En los lugares más escarpados del mundo, como en los Andes, la gente se sirve de teleféricos para llegar a los sitios: un par de vagonetas que circulan por cables conectados a una polea montada en lo alto de la montaña. El peso de una vagoneta al descender hace que suba la otra: los dos vehículos se desplazan por contrapeso. He aprendido que en eso consiste ser padre. Los mismos años que me harán ir para abajo, harán que mi hija vaya para arriba. Y, por favor, que sea así. Yo me pliego gustosamente a ese tránsito, por supuesto, sobre todo porque cada momento transcurrido es un momento que he vivido con ella, pero eso no implica que no eche de menos los tiempos en los que tenía todo el pelo castaño y ninguna mancha rara en la piel. Mi niña tiene dos años y puedo asegurar que no hay nada que te haga ver más claro el paso del tiempo que las arrugas que descubres que tienes en el dorso de la mano mientras le estás enseñando a otra manita regordeta a contar: uno, dos tres…

Pero un tipo que ha tenido un bebé y tiene arrugas no es noticia. Puedes empezar por lo que sea que estén pregonando esta semana los del departamento de marketing de Oil of Olay —mientras escribo esto están con la idea de «corrección de color» del rostro con una pasta cremosa de tono beis que bien podría ser barro de las laderas de Alsacia o la misma esencia de la caca de vaca— e ir retrocediendo hasta el mito de Hera y los celos furiosos. La gente siempre se ha obsesionado con lo de envejecer y volverse fea, lo ha hecho desde que existen la obsesión y la fealdad. ¿Acaso no son nuestros temas eternos e ineludibles la muerte y los impuestos? Y, dependiendo de cómo cierre el ejercicio el gobierno de turno, estos últimos son cada vez menos de fiar. Pues ahí lo tienes.

De adolescente —y me sorprende darme cuenta de que estaba entonces más cerca de la edad que tiene ahora mi hija que de mis actuales 38 años— me encantaba la música punk, sobre todo el pop punk. Los grupos eran básicamente como Green Day pero en versión más creída y menos capaz. Cuando los recuerdo y vuelvo a escucharlos hoy, todo aquel fenómeno me parece irreal: hombres de pelo en pecho que se juntan en tríos y cuartetos por obra de alguna fuerza invisible para gimotear sobre cosas como las novias y lo que come la gente. Pero en su día aquellos grupos me parecían la hostia. Y como eran demasiado molones para imprimirse carteles, me tuve que conformar con pegar las carátulas de sus discos y los flyers de sus conciertos en las paredes de mi cuarto. Mis padres se cambiaron de casa hace mucho —dos veces, de hecho—, así que estoy bastante seguro de que mi antiguo dormitorio es ahora la buhardilla de alguien y no tengo ni idea de adónde ha ido a parar toda aquella parafernalia que coleccioné. Ni siquiera me acuerdo de cómo era la mayor parte de todo aquello. Solo logro recordarlo y sonreír; y avergonzarme.

Hoy en día un chaval de 18 años cuelga una foto en su muro y ese muro nunca será derribado. Y no solo el chaval podrá retroceder en el tiempo, rebuscar entre aquella basura y preguntarse: «¿En qué estaría yo pensando?», sino que podemos hacerlo todos los demás, incluidos los investigadores. Y, lo que es más, pueden hacerlo con todo el mundo, no con una sola persona. Y más aún, pueden relacionar a ese chaval con lo que ocurrió antes y con lo que está por ocurrir, porque ese muro cubierto de tótems le sigue desde aquel dormitorio de la casa de sus padres hasta su primer piso, hasta el piso de su novia, hasta su luna de miel y, sí, también, hasta la sala de maternidad cuando nace su hija, momento a partir del cual procederá a empapelarlo con millones de actualizaciones de la niña comiendo papilla.

Puede que un padre primerizo sea más sensible a las señales de las distintas etapas del crecimiento de su hijo. Es prácticamente lo único de lo que hablas con otra gente y cada pocos meses sales del pediatra con una nueva serie de mediciones. Pero esas señales siguen llegando mucho después de dejar de consultar babycenter.com y de que el pediatra deje de darte citas. Lo que pasa es que dejamos de prestar atención a esos datos. Los ordenadores, sin embargo, no tienen nada mejor que hacer; prestar atención a los datos es su única tarea. No pierden el álbum de recortes, ni viajan, ni se emborrachan, ni se vuelven seniles, ni siquiera pestañean. Lo único que hacen es estar ahí y recordar. La miríada de fases de nuestra vida, que antes quedaban relegadas a la memoria o, como mucho, a una caja de zapatos llena de fotos, se están volviendo permanentes. Y por mucho que les pese a todos aquellos que hayan puesto una autofoto borrachos en Instagram, la oportunidad que ello nos brinda para comprender las cosas, si la manejamos con cuidado, es evidente.

Lo que acabo de describir, el muro y lo mucho que acumulamos a lo largo de la vida, es lo que los sociólogos denominan datos longitudinales —datos que se obtienen de seguir a las mismas personas a lo largo del tiempo— y el resto son especulaciones mías sobre cómo será la investigación en el futuro. Todavía no disponemos plenamente de esa capacidad porque Internet, como registro humano generalizado, es aún demasiado reciente. Aunque parezca difícil creerlo, incluso Facebook, por muy piedra de toque y caballo de batalla que sea, es algo grande desde hace solo seis años. ¡Ni siquiera tiene edad de entrar en la escuela primaria! Una información de esa profundidad es todavía algo en lo que estamos trabajando, literalmente, día a día. Dentro de diez o veinte años seremos capaces de responder a preguntas como por ejemplo: ¿cuánto le altera a una persona tener publicados a la vista de todo el mundo todos los momentos de su vida, desde la infancia? Pero también sabremos mucho más sobre por qué se separan los amigos o de qué manera se van filtrando en la corriente general las nuevas ideas. Puedo imaginarme el potencial a largo plazo de las hileras y columnas de mis bases de datos, y todos podemos verlo, por ejemplo, en lo que nos promete la Cronología de Facebook: los datos generan un nuevo modo de llenar ese transcurso del tiempo, si no exactamente una nueva ciencia.

Incluso ahora, en determinadas situaciones, logramos encontrar una excelente muestra de ello, una especie de anticipo de esas posibilidades. Podemos tomar grupos de personas en distintos momentos de su vida, compararlos y obtener un esbozo básico del marco de la vida. Este método no funcionará con los gustos musicales, por ejemplo, porque la propia música evoluciona también a lo largo del tiempo, de modo que el análisis no se puede controlar. Pero hay ciertos universales fijos que pueden ayudar y, según los datos de que dispongo, el nexo entre belleza, sexo y edad es uno de ellos. En esto también existe la posibilidad de ir marcando puntos cruciales, así como de ir dejando al descubierto vanidades y vulnerabilidades que quizá hasta ahora no habían sido sino meras sombras de la verdad. Y al hacerlo nos acercaremos a un tema que ha obsesionado a escritores, pintores, filósofos y poetas desde que existen tales vocaciones, tal vez con menos arte (aunque algo de arte tiene), pero con una nueva y centelleante precisión. Como siempre, lo interesante reside en el espacio que hay entre el pensamiento y el acto, y yo os voy a enseñar cómo encontrarlo.

Empezaré por las opiniones de las mujeres. Todas las tendencias que se muestran a continuación las confirman los diversos datos que tengo sobre sexos, pero en pro de la concreción emplearé solo cifras extraídas de OkCupid. Esta tabla muestra la edad de los hombres que una mujer encuentra más atractivos. La he distribuido de manera poco habitual; enseguida veréis por qué.

edad de una mujer frente a edad de los hombres que le gustan más

20 23
21 23
22 24
23 25
24 25
25 26
26 27
27 28
28 29
29 29
30 30
31 31
32 31
33 32
34 32
35 34
36 35
37 36
38 37
39 38
40 38
41 38
42 39
43 39
44 39
45 40
46 38
47 39
48 40
49 45
50 46

Si empezamos a leer por arriba, vemos que las mujeres de 20 y 21 años prefieren a hombres de 23, que las mujeres de 22 prefieren a hombres de 24, y así sucesivamente hasta que la mujer alcanza la cincuentena, donde vemos que valora como mejores a los hombres de 46. Estos no son datos de una encuesta, son datos basados en millones de preferencias expresadas en el acto de buscar una cita de pareja. Y con solo fijarnos en las primeras entradas nos queda claro cuál es el quid de la tabla: una mujer quiere que el hombre sea más o menos de la misma edad que ella. Si tomamos una edad en negro de menos de 40, veremos que el número en gris siempre se le acerca mucho. La tendencia general se aprecia mejor si distribuimos en horizontal la progresión de los valores en gris:

edad de una mujer frente a edad de los hombres que le gustan más

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Esa diagonal punteada es la línea de «paridad de edades», en la que la edad de hombres y mujeres sería idéntica. No es que sea un canon matemático, sino que la he superpuesto únicamente a modo de guía para que la sigas con los ojos. Muchas veces, una situación lleva aparejada de manera inherente determinada geometría —por algo esta fue la primera ciencia— y eso lo aprovecharemos cuando sea posible[2]. En este caso concreto, la línea punteada nos descubre dos transiciones, que coinciden con edades redondas. El primer punto de cambio es a los 30, cuando la tendencia de los números —las edades de los hombres— atraviesan la línea para ponerse debajo y nunca volver a ponerse por encima. Esa es la manera que tienen los datos de decirnos que, hasta los 30, una mujer prefiere a tipos algo mayores que ella; después, los prefiere un poco menores. Luego, a los 40, la progresión se aparta de la diagonal y desciende prácticamente en línea recta durante nueve años. Es decir, que el gusto de la mujer parece chocar contra un muro. Eso, o el atractivo físico del hombre cae en picado, según como uno quiera entenderlo. Si pretendemos señalar el punto en el que el atractivo sexual de un hombre alcanza su punto álgido, ahí lo tenemos: a los 40.

Ambas perspectivas (la de la mujer que hace la valoración y la del hombre que es valorado) son las dos caras de una misma moneda. A medida que una mujer se hace mayor, sus estándares evolucionan; y desde el punto de vista del hombre, la relación 1:1 entre los números grises y los negros indica que a medida que madura, las expectativas de sus contrapartes femeninas también maduran, prácticamente año a año. Él envejece y el punto de vista de ellas se adapta a él. Las arrugas, los pelos en la nariz, el renovado gusto por llevar bermudas militares… de algún modo todo eso pasa a ser satisfactorio, o al menos se ve compensado por otras virtudes. Compara esto con la caída en picado de las valoraciones que se dan en sentido contrario, de los hombres hacia las mujeres:

edad de un hombre frente a edad de las mujeres que le gustan más

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Este gráfico —que apenas puede calificarse de tal, sino más bien de una simple tabla con un par de columnas— expresa un mensaje tan simple y directo como lo es el propio espacio negativo que vemos en él. Una mujer está de mejor ver cuando tiene veintipocos años. Punto. Y en realidad mi argumento no logra demostrarlo con la suficiente contundencia. Las cuatro edades femeninas con mayor valoración son los 20, los 21, los 22 y los 23 según todos los grupos de hombres excepto uno. El patrón general puede verse en el gráfico siguiente, donde he superpuesto unas tramas en los dos cuartiles superiores (es decir, en la mitad superior) de las valoraciones. También he añadido una escala de edades de las mujeres, en números negros, para que te orientes mejor:

edad de un hombre frente a edad de las mujeres que le gustan más

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De nuevo vemos que la geometría habla por sí sola: el patrón masculino va mucho más allá de una simple predilección por las veinteañeras. Y después de que el hombre cumpla 30, la mitad de nuestra franja de edad (es decir, las mujeres de más de 35) podría perfectamente no existir. Cuanto más jóvenes, mejor; y según esto, si eso de que «se le pasa el arroz» es el momento en el que empieza su declive como persona, a una mujer heterosexual se le pasa el arroz en cuanto tiene la edad suficiente para beber alcohol.

Naturalmente, otra manera de ver esta fijación por la juventud es el hecho de que las expectativas del hombre nunca maduran. La idea que tiene un cincuentón de lo que es sexy es básicamente la misma que la que tiene un chico universitario, al menos en lo que atañe a la variable edad; como mucho, los hombres veinteañeros están más dispuestos a citarse con mujeres mayores. Fíjate en ese grupo aislado que vemos en la parte superior derecha del gráfico; bien, pues ahí tienes a las presas de las mujeres asaltacunas, unos tipos que salen a dar una vuelta y, de repente, pam.

En términos matemáticos, la edad de un hombre y sus objetivos sexuales son variables independientes: la primera va cambiando mientras que la segunda nunca varía. A esto lo llamo la ley de Wooderson, en honor de su valedor más famoso, el personaje que interpreta Matthew McConaughey en Movida del 76.

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A diferencia de Wooderson, lo que los hombres declaran querer es bastante distinto de los votos privados que acabamos de ver. Las valoraciones del gráfico anterior se asignaron sin ninguna otra exigencia específica que no fuese «valora a esta persona». Pero cuando les pides directamente a los hombres que escojan la edad de las mujeres que andan buscando obtienes resultados muy distintos. El espacio gris del gráfico siguiente es lo que los hombres nos dicen que quieren cuando se lo preguntamos:

edad de un hombre frente a edad de las mujeres que le gustan más

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Como creo que nadie pretende engañarnos de manera intencionada cuando indica sus preferencias en OkCupid —hacerlo tiene pocos incentivos, ya que entonces estarías en una web que te da aquello que sabes que no quieres—, lo veo como una declaración de lo que los hombres piensan que supuestamente deben desear, en contraposición con lo que realmente desean. La brecha entre ambas ideas sigue ampliándose con la edad, aunque esa tensión parece quedarse en una especie de entrañable concesión a la hora de dejar de votar y pasar a la acción, como veremos.

El siguiente gráfico (el último de este tipo que vamos a ver) relaciona la edad con la mayor densidad de tentativas de contacto. Aquellas edades en las que más mensajes se reciben se expresan en los cuadrados gris oscuro que van discurriendo por la parte izquierda de la franja gris. Esos tres bloques verticales de cuadrados grises que se ven en la parte inferior del gráfico nos muestran los saltos en el concepto que tienen los hombres de sí mismos al llegar a la edad madura. Casi puede oírse el ruido que hace el motor al reducir las marchas. A los 44, el hombre se encuentra cómodo acercándose a una mujer de 35. Luego, al año siguiente… se lo piensa mejor. Mientras que una diferencia de edad de nueve años le parece bien, por lo visto una diferencia de diez ya es demasiado.

edad de un hombre frente a edad de las mujeres a quienes más mensajes envía

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Es en esta especie de tierra de nadie calculada —el equilibrio entre lo que quieres, lo que dices y lo que haces— donde debe surgir el romance: independientemente de lo que la gente vote en privado o de lo que prefiera en abstracto, no hay muchos hombres de 50 años que triunfen buscando mujeres de 20. Para empezar, tienen en contra convenciones sociales. Y para seguir, lo de conseguir una cita es una cosa recíproca. Lo que quiere una persona es solo la mitad de la ecuación.

Cuando se trata de mujeres que toman la iniciativa y buscan hombres, dada la relación de atracción mujer-hombre que hemos visto al principio del capítulo (1 año:1 año), más las motivaciones ajenas a la apariencia física que empujan a las mujeres hacia los hombres mayores —las económicas, por ejemplo—, las mujeres envían más mensajes, y no menos, a un hombre a medida que este se hace mayor, hasta que supera en poco la treintena. A partir de ahí, la cantidad de contactos desciende, pero a un ritmo que no se aleja mucho del descenso general del propio número de mujeres disponibles. Piénsalo así: imagina al típico tío de 20 años que empieza a quedar con chicas como adulto (definición: no cuentan fiestas con colegas durante al menos uno de los actos de cortejo/consumación/ruptura) y, de un modo u otro, podrás tener una idea de todas las mujeres que estarán interesadas en él. Si entonces pudieras seguir el rastro de todo ese lote de mujeres a lo largo del tiempo, verías que la principal razón de que el chico vaya perdiendo opciones en ese grupo se debe a que algunas de ellas han dejado de estar solteras por haberse emparejado con otro. De hecho, ese segmento total de «interesadas» se incrementaría, porque a medida que él madura y supuestamente se enriquece y triunfa, esas cualidades atraen a mujeres más jóvenes al lote. Sea como sea, la edad por sí sola no le perjudica. Durante las dos primeras décadas de su vida de citas adultas, conforme él y las mujeres de su segmento maduran, a las que todavía están disponibles les parecerá una opción tan deseable como cuando tanto ellas como él tenían 20 años.

Si pudieras hacer lo mismo con la típica mujer de 20 años verías una historia muy distinta. Con los años, también ella iría perdiendo hombres de su reserva a causa del matrimonio, pero además perdería opciones debido al propio paso del tiempo: a medida que pasasen los años, irían quedando cada vez menos hombres solteros que la encontrasen atractiva. Su grupo de posibles citas es como una lata con dos agujeros: se vacía el doble de rápido.

El número de hombres solteros mengua velozmente con la edad: según el censo de Estados Unidos, hay 10 millones de hombres cuya edad está entre los 20 y los 24 años, pero solo 5 millones de entre 30 y 34 años y solo 3,5 millones de 40 a 44. Si superponemos los patrones de preferencias que hemos visto antes a estos datos demográficos descendentes, nos haremos una idea de cómo cambian las opciones reales de una mujer con el tiempo. Este es el gráfico real de las posibles citas de una mujer de 20 años:

para una mujer de 20 años: número de hombres interesados, por edades (de 20 a 50 años)

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Sus coetáneos (hombres de veintipocos años) componen el mayor grupo, y a partir de ahí los números decrecen con rapidez. Los hombres de 30, por ejemplo, componen una parte ya muy pequeña del total. Son menos proclives a contactar con alguien tan joven, pese al interés que puedan haber expresado en privado, y además muchos hombres ya se han emparejado al llegar a esa edad. Cuando la mujer alcanza la cincuentena, estos son los que quedan (y siguen interesados), presentados en una escala idéntica. Es Bridget Jones hecha gráficos.

para una mujer de 50 años: número de hombres interesados, por edades (de 20 a 50 años)

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Si comparamos las dos áreas de color, por cada cien hombres interesados en esa veinteañera, solo hay nueve que buscan a alguien treinta años mayor. Este es el gráfico con las progresiones completas, según las diversas edades de la mujer, desde los 20 a los 50 años:

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Es muy frecuente que en mi trabajo vea a dos individuos que están solos pero que, por algún motivo, no conectan. En este caso que estamos viendo ahora, se trata de dos grupos de personas que se buscan mutuamente con objetivos contradictorios. Las mujeres quieren que los hombres envejezcan con ellas. Y los hombres siempre tienden a buscar la juventud. Una mujer de 32 años se registra, indica su preferencia de edades filtrándola entre 28 y 35 y empieza a explorar. Un hombre de 35 años entra, ajusta su preferencia de edades entre los 24 y los 40 y rara vez contacta con ninguna mujer que supere los 29. Ninguno de los dos encuentra lo que está buscando. Podría decirse que son como dos barcos que se cruzan durante la noche, pero tampoco sería exactamente eso. Los hombres sí que parecen haberse hecho a la mar, atraídos por un horizonte que se ve en lontananza. Pero, según yo lo veo, las mujeres siguen todavía en tierra firme, en la orilla, viéndoles perderse en alta mar.