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Me despierto en la sala de recuperación. Tras la anestesia general uno siempre se comporta de forma un tanto agilipollada. Creo que es para ahorrarles esa visión a los parientes por lo que se inventó ese tipo de sala.

Me despierta mi propio balbuceo. ¿Qué he dicho? No lo sé. Me tiembla todo el cuerpo. Mi cerebro empieza a carburar lentamente. ¿Qué hago yo aquí? ¿Me ha pasado algo? Intento sonreír para disimular mi impotencia aunque no hay nadie más en la sala. Con la sonrisa se me han rajado las comisuras de los labios porque los tenía muy secos. ¡Mi ano! Por eso estoy aquí. El ano también se me había rajado. Mi mano viaja hasta allí y lo primero que palpa es un gran parche de gasa que cubre ambas nalgas y debajo del cual hay un bulto grueso. Pobre de mí. Espero que ese bulto no forme parte de mi cuerpo. Espero que me desaparezca cuando me quiten el parche.

Llevo puesto uno de esos ridículos camisones que recuerdan la ropa baggy y que le encantan al personal hospitalario. Tiene mangas y, vista por delante, pareces un ángel de Navidad; pero por detrás no hay tela, sólo dos tiritas que se atan en la nuca. ¿Para qué sirve ese atuendo? Es cierto que cuando estás tumbada te lo pueden poner sin tener que levantarte, pero yo durante la operación estaría boca abajo para ofrecer el culo en bandeja. ¿Quiere eso decir que estuve en cueros durante toda la intervención? Pues me parece muy mal. Esos médicos seguro que hacen comentarios sobre el cuerpo que tiene una. Y tú, durante la anestesia, esos comentarios los memorizas en el inconsciente y algún día enloqueces sin que nadie sepa por qué.

Conozco esa sensación de airecillo en la parte de atrás. La tenía también en mi habitual pesadilla de la infancia. Lo típico: me encuentro en la parada esperando el autobús escolar y noto que no llevo bragas debajo de la falda. La verdad es que a menudo se me olvidaba quitarme el pantalón del pijama antes de enfundarme el vaquero. En casa no te das cuenta, pero en público prefieres morir a que te descubran con el culo al aire bajo la falda. Justamente en la época en que a los chicos les gustaba jugar con nosotras a eso de «a olla que hierve la tapa le sobra».

Entra Robin. Habla con delicadeza, dice que todo ha ido bien. Me conduce con mi cama descomunal por los pasillos y va dando puñetazos a esos timbres de concurso para que se abran las puertas. Ay, Robin. El efecto de la anestesia me produce una sensación flotante. Aprovecho el tiempo para saber todo sobre mi ano. Es una sensación extraña que Robin sepa más que yo al respecto. Tiene una de esas carpetas con pinza donde está toda la información sobre mi persona y mi ano. Estoy muy charlatana y se me ocurren muchos chistes de operaciones anales. Robin dice que estoy tan relajada y alegre porque la anestesia todavía no ha bajado del todo. Aparca la cama en mi habitación y dice que podría estar conversando conmigo una eternidad pero que tiene otros pacientes a los que debe atender. Lástima.

—Si necesita un analgésico sólo tiene que tocar el timbre.

—¿Dónde están mi falda y mis bragas?

Se acerca al pie de la cama y levanta la manta. Ahí está la falda, pulcramente doblada, y encima, las bragas.

Ésa es la situación a la que mamá le tiene pánico. Las bragas están dobladas de tal manera que la entrepierna queda para arriba. Al derecho, claro está, y no al revés; sin embargo, puedo ver, traslúcida aunque discreta, la mancha seca que ha dejado mi vagina. Mamá considera que lo más importante para una mujer ingresada en el hospital es llevar la ropa íntima absolutamente limpia. Su principal argumento para la excesiva limpieza de la ropa es que, si a una la atropellan y la llevan al hospital, allí la desnudan. Completamente. Por Dios. Y si luego ven que el coño ha dejado su normal rastro de mucosidad, entonces… ¿Entonces qué?

Creo que mamá se imagina que los del hospital luego van y le cuentan a todo el mundo que la señora Memel es una guarra del copón. Limpia por fuera, supersucia por abajo.

Antes de morir en el lugar del accidente, el último pensamiento de mamá sería: ¿cuántas horas llevo con estas bragas? ¿Ya tendrán huellas?

Lo primero que médicos y enfermeros hacen con la víctima sangrienta de un siniestro, aun antes de proceder a la reanimación, es echar un vistazo a sus bragas empapadas en sangre para saber qué clase de mujer tienen delante.

Robin me señala un cable en la pared a mi espalda que está provisto de un botón de timbre. Lo pone junto a mi cara sobre la almohada y sale de la habitación. Seguro que no lo necesitaré.

Recorro la habitación con la mirada. Todas las paredes están pintadas de verde claro, tan claro que casi no se nota. Parece que es para tranquilizar. O para dar esperanzas.

A la izquierda de mi cama hay un pequeño armario ropero empotrado en la pared. Aún no tengo nada para meter dentro, pero no tardarán en traerme cosas. A continuación, doblando una esquina, seguramente se llega al cuarto de baño, o digamos cuarto de la ducha.

Al lado mismo de la cama hay una mesilla metálica con cajón y ruedas. Es un mueble intencionadamente alto para que se pueda alcanzar bien desde las camas, también altas.

A mi derecha está el ancho ventanal, con visillos blancos y transparentes dotados de una cinta de plomo en la parte de abajo para que cuelguen bien rectos. Tienen que dar siempre una imagen de orden. Como el hormigón. Con la ventana abierta no deben moverse al viento bajo ningún concepto. Delante de la ventana está la caja con mis pañales, a su lado hay un cartón con cien guantes de plástico. Lo dice el rótulo. Seguramente ya son menos.

De la pared de enfrente cuelga un póster enmarcado sobre el que se aprecian las diminutas garras metálicas que sujetan el cristal. La fotografía muestra una arboleda y, en la parte de arriba, una inscripción en grandes letras amarillas que dice: Ve con Dios. ¿De paseo o qué?

Sobre la puerta cuelga un pequeño crucifijo. Alguien le ha colocado una ramita detrás. ¿Por qué hacen eso? Además, siempre es la misma planta, la de esas hojitas dobladas hacia arriba, de color verde oscuro y brillo falso. La ramita siempre parece de plástico pero es natural. Creo que proviene de un seto.

¿Por qué ponen un trozo de seto detrás del crucifijo? Quiero que el póster y el crucifijo desaparezcan. Obligaré a mamá a descolgarlos. Espero con alegría la discusión. Mamá es católica y creyente. Un momento. Se me ha olvidado algo. Allí arriba está colgado un televisor. Aún no había mirado hacia esa parte de la habitación. Se encuentra insertado en un soporte metálico y está muy inclinado hacia abajo. Como si fuera a caerme encima en cualquier instante. Le voy a pedir a Robin que trate de moverlo, sólo para estar segura de que no se caerá. Si tengo televisor, también debo de tener mando a distancia para que no lo tengan que encender y apagar cada vez. ¿Estará en el cajón? Lo abro y siento mi culo. Cuidado, Helen. No hagas tonterías.

El mando se encuentra en uno de los compartimentos de plástico del cajón. Todo controlado, pues. Sólo que la anestesia empieza a bajar. ¿Tendré que llamar ya al timbre para que me traigan un analgésico?

Quizá el dolor no sea tan fuerte. Exacto, voy a esperar un poco para ver qué sensación me produce. Trato de pensar en otras cosas. En el unicornio, por ejemplo. Pero no funciona. Ya estoy apretando los dientes con más fuerza, todos los pensamientos están enfocados en mi ano herido y se me agarrota todo el cuerpo. Particularmente los hombros. Enseguida se va el buen humor. Robin tenía razón. Pero no quiero pasar por llorica después de lo bocazas que he sido hace un rato con Robin, a ver si puedo aguantar todavía un poco. Cierro los ojos. Tengo una mano delicadamente puesta sobre el ano parcheado de gasa, la otra sobre el botón del timbre. Estoy tumbada sin hacer nada y el dolor palpita. A medida que la anestesia va cediendo, empiezan a recorrer la herida oleadas de ardor. Los músculos se tensan. Las treguas entre las oleadas son cada vez más cortas.

Llamo al timbre y espero. Pasa una eternidad. Me entra el pánico. El dolor se agrava y siento desgarros, punzadas de cuchillo en el esfínter. Seguro que me lo dilataron a más no poder. Claro. ¿Cómo iban a entrar si no? ¿Por arriba? ¡Ay Dios! Manos de machos adultos manoseándome el recto con bisturís, hierros separadores e hilos de sutura. El dolor no está alojado en el centro de la herida sino que la rodea en círculos concéntricos. Un esfínter desvencijado.

Por fin llega.

—¿Robin?

—¿Sí?

—Durante la operación, ¿te dilatan el ano hasta el punto de poder meter varias manos a la vez?

—Sí, por desgracia. Es lo que te va a causar el dolor más grande en cuanto la anestesia pierda efecto.

Hmmm. Te va a causar… Si ya necesito analgésicos ahora. Me da pánico imaginarme que tardarán en actuar. He cometido el error de siempre: aguantar el dolor demasiado tiempo. Ahora tendré que esperar muchísimo hasta que esa sensación mierdosa en el ano desaparezca. Quiero aprender a confesar el dolor y ser una paciente que prefiera llamar al timbre para pedir un analgésico antes que soportar, como ahora, estos minutos hasta que me haga efecto. Aquí no dan condecoraciones para soldados del dolor, Helen. Mi ano está álgidamente dilatado, da la sensación de tener el tamaño del culo entero. Jamás volverá a contraerse al estado normal. Creo que me han hecho daño aposta.

Resulta que no es la primera vez que estoy aquí. Hace unos años logré representar en este escenario la mayor hazaña histriónica de mi vida. Me estaban suspendiendo en Francés y al día siguiente teníamos examen. No había estudiado y llevaba tiempo sin ir a clase. Ya en la evaluación anterior había fingido que estaba enferma y así me escaqueé del examen. Simulé un dolor de cabeza ante mamá para que me escribiera un justificante. Pero esta vez necesitaba algo más convincente. Sólo quería ganar tiempo para estudiar.

Si la ausencia es justificada, se puede repetir la prueba.

Así que por la mañana voy y le digo a mamá que me duele la barriga en la parte inferior izquierda. Y que me duele cada vez más. Mamá se asusta de verdad porque sabe que un dolor en esa zona puede ser síntoma de apendicitis. Aunque el apéndice está a la derecha. Yo también lo sé. Y comienzo a retorcerme. Ella enseguida me lleva al pediatra. Sigo yendo a su consulta, por cierto. Está más cerca. El hombre me acuesta sobre el catre y empieza a apretarme en la barriga. Aprieta a la izquierda, y yo grito y gimo. Aprieta a la derecha, y yo ni mu.

—No cabe duda. Apendicitis avanzada. Tiene que llevar a su hija al hospital inmediatamente, no pierda tiempo pasando por casa para recoger el pijama ni nada, ya se lo llevará después. La criatura tiene que ir al hospital. Si la cosa revienta, el cuerpo entero queda infectado y hay que hacer un lavado de sangre.

¿Qué criatura?, pensé.

Derechita al hospital. A éste. Una vez aquí, monto el mismo numerito. Izquierda, derecha, respondo correctamente. Como si fuera un juego de apretones. Operación de emergencia, pues. Me abren en canal y se encuentran con un apéndice que no está hinchado ni inflamado. Sin embargo, lo sacan. Porque no se necesita. Si lo dejan dentro y vuelven a coser el pellejo, a lo mejor vuelves al poco tiempo con una inflamación de verdad. Doble cabreo. Pero no me lo dijeron. Se lo dijeron a mi madre.

Cuando más tarde volvió a pillarme mintiendo en no sé qué ocasión, dijo:

—A ti no se te puede creer nada. Me mentiste a mí y a todos los médicos para escaquearte de un examen de francés. Te sacaron el apéndice sano.

—¿Cómo lo sabes?

—Las madres lo sabemos todo. Los médicos me lo dijeron en el pasillo. Nunca habían visto algo así. Ahora sé cuánto eres capaz de mentir.

Y yo ahora sé que me lo sacaron. Antes de hablar con mi madre, siempre pensaba que los médicos debieron de darse cuenta de que no estaba inflamado y decidieron dejarlo dentro. Por eso durante mucho tiempo tuve miedo a una apendicitis de verdad, porque ¿cómo explicarlo cuando se supone que ya se tuvo una? O sea que desapendiciada. Bueno es saberlo. Muchas horas de preocupación en vano. Después de operada, experimentas durante largo tiempo un dolor infernal al reírte, caminar, estar de pie o hacer lo que sea, porque tienes la sensación de que se va a abrir la sutura. Yo me mantenía encogida, ovillada, igual que ahora por lo del culo. ¿Es posible que los médicos se hayan quedado con mi nombre? ¿Sería por entonces algo sensacional que una adolescente asumiera el dolor de una intervención quirúrgica para tomarle el pelo a su profesora? ¿Me han hecho especialmente daño en esta operación («huy, que se me fue el bisturí») para vengarse de aquella tomadura de pelo? ¿Tengo manía persecutoria por el dolor? ¿O por los medicamentos? ¿Qué pasa aquí? Me duele muchísimo. Robin. Tráeme pastillas.

Ahí viene. Me da dos cápsulas y me explica no sé qué. No puedo escucharlo, estoy demasiado crispada por las oleadas de dolor. Me tomo las dos a la vez. Que actúen rápido. Para calmarme pongo la mano sobre el monte de Venus. De niña siempre lo hacía así. Sólo que entonces aún no sabía que se llamaba monte de Venus.

Para mí es el lugar más importante de todo el cuerpo. ¡Ese calorcito! Además, está perfectamente ubicado a la altura de las manos. Es mi centro. Deslizo la mano entre las bragas y empiezo a acariciarme. Es como mejor concilio el sueño.

Me acurruco como una ardilla alrededor de mi monte de Venus y antes de dormirme aún pienso que tengo una longaniza de mierda colgada del culo. Es exactamente la sensación que me produce ese tapón de gasa. Sueño que estoy caminando por un campo inmenso. Un campo de nabos. A lo lejos veo a un hombre. Un nordic walker. Un caminante nórdico. Esos tíos con bastones. Pienso: Mira, Helen, un hombre con cuatro patas.

Se va acercando y veo que una polla enorme le bambolea de sus leggings elásticos y aerodinámicos. Y pienso: No, es un hombre con cinco patas.

Pasa de largo y le sigo con la mirada. Para mi gran alegría descubro que lleva el pantalón bajado por detrás y que un churro largo, más largo que su polla, le cuelga del culo. Pienso: Seis patas, guau. Me despierto y siento sed y dolor. Mi mano montevenusiana se pasea hacia el trasero para palpar la herida. Quiero ver lo que me han hecho. ¿Pero cómo lo hago? Llego a ver mi chochito si me tuerzo bastante, pero el ano está fuera del alcance de mi mirada. ¿Con el espejo? No. ¡Con la máquina de fotos! Mamá me la tiene que traer.

¿No quería ella estar aquí cuando me despertara? Buzón del móvil.

—Soy yo. Cuando vengas tráeme la cámara porfa. ¿Y podrías quitarles el agua a mis huesos que están en mi habitación y envolverlos en papel? Pero con cuidado, para que no se rompan las raíces. Y trae también los vasos vacíos. Pero que no te los vean, porque aquí sólo admiten flores cortadas, ¿vale? Gracias. Hasta ahora. Ah, y otra cosa: ¿puedes traer también una treintena de palillos? Gracias.