Uno de los principales inconvenientes de las webs de contactos es que apenas nos dicen nada de la gente que ha quedado para verse. Una vez que se han citado en persona ya no necesitan enviarse mensajes ni darse valoraciones ni nada de eso. Es una ironía que está tanto en los datos como en el propio trabajo: lo haces bien y los clientes se van. ¡Y se van por parejas, encima!

Ese sitio al que van, obviamente, es el mundo real: a un bar, a plena luz, a conocerse en carne y hueso. Abandonan el mundo fácilmente cuantificable de los bits y los píxeles y, en definitiva, se adentran mutuamente en sus vidas. Piensa en la progresión de una relación reciente: dos individuos se encuentran por primera vez en persona. Charlan, beben, empiezan a conocerse. Lo siguiente, si es que lo hay, es ir a casa de uno de ellos. El número poco familiar que hay sobre la puerta, un pomo de latón cuando el tuyo es de acero. El extraño pero agradable olor de las sábanas ajenas. Los champús que hay en la ducha, usados, pero nuevos para ti. Zumo de moras… Vale, ¿por qué no? La vez siguiente toca en tu casa: ella abre la nevera y solo hay… mostaza. Ay, lo siento. Todos hemos pasado alguna vez por el dormitorio de alguien, por su guarida, rodeados de souvenirs de acontecimientos y personas que no recordamos, sorprendidos al principio por todos esos chismes pero preguntándonos enseguida si podremos llegar a hacer nuestras cosas como el trofeo del tercer puesto en la Reunión de Natación Ponderosa de 1985, pese al hecho —o quizá debido a ello— de que solo las hayamos conocido a través de esa otra persona.

Conoces a sus amigos. A su mejor amiga. A su otra mejor amiga. A su segunda otra mejor amiga, que, en serio, se conocen de toda la vida. Con la cantidad de bebida suficiente y la gente adecuada, ya te has hecho nuevos amigos. Conocidos y compañeros de trabajo pasan también el filtro, algunos de pasada, otros a propósito. Por último, tal vez, si la cosa se pone realmente seria, llegan los padres. Cuentas una versión adornada de la historia de tu vida, partes de la cual ya incluyen a tu pareja porque ya estáis familiarizados el uno con el otro… Te alejas un momento de la mesa y cuando vuelves los padres saben más de ti que al marcharte. Te vuelves a acomodar en la silla: «M me comenta que…», y se da la circunstancia perfecta para que cuentes una de tus anécdotas preferidas. Dos vidas se están fundiendo. Y entonces muchas veces, y muchas veces de repente, todo vuelve a empezar con alguien distinto.

Hasta ahora hemos echado un vistazo a las maneras que tienen dos personas de juntarse por un flechazo. No estoy muy seguro de que un ordenador pueda llegar a ser capaz de registrar su trayecto hasta la unión plena, pero sí que nos da una imagen de su vida una vez que lo han logrado. Ese patrón de una pareja, esa urdimbre de lo que se ha dado en llamar sus «gráficos sociales» está ahora bien documentada.

Tengo 384 amigos en Facebook; aquí están. Yo soy el punto gris del centro; mi mujer, Reshma, es el punto negro que está hacia las tres en punto. Todas las demás conexiones entre todas las personas se han representado mediante líneas grises:

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Aunque mis amigos aparecen bien agrupados, este gráfico no se distribuyó a mano, sino que mi ayudante de investigación, James Dowdell, escribió un software especial para generarlo. Los puntos se agrupan en función de la cantidad de conexiones que comparten. Es como si fuesen ralladuras de hierro imantadas por el poder de la amistad que se han esparcido sobre una mesa para que se asienten. Aunque apenas uso Facebook salvo para la tarea sumamente circular y cerrada de aceptar peticiones de amistad, aquí pueden verse todas las facetas de mi vida. Mi denso conjunto de familiares políticos, que se solapan todo lo que permite el software, es el grupo A; la gente con la que fui al instituto son el B; mis compañeros de trabajo son el C; mis amigos jugones, el D. Hasta puede verse mi pasada y prometedora carrera como músico en el gráfico. Me pasé años yendo de gira con un grupo y esos puntos solitarios que recorren el perímetro izquierdo son sobre todo personas que conocí entonces. Sus vínculos mutuos son nuestra música, que resulta invisible para los algoritmos.

A continuación amplío el gráfico para incorporar también los contactos de Reshma y poder apreciar el alcance de nuestra red como pareja. Las conexiones que compartimos, nuestros amigos comunes, se han marcado en gris oscuro.

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Puede que esto parezca una abstracción insulsa de la vida en común de una pareja, pero este tipo de diagrama conjunto nos dice muchísimo sobre el vínculo existente entre las dos personas en las que se basa. Fijándonos solamente en el gráfico, en la imagen, podemos concluir que Reshma y yo tenemos menos probabilidades de romper que otras parejas.

El análisis de redes, el estudio de puntos y líneas como los que vemos arriba, es toda una ciencia desde hace al menos cien años, y algo del actual auge de los datos (el paso de un mero goteo a un verdadero cataclismo) lo podemos ver en su evolución. El primer problema de redes fue una suerte de acertijo rudimentario, en realidad una leyenda urbana de la era de la Ilustración, consistente en que era imposible recorrer la ciudad prusiana de Königsberg atravesando todos sus puentes una sola vez cada uno. En 1735 apareció Leonhard Euler y, como es propio de los genios, redujo a una abstracción de puntos y líneas (formalmente, nodos y extremos) lo que había sido un problema coloquial sobre barrios y rutas a pie, y de ese modo demostró con rigor que la leyenda era cierta. Representó la ciudad en forma de red y así nació una nueva disciplina científica.

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La reflexión que se hizo Euler fue que si solo debías cruzar cada puente una vez, para pasar por cada barrio necesitarías una pareja de puentes: uno para entrar y otro para salir. De modo que la solución era tan sencilla como mirar el diagrama y preguntarte si a todos los puntos de tu recorrido, aparte de los de partida y destino, les llegaban un número par de líneas (un par de puentes). En el caso de Königsberg, ninguno las tenía, así que el problema quedaba resuelto. Que de unos orígenes tan prosaicos pueda surgir una ciencia tan duradera y floreciente, que solo ahora empieza a llegar a su máxima expresión, me parece el mejor ejemplo posible sobre cómo es el espíritu humano[10]. El concepto euleriano de nodos y extremos, que en origen sirvió solo para desenmarañar una caminata, nos ha ayudado desde entonces a comprender las enfermedades y su propagación, los camiones y sus rutas, los genes y sus vínculos y, por supuesto, a las personas y sus relaciones. Y en las décadas más recientes, esta última aplicación de la teoría de redes ha experimentado una explosión, porque las propias redes han explotado.

Hace cuarenta años, Stanley Milgram se dedicó a enviar paquetes por correo (con una serie de instrucciones y un sobre prefranqueado) a un centenar de personas de Omaha, en su experimento de los «seis grados de separación», con la esperanza de que tal vez una docena de almas aventureras se animasen a participar. Sus peculiares métodos —por muy ingeniosos que fuesen— le granjearon su teoría, pero sin llegar a demostrarla del todo. En 2011, el alcance abrumador y sin precedentes de Facebook nos permitió ver que estaba en lo cierto: el 99,6 por ciento de los 721 millones de cuentas que existían entonces estaban conectadas por seis pasos o menos.

Hoy en día, la teoría de redes, que trabaja con grandes paquetes de datos gracias a la tecnología, nos muestra que la gente puede encontrar trabajo, filtrar información a partir de tonterías e incluso hacer mejores películas. Es sabido que los de Pixar, cuando edificaron su sede, pusieron los únicos cuartos de baño del edificio dentro del atrio central, para obligar a los trabajadores de los distintos departamentos a que charlasen entre ellos, sabedores de que la innovación muchas veces surge de la colisión fortuita de ideas. Aquella fue una puesta en práctica de «la fuerza de los vínculos débiles», un concepto que se acuñó en la década de 1970 mediante decenas de muestras y que desde entonces se ha amplificado a base de nuevos y sólidos datos procedentes de las redes: nos descubre que la gente de nuestra vida que no conocemos demasiado bien es la que contribuye a difundir las ideas, sobre todo las novedosas[11].

Otra idea que se asocia desde hace tiempo con la teoría de redes es la de «integración». Una de sus expresiones es la cantidad de solapamiento que se da en dos gráficos sociales: la integración entre Reshma y yo consiste sencillamente en comparar el tamaño de la parte gris de nuestro gráfico con todo el conjunto. La investigación a través de fuentes diversas (correo electrónico, mensajería instantánea, teléfono) ha demostrado que cuantos más amigos comunes comparten dos personas, más intensa es su relación. Más contactos implican más tiempo compartido, más intereses comunes y más estabilidad. Pero a diferencia, digamos, de los registros telefónicos o incluso del correo electrónico, las redes sociales de Internet aportan muchos datos suculentos a los extremos y nodos de un gráfico (de forma parecida, las webs de contactos han tomado el sempiterno ritual del cortejo y le han añadido la edad y la belleza como variables de estudio) y, naturalmente, de esas redes Facebook es la más rica que jamás se ha creado. Los efectos de esa riqueza de datos ahora empiezan a notarse.

El análisis de gráficos sociales empezó como un asunto de «quién conoce a quién», y en gran parte así sigue siendo. El alcance de los datos de Facebook —puedes profundizar varios grados sin apenas esfuerzo adicional— está empezando a poner esa idea patas arriba. En lo que respecta a las relaciones, y concretamente a las relaciones amorosas, estos datos nos han brindado recientemente una nueva y potente manera de medir la fortaleza de un vínculo entre dos personas. Resulta que sus vidas no solo deberían entrelazarse, sino que deberían hacerlo de determinada manera. Y, lo que resulta raro de ver como medida del análisis de redes, la cantidad relevante es «quién no conoce a quién».

Dos científicos, Lars Backstrom y Jon Kleinberg, trabajaron con 1,3 millones de parejas de Facebook y plasmaron esta idea en un artículo científico en 2013. Su medición se basó en contar la cantidad de veces que una persona y su cónyuge actuaban de puente entre partes inconexas de su red de pareja. Me refiero a esto: el gráfico de la izquierda representa un escenario guay del Paraguay, en el que más o menos todo el mundo se conoce; presenta una integración muy elevada. Pero el matrimonio más sólido es el del diagrama de la derecha, donde los miembros de la pareja, A y B, son los únicos conectores de los dos colectivos que los rodean:

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Esto puede parecer un poco raro: ¿por qué querría alguien que su red estuviese más desconectada salvo para uno mismo y su pareja? Pero, como ocurre con las mejores ideas, en la vida real esto se produce de manera intuitiva. Sheel, el primo de Reshma, está muy integrado en su vida. Se criaron juntos y tanto él como ella tienen contacto prácticamente con todos los miembros de su extensa familia, incluida mucha gente que yo ni siquiera conozco. Se conocen de toda la vida, mientras que Reshma y yo llevamos casados solo siete años. Si colocásemos la relación de Sheel y Reshma como eje central, el diagrama sería muy parecido al que aparece a la izquierda. Sin embargo, Sheel no conoce a los colegas de trabajo de Reshma. Tampoco conoce a los compañeros de danza de Reshma. No conoce a los amigos de la facultad de Reshma. Yo sí los conozco a todos y, lo que es más, soy la única persona en la vida de Reshma que esos tres grupos independientes tienen en común, al menos de manera directa. Para esos colectivos, nosotros encarnamos el ideal del diagrama de la derecha. Cabe señalar que, por ejemplo, si Reshma y yo trabajásemos juntos, o si ella no fuese a danza, o si hubiésemos asistido a la misma facultad, no podríamos desempeñar el papel que desempeñamos en nuestras mutuas redes.

Backstrom y Kleinberg denominan el nivel en el que una relación cumple ese ideal su «dispersión», porque muestra lo desconectado que estaría tu diagrama sin ti; es decir, que tu círculo social sería completamente arrastrado por el viento si tu pareja y tú fueseis apartados de algún modo del centro (por el nacimiento de un segundo hijo, por ejemplo). Prefiero usar el término «asimilación», porque creo que capta mejor el resultado: la gente asimilada cumple un papel decisivo como pareja en sus redes mutuas. Las parejas muy asimiladas funcionan —los dos juntos— como el vínculo que une a muchos colectivos que en su ausencia estarían desconectados. Son como un aglutinante especial de determinada distribución de puntos y, más aún, son como una especie de resina epoxi: se necesita mezclar los dos ingredientes para que peguen bien.

El poder de asimilación surge del hecho de que tu pareja es una de las pocas personas (si no la única) a quien presentas a los individuos más alejados del centro de tu vida. Está contigo en las fiestas del trabajo, en las reuniones y en esos días en los que tus amigos jugones se te instalan en casa para daros el atracón de videojuegos que lleváis todo el año esperando (bueno, puede que ese día ella no esté, si puede evitarlo, pero seguro que captas la idea). Sin embargo, esos colegas de trabajo, esos compañeros de clase y esos amigos jugones pese a ser grupos muy densamente interconectados, no guardan ninguna relación entre sí salvo por ti y tu pareja.

Y he aquí la importancia del asunto: para los casados que están en Facebook, su cónyuge es el miembro más asimilado de su red en un alucinante 75 por ciento del tiempo. Y, lo que es más importante aún para considerar la asimilación como unidad de medida de la fortaleza de una relación, las parejas jóvenes para las que no es ese el caso tienen un 50 por ciento más de probabilidades de romper. En las relaciones más estables, las dos personas desempeñan un papel específico en la vida el otro. Si observamos los gráficos de una pareja no asimilada sabremos con certeza por qué: en una pareja excesivamente integrada, como el ejemplo anterior de la izquierda, tú y tu pareja acabáis compitiendo por el tiempo y la atención con todos los demás. Queda todo demasiado nivelado, hay muy poco que sea especial. Demasiadas noches «solo para chicas». Y en una red de colectivos carentes de asimilación, «llevar vidas separadas» puede convertirse en poco tiempo en «llevar vidas secretas», lo que podría tener más o menos este aspecto:

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Además de mediante la asimilación, Backstrom y Kleinberg probaron muchos otros modos de evaluar una relación, y encontré un detalle en su artículo, presentado casi como un aparte, que me pareció especialmente irónico. En los inicios de una relación, el mejor indicador no depende en absoluto del gráfico social de la pareja; durante el primer año o así de la relación, el mejor método consiste en ver con qué frecuencia consultan mutuamente sus perfiles. Solo cuando ha pasado cierto tiempo, cuando empiezan a disminuir las visitas a sus páginas y su red mutua se va engrosando, empieza la asimilación a adquirir relevancia en los cálculos. Dicho de otro modo, la curiosidad, el descubrimiento y la estimulación (visual) del enamoramiento acaban siendo reemplazados por lo que en la teoría de redes sería el equivalente a la anidación.


En informática existe la idea de que uno debe ser su propio cliente: que debes tener por lo menos la suficiente confianza en el sitio web o en el software que le estás vendiendo al resto del mundo para usarlo tú mismo. Igual que cuando Jonas Salk se inyectó su recién descubierta vacuna contra la polio, tienes que demostrar que lo que estás haciendo es bueno. Los programadores lo llaman dogfooding, «comerse la comida del perro», en un guiño a su incapacidad como colectivo de tomar buenas decisiones en lo que respecta a la alimentación. En algunas empresas es imperativo comerse la comida del perro. Vete a una reunión con los de Microsoft y verás que todos sacan sus teléfonos con Windows y sus tabletas con Surface, como perros diligentes que mastican sus trocitos de huesos y tendón.

Tú y yo no tenemos que acatar ese tipo de órdenes, por supuesto. Pero he basado deliberadamente este capítulo en datos de mi vida porque, para empezar, necesitaba trabajar sobre conceptos abstractos basándome en ejemplos claros, pero también porque he querido mostrar que, en un libro que recoge los datos sumamente personales de mucha gente, no tengo ningún inconveniente en aplicarme ese mismo análisis a mí mismo.

Te doy la misma oportunidad. Para que puedas poner a prueba tu matrimonio, tu círculo social o tu amistad malsana y codependiente mediante los principios tratados en este capítulo, pongo a tu disposición el algoritmo Backstrom/Kleinberg aquí:

dataclysm.org/relationshiptest

Si le proporcionas un par de credenciales de Facebook, no solo te mostrará el gráfico mutuo y su correspondiente integración, sino que también establecerá una jerarquía de tus relaciones más asimiladas. El mundo ha llegado por fin a un punto en el que podemos hacer algo con nuestros datos propios: no tenemos que esperar a que un Milgram, por no decir un Euler, vengan a enseñarnos nada sobre nosotros mismos. Del mismo modo que redes como Facebook o Twitter dejan nuestros datos expuestos al escrutinio académico, también nos los devuelven para que podamos analizarlos nosotros. Ya tenemos disponibles algunas herramientas ligeras para capturar y analizar nuestra actividad física, y, en breve, dispondremos de otras más potentes. Cuando ves a cargos intermedios de alguna empresa jugueteando con sus dispositivos Fitbit en el ascensor, te das cuenta de que el Movimiento Autocuantificador ha llegado para quedarse. El ejemplo de arriba es mi pequeña aportación a las posibilidades que todo esto nos ofrece.

Si usas mi app para Facebook con alguna otra persona, espero que ambos estéis en lo más alto de vuestras correspondientes listas. Y, recuerda: un poco de eliminación creativa de amigos puede darle el impulso necesario a tu puntuación de asimilación. Lo digo porque esto de medirse a uno mismo está muy bien hasta que en la lista aparece alguna exnovia por encima de tu mujer.