4

Crío aguacates. Es, junto con follar, mi única afición. De niña, los aguacates eran la fruta u hortaliza (o lo que sea) que más me gustaba comer. Partidos por la mitad y con un buen chorro de mayonesa en el hueco. Encima hay que echarle mucho pimentón picante. Después de las comidas jugaba con ese hueso grande que tienen. Mi madre solía decir que los niños no necesitaban juguetes, que tenían bastante con un tomate mohoso o un hueso de aguacate.

Al comienzo el hueso está todo pringoso y resbaladizo por el aceite vegetal. Lo froto en el dorso de la mano y a lo largo de los brazos. Así restriego el pringue por todas partes. Luego el hueso tiene que secarse.

Si se hace sobre la calefacción tarda tres o cuatro días. Cuando el líquido se ha evaporado me paso el hueso, terso y de color chocolate, por los labios (los del rostro), que también tienen que estar secos. Es una sensación tan suave que me abandono a ella durante minutos, con los ojos cerrados. Lo mismo hacía antes en el gimnasio con el forro de cuero blando y seboso del potro. Lo recorría con el morro seco hasta que alguien me interrumpía («¿Qué haces, Helen? Deja eso») o hasta que los demás niños se reían de mí. Entonces te reservas esos placeres para los pocos momentos en que puedes estar en el gimnasio sin que nadie te moleste. La sensación de suavidad es parecida a la de mis medias lunas recién afeitadas.

La piel color chocolate del hueso hay que quitarla. Para eso clavo la uña del pulgar entre la piel y el hueso, entonces la membrana se va cayendo a pedazos. Pero cuidado con que se incruste algún trocito bajo la uña.

Eso duele muchísimo e incluso ayudándote con una aguja o una pinza es difícil volver a sacarlo. Manosear bajo las uñas con un instrumento afilado duele aún más que clavarse la piel del hueso. Además, deja unas manchas de sangre muy feas debajo de la placa ungular, unas manchas que de rojas se transforman en pardas. Se necesita una buena dosis de paciencia hasta que van desapareciendo conforme crece la masa córnea. La uña se parece entonces a la capa de hielo de un lago en la que está apresada una rama bellamente moldeada. Cuando la piel se ha desprendido por completo del hueso, sale a relucir la verdadera hermosura cromática de éste: un amarillo claro o incluso un rosa delicado.

Después le pego un fuerte martillazo. Fuerte pero sin destrozar el hueso. Luego lo dejo unas horas en el congelador para hacerle creer que es invierno. Cuando ya ha tenido una buena dosis de hibernación, lo pongo en un vaso de agua, no sin meterle antes tres palillos que lo mantengan a la altura perfecta y como flotando.

El hueso de un aguacate se parece a la forma del huevo. Tiene un extremo grueso y otro puntiagudo. El extremo grueso debe asomar del agua. O sea, una tercera parte está al aire y el resto está sumergido. El hueso ha de permanecer así durante varios meses.

En el agua va formando una capa no sólo mucosa sino también mohosa que me atrae muchísimo. Durante ese periodo lo saco a veces del agua y me lo introduzco. Le llamo mi dildo biológico. Naturalmente, en mi calidad de huésped del hueso sólo utilizo aguacates biológicos para que después no me salgan árboles intoxicados.

Antes de metérmelo es absolutamente necesario eliminar los palillos. Una vez terminada la sesión, mi bien entrenado esfínter vaginal lo hace salir disparado. Luego se vuelve a poner en el agua, siempre apalillado, y a esperar.

Al cabo de unos meses se puede apreciar en el extremo grueso una rajita que se va abriendo hasta convertirse en una hendidura profunda a todo lo largo del hueso. Parece estar a punto de quebrarse, pero de repente se observa cómo, desde su fondo, brota una raíz blanca y recia. Poco a poco va formando volutas en el vaso, porque la abertura del hueso le queda estrecha. Cuando ya ha alcanzado una longitud considerable, se aprecia, pegando el ojo a la parte superior de la hendidura, un diminuto brote verde que crece hacia arriba. Ha llegado el momento de plantar el hueso en un tiesto relleno de tierra para semillas. Y al poco tiempo se verá salir un auténtico tronco, con cantidad de hojas grandes y verdes.

Es lo más que puedo acercarme a un parto. He cuidado mi huesito durante meses, lo he tenido dentro de mí y lo he vuelto a sacar empujando. Cuido perfectamente todos mis árboles de aguacate que nacen de esta manera.

Quiero de verdad tener un hijo desde que empecé a razonar. Sin embargo, en nuestra familia hay un patrón recurrente. Mi bisabuela, mi abuela, mi mamá y yo, todas somos primogénitas. Todas somos chicas. Todas estamos mal de la cabeza, somos neurasténicas e infelices. Yo he roto este círculo vicioso. Este año cumplí dieciocho y llevaba mucho tiempo ahorrando para esta ocasión. Un día después de mi cumple, en cuanto pude hacerlo sin el permiso de los padres, me hice esterilizar. Desde entonces esa frase tantas veces repetida por mamá ha dejado de ser una amenaza: «¿Qué apuestas a que tu primer hijo será niña?». Ahora ya sólo puedo tener árboles de aguacate. Con cada árbol hay que esperar veinticinco años hasta que le salgan frutos. Aproximadamente el tiempo que hoy en día tiene que esperar una madre para ser abuela.

Mientras tumbada en esta cama iba pensando en mi familia de aguacates, el dolor ha desaparecido. Se nota exactamente cuándo viene; en cambio, no se nota cuándo se va, es algo que no llama la atención. Pero ahora constato que ha desaparecido completamente. Adoro los analgésicos y me imagino cómo sería si hubiera nacido en otros tiempos, cuando aún no existían analgésicos tan buenos. Mi cabeza está libre de dolor y tiene espacio para todo lo demás. Respiro hondo varias veces seguidas y me quedo dormida, exhausta. Cuando abro los ojos veo a mamá inclinada sobre mí.

—¿Qué haces?

—Te tapo. Estabas totalmente descubierta.

—Deja esa manta, pesa demasiado para la herida de mi culo. Duele. Qué importa el aspecto. ¿Acaso crees que los de aquí no han visto eso ya mil veces?

—Pues quédate como estás, por Dios.

Entonces me acuerdo.

—¿Me puedes hacer el favor de descolgar el crucifijo que hay encima de la puerta? Me molesta.

—No, no puedo, Helen. Déjate de pamplinas.

—Pues si no me ayudas tendré que levantarme y hacerlo yo.

Saco una pierna de la cama, hago un amago de levantarme y gimo de dolor.

—Vale, vale, ya lo hago yo. Quédate acostada.

Ha funcionado.

Tiene que coger la única silla que hay en la habitación para alcanzar el crucifijo. Mientras se sube, me hace preguntas en un tono excesivamente amable y relajado.

—¿Desde cuándo estás con esas cosas?

¿A qué se refiere? Ah, ya. Las almorranas.

—Desde siempre.

—Pero cuando yo te bañaba no las tenías.

—Entonces me debieron salir justo cuando era demasiado mayor para que tú me bañaras.

Baja de la silla y tiene la cruz en la mano. Me mira con mirada interrogante.

—Ponlo en el cajón.

Le señalo la mesilla.

—Sabes, mamá, las almorranas son hereditarias. La pregunta es quién me las ha dejado en herencia.

Vuelve a cerrar el cajón con bastante fuerza.

—Pues tu padre. ¿Cómo ha ido la operación?

En clase de Pedagogía nos enseñaron una vez que los padres divorciados a menudo tratan de poner a los hijos de su parte. Entonces uno habla mal del otro cuando los hijos están presentes.

Lo que olvida cada uno de esos progenitores despotricadores es que de esa manera siempre ofenden a una de las dos mitades de su hijo. Siempre que se pueda decir que un hijo es mitad madre y mitad padre.

Los hijos cuyas madres insisten en dejar mal al padre, en algún momento acaban vengándose de ellas. Todo vuelve como un bumerán.

Nuestra profesora de Pedagogía tiene razón.

—No lo sé. Me pusieron anestesia general. Dicen que todo ha ido bien. Duele. ¿Has traído mis huesos?

—Sí, están ahí.

Señala la repisa de la ventana, y allí, al lado mismo de la caja de los pañales, hay otra con mis queridos huesos. Muy bien. La puedo alcanzar sola.

—¿Has traído la cámara?

La saca del bolso y la deja sobre la mesilla.

—¿Para qué la necesitas aquí, en el hospital?

—Mamá, pienso que no sólo hay que documentar los momentos felices de la vida, sino también los momentos de tristeza como las operaciones, las enfermedades o la muerte.

—Con esas fotos en el álbum familiar seguramente les darás una gran alegría a tus hijos y nietos.

Sonrío con sorna. Ay si supieras, mamá.

Quisiera que se fuera rápido. Para que pueda hacerle caso a mi culo. Los únicos momentos en que quiero pasar más tiempo con ella son aquéllos en los que tengo esperanzas justificadas de poder juntarla con papá. Que hoy no viene. Pero mañana vendrá sin falta. El hospital es el lugar perfecto para las reunificaciones familiares. Será mañana. Hoy toca fotos del culo.

Se despide y antes de salir dice que me ha dejado las cosas de dormir en el armario. Gracias. ¿Y cómo llego? Es igual. Con tanto vendaje prefiero tener los bajos sin nada. El aire es bueno para la herida.

En cuanto mamá se va, llamo al timbre para que venga Robin.

A esperar. No eres la única paciente, Helen, aunque te cueste imaginarlo. Ahí viene.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Memel?

—Quisiera preguntar algo. Y no me diga que no de entrada, por favor. ¿Vale?

—Usted dirá.

—¿Podría ayudarme…? Ah, y otra cosa: ¿sería posible que dejáramos de hablarnos de «usted»? El «usted» no va con lo que voy a pedirle.

—Claro. Con mucho gusto.

—Tú eres Robin y yo soy Helen. Bien. ¿Puedes ayudarme a sacar fotos de mi culo y mi herida? Quiero saber absolutamente qué aspecto tienen en estos momentos.

—Ya. Déjame pensar un instante si las normas me lo permiten.

—¡Por favor! Si no, me vuelvo loca. No tengo otra forma de saber cómo he quedado. Ya sabes que Notz no sabe explicarlo. Al fin y al cabo se trata de mi culo. Porfa. Con palpar no saco nada en claro. Necesito verlo.

—Comprendo. Es curioso. Los pacientes nunca quieren saber cómo han quedado. Vale. ¿Qué hago?

Selecciono la opción «fotografiar platos de comida» en el menú de la cámara. Primero sin flash. Suele quedar más bonito. Empiezo a quitar el parche y el tapón. Tardo más de lo que pensaba, menuda cantidad de gasa me han embutido en el culo. Me vuelvo cuidadosamente al otro lado, con la cara hacia la ventana, y separo las nalgas con ambas manos.

—Ahora acércate todo lo que puedas y sácame una foto de la herida, Robin. No muevas la cámara, es sin flash.

Oigo un solo clic y me enseña la foto para que le dé el visto bueno. No se ve prácticamente nada. Robin no tiene el pulso firme. Debe de tener otros talentos. Por tanto, hay que hacerlo con flash. Nuevo intento.

—Haz varias fotos cambiando de enfoque. Desde muy cerca y desde lejos.

Clic, clic, clic, clic. No para.

—Está bien, gracias.

Me devuelve la máquina con cuidado y dice:

—Llevo mucho tiempo trabajando en la unidad de Proctología y nunca había podido ver la herida que aquí tienen todos. Te lo agradezco.

—Yo te lo agradezco a ti. ¿Puedo ver ahora mi ano con calma? ¿Y volverías a hacerme el favor si te lo pidiera?

—Claro que sí.

—Eres un tío muy majo, Robin.

—Y tú aún más.

Sale sonriendo. Vuelvo a meterme el tapón de gasa.