Conclusión
Para diseñar las tablas y los gráficos de este libro me basé en el trabajo del estadístico y diseñador gráfico Edward R. Tufte. Más que basarme en su trabajo, traté de copiárselo. Sus libros ocupan ese estrecho nicho que se halla entre la hermosura de los libros ilustrados de sobremesa y la claridad de los libros de texto, y en su interior plasma principios del diseño de información que beben de los ejemplos más famosos de la historia en lo que a representar datos de manera narrativa se refiere: el gráfico de Charles Minard sobre la caída de Napoleón en Rusia; la Descripción de un buque negrero, obra de un abolicionista anónimo, que muestra el cargamento humano estibado en las peores condiciones, una imagen que sigue siendo un icono gráfico de los horrores de la ruta de los esclavos; el mapa del doctor John Snow del brote de cólera de 1854 que ubicó por primera vez el origen de la enfermedad. Tufte obtiene enseñanzas de todo ello y lo convierte en gráficos útiles para el contexto actual. Le exige al diseñador de información que saque el máximo provecho a la relación entre datos y consumo de tinta, que dé a cada esquema una historia clara que contar, que use el color para destacar la esencia de los datos, que emplee el blanco como una dimensión más, no como un espacio muerto. Yo lo he hecho lo mejor que he podido.
Entre los muchos mapas, gráficos y tablas que figuran en los libros de Tufte, hay uno a doble página que representa el monumento a la guerra de Vietnam, no en forma de grabado en piedra ni a modo histórico, sino como un puro diseño de datos. Me gustaría poder reproducirlo íntegro aquí, pero el núcleo del gráfico es este:
Desde cierta distancia, esa recopilación de los nombres de 58 000 soldados fallecidos dispuestos sobre el granito negro proporciona una medida visual de lo que significa el número 58 000, al difuminarse en una forma gris las letras de cada uno de los nombres para, acumulándose, dar lugar al recuento total de bajas.
Encontrar significado en esa forma gris difuminada es lo que ansía todo científico de los datos, y yo he procurado repetidamente guardar esa distancia y hallar ese gris en estas páginas, mirando a los datos en forma de grandes paquetes, contemplando las historias más genéricas, todo para incrementar mis opciones de dar con la verdad.
El monumento se digitalizó en 2008. Se fotografió cada centímetro cuadrado y se cotejó con los archivos militares, y la versión online permite que los usuarios añadan fotos y comentarios a cada uno de los nombres. La versión web confronta al visitante con un campo de texto vacío y le insta a «Buscar en el muro». Tras una pausa, empecé a escribir el nombre de mi padre, porque es casi un acto reflejo pensar en él cada vez que me viene a la mente Vietnam. Pero luego recordé que, por fortuna, David Patton Rudder no está en esa lista. Así que introduje un nombre cualquiera, una conjetura: «John», por supuesto, y luego, puesto que Smith me parecía demasiado insulso y Doe demasiado falso, escribí «Wilson». La página se recargó durante medio segundo y luego en la parte superior apareció esto:
Lorne John Wilson
Fecha de inicio de servicio 17/3/1967
Fecha de fin de servicio 28/3/1967
Fecha de deceso 28/3/1967
Edad 20
En esa entrada habían añadido dos fotos, una era un retrato en uniforme de gala y la otra, una instantánea, tal vez tomada uno de esos once días que el soldado de primera clase Wilson pasó vivo en aquel país. En ella se ve a cuatro jóvenes alrededor de un jeep, uno de ellos subido en la parte trasera; están charlando y es por la tarde. La foto tiene grano y está descolorida, pero si no fuese porque llevan uniforme de faena, podría haber salido de Instagram. Quienquiera que la hubiese colgado había conservado la foto, y a sus amigos, durante décadas.
Una web no puede sustituir al granito. Tampoco puede sustituir a la amistad, el amor o la familia. Pero lo que sí puede hacer —como conductor de nuestra experiencia compartida— es ayudar a que nos comprendamos y a que comprendamos nuestra vida. La era de los datos ya está aquí; ahora estamos todos registrados. Eso, como todo cambio, asusta, pero entre el gris metálico-armamentístico del gobierno y el rosa chillón de las ofertas comerciales que no podemos rechazar hay una vía abierta y sensata: usar los datos para saber pero sin manipular, explorar pero sin fisgonear, proteger pero sin asfixiar, observar pero sin destapar y, sobre todo, devolver ese regalo impagable que legamos al mundo cuando compartimos nuestra vida para que otras vidas puedan mejorar. Y que todos satisfagan la más antigua de las esperanzas humanas, desde Gilgamesh y Ramsés hasta nuestros días: que nuestro nombre sea recordado, no solo en piedra sino como parte de la propia memoria.