13

Basta ya de atención al medio ambiente. Ahora vuelve a ser mi turno. Hace ya tiempo que vengo tocando algo en mi brazo derecho. Voy a mirar qué es. Adelanto el hombro, agarro las morcillas del brazo y las retuerzo hacia delante. Ya lo veo. Una espinilla, como me suponía. No sé por qué, los brazos siempre están llenos de esas cosas. Se me ocurre una explicación, aunque dudosa: es el lugar donde a veces brotan pelillos, pero como hay un roce con la camiseta se quedan bajo la piel y se inflaman.

Con esto llego a mi afición mayor: reventar granos. En la oreja de Robin he detectado la presencia de una espinilla de calibre. Más exactamente, en el umbral del orificio auditivo. He observado ya a menudo que la gente suele tener en ese lugar puntos negros particularmente gruesos. Creo que nadie se lo dice a nadie, de manera que el hoyo de la espinilla dispone de años y años para llenarse de sebo y suciedad. Con algunas personas me ha pasado que les he metido mano a sus granos tal cual, abriéndoselos sin preguntar. También he estado a punto de agarrar a Robin, pero me he controlado en el último momento. Muchos no se lo toman a broma si les revientas un grano sin pedir permiso antes. Lo sienten como una transgresión. Pero preguntaré a Robin si se lo puedo apretar cuando nos conozcamos mejor. De que terminaremos por conocernos mejor no me cabe duda. A ése no me lo pierdo. Al grano de su oreja me refiero. Está reservado para mí. La espinilla de mi brazo la aprieto con el pulgar y el índice y veo cómo el gusanillo sale con impulso.

Hace el habitual recorrido del pulgar a la boca.

Asunto liquidado. Ahora voy a controlar la pequeña llaga.

Hay una gota de sangre sobre el hoyo de la espinilla.

Paso la mano por encima. No se quita, sólo deja una raya de sangre.

Igual a las que me hago en las piernas cuando en vez de afeitarme Kanell me afeito yo. Deprisa y a lo bestia. La mayoría de las veces el agua fría y el rato que estoy frente al lavabo me producen piel de gallina. Cuando me afeito con la maquinilla por encima hago una escabechina entre las pústulas. Entonces pienso que con el vello tenía mejor pinta, porque donde antes había pelo ahora sólo hay puntos de sangre. Una vez me puse unas medias sobre las piernas llagadas consiguiendo un efecto interesante. La media, casi transparente y del color de la piel, restriega cada mancha de sangre por todo lo largo y ancho de las piernas dejando estrías. Cuando te las acabas de poner parece que llevas unas medias de encaje carísimas con un dibujo más que enigmático. Lo hago a menudo para salir de noche.

Es un método que conlleva una ventaja adicional. Como ya he dicho, me gusta comerme mis costras. Cuando después de una de esas salidas nocturnas me quito las medias, la sangre seca vuelve a arrancarse y se forma una gran cantidad de postillas. En cuanto se han puesto duras las voy despegando con la uña y me las como.

Saben casi tan ricas como las cagarrutas de Morfeo. Eso que el mago de los sueños nos pone en el ángulo nasal del ojo.

Tratando como trato las llaguitas de mis piernas, a veces ocurre que un poro se cierra a cal y canto y no deja salir el pelo que habita debajo. De manera que el pelo crece enroscándose en vez de enderezarse. Como la raíz del aguacate en el vaso. Llega entonces el momento en que se inflama, y es cuando Helen entra en acción. Durante todo ese tiempo me he armado de paciencia, a pesar de que el pelo no paraba de gritar: «Sácame de aquí, quiero crecer recto y al aire fresco como los demás». Sin embargo, me he aguantado y no he tocado nada. Porque vale la pena esperar el momento.

Pincho el bultito inflamado con una aguja y aprieto para sacar el pus. Que de la yema va directamente a la boca. Después le llega el turno al pelo. Hurgo en la llaga hasta dar con él, que siempre parece un poco raquítico puesto que nunca ha visto la luz y se ha criado como piojo en costura. Lo agarro con las pinzas y lo saco lentamente sin dejarme la raíz inflamada. Listo. Ocurre no pocas veces que al cabo de unas semanas la deliciosa criatura se me reproduce in situ. ¡Dichosa de mí!

Una urraca cruza a saltitos el césped pelado del hospital. En los libros infantiles, las urracas hurtan objetos brillantes, tales como anillos, chapas de botella o papel de aluminio. En la realidad roban los huevos de los pequeños pájaros cantores. Los abren a picotazos y limpian el contenido. Siempre trato de imaginarme cómo una urraca agujerea un huevo de pájaro cantor y lo chupa utilizando el pico como pajita. ¿O lo hacen de otra manera? ¿Van dando saltos sobre el huevo hasta machacarlo y luego sorben el pringue del suelo?

Menuda huevomanía la mía. Antes, cuando era pequeña, los niños cantaban «pollito, pollito, agujero de huevito». Simplemente por la rima. Pero yo siempre le suponía un significado trascendente.

Una vez le conté a Kanell lo que yo me imaginaba cuando oía aquella frase, y entonces, una tarde hicimos de mi imaginación realidad.

El agujero era el chocho, más claro agua.

Y había que meterle un huevo. Chochito, agujero de huevito.

Primero cogimos uno crudo, pero se le rompió a Kanell en la mano a la entrada del chochito. Huevo jodidito. Aunque las cáscaras no me hicieron nada. Lo único que pasó fue que todo quedó lleno de gelatina, muy fría por cierto.

De manera que nos planteamos si realmente tenía que hacerse con un huevo crudo. Y llegamos a la conclusión de que no. Así que pusimos a hervir uno. Ocho minutos, para que quedara duro. Muy duro.

Y luego para dentro. Con lo que el agujero de huevito de aquella rima infantil se hizo realidad.

Desde entonces es nuestro juego íntimo. En el cabal sentido de la palabra.

Hay otra cosa que me gustaría hacer con Kanell.

Siempre me ha divertido jugar con los ganglios linfáticos de la región inguinal, moviéndolos de un lado para otro debajo de la piel. Como se puede hacer con la rótula. En una sesión reciente con Kanell le manifesté el deseo de que me los pintara con un marcador Edding. Para acentuarlos. Igual que con el maquillaje se hacen resaltar los ojos. ¿Será esto ya una fantasía sexual? ¿O sólo un nuevo adorno corporal? Seguramente sólo es fantasía si al pensar que los tengo pintados me pongo cachonda. Que es lo que me pasa. ¿Y qué sucede si la fantasía se lleva a la práctica? A Kanell se le da muy bien materializar mis fantasías y no podrá quejarse de que yo no se lo haya facilitado desde el principio.

En el prado una urraca se pelea con otra. ¿Cuál es el objeto de la discordia?

Los humanos calificamos a las urracas de animales malignos porque se comen los bebés de otros pájaros. Sin embargo, nosotros mismos nos comemos los bebés de casi todos los animales que figuran en nuestros menús. Cordero, ternero, cochinillo.

Veo a Robin paseando por el parque con una enfermera. Las urracas levantan el vuelo. Miro espantada a los dos caminando. Estoy celosa. No puede ser. No puede ser que se me despierte el apetito de propiedad por el solo hecho de que él haya fotografiado una vez mi llaga anal y yo le haya dado una charla calentadora sobre bricolages de bragas; y porque la enfermera pueda andar y yo no. O sólo muy, muy despacio. Ambos fuman. Y se ríen. ¿A qué viene esa risa?

Yo también quiero poder andar otra vez. Así que levántate y anda. A la cafetería. Porque cafetería aquí tienen, ¿verdad, Helen? Eso es. La mencionó el ángel verde. Y hacia allí me voy a encaminar, al paso lento que me impone mi estado, para buscar un café. Bien, Helen. Está bien que hagas algo normal y dejes de pensar en Robin y su urraca folladora o en tus padres copulando. No tengo prisa. Ha sido muy buena idea y se me podría haber ocurrido antes de ver a esa pareja de ponecuernos. El café es un gran estimulante de mi digestión. De hecho, quiero cagar en secreto, sin decírselo a los del hospital. Cagar sólo para mí. Para saber que todavía puedo y que no tengo el agujero cosido. A los de aquí no les digo nada, quiero utilizar este lugar para juntar a mis padres. Para que vuelva a unirse lo que debe estar unido.

Primero me doy la vuelta para quedar de bruces y bajar lentamente las piernas. Me tomo una pastilla de mi reserva de analgésicos que me será de gran ayuda en el camino. Interiormente estoy preparada para el largo viaje. Pero mi atuendo no lo está. Sigo llevando este vestido de ángel anudado arriba y sin nada por abajo. Así no se puede salir. Ni siquiera en un centro hospitalario. Ni siquiera como paciente anal. Seguro que en la cafetería hay mucha gente. Me dirijo a paso de tortuga hacia el armario, sabiamente empotrado en la pared para ahorrar espacio. Mamá me dijo que había dejado allí ropa para mí. Abro la puerta. Sólo hay camisetas y pantalones de pijama. No puedo. Para ponerse un pantalón de pijama hay que agacharse y meter primero una pierna y después la otra. Ay. Eso dilata el culo demasiado. A mamá no se le ocurrió traerme un albornoz u otra prenda fácil de poner. ¿Y ahora qué, Helen? Vuelvo despacio hasta la cama y quito la sábana. Me envuelvo en ella y la anudo en el hombro, quedando como un romano camino de las termas. Con este atavío te puedes mover dignamente por el hospital. Los cuatro palominos de cacasuda no desmerecen porque podrían interpretarse como otra cosa. Por ejemplo, el chocolate Kinder: cada vez que lo como se me cae la baba sobre las sábanas. Es muy creíble, Helen. Para tu suerte, nadie te hará un comentario al respecto. La gente no es así, no es tan tiquismiquis. A marchar, pues. En dirección a la puerta. Hace tres días que no he salido de esta habitación. Pero ¿tengo permiso de deambular? ¿Aunque esto no sea un ambulatorio? Estoy desvariando, debe de ser por los analgésicos. Más vale no preguntar tanto. Abre la puerta, Helen, y camina. En el pasillo hay mucha actividad. Todos están ocupados en algo. En traer y llevar cosas, en cambiarlas de sitio, siempre riéndose. Me parece que sólo fingen trabajar por si el jefe pasa por la planta. No quieren que las pille fumando en la cocina de las enfermeras, prefieren estar de palique en el pasillo moviendo algún carrito de aquí para allá. Pero a mí no me engañan. Paso muy despacio y a hurtadillas a su lado. No me saludan. Pienso que camino tan despacio que sus ojos hiperactivos no llegan a verme. El linóleo del suelo refleja la luz. Parece agua agrisada. Estoy caminando sobre agua. Estoy alucinando. Es por los analgésicos, sin duda. Todavía conozco el camino hacia el ascensor, es algo que se recuerda incluso al cabo de varios días. La vía de emergencia. La vía de fuga. A pesar de haber estado todo el tiempo postrada en la habitación, sé perfectamente qué camino tomar sin ser consciente de ello. Salir y doblar a la izquierda. En el pasillo hay horrendos cuadros de Jesucristo por todas partes. Los colgaron las enfermeras para darles gusto a sus padres. Que tarde o temprano terminarán aquí, en la unidad de Proctología, en la de Oncología o en la de Paliativos. En cualquiera de ellas, si no los cuidan en casa, que para mí es lo mejor. Voy muy doblada y me sujeto la barriga porque el culo no lo alcanzo en esta postura. Duele. Estoy frente a la puerta de cristal que da acceso a la escalera. Sólo tengo que apretar el pulsador, como hizo Robin, y la enorme puerta se abre automáticamente de par en par. Pero me quedo parada en vez de franquearla. No llevo dinero. Mierda. A desandar todo el camino. Tampoco esta vez toma nadie nota de mí. Seguramente me dejan vagar por mi cuenta, como también me dejan cuidar mi llaga. Situada en una parte muy poco higiénica de mi cuerpo, por cierto; la más antihigiénica que Robin puede imaginarse. Habitación 218. La mía. Abro la puerta y entro. Otra vez el silencio. Mi estúpido olvido me ha hecho gastar mucha energía. Miro en el cajón de la mesilla. Hay unos billetes de poca monta. Los debe de haber metido mamá mientras yo dormía. ¿O me lo dijo? ¿Lo he soñado? Memoria de mierda. De todas formas, ahora llevo dinero. Lo sostengo en la mano mientras camino, pues las sábanas con bolsillos aún no se han inventado. Mi culo se va acostumbrando al movimiento de las piernas. Ya ando un poco más deprisa que en mi primer intento. Debe de ser porque la pastilla empieza a hacer efecto. Durante todo el trayecto miro fijamente el suelo, a ver hasta dónde llego sin que me llamen la atención por mi indumentaria. Golpeo el pulsador. La puerta se abre y esta vez paso. La escalera es como un nuevo mundo donde se cruzan varias enfermedades. No sólo hay pacientes y enfermeras anales; hay una anciana que se pasea con un par de tubos que le salen de la nariz y terminan en una mochila sujeta a un andador.

Su dolencia por lo visto tiene que ver con la cabeza y no con la proctología. En la variedad está el gusto. Tiene un hermoso pelo plateado que está recogido en una larga trenza enroscada varias veces en la cabeza. Lleva un bonito albornoz, negro y con ásteres de color rosa de tamaño sobrenatural. Bonitas son también sus zapatillas, de terciopelo. Tienen una hinchazón que es indicio de un hallux valgus o juanete, una deformación del dedo gordo que se sobrepone al resto de los dedos y desplaza la articulación hacia fuera dejándola en una posición protuberante. Esos juanetes tienen fuerza destructora y a la larga revientan cualquier zapato. También esas zapatillas de terciopelo acabarán dentro de poco rajándose. Los dedos del pie hacen entonces como esos dientes de la boca que se empujan unos a otros tratando de quitar de en medio al que tienen al lado. Al final quedan completamente torcidos. El dedo gordo es el que triunfa en esa lucha. Lo sé porque yo también tengo un juanete. Todos los de mi familia lo tienen, tanto por línea materna como paterna. Visto en su conjunto, el mío es un patrimonio genético fatal. Como el dedo gordo quiere ocupar el espacio que corresponde a los pequeños, éstos tienen que ser amputados uno tras otro. A mi tío, mi abuela y mi madre apenas les quedan ya dedos en los pies. Éstos terminarán pareciéndose a las pezuñas del diablo.

Quiero volver a pensar en algo bonito y trato de cerrar con broche de oro mi contemplación de la abuela.

En efecto, incluso sus chistorras son hermosas. Antes les decía yo varices a esas ramificaciones venosas. Pero un día me informé. Se llaman chistorras. Todo en esta mujer es hermoso, salvo el juanete y los tubos. Pero los tubos seguramente se los quitarán pronto. Espero que no tenga que morirse con ellos.

Pulso el botón de llamada del ascensor y le cruzo los dedos a la guapa anciana al tiempo que la saludo en voz muy alta.

Por si oye mal. Muchas veces los ancianos se asustan cuando son interpelados. Están muy acostumbrados a ser invisibles para los demás. Pero luego se alegran un montón de que alguien los haya visto.

El ascensor llega desde arriba.

Lo veo por la flecha luminosa roja. Si bien recuerdo (de cuando me esterilizaron), la cafetería está en la planta subterránea.

Las puertas del ascensor se abren hacia ambos lados con un sonoro chirrido y me invitan a abordarlo. No hay nadie más en la cabina. Bien. Pulso PS.

Al lado pone «Cafetería». Aprovecho el viaje para levantar mi toga con la mano que sostiene el dinero y sacar con la otra el tampón autofabricado. Tal cual, empapado en sangre y mucosidades, lo dejo cerca de los botones.

Es el lugar que atrae la mayor atención posible en esta caja móvil. Directamente debajo hay una barra para sujetarse. Desdoblo la herradura del tampón, pringado y pegajoso, y lo coloco a horcajadas sobre la barra, en el justo medio. Hecho. Suelto la toga como si no hubiera pasado nada. Se abre la puerta; hay dos hombres esperando. Perfecto. Parecen padre e hijo. Veo en sus caras que son de una familia que tampoco gasta muchas palabras sobre las cosas importantes de la vida. El padre está enfermo, tiene el rostro cetrino y lleva un albornoz. ¿Enfermo del tabaco? El hijo debe de estar de visita. Los saludo con cara radiante.

—Buenos días caballeros.

Y salgo con el cuerpo todo recto. Una postura que aguanto poco tiempo. Los hombres han entrado en el ascensor. Se cierra el telón. Vuelvo a doblarme hacia delante y oigo desde el ascensor una voz indignada y decrépita:

—¿Qué es eso? ¡Dios mío!

Seguro que no lo quitarán ellos mismos. No se les ocurrirá pensar que sólo es sangre menstrual, inofensiva. De hecho, parece haberse desprendido de una herida. Ni siquiera se reconoce la gasa por lo rechupada que está. Efectivamente, podría tratarse de un trozo de carne. De carne humana. Hoy en día todo el mundo tiene miedo de tocar sangre. Padre e hijo avisarán en la unidad donde se bajen. El padre se pondrá en medio de la barrera luminosa para impedir que el ascensor y mi regalito continúen su viaje, y el hijo tendrá que buscar a una enfermera por los pasillos. Ella, a su vez, tendrá que buscar un guante de goma y una bolsa de basura para quitar el cuerpo del delito. Y quizás también una bayeta húmeda para pasarla sobre la barra embadurnada.

Dará las gracias a padre e hijo por haber demostrado tanto valor cívico en materia de higiene. Después mi obra irá a parar a los residuos especiales del hospital.

Ya he llegado a la cafetería. Entretanto el dinero ha pasado por ambas manos y ha cogido un poco de pringue sanguíneo. Los dedos que he metido en mis partes evidencian restos de sangre bajo las uñas. La sangre al aire se vuelve marrón y coge un aspecto de caca o tierra. Mis manos menstruales parecen ahora las de una criatura que ha jugado con el barro. Más tarde la sacaré al estilo ratoncito. Limpiarse las uñas con los dientes en público da la sensación de que te las estás comiendo. No me parece bien hacerlo a la vista de la gente porque cualquiera lo toma como señal de debilidad psíquica. De inseguridad, de nerviosismo. Por tanto hay que hacerlo en casa y a escondidas. Comer o ser comido. Un café, por favor. Para recompensarme por el largo viaje, hoy me obsequio con uno de sabor a caramelo.

Pago con mi billete de sangre y estoy contenta de que tarde o temprano termine circulando. Permanecerá en el cajón de la caja registradora, sujeto bajo la pinza de plástico, hasta convertirse en dinero de cambio. Luego recalará en la cartera de un enfermo que cuando reciba el alta lo hará volar por el mundo. Siempre que me dan un billete con restos de sangre, lo primero en que pienso es en una hemorragia nasal causada por esnifamiento excesivo. Una práctica que a menudo deja salpicaduras de moco y sangre en el extremo del billete enrollado que ha estado metido en la nariz. Pues se ve que hay otras fuentes sanguíneas de las que se puede nutrir un billete. Con mi taza de café y las monedas del cambio me dirijo a una mesa desocupada de la cafetería. Por fin lo he conseguido. Estoy tomando café como una más de los que pertenecen al universo hospitalario. He recorrido un largo camino y he desconcertado en él por lo menos a tres personas con actos antihigiénicos. Un día bueno.

Mientras estoy aquí tomando café voy a pensar en qué hacer para alargar mi estancia en el hospital. De alguna manera tendré que provocarme otra herida o volver a abrirme la que ya tengo. ¿Pero cómo hacerlo sin que parezca intencionado, sin que los padres o los médicos lleguen a sospechar? La cafetería se va llenando de gente. Es la hora del café. La mayoría de los presentes quieren salir de aquí lo antes posible. Yo quiero quedarme todo el tiempo que pueda. Creo que los únicos que desean estirar al máximo su estancia hospitalaria son los sin techo. En nuestra ciudad hay un tal Willi el Ciego. No sé por qué todos lo llaman así, puesto que de ciego no tiene nada. Por lo menos cuando yo hablo con él. Siempre quiero darle algo. Mamá dice que si se les da dinero sólo compran droga o se matan antes bebiendo. No tiene ni idea. Cuando yo bajaba a la ciudad siempre hablaba con él y me acercaba mucho a su cara para olfatearlo. No olía en absoluto a alcohol. Primera equivocación de mamá. En cuanto a las drogas, se lo pregunté directamente. Se echó a reír y meneó la cabeza. Le creo. Así que empecé a sacar dinero de la cartera de mamá y a guardarlo para él. Cuando bajaba a la ciudad sin mamá se lo entregaba diciéndole que era de mi madre. Y que muchos saludos. Pero le dije que era mejor que nunca le diera las gracias porque ella no quería que la gente le prodigara muestras de gratitud en la vía pública. De manera que él la tomaba por una dama noble y generosa, aunque modesta, y no por una cristiana mentirosa. También mangué en casa sacos de dormir, alimentos y ropa para Willi. Él pensaba que todas esas cosas se las mandaba mamá. Cuando me cruzaba con él junto a mi madre, nos mirábamos brevemente y bajábamos los ojos con una sonrisa de complicidad.

Seguro que Willi se pone muy contento si alguna vez le da algo en las piernas o donde sea y puede pasar una noche en el hospital.

Yo necesito todavía muchos días de permanencia hospitalaria para que se multipliquen las visitas de mis padres y se me brinde así la ocasión de reunificarlos. Estaría dispuesta a comprarle su enfermedad a cualquiera de los aquí ingresados. Pero no tiene sentido planteármelo porque no funciona. Es igual que lo de la permuta de pechos con mi amiga Corinna. Ella los tiene muy grandes y con pezones blandos rosa claro. Yo los tengo pequeños, con pezones duros marrón rojizo. Siempre que le veo las tetas marcadas bajo la camiseta quiero cambiárselas como sea. Entonces me imagino cómo las dos nos hacemos la cirugía estética y nos amputan los pechos a cada una y se los vuelven a coser a la otra. Tengo que reprimir esa fantasía porque, por mucho que lo esté deseando, es lisa y llanamente imposible. Una imposibilidad que me parte el corazón. Además, tendría que preguntarle a Corinna si está de acuerdo, porque no podría hacerlo sin su consentimiento. O quizá sí. Pero entonces perdería su amistad. Sea como sea, no puede ser y punto. ¡Compréndelo de una vez, Helen! Deja de torturarte dándole más y más vueltas. El mismo desperdicio de energía mental es pensar a cuál de los presentes le comprarías qué enfermedad y a qué precio. No es posible.

Aquí no puedo meditar en calma sobre mi plan de prolongación de la estancia hospitalaria. Los otros pacientes me distraen demasiado.

Noto también que el café empieza a tener el efecto habitual en mí. Comienza con crujidos y quejidos en la barriga. Mi reacción a una taza de café es la misma que puede tener un indígena de la selva cuando toma por primera vez la civilizada bebida. Síntomas de intoxicación extrema. Media taza de café, taza del váter enchocolatada. Hice una vez el test del pipí-café. Me lo enseñó mi padre. Cuando te levantas por la mañana sueles tener que mear porque la vejiga ha estado llenándose toda la noche. Una vez vaciada de orines, se puede suponer que ya no queda pis circulando por el cuerpo. Si entonces te bebes una taza de café, el organismo se intoxica de tal manera que saca agua de donde sea para expulsar el venenoso brebaje lo antes posible. Nada más bebértelo hay que ir al váter, y entonces meas más líquido del que has ingerido en forma de café. Eso lo he comprobado yo con precisión porque en el váter utilizo la taza de café como unidad de medida. El pipí siempre desborda la taza. Así, y para gran alegría de mi padre, he podido probar el efecto deshidratante del café. Mi madre no se alegra porque considera que en las tazas de café no hay que echar orines.

Tengo que volver a mi habitación rápidamente. Ya comienza. Mi cuerpo se rebela contra el café. Pero si tengo que cagar no puedo de ninguna manera utilizar uno de los aseos públicos de esta planta. Mi miedo a la cagalera es demasiado grande, necesito paz y tranquilidad para hacerlo. También es posible que duela tanto que necesite gritar. Y éste no es lugar para hacerlo. Además, quiero cagar a escondidas. Por tanto, a la habitación, ¡y volando! A pesar de mi afán de ser la paciente más ejemplar, por una vez no dejo la taza en el carrito de la vajilla sucia estacionado a la salida. Cuando la necesidad aprieta (y vaya que aprieta)… Me levanto y me muevo despacio hacia el ascensor. Cierro fuertemente el esfínter o lo que queda de él para no dejar palominos en la sábana.

Me acuerdo oportunamente de que he sacrificado mi tampón do it yourself en una broma. Así que cerrar bien los bajos es lo mejor que puedo hacer. También desde el punto de vista frontal. Porque causaría un gran revuelo: romana deambulando por cafetería con mancha de sangre en su toga. Hay que prevenirlo. Gracias a la buena musculatura de mi chochito soy capaz de retener la sangre durante mucho tiempo. Cuando en el váter me suelte, todo saldrá de un chorro. Al llegar frente a la puerta del ascensor me digo que ya he salvado la mitad del camino. Arriba, en mi planta, me queda un recorrido similar al que he hecho de la cafetería a la puerta del ascensor. Tintín. Aquí está. Enseguida busco mis vestigios. No queda nada. Como me suponía. Tampón desaparecido. No se aprecia ni rastro de sangre. Breve es la vida de esas manchas en los hospitales. Meto la punta del dedo en mi recipiente de sangre y, al igual que de niñas hacíamos esas figuritas con las patatas, estampo una mancha roja ovaloide en el preciso lugar del que han eliminado mi regalito. No me pescarán. Se abre la puerta. A paso más rápido del que mi dolor tolera enfilo hacia la habitación. La presión va en aumento. Estoy muy preocupada por lo que va a salir y cómo. Me coloco sobre la taza con las piernas separadas, saco el tapón de gasa y doy curso libre a la cosa. No hace falta que lo describa con detalle. Ha tardado mucho, me ha dolido mucho y he sangrado en abundancia, pero ahora lo he logrado. He logrado lo que todos los de aquí esperan y de lo que no se enterarán. Con papel de váter me fabrico un nuevo tapón. Hay que ventilar enseguida, el olor traicionero tiene que desaparecer. Primero abro la ducha a tope. Una vez alguien me dijo que el agua se llevaba los olores fétidos al sumidero. Dejo la puerta del baño abierta y camino, aún más doblada que antes, hasta la ventana que hay al lado de mi cama para abrirla de par en par. El dolor posdefecatorio me hace andar coja.

Además tengo prisa. Media vuelta hasta la puerta del baño. La muevo de un lado a otro, a manera de abanico, para canalizar el aire en dirección a la ventana. Ya no huelo nada. Pero hay que comprobarlo debidamente. Salgo al pasillo y cierro la puerta. Respiro profundamente varias veces llenándome la nariz y los pulmones de aire limpio e incorrupto. Después vuelvo a entrar como lo haría cualquier enfermera y olfateo escrupulosamente. El olor se ha volatilizado. El agua ha hecho su acción purificadora. No quedan pruebas. Misión cumplida. Cierro la ducha y trato mi menstruación con un tampón limpio hecho por mí misma. Listo. Silencio. ¿Qué hago ahora? Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Primero voy a calmarme. O descalmarme con algo nuevo.