14
Pienso en Robin. Lo estoy desnudando. Una vez en bolas, lo acuesto sobre mi cama de hospital y empiezo a lamerlo desde la rabadilla hasta la coronilla, pasando por cada bulto de las vértebras. Tiene muchos lunares oscuros. Quizás debería ir al dermatólogo. Sería una lástima que fuera a morirse de un cáncer de piel. Máxime teniendo en cuenta que es enfermero. Sería absurdo que la palmara por una causa no detectada. Más vale que lo atropelle un coche o que se suicide por pena de amor. De amor por mí, por ejemplo. Mi lengua inicia el camino de vuelta, bulto por bulto, hasta la raja del culo. Le separo las nalgas y se lo lamo. Primero sólo realizando movimientos circulares. Después, con la lengua tiesa y afilada, le voy penetrando el esfínter cerrado a cal y canto. Ahora mi mano izquierda se desliza hasta su polla. La tiene durísima, como un chuzo revestido de una piel cálida. Hundo la lengua en el ano y empuño con firmeza el capullo. Quiero que se corra con toda la fuerza entre los dedos apretados y que el chorro salga por el extremo opuesto. Es exactamente así como lo hace. No tiene alternativa porque no le suelto el capullo, apresado firmemente por mi mano. Vuelvo a abrir los ojos.
Menudo guarro es ese Robin. No puedo menos de reírme, estoy muy contenta de mi fantasía de salidorra fruto de la abstinencia. Veo que no necesito televisión para entretenerme.
Llaman a la puerta. Si tengo suerte es Robin, que enseguida me notará en qué he estado pensando. Pero no. Es una enfermera. Pregunta si he evacuado.
—No, ¿y usted?
Sonríe forzadamente y se va.
¡Helen, querías ser una buena paciente! Es cierto, pero resulta imposible aguantar tanta pregunta y tanto «evacuar» sin perder la amabilidad. Ahora sí. Voy a hacer dos cosas en un solo desplazamiento: mear y buscar agua mineral en el pasillo para mis aguacates. Me bajo del catre deslizándome de espaldas hasta que mis pies pisan suelo firme. Poco a poco empieza el dolor punzante vaticinado por el anestesista. Lentamente y a paso de pato camino al baño, levanto el camisón y meo de pie, como le corresponde a una cumplida paciente anal. No hace falta que limpie el asiento porque nadie más que yo se sentará encima. Es otra manera de fastidiar a los higienistas. Del lavabo cojo el vaso pensado para enjuagarse la boca después del lavado dental y lo lleno de agua hasta por encima del borde. Papá me explicó una vez que el agua puede elevarse sobre el canto de su recipiente, debido a la tensión superficial o algo parecido. Ya no recuerdo. Volveré a preguntárselo cuando venga. Con lo cual ya tengo preparado un buen tema de conversación. Hay que tenerlo si se quiere hablar con él. Sobre esas cosas se enrolla como una persiana. Así no se producen silencios violentos.
Me bebo el vaso de un trago. Para variar, no está mal. Agua natural en vez de agua con gas.
Me dejo el camisón subido. No quiero, por vergüenza, que mis compañeros de clase vengan a visitarme, pero los de aquí pueden verme en cueros durante todo el día. Lo que habrá visto esta gente. Del baño no vuelvo a la cama sino que salgo al pasillo. Me detengo un momento para echar un vistazo. Recuerdo haber visto en alguna parte un tresillo para las visitas, con un dispositivo para preparar té y un gran recipiente del que sacar café a presión. Allí había una torre de cajas de agua mineral apiladas unas sobre otras, sin duda pensadas para que una se sirva a sí misma. Eso espero. Voy a probarlo. Resulta que para mis vasos de aguacates necesito más de una botella, pero las enfermeras sólo te traen otra después de que te has terminado la última. Y no voy a pedirles que hagan varios viajes a la vez. Me acerco al tresillo. Hay una familia conversando en voz baja. Para que las enfermeras tomen ejemplo. Uno de los hombres del grupo lleva pijama y albornoz, lo que para mí es indicio de que se trata del paciente anal del corrillo. No tengo ganas de saludar. Saco tres botellas de la caja superior y vuelvo sobre mis pasos. Oigo que la visión de mi parte trasera causa sensación entre los familiares. Alegraos. Camino lo más rápido posible para refugiarme en mi resguardada cueva.
Me cuelo como puedo por el resquicio que queda entre la repisa y la cama hasta llegar al rincón donde, con la Biblia, he montado el invernadero para mis huesitos. Protegido de las miradas de médicos y enfermeros. Y de Robin, aunque a él le dejaría verlos. Se los voy a enseñar cuando sea adecuado. Ya ha visto tantas cosas. Por cierto, podría volver a sacar fotos del nuevo estado de mi culo.
Levanto la Biblia con cuidado y relleno todos los vasos. En la repisa expuesta al sol el agua se evapora muy rápidamente. No pensarás que no tienes nada que hacer, Helen. Aquí no te vas a aburrir. Aquí hay seres vivos que dependen de ti. A ver si te pones las pilas y riegas esto como la naturaleza manda, algunos aguacates están ya casi secos. Menos mal que tienen buena pinta. A veces los hay que empiezan a pudrirse, y entonces no me queda otra que despedirme de ellos por mucho que haya invertido en su crianza. La mayoría aún no tiene raíz. Pero uno ya se ha abierto y en otro asoma la raíz en la parte de abajo. Por tanto, mis huesitos van que chutan. Todos sanísimos. Vuelvo a desplegar la Biblia para dar cobertura al invernadero.
Quiero quedarme un rato más en este sitio. Desde aquí la habitación parece muy distinta.
La verdad es que casi siempre la había mirado desde el catre. Vista así, desde el último rincón, da la sensación de ser mucho más espaciosa. Aparto la cama unos centímetros de la pared con todas mis fuerzas y dejo que mi torso se deslice esquina abajo hasta que el culo toca el suelo y las piernas quedan dobladas de tal manera que las rodillas dan contra el esternón. Siento el linóleo frío en el chocho y las nalgas. En realidad no sé si es linóleo, pero es opinión corriente que los suelos de los hospitales están hechos de ese material. La postura en la que estoy me atiranta demasiado el culo. Tengo que poner rectas las piernas estirándolas debajo de la cama. Es un buen lugar para esconderse. Si yo no veo la puerta, nadie que entre por la puerta podrá verme la cara. Las piernas sí. Pero primero tendrá que mirar bajo la cama con la intención de encontrar algo. Intención que no tiene ninguno de los que entran. Todos miran a la cama, y si la ven vacía pensarán que he salido a dar una vuelta o que estoy en el váter. Me toco la entrepierna. Introduzco dos dedos y los muevo como unas pinzas para sacar el tampón autofabricado. Lo dejo sobre el radiador de la calefacción, a la altura de mis hombros. Se balancea precariamente, así que lo incrusto entre las láminas. No vaya a ser que me caiga encima y me deje manchas de sangre en lugares insólitos de la espalda, manchas que no tendrían ninguna explicación y de cuya presencia yo no sabría nada por no poder verlas. En cuanto he estabilizado el tampón (sus propiedades adherentes colaboran a ello) movilizo el dedo corazón con su prolongada uña, cuya punta coloco en mi trompa perlada. La aprieto. Seguramente me dejaré una marca. Pero nadie la verá. Es la manera más rápida de ponerse húmeda. Mi chochito enseguida empieza a chorrear de la abundante producción mucosa, lo voy oprimiendo y frotando alternativamente mientras introduzco dos dedos de la otra mano. Una vez dentro, los abro en V (de vagina) y les hago hacer movimientos giratorios. Lo normal es que a medida que la cachondez aumenta me vaya metiendo los dedos del chocho en el ano. Pero eso ahora es imposible. El culo está recién operado y ya lo ocupa un tapón. Podría intentar palparlo. Avanzo con el par de dedos hacia el fondo y doy con una especie de tabique delgado situado entre el chocho y el ano. Entonces siento el tapón. A pesar de tener los dedos enchochados. Es una experiencia que ya me es familiar. No por la presencia de un tapón, claro está, sino por la caca. Ésta a menudo se coloca cortésmente a la salida, en compás de espera hasta que tenga luz verde. Y si los dedos maniobran en el chocho pueden palpar la caca a través del tabique. ¿Lo habrá sentido ya algún hombre al tener sexo conmigo?
Pero los hombres jamás lo comentarían. Parece que no es el tema de conversación adecuado cuando se está a punto de meterle la polla a una mujer.
«Guau, ¿sabes lo que estoy sintiendo en tu vagina?». Poco verosímil.
También me gusta sentir el esfínter a través del chocho. Basta con contraerlo, es decir, cerrar el ano, y ya se siente el músculo por dentro.
En un pasto verdete abrió el ojete una vaca y soltó la caca. Aleluya.
Ahora tengo ganas de explorar el tabique anterior del chocho. Basta de investigaciones retrotabicales.
Si doy una vuelta entera con ambos dedos, movimiento que produce una sensación sumamente cachonda, llego al tabique anterior, situado directamente debajo del pubis. Ahí el chocho parece una tabla de lavar, como se suele decir, sin mucho acierto, de los abdómenes musculosos de los hombres. El tabique anterior del chocho es una tabla de lavar en el sentido estricto de la palabra. Una tabla en miniatura, claro está. Un rallador de queso. Eso es. Un rallador de queso. Con una superficie nodulosa parecida a la del paladar, pero con prominencias más chulas. Como las que se ven en el paladar del león cuando bosteza, exactamente así es el tabique anterior. Cuando lo aprieto con fuerza tengo la sensación de estar a punto de mearme sobre la mano y me suelo correr al instante. Y la corrida expulsa también un chorro de líquido similar al esperma. No creo que haya tanta diferencia entre el hombre y la mujer. Pero hoy no quiero correrme así.
Es hora de dejar las incursiones exploratorias en mi cuerpo.
Ahora necesito ambas manos. Froto con los dos índices y con fuerza las crestas de gallo…, un poco más, un poco más…, la otra mano se mueve hacia arriba, en busca de la repisa de la ventana. Cuando me corro me gusta sujetarme en algún sitio.
Mis corridas no suelen tardar. Por lo general, digo.
De repente me siento muy mojada. Y helada. Correrse te pone perdida. He tumbado un vaso de aguacates vertiendo toda el agua sobre mi cabeza y mi pecho.
Miro el camisón. Ha quedado traslúcido por el agua.
Los pezones marrones rojizo transparentan y sobresalen porque tienen frío. Si hoy hubiese un concurso de camisetas mojadas lo ganaría yo.
Por lo pronto sigo adelante con mi plan. Vuelvo a apretar el dedo corazón con firmeza en la trompa perlada a la vez que realizo con él pequeños movimientos circulares. Eso vuelve a ponerme cachonda y me va calentando desde abajo. Pero la cachondez que cunde en la pelvis no puede con el frío del agua. Ni siquiera eso funciona. Ni siquiera consigo esconderme debajo del catre de mi propia habitación de hospital y masturbarme con calma y paz. Suele ser mi ejercicio más sencillo.
Lo siento, Helen.
Trato de ponerme de pie haciendo palanca en la cama. Cuando ya he sacado el culo del charco llaman a la puerta. Como siempre, se abre simultáneamente a los golpes. Aquí nadie espera el «adelante».
Estoy segura de que cogen el picaporte con la mano derecha y llaman con la izquierda. Abren la puerta al tiempo que golpean.
Así siempre me pillan en la cama con la mano en el chocho. En algún momento he dejado de retirarla instantáneamente porque eso llama aún más la atención que dejarla donde estaba.
En los hospitales no hay secretos. Por tanto renuncio a los míos. De lo contrario, tendría que odiar demasiado a esos intrusos.
Veo unos pies y el palo de una fregona con un mocho ancho en su punta. Es la mujer de la limpieza que recorre la unidad.