CAPÍTULO III

Era la noche más cerrada imaginable, y el viento, que soplaba del oeste, era duro y amenazaba convertirse en temporal. Silbaba en torno a Hornblower, agitando las perneras de sus pantalones a la altura de la rodilla, por encima de las botas de agua, y tirándole de la casaca, mientras que alrededor y por encima de él, en las tinieblas, el cordaje chillaba como un coro de dementes, como protestando por la insensatez humana, que exponía una débil construcción de los hombres a la furia de las fuerzas naturales. En algún lugar a barlovento de Hornblower, alguien, seguramente un subalterno, insultaba a un marinero por algún ignorado desliz; las palabrotas llegaban a los oídos de Hornblower a ráfagas.

Un loco, pensaba Hornblower, tenía que conocer estos violentos contrastes, estos súbitos cambios de humor, estas bruscas alteraciones del mundo que le rodeaba; en unos casos era el loco quien variaba, pero en el suyo era el ambiente. Aquella mañana, apenas hacía doce horas, estaba sentado en la abadía de Westminster con los caballeros de Bath, todos vestidos de seda carmesí y blanca. Había cenado con el primer ministro la noche anterior. Había reposado en los brazos de Bárbara. Había disfrutado de las comodidades de Bond Street, donde sus menores caprichos eran atendidos con sólo tirar del cordón de una campanilla. Era una vida de holgura; una veintena de criados se extrañarían y alterarían si ocurriera la menor cosa capaz de perturbar el sencillo modo de vivir de sir Horatio. Por cierto, ellos unían estas dos palabras, formando una sola curiosa e híbrida que sonaba a «seroratio». Bárbara le había estado vigilando todo el verano para asegurarse de que los últimos vestigios de tifus ruso que le había devuelto a casa habían desaparecido. Estuvo paseando a menudo al sol por los jardines de Smallbridge, en compañía del pequeño Richard, y al verlos se apartaban respetuosamente los jardineros, descubriéndose. Recordaba una tarde luminosa en que él y Richard estuvieron juntos, tendidos boca abajo, a la orilla del estanque, tratando de coger carpas doradas con las manos, y regresaron a casa envueltos en los fulgores del ocaso, mojados, llenos de barro y felices sobremanera, el padre y el hijo, tan unidos como lo había estado él con Bárbara aquella misma mañana. Podía considerarse una vida feliz; demasiado feliz.

Por la tarde, en Smallbridge, mientras Brown y el postillón llevaban su cofre al carruaje, se había despedido de Richard, estrechándole la mano como si fuera ya un hombre.

—¿Vas a la guerra otra vez, padre? —le había preguntado el niño.

Se despidió de Bárbara una vez más; no fue fácil. Si tenía suerte, estaría en casa de vuelta pasada una semana; pero no podía decírselo, pues podría dejar traslucir demasiado sobre el carácter de su misión. Aquel atisbo de engaño contribuyó a destruir la atmósfera de unidad y compenetración, y le hizo aparecer de nuevo algo frío y solemne. Al separarse de su mujer, Hornblower tuvo un momento la extraña sensación de algo perdido para siempre. Luego subió a la silla de posta, con Brown a su lado, y bordearon las dunas en la tarde otoñal hasta Guilford, mientras anochecía, y continuaron luego por la carretera de Portsmouth (la misma que había recorrido en ocasiones memorables), ya de noche cerrada. Brusca era la transición del lujo a la fatiga. A medianoche puso pie en la Porta Coeli, donde le dio la bienvenida Freeman, cuadrado, rechoncho y moreno como siempre, con el pelo en las mejillas, como los gitanos; casi sorprendía que no llevase aros en las orejas. No necesitó más de diez minutos para informar a Freeman, en riguroso secreto, de la misión a la que se dirigía la Porta Coeli; obedeciendo órdenes recibidas cuatro horas antes, Freeman tenía ya la nave lista para darse a la vela, y al cabo de aquellos diez minutos los marineros estaban en el cabrestante levando el ancla.

—Va a ser una noche inmunda, señor —dijo Freeman, envuelto en la oscuridad—. Sigue bajando el barómetro.

—Eso me temo, señor Freeman.

El oficial alzó de pronto la voz hasta convertirla en el más estentóreo bramido que jamás oyera Hornblower; aquel pecho con aspecto de tonel era capaz de producir un sorprendente volumen de sonido.

—¡Señor Carlow! Ponga a todo el mundo a arrizar velas. ¡Esa vela de estay del mastelero de mayor! ¡Otro rizo en las gavias! Sudeste cuarta al sur, timonel.

—Sudeste cuarta al sur, señor.

La cubierta vibró bajo los pies de Hornblower al pasar la gente corriendo sobre la tablazón; por lo demás, la oscuridad no le permitía observar si las órdenes de Freeman se cumplían; el chirrido de las poleas en los motones se desvanecía en el viento o quedaba apagado por el lamento de las jarcias, y no podía ver a los marineros trepando apresurados por el aparejo para tomar otro rizo más a las gavias. Sentía frío y cansancio después de un día que había comenzado —ahora le parecía mentira— con la llegada del sastre para ataviarle conforme al ceremonial de un caballero de Bath.

—Voy abajo, señor Freeman —dijo—. Llámeme si hace falta.

—Sí, señor.

Freeman tiró de la trampilla que cubría la escalera de la cámara (la Porta Coeli llevaba cubierta corrida), y por la abertura surgió una luz tenue, que dejaba entrever los escalones; la luz era débil, pero deslumbraba, después de estar sumido en la intensa negrura de la noche. Hornblower bajó, doblándose casi bajo los baos del puente. La puerta de la derecha daba a su camarote, de seis pies en cuadro y cuatro pies diez de altura; Hornblower tuvo que encorvarse para examinarlo a la luz vacilante de la linterna que colgaba de la cubierta. La angostura de aquellos alojamientos, los mejores del bergantín, no era nada en comparación con las condiciones en que vivían los otros oficiales, bien lo sabía, y veinte veces peor aún vivían los marineros. A proa, el entrepuente tenía la misma altura (cuatro pies diez), y los hombres dormían en dos hileras de coyes, suspendidos uno encima de otro, con las narices de los de arriba tocando el techo, las posaderas de los de abajo rozando el puente inferior y sus narices demasiado cerca de sus vecinos de encima. La Porta Coeli era la máquina de guerra más perfecta de su tamaño en el mar; llevaba cañones que podían triturar a cualquier adversario de las mismas dimensiones y pañoles capaces de alimentarlos durante horas y días de combate; llevaba provisiones suficientes para navegar durante meses sin tocar tierra; era fuerte y sólida, lo bastante para afrontar cualquier borrasca. El único inconveniente era que para lograr todas estas ventajas en 190 toneladas, los seres humanos que en ella se hacinaban tenían que contentarse con unas condiciones de vida que ningún granjero cuidadoso querría para su ganado. Sólo a costa de carne y sangre humana podía Inglaterra mantener el sinnúmero de pequeñas naves que garantizaban la libertad en el mar bajo la protección de los pesados buques de línea.

El camarote, a pesar de su pequeñez, despedía un hedor tremendo. Lo primero que percibía la nariz era el olor sofocante a hollín de la lámpara, pero pronto se advertían toda una gama de olores suplementarios. En primer lugar, el vago hedor a sentina, tolerable, en realidad imperceptible para Hornblower, que llevaba percibiéndolo casi veinte años seguidos; luego, un penetrante olor a queso, y, como para resaltarlo más aún, otro indiscutible a ratas. También olía a ropa mojada, y, por último, varios olores humanos, predominando el de hombres sin lavar y confinados largo tiempo.

Y esta mezcla de olores tenía como contrapeso una batería de ruidos. Todas las maderas respondían a los crujidos de las jarcias; estar en el camarote era como para un ratón permanecer dentro de un violín mientras lo tocan. Por arriba, las continuas pisadas en la toldilla y el golpeteo de cuerdas sobre el puente hacían pensar (para persistir en la analogía) que alguien repicaba en la caja del violín con unos macillos. Los costados de madera del buque chasqueaban y crujían al moverse éste en el agua, como si los golpearan unos nudillos de gigante; y las municiones del armero rodaban un poco a cada movimiento, además, para terminar con un golpe solemne e inesperado al final del balance deteniéndose antes de rodar en dirección opuesta.

Apenas hubo entrado Hornblower en su camarote cuando, de pronto, la Porta Coeli escoró con rara persistencia; al parecer, en el momento de salir a pleno Canal todo el ímpetu de la brisa oeste había caído sobre el bergantín, inclinándolo. Aquello le cogió por sorpresa (siempre era un proceso lento para él recuperar su equilibrio marinero después de una larga temporada en tierra), y le empujó hacia adelante, y por fortuna contra la litera, en la que cayó de bruces. Mientras estaba allí despatarrado, sus ojos percibieron los diversos ruidos que los distintos objetos sueltos, no siempre bien sujetos al comenzar un viaje, producían al caer en cubierta por efecto de aquel primer y violento balanceo. Hornblower se revolvió sobre la litera, dándose con la cabeza en los baos del techo al cogerle por sorpresa otro bandazo, y se desplomó de nuevo sobre el rudo cabezal, sudando en la húmeda estrechez de la cabina, tanto por efecto de sus esfuerzos como por el de los preliminares del mareo. Renegaba en voz baja, pero con toda su alma; en su interior surgía un intenso odio a aquella guerra, más enconado por su absoluta inutilidad. No podía apenas imaginar lo que sería la paz (era un chiquillo cuando el mundo estuvo en paz por última vez), pero anhelaba con ansia indomable la paz como cesación de la guerra. Estaba cansado de guerra, más que cansado, y su cansancio era mayor y más amargo después de sus experiencias del año último. La noticia de la completa destrucción del ejército de Bonaparte en Rusia había hecho brotar prematuras esperanzas de paz, pero Francia no había mostrado signos de flaqueza. Por el contrario, había movilizado nuevos ejércitos y contenido el torrente del contraataque ruso lejos de todo punto vital del Imperio. Los sabihondos habían puesto de relieve la severidad y universalidad de las levas impuestas por Bonaparte, la dureza de los impuestos con que abrumaba a sus súbditos, y auguraban un próximo alzamiento en el interior del Imperio, tal vez respaldado por una revuelta de los generales. Habían pasado diez meses desde que comenzaron a difundirse aquellas predicciones, y nada hacía suponer que fueran a confirmarse. Cuando Austria y Suecia se pasaron a las filas de los enemigos de Bonaparte, la gente pensó en una victoria inminente. Esperaban que cuando los aliados involuntarios de Bonaparte (Dinamarca, Holanda y los demás) se zafaran de su compromiso, ello significaría un rápido desmoronamiento del Imperio, pero una y otra vez se veían decepcionados. Hacía mucho que algunas personas de buen juicio habían pronosticado que cuando la marea de la guerra refluyese sobre el imperio mismo, cuando Bonaparte se viera obligado a buscar apoyo a la guerra en el suelo de sus propios súbditos y no en el de sus enemigos o tributarios, la contienda terminaría casi inmediatamente. Y sin embargo, habían transcurrido tres meses desde que Wellington, a la cabeza de diez mil hombres, franqueó por los Pirineos las sagradas fronteras, y aún se debatía en una trampa mortífera en el lejano sur, a setecientas millas de París. Parecía que los recursos o la decisión de Bonaparte no tuviesen límite.

En su exasperación presente, a Hornblower le parecía que la lucha habría de continuar hasta que muriese el último hombre en Europa, hasta que Inglaterra consumiese irrevocablemente toda su sustancia; y en cuanto a él, que hasta que la ancianidad no le liberase estaría condenado, por la insensata tozudez de un hombre, a no gozar de libertad, a pasarse los días y las noches en un ambiente infecto, como el que ahora le rodeaba, separado de su mujer y de su hijo, mareado y muerto de frío, deprimido e infeliz. Casi por primera vez en su vida comenzó a desear un milagro o algún cambio inesperado de fortuna: que una bala perdida matase a Bonaparte, o que un prodigioso error permitiese ganar una victoria indiscutible y decisiva; que el pueblo de París se alzase con éxito contra el tirano, que la cosecha francesa fuera rematadamente mala, que los mariscales, para conservar sus fortunas, se declararan adversos al emperador e indujeran a los soldados a seguirles. Pero nada de todo aquello, bien lo sabía, era probable; la lucha tenía que continuar, y él estaba condenado a seguir siendo un prisionero mareado, sujeto por las cadenas de la disciplina, hasta que se le volviese blanco el pelo.

Abrió los ojos, que mantenía cerrados con fuerza, y se encontró con Brown, de pie junto a él, mirándole.

—He llamado, señor, pero no me ha oído.

—¿Qué ocurre?

—¿Quiere que le traiga algo, señor? Van a apagar ahora mismo el fuego en la cocina. ¿Una taza de café, señor? ¿Té? ¿Un grog caliente?

Una buena dosis de licor fuerte podría hacerle dormir, ahogando sus enfermizos y lúgubres pensamientos, dándole cierto alivio al librarle de la negra depresión que le devoraba. Se regodeó en la idea, y se sintió asombrado de sí mismo. Él, que llevaba casi veinte años sin beber para emborracharse, que detestaba la embriaguez en su persona más que en cualquier otra, pensando un momento siquiera con agrado en semejante ocurrencia, era algo que le sorprendía y a la vez le aterraba. Aquello significaba que en su interior se agitaba una nueva depravación que jamás había conocido, agravada por la noción de que se le había concedido una misión secreta de gran importancia, que requería una cabeza despejada y un juicio lúcido. Y se fustigó mentalmente, con amargo desprecio de sí mismo.

—No —replicó—. He de volver a cubierta.

Sacó las piernas fuera del camastro. La Porta Coeli se había alejado ya mucho de la costa, y se balanceaba y cabeceaba como una cabra loca en las picadas aguas del Canal. Con el viento en la aleta, escoraba de tal modo que, al ponerse Hornblower de pie, habría ido a dar contra el mamparo opuesto si la fuerte mano de Brown no hubiese acudido oportuna a evitarlo. Brown nunca perdía su equilibrio de marinero, nunca se mareaba; tenía aquella resistencia física que Hornblower había envidiado siempre. Se mantenía sobre sus piernas separadas como una roca, perfectamente ajeno a los caprichos del bergantín mientras Hornblower vacilaba, inseguro. Poco le faltó para dar con la cabeza en la oscilante lámpara; pero la firme mano de Brown le llegó a tiempo al hombro y no hubo choque.

—Una noche perra, señor, y aún se pondrá mucho peor antes de que amaine.

Job disfrutó de consuelos parecidos. Hornblower gruñó algo a Brown con quisquilloso mal humor, que empeoró al advertir que no hacía en el otro la menor mella. Le enfurecía verse tratado como un chiquillo en plena pataleta.

—Será mejor que se ponga la bufanda que le hizo milady —continuó Brown, inconmovible—. Va a hacer un frío de muerte de madrugada.

Con un sencillo movimiento abrió un cajón y sacó de él la bufanda. Era un rectángulo de valiosa seda, ligero y cálido, acaso la prenda de más valor que Hornblower poseyera jamás, teniendo en cuenta incluso su espada de cien guineas. Bárbara la había bordado con infinito trabajo, pues detestaba andar enredando con agujas y dedales, y el hecho de haber puesto en aquello sus manos era el mejor homenaje que pudo dedicarle. Hornblower se abrigó con ella el cuello, por dentro del chaquetón, y se sintió confortado por aquel calorcillo, por aquella suavidad y por los recuerdos de Bárbara que evocaban en su mente. Se enderezó y de un impulso atravesó la puerta y subió los cinco escalones, hasta la toldilla.

Era noche cerrada, y Hornblower quedó deslumbrado al salir de la mísera luz del camarote. En torno suyo, el viento mugía imponente: tuvo que inclinar la cabeza para aguantarlo. La Porta Coeli macheteaba de banda, aunque el viento no la hería de través, sino por una aleta, y se balanceaba y cabeceaba mucho. Los rociones y los remolinos que barrían la cubierta, combinados con la lluvia, le pinchaban la cara mientras avanzaba trabajosamente hacia la amurada de barlovento. Aunque sus ojos se habían acostumbrado ya a las tinieblas, apenas podía distinguir el confuso y estrecho rectángulo de la gavia mayor arrizada. La pequeña nave saltaba bajo sus pies locamente, como un caballo; la mar estaba dura, y, en medio del estruendo de la borrasca, Hornblower percibía el chirrido de los guardianes cuando el timonel, a la caña, luchaba por impedir que se hundiera el navío en el seno de una ola.

Hornblower advirtió la presencia de Freeman por allí cerca, y no le hizo caso. Nada tenía que decir, y, aunque así fuese, la violencia del viento se lo impediría. Hincó el codo en la batayola para afirmarse, y escudriñó en la oscuridad. Al otro lado mismo de la borda, la blanca cresta de cada nueva ola se hacía visible un instante antes de que la Porta Coeli se alzara sobre ella. A proa, los marineros se afanaban con las bombas; Hornblower podía oír su apagado golpeteo a intervalos. Aquello no era sorprendente, pues con el violento movimiento del buque en medio del oleaje, las costuras debían de estar abriéndose y cerrándose como bocas. En una noche lóbrega como aquella, algunos buques navegarían maltrechos por la tormenta y otros estarían encallando, y su gente muriendo entre la marejada, con este viento implacable rugiendo sobre sus cabezas. Algunas anclas irían rastreando, y más de un cabo se habría roto. Sobre los miserables vivaques de la Europa en guerra soplaría también el huracán. Un millón de anónimos soldados campesinos estarían arrebujados alrededor de los fuegos de campamento, alimentados a duras penas, maldiciendo del viento y de la lluvia, mientras yacían insomnes y hambrientos, aguardando la batalla del día siguiente. Era curioso pensar que de ellos, de aquella gente innominada y sin importancia, tuviese que depender en gran parte que él se viera libre de su presente esclavitud. Y al alcanzar su mareo el punto culminante, vomitó agotadoramente en los imbornales.

Freeman le decía algo ininteligible. No podía comprenderle, y el otro se vio obligado a alzar la voz:

—¡Parece que tendremos que ponernos a la capa, señor!

Había hablado en un tono moderado al principio, algo turbado. Era aquella una situación difícil para Freeman; por ley y según las prácticas del mar, él mandaba el barco, y Hornblower, aunque muy superior en categoría, iba allí en calidad de pasajero. Sólo un almirante podía tomar el mando de manos del oficial nombrado a tal efecto, de no mediar un largo y difícil proceso; un capitán, aunque ostentase el rango de comodoro, que era el caso de Hornblower, no tenía derecho a hacerlo. Legalmente, y según los preceptos del Código militar, Hornblower sólo podía dirigir las operaciones de la Porta Coeli, e incumbía a Freeman la exclusiva responsabilidad del modo de cumplir las órdenes de su superior. Él tenía que decidir si procedía ponerse a la capa o no; pero un simple teniente al mando de un bergantín de dieciocho cañones no podía pasar por alto los deseos de un comodoro alojado en su buque, especialmente si se trataba de Hornblower, con su reputación de puntualidad y de celo en aplicarse a las maniobras que le tocara presenciar. Ningún teniente que pensara en su porvenir podría hacerlo en modo alguno. Hornblower, a través de sus náuseas, sonrió maliciosamente para sí ante el dilema del otro.

—Póngase a la capa si le parece, señor Freeman —bramó en respuesta; y apenas hubo dicho estas palabras, Freeman dio a gritos sus órdenes con la bocina.

—¡Al pairo! ¡Meted el velacho! ¡Largad la vela de estay del mastelero de mayor! ¡Timonel, a la capa!

—A la capa, señor.

Con el velacho aferrado, el barco quedó más suelto, y más seguro al largar la vela de estay, cogiendo el viento. Hasta entonces había bregado contra él; y ahora cedía a su impulso, como una mujer que al cabo se rinde a un pretendiente insistente. Se adrizó, volviendo su amura de estribor al inquieto oleaje, subiendo y bajando en sus ondulaciones con cierto ritmo, sin precipitarse como antes de un modo irregular sobre las olas de aleta. Los obenques del palo mayor sirvieron a Hornblower de algún alivio, mientras se recostaba contra la amurada de estribor, de suerte que hasta la fuerza del viento le pareció haber amainado un tanto.