrantes.
—Ha trabajado mucho, señor, desde que volvió al mar.
—Desde luego —dijo Hornblower.
Los últimos días y noches habían sido un torbellino; aun después de rescatada la Flame, las tareas de reorganización, las conferencias con Lebrun y la redacción de despachos habían resultado una labor agotadora.
—Demasiado, señor, si me lo permite —continuó Bush—. Ha vuelto al servicio antes de lo debido.
—Tonterías —protestó Hornblower—. ¡Si he tenido casi un año de permiso!
—Por enfermedad, señor. Después de pasar el tifus. Y desde entonces…
—Desde entonces —interrumpió Howard, un arrogante joven de tez morena—, una acción envolvente, una batalla, tres presas, dos barcos hundidos, una invasión en proyecto, y una reunión nocturna del estado mayor.
Hornblower se sintió de pronto irritado.
—Caballeros, ¿acaso pretenden decirme —preguntó, mirándoles ceñudo uno tras otro— que ya no soy apto para el servicio?
Ellos se encogieron, cohibidos al verle tan furioso.
—No, señor —dijo Bush.
—Entonces, sean tan amables de reservarse su opinión.
Qué mala suerte la de Bush, quien, después de todo, sólo había tratado de informarse amablemente del estado de salud de su amigo. Hornblower se dio cuenta, y le pesaba hacer pagar a Bush tan injustamente todos los malos ratos que había pasado aquel día. Pero no pudo resistir la tentación. Volvió a recorrer con la vista a los reunidos, obligándoles a bajar los ojos, y apenas lo consiguió, apenas se hizo rendir aquel mísero testimonio de subordinación, se sintió arrepentido y trató de enmendar su error.
—Caballeros —dijo—, me he expresado con ligereza. Hemos de tener absoluta confianza los unos en los otros cuando entremos en acción mañana. ¿Querrán perdonarme?
Le contestaron con un murmullo. Bush estaba muy desconcertado al recibir excusas de un hombre que, en su opinión, tenía derecho a decir a cualquiera lo que se le antojase.
—¿Comprenden lo que quiero que se haga mañana, si es mañana el día? —prosiguió Hornblower.
Los tres capitanes asintieron, volviendo la vista a la carta extendida delante de ellos.
—¿Ninguna duda?
—No, señor.
—Naturalmente, éste es un plan simplemente en bosquejo. Surgirán contingencias, imprevistos. Nadie puede prever lo que ocurrirá. Pero estoy seguro de una cosa: de que los buques de esta escuadra irán mandados de manera que honre al servicio. El capitán Bush y el señor Freeman se han comportado con valor y decisión ante mis propios ojos muchas veces, y conozco demasiado bien al capitán Howard de oídas para que dude un momento de que así será también por su parte. Cuando ataquemos El Havre, caballeros, estaremos volviendo una página, tal vez escribiendo el final de un capítulo de la historia de la tiranía.
Les gustaba lo que estaba diciendo, y no podían menos de creer en su sinceridad, pues hablaba con el corazón. Al cruzar sus miradas con las del comodoro, sonrieron. María había hecho uso algunas veces de una expresión poco habitual acerca de las frases corteses pronunciadas para poner a los oyentes de buen humor. Las calificaba de «un terroncito de azúcar para el pajarito». Y eso había sido su párrafo final, un terroncito de azúcar para el pájaro; y, sin embargo, todo lo que había dicho lo sentía de verdad. Aunque… no del todo; casi nada sabía de los antecedentes de Howard. En lo que a éste se referían, sus palabras eran pura fórmula. Pero habían servido para el caso.
—Así pues, hemos terminado con los asuntos graves, caballeros. ¿Qué puedo ofrecerles como distracción? El capitán Bush recordará nuestras partidas de whist de las noches precedentes a una acción. Pero no es un jugador muy entusiasta.
Aquello era suavizar mucho la verdad, Bush era sumamente reacio a tomar parte en el whist, y correspondió con una tímida sonrisa de agradecimiento a la delicada pulla de Hornblower, pero resultaba emocionante verle tan contento porque el comodoro se hubiese acordado de esa particularidad suya.
—Tiene que descansar bien esta noche, señor —dijo, hablando, como más antiguo, por los otros dos, que le consultaron con la mirada.
—Yo he de volver a mi barco, señor —intervino Howard, como un eco.
—Y yo también, señor —dijo Freeman.
—Pues no quiero que se vayan —protestó Hornblower.
Freeman vio una baraja encima de la taquilla arrimada al mamparo.
—Le echaré la buenaventura antes de retirarnos —propuso—. Acaso recuerde algo de lo que me enseñó mi abuela gitana, señor.
Así que, efectivamente, aquel muchacho llevaba sangre gitana en las venas. Más de una vez había pensado en ello Hornblower, al observar su tez morena y sus ojos negros. Le sorprendió un tanto ver la indiferencia con que Freeman admitía tal ascendencia.
—Échesela a sir Horatio —propuso Bush.
Freeman barajaba las cartas con ágiles dedos. Puso la baraja en la mesa, cogió una mano de Hornblower y la colocó encima de aquella.
—Corte tres veces, señor.
Hornblower siguió de buen talante la broma, cortando una y otra vez después de barajar Freeman los naipes. Finalmente, éste cogió la baraja y fue colocando las cartas en la mesa, descubiertas.
—A esta banda está el pasado —anunció, examinando el complicado despliegue—, y a esta otra el futuro. En el pasado hay mucho que leer. Veo dinero, oro, y peligro. Peligro, peligro, peligro. También veo prisión, dos veces, señor. Y una mujer morena, y otra rubia. Ha viajado mucho por el mar.
Se desenvolvía al hablar con aire bastante profesional, soltando las palabras de carrerilla, sin detenerse para tomar aliento. Hizo un primoroso resumen de la carrera de Hornblower, que escuchaba divertido y muy admirado de la facundia de Freeman. Lo que éste contaba podía decirlo cualquiera que conociese a grandes rasgos el pasado del comodoro. Hornblower frunció las cejas un momento, irritado por una breve alusión a su difunta María, pero volvió a sonreír cuando Freeman pasó rápidamente a hablar de las hazañas del Báltico, vertiendo las frases del lenguaje ordinario en términos gitanos con una destreza sumamente divertida.
—Y hay también una larga enfermedad, señor —concluyó—, muy grave, que ha terminado hace poco.
—¡Pasmoso! —exclamó Hornblower, con fingida admiración.
La acción inminente descubría siempre sus mejores cualidades; se sentía cordial y humano hacia este joven oficial, de un modo que le hubiera resultado imposible en cualquier otro momento.
—Pasmoso es la palabra, señor —dijo Bush.
Hornblower se quedó perplejo al observar que Bush estaba realmente impresionado: el hecho de que se dejara convencer por el hábil uso que Freeman había hecho de sus conocimientos del pasado explicaba el éxito de los charlatanes de este mundo.
—¿Y qué hay del futuro, Freeman? —preguntó Howard. Era un alivio comprobar que el otro muchacho no se tomaba aquello tan en serio.
—El futuro —dijo Freeman, tabaleando en la mesa mientras se volvía hacia las cartas del otro lado— es siempre más misterioso. Veo una corona, una corona de oro.
Dispuso las cartas de otro modo.
—Una corona es, señor, por más vueltas que le dé.
—Horatio I, rey de las islas Caníbales —dijo Hornblower, riendo.
La demostración más clara de su buen talante era aquella chanza a propósito de su nombre, que normalmente constituía para él un tema vidrioso.
—Y aquí aparece más peligro. Peligro, y una mujer rubia. Ésta y aquél van unidos. Peligro a causa de una mujer rubia… peligro con una mujer rubia. Hay peligros de todas clases. Le aconsejaría que se guardara de las mujeres rubias.
—No hace falta echar las cartas para dar ese consejo —bromeó Hornblower.
—A veces las cartas dicen la verdad —replicó Freeman, alzando la vista y mirándole con singular intensidad en las brillantes pupilas.
—Una corona, una mujer rubia, y peligro —repitió Hornblower—. ¿Y qué más?
—Eso es todo lo que puedo leer, señor —dijo Freeman recogiendo las cartas.
Hornblower consultó el voluminoso reloj de plata que había sacado del bolsillo.
—Si Freeman nos hubiese podido decir si mañana habrá o no una bandera blanca en la ciudadela —dijo—, nos decidiríamos acaso a prolongar esta agradable velada. Pero, al no ser así, tengo que dar algunas órdenes, caballeros.
Hornblower sentía de verdad verlos marchar. Permaneció en el puente de la Flame y vio alejarse sus botes en la negra noche invernal, mientras el silbato del segundo contramaestre llamaba a los hombres para la guardia de media. Hacía un frío punzante, sobre todo después de la cálida estrechez del camarote, y se sintió de repente más solitario que nunca, tal vez por contraste. Aquí en la Flame no tenía más que dos oficiales que hicieran guardia, ambos tomados de la Porta Coeli; al día siguiente tomaría otro más de la Nonsuch o de la Camilla. ¿Al día siguiente? Ya era el día siguiente. Y tal vez hoy tuviera éxito el intento de Lebrun de imponerse en El Havre, o tal vez él mismo sucumbiera.