CAPÍTULO XVIII

—¿Puede escucharme, milord? —preguntó Brown.

Había dejado junto a la cama la bandeja del desayuno, y descorrió las cortinas de la ventana. Un sol de primavera brillaba por encima del lejano Loira. Brown esperó respetuoso a que Hornblower hubiese bebido su primera taza de café y vuelto poco a poco a la realidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Hornblower, mirando con los ojos entornados a Brown, arrimado a la pared.

La actitud de Brown no era la habitual en él. Parte de la deferencia del criado de un caballero había cedido el sitio a la rigidez disciplinada de los días pretéritos, en que un marinero que se estimase mantenía erguida la cabeza y los hombros retraídos, tanto si le estaban condenando a ser azotado como si le felicitaban por su bravura.

—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo Hornblower, consumido por la curiosidad.

Tuvo un momento de atroz recelo al pensar que Brown fuese a cometer el disparate de referirse a sus relaciones con Marie, pero el recelo desapareció al darse cuenta de lo absurdo e imposible de tal ocurrencia. Sin embargo, Brown se comportaba de un modo raro; podría decirse que había timidez en su actitud.

—Bien, señor… milord —era la primera vez que Brown se equivocaba desde que Hornblower ostentaba este título—, no sé si esto es algo que pueda interesar a vuestra excelencia. No pretendo que le importe, señor… milord.

—Vamos, diga de una vez —dijo Hornblower, displicente—. Y llámeme señor, si le sirve de alivio.

—Pues, milord, el caso es que quiero casarme —contestó Brown tras una breve vacilación.

—¡Dios mío! —exclamó Hornblower. Tenía una vaga idea de que Brown había sido siempre el terror de las mujeres, y la posibilidad de que se casara no se le había ocurrido jamás. Se apresuró a decir que le parecía muy adecuado—. ¿Quién es la afortunada?

—Annette, milord. La hija de Jeanne y de Bertrand. Y el afortunado soy yo, milord.

—¿La hija de Jeanne? ¡Ah, sí, claro!. Esa bella, morena.

Hornblower se imaginaba a una vivaracha moza francesa casada con un robusto inglés como Brown, y, por su vida que no encontraba nada razonable que oponer. Brown sería un marido mejor que la mayoría… Con toda seguridad, la mujer que le pescara iba a ser muy feliz.

—Usted es un hombre sensato, Brown —dijo—. No necesita consultarme tales asuntos. Estoy seguro de que ha elegido bien, y le doy mi más sincera enhorabuena.

—Gracias, milord.

—Si Annette sabe cocinar tan bien como su madre —prosiguió Hornblower, meditabundo— será usted un afortunado mortal, sin duda alguna.

—Ésa era otra cuestión que deseaba consultarle, milord. Es una cocinera tan buena como la mejor, a pesar de ser tan joven. Así lo dice la misma Jeanne, y si ella lo dice…

—Podemos estar seguros —asintió Hornblower.

—Estaba pensando, milord —continuó Brown—, sin que esto sea presumir, que si he de continuar a su servicio podría pensar en contratar a Annette de cocinera.

—¡Dios del cielo! —exclamó Hornblower.

Mentalmente se imaginó la perspectiva de una vida entera saboreando platos guisados por alguien tan competente como Jeanne. Las comidas en Smallbridge no estaban mal, pero, en general, resultaban sencillas. Smallbridge y la cocina francesa ofrecían un contraste sumamente tentador. Seguro que aquel pueblecito sería más atractivo con Annette de cocinera. Pero ¿en qué estaba pensando? ¿Qué había pasado con sus dudas y sus tentaciones de no regresar nunca a Smallbridge? Algo de eso había cruzado por su imaginación, efectivamente, al pensar en Marie, y ahora se le ocurría acordarse de Smallbridge y de Annette al frente de su cocina. Ahuyentó aquellas fantasías bruscamente.

—Ya sabe que no puedo decidir por mi parte —dijo, haciendo tiempo—. Milady tendrá que dar su parecer, como es natural, Brown. ¿Tiene pensada alguna otra solución?

—Muchas, señor, mientras le parezcan bien. He pensado en abrir un pequeño hotel, con lo que tengo ahorrado del dinero de mis presas.

—¿Dónde?

—En Londres, tal vez, milord. O quizás en París. O en Roma. Lo he estado discutiendo con Félix, Bertrand y Annette.

—¡Santo Dios! —exclamó Hornblower asombrado. Nada semejante había cruzado nunca por su imaginación; y, sin embargo…—. No tengo la menor duda de que saldrá adelante, Brown.

—Gracias, milord.

—Dígame, me parece que ha sido un noviazgo relámpago. ¿No es así?

—No exactamente, milord. Cuando estuvimos aquí antes, Annette y yo… ya me comprende, milord.

—Ahora lo entiendo todo —dijo Hornblower.

Era fantástico que Brown, el hombre que largó la salvadora cuerda a la Pluto, que redujo al silencio al coronel Caillard de un solo puñetazo, estuviera hablando tranquilamente de la posibilidad de abrir un hotel en Roma. En realidad, no era más fantástico aquello que haber pensado él en serio en la perspectiva de convertirse en un seigneur francés, dando la espalda a Inglaterra. Eso había hecho, aquella misma noche sin ir más lejos. Su amor por Marie había aumentado en los últimos quince días, aun en plena satisfacción de sus apasionadas ansias, y Hornblower no era ningún tonto que ignorase lo que semejante resolución podría significar.

—¿Cuándo se piensa casar, Brown? —preguntó—. Tan pronto como lo permitan las leyes de este país, milord.

—No tengo idea de lo que eso puede suponer —dijo Hornblower.

—Estoy haciendo gestiones, milord. ¿No necesita más de mí por ahora?

—No, me levantaré en seguida. No puedo estar ya en la cama después de oír una noticia tan interesante, Brown. Le haré un buen regalo de boda.

—Gracias, milord. Le traeré entonces agua caliente.

Marie le esperaba en su tocador, cuando salió arreglado. Le dio los buenos días con un beso, acarició con la mano las mejillas, recién afeitadas, y, pasándole un brazo por encima de los hombros, le condujo a la ventana de su torrecilla para enseñarle los manzanos del jardín, que habían comenzado a florecer. Estaban en primavera, y daba gozo amar y ser amado en aquella tierra verde y amena. Hornblower apresó las manos blancas de Marie entre las suyas y besó sus dedos, en un arrebato de adoración reverente. A medida que pasaban los días admiraba más la dulzura de su carácter y la generosidad de su cariño. Para Hornblower, respeto y amor componían una mezcla embriagadora; se sentía capaz de arrodillarse ante ella, como si fuera una santa. Por su parte, Marie era consciente de la pasión que le arrastraba, como de todo cuanto a él respectaba.

—Horatio —dijo.

¿Por qué había de conmoverle tan terriblemente oírle pronunciar aquel ridículo nombre suyo sin aspirar la hache?

Se aferró a ella, y Marie le acogió y le confortó, como siempre hacía, sin pensar de momento en el futuro. Tenía la certeza de que le esperaban días trágicos. Pero ahora sólo le importaba el presente, y en el presente Hornblower la necesitaba.

Ambos salieron del paroxismo de su pasión sonrientes, como siempre.

—¿Te has enterado de los proyectos de Brown? —preguntó él.

—Se va a casar con Annette. Creo que hace muy bien.

—No parece que te haya sorprendido.

—Lo sabía antes que el mismo Brown —dijo Marie.

En su mejilla asomaba y desaparecía un hoyuelo, y un leve vislumbre de malicia chispeaba en sus ojos. Era perfecta y absolutamente apetecible.

—Harán una buena pareja —sentenció Hornblower.

—Ella tiene ya su baúl lleno de ropa blanca —dijo Marie—, y Bertrand le dará una dote.

Bajaron a comunicar al conde la noticia, y él la oyó muy complacido.

—Puedo celebrar yo mismo la ceremonia civil —dijo—. ¿Recuerda que soy alcalde aquí, Horatio? Un puesto que casi resulta una sinecura, gracias a la eficiencia de mi ayudante, pero puedo hacer uso de mis atribuciones siempre que se me antoje.

Afortunadamente, para ahorrar tiempo, Brown (según supieron al llamarle y preguntárselo) pudo demostrar que era huérfano y cabeza de familia, lo que suprimía la necesidad del permiso de los padres requerido por la ley francesa. Y el rey Luis XVIII y la Cámara aún no habían promulgado su propósito de hacer obligatoria la ceremonia religiosa para legalizar el matrimonio. De todos modos habría función religiosa, y los novios recibirían la bendición de la Iglesia, con las reservas siempre inherentes a una unión de personas de distinto credo. Annette no cesaría nunca de intentar convertir a Brown, y los niños se educarían en la fe católica. Brown asintió cuando se lo explicaron; los escrúpulos religiosos, por lo visto, pesaban muy poco sobre sus hombros.

El pueblo de Smallbridge se había escandalizado ya con la introducción en su seno de la negrita de Bárbara; no pocas personas movían la cabeza con desagrado ante la costumbre pagana que tanto Hornblower como Bárbara tenían de bañarse a diario. Lo que pudieran decir en su día sobre la presencia de una papista y de una familia católica apenas se lo imaginaba Hornblower. Ya estaba otra vez pensando en Smallbridge. A decir verdad, era la suya una doble vida. Miró inquieto hacia el conde, de cuya hospitalidad estaba abusando. Era duro pensar en un amor culpable tratándose de Marie, incapaz de delinquir. Y en cuanto a él, ¿podría acusársele de algo que no estaba en sus facultades resistir? ¿Era él responsable de que la corriente le hubiese arrastrado en su torbellino a menos de una milla de donde ahora se encontraba? Su mirada se fijó en Marie, y nuevamente sintió una oleada de pasión tan intensa como siempre, hasta el punto de que se sobresaltó, nervioso, al darse cuenta de que el conde le estaba hablando, con su apacible voz habitual.

—Horatio —le preguntaba aquél—, ¿habrá baile en la boda?

Organizaron una gran fiesta, con algo de sorpresa por parte de Hornblower, que tenía ideas vagas y equivocadas acerca de la actitud de los señores franceses del antiguo régimen hacia sus subordinados. Los barriles de vino se instalaron en el patio trasero del castillo, y se formó una verdadera orquesta de violinistas y gaiteros de Auvernia, que tocaban unos instrumentos parecidos a las gaitas escocesas, con gran tormento para los oídos de Hornblower, refractarios a la música. El conde tenía por pareja a la gorda Jeanne, y el padre de la novia bailó con Marie. Hubo vino en abundancia, grandes cantidades de comida, bromas atrevidas y ampulosos discursos. La gente del país pareció mostrar una tolerancia asombrosa por aquel matrimonio de una muchacha de allí con un extranjero hereje; los labriegos de la comarca daban a Brown amistosos golpes en la espalda, y sus mujeres le besaban las curtidas mejillas entre exclamaciones de regocijo. Pero es que Brown gozaba de una popularidad universal, y parecía conocer los bailes por instinto.

Hornblower, incapaz de distinguir entre dos notas musicales, se veía obligado a escuchar atentamente el ritmo y, siguiendo de cerca los movimientos de los demás, trazar grotescamente las figuras de las danzas, dejándose llevar de una mujer de rojos carrillos a otra del mismo aspecto. En un momento dado se quedó sentado, henchido y ahíto, ante una mesa montada sobre caballetes; más tarde estuvo brincando como un loco sobre los guijarros del patio, entre dos rollizas muchachas, dándoles la mano y riendo con toda su alma. Era algo extraordinario (aun en esos momentos le quedaba tiempo para el autoanálisis) que pudiera divertirse tanto. Marie le sonrió serena bajo las tranquilas cejas.

—Corre por ahí un extraño rumor —dijo el conde, incorporándose en su asiento, al parecer despreocupado y jovial como de costumbre—. No me gustaría estropear la fiesta hablando de ello ahora. Dicen que Bonaparte se ha escapado de la isla de Elba y ha desembarcado en Francia.

—Sí que es raro —convino Hornblower, indolente, en tanto penetraba poco a poco la importancia del rumor en su confuso cerebro—. ¿Qué pretenderá?

—Pretende ocupar de nuevo el trono de Francia —dijo el conde, serio.

—Hace menos de un año que el pueblo le abandonó.

—Es cierto. Tal vez Bonaparte nos resuelva el problema que planteábamos hace unas noches. No hay duda de que el rey le fusilará si consigue echarle mano, y con ello terminará toda posibilidad de maquinaciones y trastornos.

—Efectivamente.

—Pero hubiese querido (tal vez sea un disparate) oír hablar de la muerte de Bonaparte a la vez que su desembarco.

El conde parecía preocupado, y Hornblower se sintió un poco inquieto. Sabía que su anfitrión era un observador político muy sagaz.

—¿Qué es lo que teme, señor? —preguntó, recuperando gradualmente los sentidos.

—Temo que consiga algún éxito inesperado. Ya conoce la magia de su nombre, y el rey (el rey o sus consejeros) no ha actuado con la debida templanza desde su restauración.

La entrada de Marie, sonriente y feliz, interrumpió la conversación, que no se reanudó ya cuando volvieron a sentarse. Durante los dos días siguientes, Hornblower no pudo evitar ciertos leves presentimientos, aunque la única noticia que llegó hasta allí fue una simple confirmación del rumor del desembarco, sin más pormenores. Era una sombra que se cruzaba por encima de su dicha; pero ésta era tan intensa, tan potente, que hacía falta algo más que una leve sombra para atenuarla. Aquellos deliciosos días primaverales, los paseos bajo los árboles floridos del huerto y por las orillas del impetuoso Loira; sus cabalgadas (¿cómo le causaban placer ahora, cuando antes las detestaba tanto?), a través del bosque, e incluso sus excursiones hasta Nevers, para hacer allí alguna visita de cumplido que exigía su posición. Tales momentos eran de oro puro al lado de su adorada. El temor de las actividades de Bonaparte no podía empañarlos, ni el temor de lo que pudiese decir una carta que, inevitablemente, pronto llegaría de Viena. En rigor, Bárbara no se podía quejar. Había ido a Viena, y, durante su ausencia, Hornblower estaba visitando a sus buenos amigos. Pero Bárbara se enteraría. Probablemente no diría nada, pero se enteraría.

Y por grande que fuese la felicidad de Hornblower, no estaba libre de trabas, como la de Brown. Hornblower se dio cuenta de que envidiaba a Brown y la forma en que podía hacer público su amor. Él y Marie se veían obligados a proceder furtivamente, con cierta cautela, y su conciencia le turbaba un poco al pensar en el conde. Pero aun así era feliz, más que nunca en toda su azarosa vida. Por una vez, el autoanálisis no le causaba congoja. No tenía dudas respecto a sí mismo ni en cuanto a Marie, y la novedad de aquel sosiego se sobrepuso por completo a todos sus temores y presentimientos sobre el porvenir. Podía vivir en paz hasta que surgiera algún problema, y si su felicidad necesitaba aliciente, era el de saber que los sinsabores eran cosa futura y podía prescindir de ellos por ahora. Lo único que la culpa y la incertidumbre podían hacer era arrojarle más locamente aún en los brazos de Marie, no para olvidar conscientemente, sino porque con ello se hacían más apremiantes sus ansias.

Esto era amor, sin mezclas ni reservas; éxtasis en la entrega, sin asombro en la posesión. Por fin conseguía gozar de él, al cabo de tantos años, de tantas tribulaciones. Cínicamente se podía pensar que aquello era sólo un ejemplo más del anhelo de Hornblower de algo que no podía tener; pero, si era así, por una vez no se daba cuenta de ello. Cierto verso no se iba de la mente de Hornblower en aquellos días: «Cuyo servicio es libertad perfecta». Estas palabras describían su servidumbre de amor a Marie.

El Loira continuaba en plena crecida; la catarata donde había estado a punto de ahogarse (y que fue causa de su primer encuentro con Marie) era una rápida pendiente de agua verde, bordeada de espuma. Hornblower podía oír su rumor mientras yacía en los brazos de su adorada en la torre. A veces paseaban cerca de allí, y Hornblower contemplaba el ímpetu del agua sin temblar ni emocionarse. Aquello había pasado. Su razón le decía que él era el mismo hombre que abordó la Castilla, el que afrontó la furia del Supremo, el que luchó a muerte en la bahía de Rosas, el que pisó cubiertas bañadas en sangre; y sin embargo, un extraño sentimiento le inducía a pensar que todo aquello se refería a otra persona. Ahora se veía como un hombre pacífico, ocioso, y la catarata no era algo que había estado a punto de matarle.

Le pareció perfectamente natural que el conde llegase con buenas noticias.

—El conde de Artois ha derrotado a Bonaparte en una batalla librada en el sur —dijo—. Bonaparte ha huido, y no tardará en caer prisionero. Esta noticia viene de París.

Sucedía lo que tenía que suceder. La guerra había terminado.

—Creo que podríamos encender una fogata esta noche —dijo el conde.

Y en efecto, por la noche hubo fogata, y se brindó por el rey.

Pero a la mañana siguiente, al colocar Brown la bandeja junto al lecho de Hornblower, le anunció que el conde deseaba hablar con él lo antes posible. Y no había acabado de decirlo cuando se presentó el mismo conde, en bata, ojeroso y con el pelo revuelto.

—Perdón por la intrusión —se disculpó el conde (ni siquiera en aquel momento podía olvidarse de los buenos modales)—, pero no se puede esperar. Hay malas noticias. Ha ocurrido lo peor.

Hornblower tuvo que limitarse a mirarle en silencio, mientras el anciano reunía sus fuerzas para decir lo que sabía. Le costó un gran esfuerzo.

—Bonaparte está en París —dijo—. El rey ha huido, y Bonaparte es emperador de nuevo. Toda Francia ha caído en sus manos.

—Pero ¿y la batalla que había perdido?

—Un rumor, mentira, todo mentira. Bonaparte es otra vez emperador.

Exigió tiempo comprender todo lo que esto suponía. Significaba la guerra de nuevo, sin posible duda. Cualquiera que fuese el proceder de las otras grandes potencias, Inglaterra y Francia reanudarían su pugna irreconciliable. Veintidós años habían pasado desde su comienzo; y parecía probable que pasaran otros veintidós antes de poder arrojar a Bonaparte de su torno de nuevo. Otros veintidós años de desgracias y matanzas. La perspectiva era horrenda.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Hornblower, más por ganar tiempo que por deseo de saber.

El conde levantó sus manos delicadas en un ademán de desesperación.

—No se ha disparado un solo tiro —dijo—. El ejército se puso de su parte en masa. Ney, Labédoyére, Soult, todos han traicionado al rey. En dos semanas, Bonaparte ha recorrido desde el Mediterráneo hasta París. Casi lo mismo que si hubiera viajado en un coche de seis caballos.

—Pero el pueblo no le quiere —protestó Hornblower—. Todos lo sabemos.

—Los deseos del pueblo nada suponen ante el ejército —dijo el conde—. La noticia ha llegado con los primeros decretos del usurpador. Han llamado a las armas a las quintas de 1815 y 1816. Las tropas de la Casa Real han sido disueltas, y se reconstituye la Guardia imperial. Bonaparte se dispone a luchar de nuevo contra toda Europa.

Hornblower se vio vagamente una vez más en la cubierta de un navío, agobiado de responsabilidades, rodeado de peligros, aislado y sin amigos. Era una perspectiva espantosa.

Un golpecito en la puerta anunció la entrada de Marie, en bata, con los espléndidos cabellos sueltos sobre los hombros.

—¿Has oído la noticia, querida? —preguntó el conde, sin hacer el menor comentario acerca de su presencia o de su aspecto.

—Sí —contestó Marie—. Estamos en peligro.

—Así es —dijo el conde—. Todos nosotros.

Había sido tan espantosa la noticia que Hornblower no tuvo tiempo de analizar sus consecuencias con relación a su persona. Como oficial de la Marina británica, sería detenido y preso de inmediato. Además, Bonaparte había intentado años atrás juzgarle y fusilarle, acusándole de pirata; ahora lo llevaría a efecto… Los tiranos tienen buena memoria. ¿Y el conde? ¿Y Marie?

—Bonaparte sabe ya que me ayudasteis a escapar —dijo—. Y nunca os lo perdonará.

—Me hará fusilar; si me capturan —convino el conde.

No hizo alusión a Marie, pero dirigió la vista hacia ella. Bonaparte la fusilaría también.

—Tenemos que irnos —dijo Hornblower—. El país tal vez no esté organizado aún bajo Bonaparte. Con unos caballos veloces podemos llegar a la costa…

Cogió las ropas de la cama para destaparse, pero se contuvo a tiempo, por deferencia a Marie.

—Estaré lista dentro de diez minutos —dijo Marie.

Cuando la puerta se cerró tras ella y el conde, Hornblower saltó del lecho y llamó a Brown. La transición del sibarita al hombre de acción requirió unos momentos, muy pocos. Al quitarse el camisón, evocó el mapa de Francia, y recorrió carreteras y puertos. Podían llegar a La Rochelle, por encima de las montañas, cabalgando a toda prisa durante dos días. Se subió los pantalones. El conde tenía gran prestigio. Nadie osaría detenerle, ni tampoco a sus acompañantes, sin órdenes directas de París. Con descaro y arrogancia podrían pasar. Había doscientos napoleones de oro en el compartimiento secreto de su maleta, y el conde tal vez tuviese más. Bastaba para sobornar a la gente. Tal vez encontrasen a algún pescador que los llevara a alta mar, o también podían apoderarse de una barca.

Era humillante tener que huir así, como conejos, ante la primera reaparición de Bonaparte; no resultaba muy propio de la dignidad de un par, de un comodoro, pero su primer deber era conservar su vida y su utilidad. En su interior ardía una sorda furia contra Bonaparte, el destructor de la paz, pero hasta el momento no llegaba al punto de dominarle. Más bien podía calificarse de enfado, y su hosca resignación ante el cambio de circunstancias iba cediendo el paso lentamente a las conjeturas sobre si no podría participar más activamente en el comienzo de la lucha, en lugar de huir para combatir más tarde. Se hallaba en Francia, en el corazón del país de su enemigo. Con seguridad allí podría asestar un golpe que hiciese efecto. Mientras se calzaba las botas de montar, habló con Brown.

—¿Y su esposa? —preguntó.

—Confiaba en que pudiese venir con nosotros, milord —dijo Brown, sencillamente.

Si la dejaba, no volvería a verla hasta el final de la guerra, al cabo de veinte años quizá; si se quedaba con ella, le encerrarían en una prisión.

—¿Sabe montar?

—Montará, milord.

—Dile que se prepare. Sólo podemos llevar alforjas. Podrá atender a madame la vizcondesa.

—Gracias, milord.

Doscientos napoleones de oro eran mucha carga, pero no había más remedio que llevarlos. Hornblower bajó las escaleras metiendo ruido con sus botas de montar; Marie esperaba ya en el vestíbulo, con traje negro y un atrevido tricornio con una pluma. La miró con atención, y no observó en su aspecto nada llamativo. Era una dama distinguida vestida con sencillez, nada más.

—¿Llevaremos a algunos hombres con nosotros? —preguntó ella.

—Todos son viejos. Es preferible no hacerlo. El conde, nosotros dos, Brown y Annette. Necesitaremos cinco caballos.

—Eso es lo que esperaba —respondió Marie. Era una mujer valiente, llegado el caso.

—Podemos cruzar el puente en Nevers, y dirigirnos a Bourges y La Rochelle. En la Vendée es donde tendremos más posibilidades.

—Tal vez sería mejor ir a un pueblecito de pesca que a un puerto grande —comentó Marie.

—Probablemente. Pero lo decidiremos cuando nos acerquemos a la costa.

—Muy bien.

Ella reconocía la importancia de la unidad de mando, aunque estaba dispuesta a dar su opinión.

—¿Qué llevas de valor? —preguntó Hornblower—. Los diamantes están aquí, en mis alforjas. En aquel momento llegó el conde, con botas y espuelas. Llevaba un saquito de piel que retiñó al dejarlo en el suelo.

—Doscientos napoleones —dijo.

—Lo mismo que yo. Será bastante.

—No convendría que sonase —dijo Marie—. Lo envolveré en una tela.

Félix entró con las alforjas del conde, y avisó de que los caballos estaban listos. Brown y Annette les esperaban en el patio.

—Vámonos —dijo Hornblower.

La despedida fue muy triste. Las mujeres lloraban, Annette tenía el lindo rostro marchito de besos y lágrimas, y los hombres, adiestrados en la estoica escuela del servicio a los señores, guardaban silencio.

—Adiós, amigo mío —dijo el conde, tendiendo la mano a Félix.

Ambos eran de edad ya avanzada, y no confiaban en volver a verse.

Salieron del patio y siguieron la carretera a lo largo del río; por amarga ironía, era aquél un espléndido día de primavera, las flores de los frutales caían sobre ellos y el Loira brillaba gozosamente. Al doblar el primer recodo divisaron las agujas y torres de Nevers; pasado el siguiente, pudieron ver con claridad el ornado palacio de Gonzaga. Hornblower le dirigió una momentánea mirada, entornó los ojos y miró de nuevo. Marie iba a su lado, y el conde más allá, y los consultó con la vista.

—Es una bandera blanca —dijo Marie.

—También lo pensé así —confirmó Hornblower.

—Mis ojos ya no distinguen bandera alguna —se lamentó el conde con pena.

Hornblower se volvió en la silla hacia Brown, que los seguía, animando a Annette.

—Hay una bandera blanca en lo alto del palacio, milord.

—No me lo explico —dijo el conde—. Mis noticias de esta mañana venían de Nevers. Beauregard, el prefecto de allí, se ha declarado en seguida por Bonaparte.

Era muy raro. Aunque la bandera blanca se hubiese izado por inadvertencia, resultaba sospechoso.

—Pronto lo sabremos —dijo Hornblower, refrenando su natural instinto de poner su caballo al trote largo.

La bandera blanca seguía ondeando cuando se acercaron. En el postigo de consumos había una docena de soldados con bonitos uniformes grises y sus caballos canos atados detrás de ellos.

—Ésos son mosqueteros grises de la Casa Real —dijo Marie.

Hornblower reconoció los uniformes. Había visto aquellas tropas al servicio del rey en las Tullerías y en Versalles.

—Los mosqueteros grises no pueden hacernos daño —intervino el conde.

El sargento del piquete los miró con atención al ver que se acercaban, y salió a la carretera a preguntarles sus nombres.

—Luis Antonio Héctor Savinien de Ladon, conde de Graçay, y su séquito —dijo el conde.

—Puede pasar, monsieur le comte —dijo el sargento—. Su alteza real está en la Prefectura.

—¿Qué alteza real? —se preguntó el conde, extrañado.

En la Plaza Mayor había una multitud de mosqueteros grises a caballo. Algunas banderas blancas ondeaban aquí y allá, y al entrar el grupo en la plaza salió un hombre de la Prefectura y comenzó a fijar un cartel impreso. Adelantaron los caballos, y pudieron distinguir fácilmente la primera palabra: «¡Franceses!».

—Su alteza real es la duquesa de Angulema —dijo el conde.

La proclama invitaba a todos los franceses a luchar contra el tirano usurpador, a ser leales a la vieja Casa de Borbón. Según el cartel, el rey estaba aún en armas en torno a Lille, el sur se había levantado bajo el duque de Angulema, y toda Europa estaba llena de ejércitos en marcha para encadenar al ogro devorador de hombres y restaurar al Padre del Pueblo en el trono de sus antepasados.

En la Prefectura, la duquesa les recibió fervorosamente. Su hermoso rostro estaba ajado de fatiga, y aún llevaba un traje de amazona salpicado de barro. Había cabalgado toda la noche con su escuadrón de mosqueteros, y entrado en Nevers por otra carretera, después de la proclama a favor de Napoleón.

—Cambiaron de idea sin pensarlo mucho —dijo la duquesa.

Nevers no era ciudad de guarnición; sus cien disciplinados mosqueteros la convirtieron en dueña de la población sin la menor violencia.

—Iba a enviar a buscarle, monsieur le comte —siguió diciendo la duquesa—. No sabía que tuviera la extraordinaria fortuna de albergar a lord Hornblower. Le nombraré teniente general del rey en el Nivernais.

—¿Cree que pueda prosperar un levantamiento, alteza? —preguntó Hornblower.

—¿Un levantamiento? —dijo la duquesa, con una leve nota interrogativa.

Para Hornblower fue la señal del destino. La duquesa era la más inteligente y animosa de todos los Borbones; pero ni siquiera ella podía pensar que el movimiento que se preparaba a encabezar fuese un levantamiento. Bonaparte era el rebelde; ella trataba de sofocar la rebelión, aunque Bonaparte reinase en las Tullerías y el ejército le obedeciese. Pero aquello era la guerra; era la lucha a vida o muerte, y él no estaba dispuesto a discutir con aficionados.

—No malgastemos tiempo en definiciones, madame —dijo—. ¿Cree que hay en Francia fuerza bastante para expulsar a Bonaparte?

—Es el ser más odiado en este país.

—Pero eso no contesta la pregunta —insistió Hornblower.

—La Vendée luchará —dijo la duquesa—. Laroche-Jacquelin está allí, y le seguirán. Mi marido está levantando el Mediodía. El rey y su Casa resisten en Lille. Gascuña hará frente al usurpador… Recuerde que Burdeos le negó obediencia el año pasado.

La Vendée podía levantarse; tal vez lo hiciera. Pero Hornblower no se imaginaba al duque de Angulema despertando el espíritu de devoción en el sur, ni al gordo y gotoso rey en el norte. En cuanto a si Burdeos rehusaría obediencia al emperador, Hornblower se acordaba de Ruán y El Havre, de sus apáticos habitantes, de los reclutas refractarios cuyo único deseo era no luchar contra nadie. Durante un año habían disfrutado de las bendiciones de la paz y de un gobierno tolerante, y tal vez esto los indujese a luchar. Tal vez.

—Toda Francia sabe hoy que Bonaparte puede ser batido y destronado —dijo la duquesa, aguda—. Eso representa una gran diferencia.

—Un polvorín de descontento y desunión —insistió el conde—. Bastará quizás una chispa para hacerlo estallar.

Hornblower pensaba lo mismo cuando entró en El Havre, y también se le ocurrió la misma metáfora, que luego resultó equivocada.

—Bonaparte tiene un ejército —dijo—. Para derrotarle hace falta otro ejército. ¿Dónde vamos a encontrarlo? Los veteranos son leales a Bonaparte. ¿Lucharán los paisanos? Y si están dispuestos, ¿es posible armarlos y adiestrarlos a tiempo?

—Qué pesimista, milord —se quejó la duquesa.

—Bonaparte es el soldado más hábil, más activo, más impetuoso y sagaz que ha conocido el mundo —dijo Hornblower—. Para parar sus golpes necesito un escudo de acero, no un arco circense de papel.

Hornblower recorrió los semblantes con la mirada: la duquesa, el conde, Marie, el silencio cortesano, de pie tras la duquesa desde que comenzó la discusión. Estaban sombríos, pero no mostraban el menor signo de vacilación.

—Entonces, ¿sugiere que el señor conde, por ejemplo, se someta mansamente al usurpador y espere a que los ejércitos de Europa reconquisten Francia? —preguntó la duquesa con un leve matiz de ironía.

Sabía dominarse mejor que la mayoría de los Borbones.

—El señor conde tendrá que salvarse huyendo, por la bondad con que me ayudó —dijo Hornblower, pero le constaba que aquello era dar por sentado algo dudoso.

Cualquier movimiento contra Bonaparte en el interior del país podía ser mejor que nada, por muy pronto que lo sofocaran y mucha sangre que costase. Tal vez triunfara, aunque no tenía esperanza alguna de ello. Pero, al menos, desmentiría la pretensión de Bonaparte de que representaba a toda Francia, le estorbaría en el inevitable choque de la frontera nordeste, obligándole a mantener tropas allí. Hornblower no podía aspirar a la victoria, pero calculaba que existía cierta probabilidad de iniciar una pequeña guerra de guerrillas, mantenida por unas cuantas partidas en bosques y montañas, que más tarde podría extenderse. Él estaba al servicio del rey Jorge; si podía suprimir siquiera a uno solo de los soldados de Bonaparte, aunque costara un centenar de vidas campesinas, su deber era hacerlo. Una duda instantánea cruzó por su mente; ¿pensaba en todo aquello sólo por motivos humanitarios, o se iba ablandando su capacidad de decisión? Había enviado a hombres a luchar contra toda esperanza, y él mismo se aventuró más de una vez; pero, ésta, a su entender, era una aventura imposible… y el conde se vería envuelto en ella.

—En suma —insistió la duquesa—, ¿me recomienda una total aquiescencia, milord?

Hornblower se sentía como un condenado en el cadalso, lanzando una última mirada al mundo iluminado por el sol antes de hundirse en el vacío. Las torvas e inevitables desdichas de la guerra le rodeaban.

—No —replicó—, recomiendo la resistencia.

Los fruncidos semblantes se animaron a su alrededor, y se dio cuenta de que le había tocado decidir entre la paz y la guerra. Si hubiera continuado arguyendo contra la rebelión, los habría persuadido igualmente. Esta idea aumentó su disgusto, aunque tratara de convencerse (con que era verdad) de que el destino le había colocado en una situación que no le permitía entrar en sutilezas. La suerte estaba echada, y se apresuró a continuar.

—Vuestra alteza —dijo— acaba de acusarme de ser pesimista. Lo soy. Ésta es una aventura desesperada, pero eso no quiere decir que no se deba intentar. Ahora bien, hemos de emprenderla sin pecar de frivolidad. No es procedente que busquemos la gloria ni éxitos espectaculares. Será una lucha oscura, larga y penosa. Consistirá en matar a soldados franceses acechando detrás de un árbol y escapar a todo correr; en arrastrarse de noche para acuchillar a un centinela, incendiar un puente, cortar el pescuezo a unos caballos de tiro… Ésas han de ser nuestras grandes victorias.

Hubiera querido decir: «nuestros Marengos y Jenas»; pero no era delicado mencionar triunfos de Bonaparte ante una reunión borbónica. Trató de recordar victorias de los Borbones.

—Ésas serán nuestros Steinkerks y Fontenoys —continuó. Describir la técnica de la lucha de guerrillas a personas que nada sabían del asunto no era cosa fácil—. El teniente general del rey en el Nivernais será un fugitivo acosado. Dormirá entre rocas, comerá carne cruda para que el fuego no le traicione. Sólo ateniéndose a medidas de este género puede aspirar a triunfar al fin.

—Estoy dispuesto a hacer esas cosas —dijo el conde— hasta mi último aliento.

La alternativa era el destierro hasta morir, pensó Hornblower.

—Nunca dudé de que podía contar con la lealtad de los Ladon —dijo la duquesa—. Su nombramiento estará dispuesto en seguida, señor conde. Ejercerá íntegramente los poderes reales en el Nivernais.

—¿Qué se propone hacer vuestra alteza en persona? —preguntó Hornblower.

—He de ir a Burdeos para levantar la Gascuña.

Probablemente era lo mejor; cuanto más se extendiera el movimiento, peor para Bonaparte. Marie podía acompañar también a la duquesa, y, si la empresa terminaba en un completo desastre, les quedaba el recurso de huir por el mar.

—¿Y usted, milord? —preguntó la duquesa.

Todas las miradas estaban fijas en él, pero aquella vez no reparó en tal cosa. Tenía que tomar una resolución enteramente personal. Era un distinguido marino; si pudiese llegar a Inglaterra, seguramente le darían el mando de una escuadra de buques de línea. Las grandes flotas surcarían los mares de nuevo, y él desempeñaría un papel importante en su gobierno; unos años de guerra le convertirían en almirante de toda una flota, el hombre de quien dependería la prosperidad de Inglaterra. Y, si se quedaba allí, lo más que podría esperar era llevar una vida de fiera acosada, a la cabeza de una banda de salteadores andrajosos; tal vez una cuerda pendiente de un árbol. Quizá su deber fuera guardar su vida y su talento para Inglaterra, pero Inglaterra contaba con una veintena de marinos de su talla, mientras que nadie conocía tanto como él a los franceses y a Francia, ni era tan conocido en el país. Ahora bien, todos estos argumentos se salían del tema. No quería ni podía iniciar un débil simulacro de rebelión y levar anclas, abandonando a sus amigos la pesada carga del fracaso.

—Me quedaré con el señor conde —dijo—, si vuestra alteza y él están de acuerdo. Creo que podré prestaros alguna ayuda.

—¡Claro que sí! —exclamó la duquesa.

Hornblower cruzó su mirada con la de Marie y una horrible duda le asaltó de repente.

Madame —preguntó, dirigiéndose a ella—, supongo que acompañará a su alteza real, ¿verdad?

—No —dijo Marie—. Va a necesitar a todos los hombres disponibles, y yo soy tan útil como cualquiera. Conozco todos los vados y caminos de herradura de por aquí. Además, quiero seguir al lado del señor conde.

—Pero Marie… —exclamó éste.

Hornblower no protestó. Sabía que hubiera sido tanto como protestar por la caída de la rama de un olmo o un cambio de dirección del viento. Parecía reconocer la mano del destino (lo inevitable) en todo aquello. Y una mirada al rostro de Marie apagó toda insistencia por parte del conde.

—Muy bien —dijo la duquesa.

Paseó la mirada por la reunión. Era hora de que el levantamiento comenzara en serio. Hornblower dejó a un lado sus sentimientos personales. Había que librar una guerra; una guerra, con todos sus problemas de espacio, tiempo y psicología. Casi sin querer empezó a ir anudando los enmarañados hilos. Encima del escritorio, ante el cual se había sentado el prefecto para estudiar la ejecución de instrucciones del Gobierno de París, había un gran mapa a escala del Departamento. De las otras paredes colgaban mapas a mayor escala aún de las subprefecturas. Estuvo un rato repasándolos. Carreteras, ríos, bosques. Adiós a Inglaterra.

—Lo que más me interesa saber ahora —comenzó— es dónde están las tropas regulares más próximas.

Había empezado la campaña del Alto Loira.