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Abro los ojos y veo a una mujer con ropa de enfermera pero de un color totalmente distinto al que llevan las otras enfermeras del hospital. Todas visten de azul claro, mientras que ésta va de verde apagado. Se habrá confundido de programa de lavado.

—Buenas noches. Disculpe que la moleste a estas horas. Hoy la ronda ha durado más que otras veces. Soy un ángel verde.

¿Qué? ¿Cómo? Está visto que la tía se ha escapado de la unidad psiquiátrica. Me la quedo mirando. Pienso que está loca y la dejo que se lo crea. Me duele mucho el culo. Cada vez más. Sería lo único que podría decirle. Una conversación fabulosa: «Soy un ángel verde». «No me diga. Y a mí me duele el culo».

Sigo observándola con los ojos entreabiertos de abuela cansada. Me parece que habla muy despacio y le añade un eco a cada palabra.

—Quiere decir que soy una voluntaria cuya misión es facilitarles la vida a las personas ingresadas en el hospital. Los ángeles verdes… —¡conque no hay uno sino varios!— hacemos recados para los pacientes, les recargamos la tarjeta del teléfono móvil, llevamos el correo al buzón y cosas así.

Muy bien.

—¿Puede darme un analgésico?

—No, no estamos autorizadas. No somos enfermeras. Sólo lo parecemos —dice, y respira una vez por la nariz en un amago de risa.

—Haga el favor de salir. Lo siento, tengo dolor y estoy esperando al enfermero y los medicamentos. Por lo general soy más simpática. La llamo si necesito algo.

Al salir pregunta:

—¿Y adónde quiere llamar?

Desaparece. Silencio.

No voy a aguantar mucho más. Respiro hondo expulsando el aire ruidosamente. Mi mano viaja hasta el monte de Venus, arrimo las rodillas al pecho. Aunque la posición me duele, permanezco así. Échale cara al dolor, Helen. Pongo la otra mano sobre el cráter del culo atirantado. Qué mal se está aquí. Qué soledad y qué angustiante dolor. Pienso que en Alemania ningún paciente hospitalizado habría de sentir dolor, pienso que tienen medicamentos estupendos para cualquiera. Llamo a mi timbre de emergencia. Peter entra corriendo. Se disculpa por haber tardado tanto. Dice que no ha podido localizar al doctor, pero ha descubierto que el turno de día ha cometido un error. Tendrían que haberme puesto un autodosificador electrónico para analgésicos, un aparato que el anestesista le conecta al paciente para que éste determine, con un clic del dedo, la dosis que entra en la cánula del brazo. Se les ha olvidado. ¡Olvidado! Estoy a merced de personas que piensan en las musarañas. Olvidado. ¿Y ahora qué?

—Te daremos pastillas fuertes durante la noche siempre que las pidas. Toma, la primera.

A la boca y para abajo con el culo de cerveza que quedaba. Peter recoge el cartón con la pizza. Seguramente se le ha olvidado que también le incumben los residuos especiales. El hospital del olvido. Olvidados mis analgésicos, olvidado mi gulash. A ver de qué más se olvidan. La pizza de setas a medio comer está encima y lo cubre todo. Mi gulash irá a parar a la basura normal. Me parece bien. No digo nada. Recoge también las botellas de cerveza, lo hace con cuidado para que no entrechoquen. Muy delicado, este Peter.

El dolor hace que los músculos de los hombros se contraigan hasta las orejas y estén tirantes como una cinta de goma. Ahora, después de la pastilla, se van relajando y puedo respirar mejor. Debería ir a mear, por la cerveza, pero no consigo levantarme. Qué le voy a hacer. Me quedo dormida.

Cuando me despierto todavía está oscuro. No tengo reloj. Sí, en la cámara de fotos hay uno. La enciendo y hago una foto de la habitación. Son las 2.46. Lástima, esperaba que la pastilla me hiciera dormir toda la noche. ¿Peter me ha dejado más pastillas?

Enciendo la luz. Es terriblemente luminosa y cruda. Me mareo. Seguramente los analgésicos que me dan son muy fuertes. Me cuesta pensar con claridad. Mis ojos se han acostumbrado a esta luz de pesadilla. ¿Por qué he hecho esto, lo de la cámara y el reloj? Si tengo el móvil aquí. Qué rara eres a veces, Helen. Debe de ser por los medicamentos. Espero. Veo una pastilla en el vaso de plástico que hay sobre mi mesita. Para abajo. Y sin líquido. Sabe asquerosamente a química. Tardo un rato largo en acumular la saliva suficiente para un trago. Glub. Ya está. Apago la luz y trato de dormirme otra vez. Pero no puedo. Tengo la vejiga llena. Muy llena. Para variar, me molesta la vejiga y no el culo. También hay un ruido que de repente me molesta mucho. Es un runrún intenso que viene de fuera, según parece. Suena como el aire de escape del sistema de climatización del hospital. Mientras estaba dormida han dirigido el tubo justo hacia mi ventana. Me niego a ir al váter. O te duermes con la vejiga llena, Helen, o te quedas desvelada. Para no oír el runrún aplasto la almohada contra la cabeza, que así me cubre la oreja de arriba, mientras que la de abajo queda tapada por el colchón.

Pero ahora me resuena la cabeza y lo hace tan fuerte como el tubo de aire del exterior. Cierro los ojos, con fuerza, con ganas de conciliar el sueño a palos. Piensa en otra cosa, Helen. ¿Pero en qué?

Huelo algo.

Me temo que sea gas. Olfateo y vuelvo a olfatear. Sigue oliendo a gas. Un escape. Casi lo oigo. Ssssss. Para estar completamente segura y no quedar en ridículo espero otro poco. Contengo el aliento. Cuento durante unos segundos, después aspiro de nuevo, profundamente. Tengo la seguridad absoluta de que se trata de gas. Vuelvo a encender la luz. Me levanto. El movimiento me produce dolor. Pero me da igual. Más vale tener dolor de culo que saltar por los aires.

Salgo al pasillo y grito.

—Oiga, ¿hay alguien?

Mamá nos prohibió gritar «oiga». Le parece que suena como si se hablara despectivamente con una persona discapacitada.

Ahora lo hago de manera excepcional. Estoy en una situación de emergencia.

—¿Oiga?

En el pasillo oscuro hay un silencio total. Truculentos, estos hospitales de noche.

Sale una enfermera del cuarto reservado al personal técnico sanitario. Menos mal que no es un enfermero. ¿Dónde está Peter?

—¿Puede venir un momento? En mi habitación huele a gas.

La cara se le pone muy seria. Me cree. Bien.

Vamos a mi habitación y empezamos a olisquear. Ya no huelo nada. Ese fuerte olor a gas, simplemente volatilizado. Ni gas ni nada. Otra vez lo mismo.

—Vaya, pues no. Me he equivocado.

Estiro las comisuras de los labios muy para arriba tratando de que parezca una broma.

Pero lo hago fatal. No puedo comprender cómo he vuelto a ser víctima de mí misma. Por enésima vez.

La enfermera me mira llena de desprecio y sale de la habitación. Tiene razón, estas cosas no valen para hacer bromas. Aunque no ha sido una broma precisamente. La peor experiencia de gas que he tenido hasta la fecha, aparte de la auténtica, también se produjo en nuestra casa. Una noche, al dormirme, estaba segura de que olía a gas. El olor era cada vez más intenso. Sabiendo que el gas es más liviano que el aire, aunque cuesta imaginarlo, pensé que aplanada como estaba en la cama, casi a ras de suelo, estaba a buen recaudo.

Sé que pasa mucho tiempo hasta que todas las habitaciones de una casa se llenan de gas y éste empieza a calar desde el techo. Pero estaba segura de que mamá y mi hermano Toni ya estaban muertos.

Esperé mucho tiempo en la cama y casi se me cerraron los ojos (creí que era por falta de oxígeno cuando en realidad fue por cansancio) mientras meditaba qué hacer.

Si me levanto hago saltar una chispa, pensé, y entonces tengo yo la culpa si la casa vuela por los aires y me muero. Los otros ya están muertos, la explosión a ellos no les importa.

Decido deslizarme muy despacio de la cama y arrastrarme por el suelo hacia fuera.

La casa está sumida en un silencio profundo. Si salgo de aquí con vida, sólo me queda mi padre, que por suerte ya no vive en esta casa de la muerte. Es la única ventaja que se me ocurre de unos padres separados.

Tumbada en el suelo estiro la mano hacia el picaporte y abro la puerta. Tardo mucho en recorrer varios metros de pasillo, serpenteando sobre la alfombra. En cuanto estoy fuera respiro un par de veces a pleno pulmón. He sobrevivido.

Me alejo de la casa para que no me mate un ladrillo volador cuando dentro de unos segundos el edificio salte por los aires.

Ahí estaba yo, en camisón e iluminada por la única farola de la acera, mirando hacia la tumba de mi madre y mi hermano.

En la sala de estar había luz. Pude ver a mamá sentada en el sofá con un libro en la mano. Primero pensé que se había asfixiado y quedado tiesa en esa postura. Pero era muy poco probable.

Entonces pasó la hoja. Estaba viva. Así supe que una vez más había sido víctima de mí misma. Volví a entrar en casa y a meterme en la cama. Esta vez con ímpetu, para arrancar chispas.

No existe para mí ninguna posibilidad de saber si cuando huelo gas me lo estoy imaginando o no. En esos momentos simplemente huele mucho a gas. Y ocurre con bastante frecuencia.

En realidad es un olor sabroso.

El miedo cansa. Los analgésicos sin duda también. Me acuesto en mi cama de hospital y vuelvo a dormirme.