16
Vaya canas que le han salido a mi viejo. Morirá pronto. Eso significa que me queda poco tiempo para despedirme de él. Lo mejor será ir habituándose a su desaparición, así dolerá menos cuando se presente el momento. Me lo apunto en mi memoria hecha un colador: iniciar despedida de papá. Cuando llegue la hora todos se extrañarán de lo bien que llevaré la pérdida. Ganar el duelo con el duelo anticipando la elaboración del dolor.
En cualquier caso la breve visita de papá me ha proporcionado el recurso perfecto para alargar mi estancia en el hospital. Sólo tengo que hacer sentadas excesivas sobre el cojín circular para provocar la rajadura de la llaga. Es lo que ha pronosticado Vanessa la resentida. Pero tengo que vigilar que no me pillen. Tomo un analgésico. Un poco de narcosis me ayudará para lo que viene.
Siguiendo mi método probado y comprobado, me voy deslizando de barriga cama abajo y me encamino al armario con el torso encorvado y sintiendo un dolor punzante. Abro la puerta cerrada por mi padre. Allí, en el suelo, está el rajaculos. Agacharme doblando las piernas me es imposible. Duele demasiado. Tengo que pensar en otra forma de alcanzarlo. Ya sé. Mantengo las piernas rectas y me doblo de cintura, con la espalda igualmente recta. Quedo en una postura que parece una L invertida pero llego, justito, al cojín. Hecho. Vuelvo a poner la espalda derecha y emprendo el camino de vuelta. Una vez frente a la cama, pongo el cojín salvavidas encima, muy cerca del borde para poder sentarme tal cual. Me doy media vuelta quedando con el culo contra la cama e inicio el descenso cual pájaro que se posa en su nido. Meneo un poco el culo. Para aquí, para allá, vuelta en redondo y el culo mondo y lirondo. El movimiento sobre el cojín atiranta la piel de la llaga. Me pongo de pie y acerco la mano. Palpo. Miro la mano. No hay sangre. Vanas promesas, Vanessa.
¿Y ahora qué? El plan de reabrir la herida era bueno pero el cojín no sirve. Lo tiro sobre la cama con mala leche. Simplemente, tengo que buscar otra cosa para rajarme el culo. Vale, céntrate, Helen. No tienes mucho tiempo. Ya sabes que aquí entran de rondón y luego hay testigos. Miro la panoplia de objetos que el cuarto pone a mi disposición. La mesilla metálica: no vale; la botella de agua sobre la misma: se puede introducir pero no creo que sea adecuada para lesionarme como pretendo; el televisor: está demasiado alto; las cucharas sobre la mesa: inofensivas; los cuencos para el muesli: como un cero a la izquierda. Mi mirada sigue su recorrido y recala en una cosa situada debajo de la cama. Eso es. El freno de las ruedas. Ese pedal o palanquita de hierro que bloquea las ruedas de goma del catre. Me acerco lo más rápido que puedo, me pongo de espaldas y me dejo caer de golpe con el culo sobre el pedal. Quedo sentada en él. Y empiezo a moverme de un lado para otro. El dolor me hace gritar, me tapo la boca con las manos. Llanto estremecedor en las palmas. Si esta vez no funciona, ya no sé qué hacer. Siento perfectamente cómo el pedal penetra en la llaga y hago presión para hundirlo más. Ya. Suficiente, pequeña valiente. Enhorabuena. Aunque estoy llorando y temblando de dolor, parece que por fin he clavado, nunca mejor dicho, una pica en Flandes. Mi mano comprobadora se dirige hacia atrás para tomar un botón de muestra. Cuando la retiro para mirarla veo que está llena de sangre roja y fresca. Tengo que tumbarme porque me da un soponcio. Sería fatal. Me tienen que encontrar en la cama para que pueda decir que me pasó mientras estaba acostada. Así que acuéstate, Helen.
El dolor es infernal. Me sigo tapando la boca. Las lágrimas me bañan la cara. ¿Llamo ya o espero para que la herida cause mayor impresión? Decido esperar otro poco. Sé que puedo. Recuerda, Helen, que todavía tienes que limpiar el freno y eliminar las huellas. El cojín lo escondo debajo de la manta, me ocuparé de él después. La hemorragia va a más. Vuelvo a tocar con la mano, que queda aún más llena de sangre que antes. La sensación en la entrepierna y los muslos es idéntica a cuando de pequeña me meaba encima. Cuando notas líquidos de temperatura corporal escurriéndose piernas abajo, lo primero en que piensas es el pipí, porque en la infancia solía ser eso. Estoy tirada en el charco de mi propia sangre y lloro. Abro los ojos y veo sobre la mesilla el tapón de una botella de agua mineral. Lo cojo y trato de captar el caudal de mis lágrimas con él. Este pequeño reto me sirve para distraerme del dolor y quizás más tarde les encuentre un uso a las lágrimas. Lloro muy pocas veces. Pero ahora se han abierto todos los diques. Arriba, lágrimas; abajo, sangre.
Acerco el tapón muy cerca de las glándulas lacrimales y, después de un rato, miro cuánto he recogido. El fondo está cubierto. Algo es algo. Helen, basta ya de remolonear. Toco el timbre de emergencia. Mientras espero a que vengan escondo el tapón con el líquido lacrimal detrás de los objetos de la mesilla. Para que ninguna de esas vacaburras me lo tire. Mucho dolor va metido en ese receptáculo.
Creo que ya es hora de que venga alguien. Al fin y al cabo estoy perdiendo mucha sangre. Da lo mismo que lo haya provocado o no, tienen que ayudarme a detener la hemorragia. Ha salido tanta que empieza a gotear en el suelo. ¿Cómo es posible? ¿No debería absorberla la cama? Ya sé. Es por los cubrecolchones de plástico. Hacen que la sangre se acumule en vez de dejar que vaya empapando el colchón. Veo hilos de sangre cruzando debajo de mí y cayendo en el suelo. Una visión interesante. Esto empieza a parecerse a una carnicería. Sólo que en las carnicerías hay un desagüe, ubicado en un rebaje, para que la sangre se escurra. Buen invento. Los de la unidad de Proctología deberían tomar ejemplo. Aunque la verdad es que no todos los pacientes anales se dedican tanto al maniculeo como yo. Mala idea, pues, Helen. Olvídala. Vuelvo a llamar al timbre. Tres veces seguidas. En el pasillo no se oye nada. Apretar el botón tres veces tampoco produce más que un solo zumbido en el cuarto de las enfermeras, parece que no quieren que los enfermos las mareen. Aunque el sistema del timbre serviría para establecer una comunicación mucho más inteligente entre pacientes y personal sanitario. Un solo timbrazo: tráigame más mantequilla para el pan integral. Dos timbrazos: tráigame un florero con agua. Tres timbrazos: ¡socorro!, estoy perdiendo muchísima sangre por el culo, tanta que el riego del cerebro es ya tan escaso que no logro pensar serenamente y sólo se me ocurren ideas desechables sobre cómo optimizar el funcionamiento del hospital.
Veo el freno untado de sangre. Tengo que limpiarlo para que no descubran el pastel. Me levanto con prisa y casi doy un resbalón en el charco. Me sujeto en la cama para avanzar despacio hasta los pies. La sangre sube entre los dedos hasta llegar al dorso del pie, tengo que tener cuidado para no ser víctima de un aquaplaning. Me acuclillo delante del freno y lo limpio con una punta del camisón. Borradas las huellas. Ejem…, las del freno, por lo menos. Estar de cuclillas duele, lo mismo que andar. Me va a dar un patatús en cualquier momento. Ven, Helen, acuéstate. Puedes, pequeña. Pude. Oprimo ambas manos con firmeza en la cara.
Tengo que esperar una eternidad. Siempre hay que esperar. Podría ir al encuentro de esa gente, montar un numerito saliendo al pasillo y dejando un rastro de sangre. Pero me reprimo.
Me da vértigo. Noto el olor de la sangre, de sangre a cántaros. ¿Será que tengo que matar el tiempo ordenando y limpiando? Porque quiero ser la mejor paciente que jamás hayan tenido. Pero tal vez sería pedirme demasiado en este instante. De verdad, Helen, no es el momento de poner orden.
Toc. Se abre la puerta. Es Robin. Muy bien. Él sabe. ¿Qué sabe? Da igual. Me estoy yendo a pique.
—No sé qué ha pasado —me adelanto a su pregunta—. Creo que he hecho un movimiento raro y, zas, ha empezado a correr la sangre. ¿Qué hacemos?
Los ojos de Robin se dilatan, dice que va a llamar al doctor.
Se me acerca. ¿No acaba de decir que llamará al doctor?
Dice que estoy pálida y en eso mete la pata en el charco de mi sangre y deja una ristra de pisadas rojas cuando sale corriendo.
Le sigo con mis pensamientos: ten cuidado, hay aquaplaning de sangre… Pongo las dos manos en la hemorragia para reducirla. Las manos se van llenando. ¡Qué despilfarro! ¿No hay gente que padece falta de sangre? ¿O era que la tiene infectada? Yo qué sé.
Anemia. Eso es. Hay personas de las que se dice que son anémicas. Estás a un paso de serlo tú también, Helen, si sigues así.
Entra el anestesista y me pregunta si he comido algo. En efecto, he comido muesli para el desayuno. Pero él lo lamenta. ¿Por qué?
—Porque entonces no le podemos poner anestesia general. Correría usted peligro de vomitar dormida y asfixiarse. De modo que sólo queda la opción de la epidural.
Sale corriendo y vuelve con un formulario, jeringas y perendengues.
Sé que es lo que les ponen a las embarazadas que no pueden con el parto. A las madres cagonas que desean tener un parto natural pero sin dolor, por favor. Se lo he oído decir a mamá.
Tengo que firmar algo que no sé qué es porque no le he prestado atención al médico. Me fío de él. Sin embargo, me inquieta sobremanera que ese hombre tan tranquilo de repente se ponga a correr. Estoy preocupada. Parece tener mucha prisa.
Deben de considerar que estoy perdiendo demasiada sangre en demasiado poco tiempo. Ahora que comprendo que ellos lo ven igual que yo, me siento muy mal porque temo morir por mi idea de emparejar a mis padres. No formaba parte de mi plan.
Me dice que me incorpore y doble el torso cual lomo de gato para que él pueda desinfectarme la espalda, introducir una cánula gruesa entre las vértebras lumbares y administrarme la inyección por ella. Eso no suena nada bien.
Odio todo lo que se me acerca demasiado a la médula espinal. Pienso que pueden hacerte una chapuza dejándote discapacitada para siempre y sin sentir ya nunca nada cuando tienes sexo. Parece que todo lo que va explicando lo va ejecutando al mismo tiempo. Lo siento manosear por detrás, limpiando, poniendo y quitando. Siento como si el culo se me rajara cada vez más.
Dice que pasarán exactamente quince minutos hasta que la zona comprendida entre el pinchazo y la punta de los pies quede anestesiada. Un intervalo largo, según nos parece a los dos, si lo equiparamos a litros de sangre por minuto. Sale y dice que enseguida vuelve. Miro mi móvil para medir los minutos. Son y diez. A y veinticinco estaré lista para el quirófano.
Entra Robin y me explica que el doctor se está preparando para operarme de urgencia, por lo que no puede venir a verme antes. Dice que le ha explicado cuánta sangre he perdido y que entonces el doctor ha dispuesto lo necesario para una intervención inmediata.
Operación de urgencia. Válgame la providencia. Suena tremendo pero también excitante y solemne. Como si mi persona fuera importante. Un buen momento para atraer a mis padres.
Le apunto a Robin sus números de teléfono y le pido que los llame durante la operación para que comparezcan aquí.
Llega el anestesista para llevarme al quirófano. Palpo mis muslos y siento el tacto de las manos. ¡Alto! Si lo siento todo. No pueden operarme. Aún no. Miro el móvil. Y cuarto. Sólo han transcurrido cinco minutos.
No puede ser que lo hagan en serio. Pero parece que sí. No esperan hasta que la anestesia haga efecto. Tienen aún más prisa de lo que yo pensaba. Muy preocupante todo esto.
Robin me empuja al pasillo. No me han permitido llevarme el móvil. Por los aparatos. ¿Qué aparatos? ¿Es que vamos en avión o qué? Me da lo mismo.
Por lo que recuerdo, hay relojes en todos los pasillos y también en la antesala del quirófano. Relojes descomunales en blanco y negro como en las estaciones de tren. ¿Por qué los relojes de las estaciones de tren están en los hospitales? ¿Qué nos quieren decir con eso? No voy a dejar que me metan sus herramientas en el culo hasta que haya pasado el cuarto de hora. Me da igual desangrarme o no. Muy combativa, Helen, pero es estúpido. Porque no querrás palmarla.
Pensándolo bien, para mis padres sería el motivo de reconciliación perfecto. Su duelo los iría acercando. Sus respectivas parejas no serían capaces de consolarlos porque saben que nunca aceptaron del todo a la hijastra. Y si la hijastra muere, a la pareja se le cae la máscara. Entonces quedaría claro para siempre quién ha ganado la lucha y quién la ha perdido. Un plan excelente, Helen, pero tú no vivirías el momento en que se unieran. Porque si estás muerta no podrás mirar desde lo alto.
De hecho, estás convencida de que el cielo no existe. De que no somos más que animales altamente desarrollados que tras la muerte se pudren en la tierra y son presa de los gusanos. En ese esquema no existe la posibilidad de contemplar desde lo alto a los queridos animales paternos. Todo será devorado. La supuesta alma, la memoria, el amor y todos los recuerdos se transformarán junto con el cerebro en caca de gusano. También los ojos. Y el chochito. Los gusanos no hacen distingos. Se comen las sinapsis lo mismo que los clítoris. Les falta criterio para entender qué o a quién se están zampando. Lo importante es que sea apetitoso.
Volvamos al tiempo. Mi cama rodante cruza por delante de relojes y constato que su carrera es muy lenta. Mucho más lenta que la de Robin, que no para de chocar contra las paredes. Noto que el charco de sangre en el que estoy tirada es cada vez más profundo.
Hemos llegado a la antesala, donde también pende un reloj de estación. Lo sabía. Son y dieciocho. Miro fijamente al minutero. Robin me explica que entraremos en cuanto hayan limpiado el quirófano. Sin apartar la mirada del minutero le digo:
—No soy muy quisquillosa para el orden. Por mí, no tienen que recoger. No me importa ver lo que ha pasado ahí dentro antes de mi turno.
Robin y el anestesista se ríen. Esto es muy de Helen. Cuanto peor pinta la situación, más morro le echa. Para que nadie se dé cuenta del miedo que les tengo a esa gente y sus manos hurgándome el culo. Estoy muy orgullosa de la dilatabilidad de mi esfínter durante el sexo, pero ni yo puedo con varias manazas de hombre adulto ahí dentro. Lo siento, pero no le veo nada bueno al asunto.
Por desgracia ya sé lo que es un esfínter desvencijado. Y esta vez encima lo harán sin anestesia general.
Cerdos tarados que son. Tengo miedo. Agarro la mano de Robin, que tenía al alcance, y la aprieto firmemente. Parece estar acostumbrado. No se sorprende en absoluto.
Seguramente todas las abuelas hacen lo mismo cuando están a punto de ser operadas. Las personas suelen ponerse nerviosas antes de una operación. Igual que antes de salir de viaje. De hecho, hay cierto parecido. Nunca se sabe si se volverá.
Un viaje de dolor. Estrujo la mano de Robin de tal manera que le salen manchas blancas, le clavo mis largas uñas en la piel para diferenciarme, aunque sólo sea por las marcas, de las abuelas. Entonces se abre la gran puerta eléctrica del quirófano y una enfermera con mascarilla dice con voz aplastada:
—Vengan.
Zorra. Llena de pánico, miro el reloj. El minutero salta chasqueando con brusquedad sobre el cuatro. Clac. ¡Y veinte! Aún se estremece levemente.
Deberían esperar cinco minutos más. No. Por favor. Si aún lo siento todo. No comiencen todavía. Pero no digo nada. Culpa tuya, Helen. Sangre querías y sangre tendrás. Tengo ganas de vomitar. Tampoco lo digo. Si lo hago, ya se darán cuenta. Ahora todo da igual.
—Tengo miedo, Robin.
—Yo también. Por ti.
Vale. Me ama. Si lo sabía. A veces va tan rápido. Me ayudo con mi otra mano para sujetar su mano con fuerza. Le miro fijamente a los ojos y trato de sonreír. Entonces la suelto.