20
Llaman a la puerta y alguien entra en tromba. Por un momento pienso que es mi hermano, deseoso de seguir hablando conmigo sobre su casi asesinato a manos de nuestra madre.
Pero la persona que se para frente a mi cama lleva zapatillas ergonómicas blancas y grandes, así como un pantalón de lino del mismo color.
Un médico.
Levanto la vista. Es el doctor Notz.
Ay de él si me da el alta. Entonces me encadeno a la cama.
—Buenas noches, señorita Memel. ¿Cómo se encuentra?
—Si quiere saber si he evacuado, pregúntemelo sin rodeos. Al pan, pan, y a las heces, heces.
—Antes de hablar de eso quería saber cómo está del dolor.
—Bien. Hace unas horas el enfermero me dio un analgésico. Seguramente el último, por lo que he entendido.
—Exactamente. Poco a poco debería empezar a prescindir de las pastillas. Y, en cuanto a la evacuación, parece que tanta presión es contraproducente. Hay enfermos a los que tenemos que dar de alta sin que hayan llegado a evacuar de forma no sangrienta. Al haber mucha presión se ponen muy tensos y no pueden.
¿Cómo? ¿Me va a despachar a cagar a casa?
—Por eso quiero proponerle que se vaya a casa para probar tranquilamente cómo le va. Si volviera a sangrar sólo tiene que venir aquí. Tal como está, no tiene sentido que siga hospitalizada, nos parece.
¿«Nos»? Sólo veo a uno. Da igual. ¿Y ahora qué hago? Notz le ha dado la puntilla a mi hermoso plan.
—Sí, suena razonable, gracias.
—Pero veo que no se alegra como otros pacientes cuando reciben el alta. Siempre me gusta dar la buena noticia personalmente.
Siento estropearle la fiesta, Notz. Pero no quiero irme a casa.
—Sí que me alegro, pero me cuesta mostrarlo.
Y ahora lárgate, tío. Tengo que pensar.
—Entonces no le digo «hasta la vista», porque sólo volveríamos a vernos si en su casa fallara algo con la cicatrización. Así que hasta nunca más, espero.
Sí, ya he entendido, ja, ja, ja, no soy idiota. Hasta nunca más.
—Pues yo sí le digo hasta la vista. Porque cuando esté totalmente recuperada voy a empezar aquí como ángel verde. Ya sabe, hacer algo útil en la vida. Ya he pedido plaza. Seguro que nos veremos por los pasillos.
—Muy bien. Hasta la vista entonces.
Mutis.
A pensar.
Mi última oportunidad. Despedida de la familia. Voy a llamar a mi padre para decirle que me han dado el alta y pedirle que venga a recogerme esta misma noche. Marco. Se pone. Me pide disculpas por no haber venido después de la operación de urgencia. Lo esperado. Le digo que me han dado el alta y que venga a buscarme.
Atrévete, Helen, qué más da. Pregunta de una vez.
—Por cierto, papá, ¿cuál es tu profesión?
—¿Lo preguntas en serio? ¿No lo sabes?
—No exactamente.
—Soy ingeniero.
—Ya. ¿Y te gustaría que yo me hiciese ingeniera también?
—Sí, pero eres demasiado mala en matemáticas.
Papa me hiere muchas veces. Pero nunca se da cuenta.
Ingeniera. Me lo apunto en la mente y lo repito: In-ge-nia…, no. In-ge-ni-ta…, tampoco. In-ge-nie-ra. Eso.
Con mi madre hago otro tanto. Pero no le pregunto por su profesión porque ya me la sé: hipócrita. Le dejo dicho en el contestador que me dan el alta esta misma noche y le pido que venga a recogerme, si puede con Toni. Pero es posible que ya no quiera verme después de lo que le he contado a mi hermano. A ver.
Helen, ahora tienes que hacer lo que has pensado.
Me bajo de la cama. Definitivamente. Nunca más volveré a acostarme allí dentro. Levanto la bolsa que antes había echado a la basura.
Meto todos mis trapos del armario y los artículos de higiene del baño que no he utilizado. La bolsa tiene un ligero tufo a sangre menstrual rancia. Pero seguramente sólo lo noto yo.
Dejo la bolsa y me inclino sobre la cama. Agarro la Biblia y le arranco algunas páginas.
Hago varios viajes para tirar el agua de todos los aguacates al lavabo. Listo.
Pongo los vasos unos dentro de otros, los meto en la bolsa y los envuelvo con una de las piernas del pijama.
Dejo los palillos clavados en mis bebés y envuelvo cada uno en una hoja de la Biblia. Los guardo todos en la bolsa.
Falta por vaciar el cajón. El crucifijo puede quedarse. Sentada en el borde de la cama, balanceando las piernas como cuando todavía era joven, paseo la mirada por la habitación.
Se diría que nunca he vivido en este lugar. Que ni siquiera he pasado por él. Sólo algunas bacterias mías se esconden por aquí y por allá, invisibles. Nada apreciable.
Llamo al timbre. Deseo que todavía no se haya marchado.
Vuelvo a pensar que quizás alguien se haya preocupado por mí. Seguramente creen que mi estreñimiento es por miedo al dolor. Debe de ocurrir a menudo en esta unidad. ¿Pero tanto tiempo?
Me hubiera gustado saber si en esos casos recurren a remedios más drásticos. Al enema, por ejemplo. No me supondría ningún problema. Ya podrían venir con sus tubos y sus líquidos. A mí no me asustarían con esa parafernalia.
Vaya lo que tardan en venir. Aunque… no quiero que venga cualquiera sino que venga Robin.
Subo las piernas y me doy la vuelta. Me gustaría mirar por la ventana. Pero no veo nada. No hay exterior. Sólo mi habitación y yo, reflejada en el cristal. Me miro largo rato y noto lo cansada que estoy. Es sorprendente cuánto la machacan a una el dolor y los analgésicos. Podrían echarles un poco de euforizante.
No tengo buena pinta. Nunca la tengo, en realidad. Pero ahora menos. Tengo el pelo grasoso y disparado en todas direcciones. Es como me veo en mi mente cuando me haya dado mi primera crisis nerviosa. Todas las mujeres de mi familia han tenido crisis nerviosas. No es que les hiciera falta mucho para tenerlas, y quizás sea precisamente éste el problema. Estoy segura de que pronto a mí también me fulminará una crisis de ésas. Como un rayo. Enloquecer y venirse abajo sin que estés haciendo nada.
Quizás todavía pueda lavarme el pelo antes de que ocurra el batacazo.
Llaman a la puerta. Por favor, amado Dios que no existes, haz que sea Robin.
Se abre la puerta. Es una mujer. De Robin sólo tiene la indumentaria. Menos es nada.
—¿Robin ya se ha marchado?
—Su turno ha terminado, pero aún no se ha ido.
—¿Podría hacerme el gran favor de decirle que pase un momento por aquí antes de irse?
—Por supuesto.
—Muchas gracias.
Gracias. Gracias. Gracias. Corre, rápido, enfermera de mi alma.
Una tormenta se cierne sobre los Memel.
Si Robin se ha ido puedo dar por enterrado mi plan.
¿No querías lavarte el pelo, Helen? En momentos como éste tu look no te importa, ¿verdad? A Robin incluso le gustaste con la mitad de la tripa colgando fuera. Ahora ya la tienes metida dentro otra vez. Una mejora estética clarísima.
Al igual que la postura de la cara sodomizadora, el pelo grasoso es la piedra de toque para saber si alguien me quiere de verdad.
He decidido que el pelo conserve su manteca. Sólo me lo peino con los dedos.
Se abre la puerta. Es Robin.
—¿Qué pasa? Ya me iba a casa. Has tenido suerte de encontrarme.
Tú también. Porque te dejo que me lleves a tu casa, si quieres.
—¿Has hecho la bolsa? ¿Te han dado el alta?
Mira con cara de tristeza. Piensa que ha llegado el momento de despedirse de mí.
Digo que sí con la cabeza.
Ha cubierto su uniforme blanco con un chubasquero de cuadros azul claro y azul oscuro. Queda perfecto. Clásico e intemporal.
No hay tiempo que perder.
—Robin, os he mentido a todos. Ya he cagado hace tiempo. Estoy bien, por así decir. Ya sabes, sin hemorragia. Quiero decir, por delante sí. Pero por detrás no. Ya me entiendes. Quería quedarme en el hospital el mayor tiempo posible porque hubiera sido un lugar de reunificación familiar muy bonito. De hecho, ya no somos una familia y yo deseaba que mis padres volviesen a encontrarse en esta habitación. Pero es una gran locura porque ellos no quieren. Tienen otras parejas de las que paso tanto que ni siquiera me sé sus nombres. No quiero irme a casa de mi madre. Papá ya se fue. Mamá está tan mal que a punto estuvo de matar a mi hermano. Tengo dieciocho años. Puedo decidir por mi cuenta dónde quiero estar. ¿Me dejas vivir en tu casa?
Se ríe.
¿Por qué está turbado? ¿Se reirá de mí? Lo miro con cara de espanto.
Se me acerca. Se coloca junto a la cama, frente a mí, y me abraza. Me echo a llorar. Lloro y no paro de llorar, termino sollozando. Me acaricia el pelo grasoso con mano firme y segura. Test de amor aprobado.
Sonrío brevemente durante el llanto.
—Sin duda tendrás que pensar si me dejas.
Su chubasquero es lacrimófugo.
—Sí.
—¿Todavía tienes que pensártelo o me dejas irme contigo?
—Vente.
Coge mi bolsa y me ayuda a bajar del catre.
—¿Puedes llevarme la bolsa al coche y venir a recogerme enseguida? Todavía tengo que resolver un asunto familiar.
—Lo haría con mucho gusto pero no tengo coche. Sólo tengo bici.
Lo que faltaba. Ir de paquete y con el culo hecho polvo. Pero así se hará.
—¿Tu casa está lejos? Si no, puedo aguantar en el portaequipajes.
—No queda lejos. En serio. Voy con tu bolsa al cuarto de las enfermeras y cuando estés lista me das un toque con el timbre. Entonces vendré a recogerte. Tengo tu bolsa, no hay vuelta atrás.
—No tendrás que esperar mucho. Déjame coger algo de la bolsa.
Remuevo las cosas y encuentro mi boli. Me va a hacer falta. También saco una camiseta y un par de calcetines.
Me hace una caricia en la cara, aprieta los labios y asiente con la cabeza varias veces. Creo que es un gesto destinado a darme ánimos para mi asunto familiar.
—Sin vuelta atrás —digo a sus espaldas.
La puerta se cierra.
Saco de la bolsa de Toni el vestido y los zapatos de mamá.
Meto la bolsa en el armario. Ya no me hace falta, sólo estropearía el cuadro.
Pongo el vestido con el cuello de cara a la pared y delante, a una distancia prudencial, los zapatos.
Doblo la camiseta hasta convertirla en un pequeño bulto que parece una prenda infantil. Los calcetines los voy enrollando para que también parezcan los de un crío. Pongo ambas cosas junto al cuerpo de la mujer adulta. Del tupper saco dos paños cuadrados y los doblo muchas veces. Los coloco en el lugar donde se supone que están las cabezas de las figuras. Son sus almohadas.
Al cuerpo grande lo doto de pelos largos. Me los arranco uno a uno y los voy poniendo sobre la almohada. Pero así no se ven. Me alejo varias veces para apreciar si alguien que entre en la habitación puede reconocer lo que ha de reconocer. En algún momento dejo de arrancármelos individualmente y empiezo a sacarlos a manojos del cuero cabelludo. Los pongo sobre la almohada hasta que me parece que se distinguen bien. No duele tanto como pensaba. Será por las pastillas. Ahora los pelos del niño. Tienen que ser cortos. De cada pelo arrancado saco tres pelos de niño y los coloco sobre la almohada que le corresponde, en cantidades suficientes como para que se vean bien.
Ahora se ve que se trata de una mujer y un chico tirados en el suelo.
Por el lado de sus cabezas, en el papel pintado de la pared, dibujo con el boli un horno de cocina, en ligero escorzo, como si saliera del tabique.
Rajo, siempre con el boli, el papel pintado a lo largo del borde superior de la puerta del horno y voy tirando cuidadosamente de él, hacia abajo. Lo doblo sobre el suelo, en horizontal, para que parezca una puerta de horno abierta.
Doy unos pasos atrás y observo lo que mi parentela se va a encontrar en cualquier momento.
Mi carta de despedida. La razón por la que los dejo. El silencio.
Mi madre y mi hermano tirados ahí tal como los encontré. Todos esperaban que lo olvidara. Pero algo así no se puede olvidar. Por su silencio se me ha hecho cada vez más grande. Y no más pequeño.
Llamo al timbre por última vez y espero a Robin.
Durante la espera mantengo la vista fija en mamá y Toni. Puedo oler el gas.
Entra Robin.
—Sácame de aquí.
Abandonamos la habitación.
Cierro la puerta tras de mí. Tengo que expulsar mucho aire. Sonoramente.
Caminando uno junto a otro enfilamos a paso lento por el pasillo.
No vamos cogidos de la mano.
De repente se para y deja la bolsa. Se lo ha pensado.
No. Se pone detrás de mí y me anuda el camisón en el trasero. Quiere cubrirme en la vía pública. Buena señal. Vuelve a coger la bolsa y seguimos caminando.
—Si vivo en tu casa, seguramente querrás acostarte conmigo, ¿no?
—Sí, pero al principio no por el culo.
Se ríe. Me río.
—Sólo me acostaré contigo si consigues chuparle el culo a un poni con tanta fuerza que quede apuntando hacia fuera.
—¿Es posible eso o será que en realidad no quieres acostarte conmigo?
—Es lo que siempre he querido decirle a un tío. Ahora he podido. Claro que quiero. Pero no hoy. Estoy muy cansada.
Caminamos hasta la puerta de cristal.
Aprieto con ganas el pulsador, la puerta se abre volando, echo la cabeza atrás y suelto un grito.
Fin