CAPÍTULO II

Ella le esperaba cuando llegó a Bond Street, serena la mirada y grave el continente, como era de esperar de quien pertenecía a una estirpe de luchadores. Pero no pudo pronunciar más de una sola palabra.

—¿Órdenes? —preguntó.

—Sí —contestó Hornblower. Y dejando escapar una pequeña parte de las violentas emociones encontradas en su interior, corroboró—: Sí, querida.

—¿Cuándo?

—Zarpamos esta noche de Spithead. Están redactando mi despacho ahora mismo. Tengo que salir en cuanto los reciba.

—Comprendí que era así por la expresión de la cara de Saint Vincent. Así que he enviado a Brown a Smallbridge para que te haga el equipaje. Cuando llegues estará ya preparado.

Era una mujer capaz, previsora, sagaz, su adorada Bárbara. Sin embargo, sólo se le ocurrió decir:

«Gracias, querida». A menudo se encontraba en momentos de apuro, aún ahora, después de tanto tiempo vivido en su compañía; momentos en que le sobrepasaba la emoción (tal vez fuese esta la causa) y no encontraba el modo de expresarla.

—¿Puedo preguntarte adónde vas, querido?

—No puedo responderte si lo haces —dijo Hornblower, con una sonrisa forzada—. Lo siento, querida.

Bárbara no diría una palabra a nadie, ni daría a entender con el gesto o el ademán la clase de misión que se disponía a cumplir; pero, de todos modos, no se lo podía contar. Si la noticia del motín se filtraba, no se podría responsabilizar a Bárbara. Pero aquella no era la razón auténtica. Consideraba su deber mantener el silencio, y el deber no admitía excepciones. Bárbara correspondió a su sonrisa con la luminosidad que el deber merecía. Desvió su atención a la capa de seda, y se la arregló un poco por encima de los hombros.

—Lástima —dijo— que en estos tiempos modernos haya tan pocas ocasiones para que los hombres se vistan con elegancia. El rojo y el blanco te favorecen mucho, querido. Eres un hombre muy guapo, ¿no lo sabías?

La frágil y artificial barrera entre los dos se rompió y desvaneció como una pompa de jabón al hincharla. El temperamento de él anhelaba afecto, demostraciones de cariño; pero una vida entera de autodisciplina en un mundo implacable le habían hecho difícil, casi imposible, revelar sus verdaderos sentimientos. En su interior apuntaba siempre el temor de verse rechazado, y le horrorizaba correr tal riesgo. Siempre se hallaba en guardia consigo mismo y con el mundo. Y ella lo sabía, estaba enterada de tales reservas, y las comprendía, aunque a veces la lastimaran. Su estoica educación inglesa la había enseñado a recelar de emociones y desdeñar toda exhibición de ellas. Era tan altiva como él; podía estar resentida por depender de su marido para cumplir su misión en la vida, tanto como de sentirse incompleta sin su amor. Eran dos personas orgullosas que, por una u otra razón, habían hecho de la autosuficiencia y el egocentrismo norma de perfección, y abandonarlos precisaba más sacrificio del que con frecuencia estaban dispuestas a hacer.

Pero en aquellos momentos, con la sombra de una separación cerniéndose sobre ambos, el orgullo y el amor propio desaparecían, permitiéndoles ser naturales, despojados de la armadura entorpecedora que los años habían forjado en torno suyo. Ella estaba en sus brazos, y con las manos bajo la capa podía sentir el calor de su cuerpo a través de la delgada seda de su jubón. Se apretaba contra él tan ávidamente como su esposo la retenía. En aquella época en que no se conocía el corsé, ella no llevaba más que una ligera ballena de refuerzo en la cintura de su vestido; mientras la estrechaba en sus brazos, él notaba su hermoso cuerpo flexible y dócil, a pesar de los músculos (producto de una intensa equitación y de largos paseos a pie) que había terminado por admitir como apetecibles una mujer, que antes pensaba que debía ser blanda y endeble. Sus labios se buscaban ardorosos, y sus ojos cambiaban mutuos y sonrientes reflejos.

—¡Querido mío, cariño! —Decía ella, y luego, besándole otra vez apasionada, murmuró las ternezas de una mujer sin hijos a su amante—: ¡Mi niño, mi chiquitín adorado!

Era lo más cariñoso que podía decirle. Cuando él cedía al impulso femenino, cuando se despojaba de su armadura protectora, sentía deseos de ser hijo suyo, a la vez que marido; inconscientemente, anhelaba estar seguro de que, inerme y desnudo como estaba, ella le sería fiel y leal como una madre a su hijito, sin aprovecharse lo más mínimo de su indefensión. Se fundió la última reserva y ambos se confundieron en uno solo, envueltos en aquella pasión extrema que rara vez alcanzaban. Nada podía frustrarla entonces. Con sus fuertes dedos soltó Hornblower el cordón de seda que sujetaba su capa; los extraños broches de su jubón, las ridículas presillas de los ceñidos calzones… no acababa de acostumbrarse a aquellos chismes. Por un momento Bárbara se vio besándole las manos, los dedos largos y bien formados, que en ocasiones se le aparecían de noche, cuando él se hallaba ausente, y fue aquél un gesto de la más pura pasión, exenta de simbolismo. Eran libres el uno para el otro, sin obstáculos ni trabas, enamorados. Componían una maravillosa unidad, aun después de haber pasado todo; estaban completos, sin haber quedado saciados. Seguían siendo uno solo cuando la dejó allí tendida, y al mirarse en el espejo contempló su escaso pelo todo alborotado.

Su uniforme estaba colgado en la puerta del gabinete; Bárbara había pensado en todo mientras él estaba con Saint Vincent. Se lavó en la palangana, pasándose la esponja por el ardoroso cuerpo, sin pensar en despojarse de impurezas, sino por mero deleite. Cuando el mayordomo llamó a la puerta, se puso la bata sobre la camisa y los pantalones y salió. Eran las órdenes; firmó el recibo, rompió el sello y se sentó a leerlas para cerciorarse de que no había equívocos que necesitaran aclaración antes de salir de Londres. Las viejísimas fórmulas tradicionales. «Se le solicita y requiere», «Se le encomienda estrictamente»…, las mismas bajo las cuales actuaron Nelson en Trafalgar y Blake en Tenerife. El alcance de las órdenes era evidente. Leídas en voz alta a una tripulación (o ante un consejo de guerra) se comprenderían fácilmente. ¿Tendría que leerlas en voz alta alguna vez? Esto supondría haber entablado negociaciones con los rebeldes. Estaba autorizado a hacerlo, pero sería un signo de flaqueza, algo que haría enarcar las cejas a toda la Armada, y que proyectaría una sombra de desencanto en el fruncido rostro de Saint Vincent. Debía arreglárselas de algún modo para que cayeran en sus manos un centenar de marineros ingleses, para que los ahorcasen o los azotasen por hacer algo que él estaba seguro que haría en las mismas circunstancias. Tenía un deber que cumplir: unas veces consistía en matar franceses, y otras en algo distinto. Prefería tener que matar franceses, si era indispensable sacrificar a alguien. ¿Y cómo iba a acometer la tarea que le esperaba?

Se abrió la puerta de la alcoba y Bárbara entró en la habitación, radiante y sonriendo. Sus almas se atrajeron al encontrarse los ojos; la inminencia de su separación física y el pensar en la nueva y desagradable misión en perspectiva no fueron suficientes para romper la armonía mental que los enlazaba. Estaban más unidos que nunca, y bien lo sabía la afortunada pareja. Hornblower se levantó.

—Tengo que estar en camino dentro de diez minutos —dijo—. ¿Vendrás conmigo hasta Smallbridge?

—Esperaba que me lo pidieses —respondió Bárbara.