15
No quiero que me vea. La fregona traza líneas serpenteantes en el suelo. Un animal que se va acercando. Contengo el aliento. Siempre pensamos que la respiración nos delata. Pero es una memez. Por lo general respiro muy discretamente. La mujer empieza en la puerta y avanza por el lado del armario en dirección a la cama. Serpenteando. De aquí para allá y de allá para aquí. Veo cómo el mocho recoge migajas y las va arrastrando. Descubro pelos, largos y oscuros, míos sin duda, ¿de quién si no?, antes de que la bestia reptante se los coma. También caza ratones, esas hermosas estructuras de polvo que se unen a pelillos, pelusas de calcetín y otros filamentos para formar pequeños nidos. La fregona poco a poco se va acercando a la mesilla y no dejará de meterse debajo del catre, por lo que encojo las piernas aguantándome el dolor. En efecto. Muy previsora, Helen. Ahora veo el palo apoyado en la cama. La mujer ha parado. Ruido de metales entrechocando. Está abriendo el cubo cromado de la basura sobre la mesilla.
—¡Pfff…!
Ha dicho algo. ¿Qué quiere decir ese «pfff…»? Seguro que se refiere a las gasas tiradas en el cubo. Pues que no las mire con lupa. No es culpa mía.
Oigo cómo se abre el cajón de la mesilla.
No es posible. ¿Qué está haciendo?
¡Fuera las manos! Ahí no hay nada que tocar. Sólo dinero que robar.
El cajón vuelve a cerrarse. Voy a controlar si falta algo. Era un juego al que nos gustaba jugar en casa. Papá quitaba un objeto de la mesa o del armario mientras nosotros teníamos que mirar para otro lado y después adivinar qué faltaba.
Es algo que se me da muy bien. Ya verás, tía fisgona.
Miro al suelo limpio y lustroso. La mujer ha dejado las huellas de sus pies en la superficie mojada. Exactamente. Ha empezado al revés. Es increíble. Comienza en la puerta y luego vuelve a ensuciarlo todo con sus pinreles. Cuando salga, el suelo estará más cochino que antes. A lo mejor es nueva. No me costaría darle ese pequeño consejo práctico. Veo cómo sus pies se encaminan hacia la puerta, mientras arrastra tras de sí la fregona cual cola de zorro borrando todas las pisadas. Te has exaltado en vano, Helen. Un método interesante.
Cierra la puerta a sus espaldas. Yo ya he empezado a incorporarme apoyándome en el catre.
Al paso más rápido que consiente mi ano taponado, avanzo hasta los pies de la cama, le doy la vuelta y me lanzo sobre la mesilla.
Abro el cajón y miro y remiro. Compruebo que no falta nada. Es un gran alivio porque sería terrible que la mujer de la limpieza robara a los pacientes. No me hubiera quedado más remedio que denunciarla, y probablemente la hubieran echado.
¿Y por qué ha abierto el cajón entonces?
Quizás sólo quería ver lo que tiene la gente. Quizás sea una manía suya o un fetiche. También se podría llamar afición.
Eso nunca se sabe. Aunque le preguntara, sé de sobra que no me diría la verdad. La gente es así, qué pena.
Yo mis fetiches los revelaría con toda franqueza. Pero a mí nadie me pregunta. Y nadie los adivinaría.
Vuelvo a mirar detenidamente haciendo memoria de las cosas que había. Pero está todo. No falta nada de nada.
Me encaramo de nuevo al catre y llamo al timbre de emergencia. Una enfermera entra con celeridad sorprendente y le explico que acaba de pasar la mujer de la limpieza y que no ha visto una gran mancha de agua en el rincón. Miento diciendo que se me ha caído un vaso de agua. Muy creíble, Helen. A veces realmente eres la monda. ¿Cómo iba a ocurrir eso? A no ser que lo hayas tirado a propósito al rincón. Pero la enfermera no pregunta, ni siquiera se extraña (al menos no noto nada), y llama a la mujer en el pasillo para que vuelva a la habitación.
La mujer entra y abre los ojos como platos al verme inopinadamente sentada en la cama. Me he tapado el camisón húmedo y transparente con la manta.
La enfermera señala el rincón de la cama y, con voz de mando, mala leche y un lenguaje deliberadamente simple y desarticulado, le dice a la mujer lo que tiene que hacer.
La enfermera hace mutis por la puerta mágica. La mujer de la limpieza desbloquea mi cama sin preguntarme y la aparta de la ventana, con esta viajera a bordo. Es una sensación agradable, como flotar sobre una alfombra voladora, pero no dejo que se me note. Porque hay que poner cara de perro cuando te empujan con la cama como si fueras un objeto o estuvieras en coma.
Además, y a diferencia de un asiento de coche, sentada en mi cama de hospital soy muy vulnerable a las curvas y los frenazos. Cuando después de un recorrido de dos metros la mujer para el carro sin avisar, casi me caigo fuera.
Pego un grito agudo. Es lo que acostumbro a hacer siempre que me pasa algo, sea bueno o malo. Grito fuerte. Si por ejemplo doy un leve traspié, enseguida suelto un chillido. Sacarse siempre las cosas de dentro, éste es mi lema. Si no, te da cáncer. También en el catre hago oír mi voz. Ahora también estoy encamada, aunque de distinta manera.
Después de mi grito aprecio un rictus en una de las comisuras de sus labios, un surco que apunta hacia arriba y no hacia abajo. ¡Habrase visto! Placer del mal ajeno se llama eso. Me pone furiosa. El día en que esa pendeja esté ingresada en un hospital y no pueda valerse por sí misma, le haré exactamente esto: la pasearé con su cama al estilo Aladino y cuando grite contraeré las comisuras hacia arriba para que lo vea claramente. Lo juro. Impresionas, Helen.
Mientras estaba entregada a mis fantasías de venganza miliunanochescas, la mujer se ha puesto manos a la obra con el charco. Despliega una gran agilidad fregonera. Hace repetidamente el ocho yacente, símbolo de la infinidad que aprendimos en el instituto, hasta que el agua queda absorbida.
Entonces me acuerdo de algo. Los pulmones o el corazón o lo que sea me da tal vuelco que me mareo. Mi mirada sube por el radiador de la calefacción y allí lo veo. Mi pelota de gasa empapada en sangre. Ay, no. Se me ha olvidado. La mujer todavía no la ha visto. Seguro que la tapa superior del radiador empotrado no forma parte de sus principales áreas de limpieza. Si tengo suerte sólo limpiará el rincón, sin levantar la mirada de la fregona. Así trato de tranquilizarme. Estoy deseando que no lo vea. Es curioso lo que a veces me da muchísimo corte y lo que no. Si ya ha soltado un «pfff…» al echar un vistazo al cubo de la basura, ¿qué hará si descubre la pelota de sangre? No, por favor.
Le digo que muchas gracias y le pido que me empuje de vuelta junto a la ventana, aunque todavía no ha terminado de limpiar. Quiero que me lleve como una paciente en silla de ruedas al lugar habitual y que se largue.
Apoya la fregona en la pared y agarra con sus fuertes manos la barra transversal de la cama. Y, ¡zas!, le da tal empujón que pega contra la repisa y se me escapa otro grito.
Todo el cabreo por tener que irles detrás a los sucios pacientes descargado en un solo movimiento.
Coge su herramienta de trabajo y sale, pero antes de cerrar la puerta tras de sí dice:
—Qué raro. Si usted ha tirado el vaso, ¿por qué está ahí lleno de agua?
El corazón me da otro vuelco.
Miro hacia la mesilla y veo mi vaso, lleno hasta el borde. Soy muy mala artífice de hechos falsos.
Tengo la sensación de que han pasado horas desde que he tenido la idea de masturbarme en el rincón. Horas fatigantes, sin la relajante cachondez que me había imaginado.
Tiro la pelota sangrienta al cubo de la basura.
No estés decepcionada, Helen. La próxima paja será mejor. Te lo prometo.
Paseo la mirada por la habitación para ver si se me ha olvidado algo más que no quiero revelar a mis congéneres.
No, todo está como estaba y debe estar.
Ya sólo tengo que quitarme el camisón mojado. ¿Me lo quito primero y después llamo al timbre o al revés? No serías Helen si primero llamaras al timbre.
Me descamiso, pues, y me tapo los pechos con la manta. Una sensación muy agradable. La manta tiesa tocando el cutis pectoral. ¿Habrán pasado la funda por la máquina planchadora a vapor? ¿Se llama así? Es lo que pone en los letreros de las lavanderías que leo de paso. Esa sensación de frescor la conozco de casa. La ropa de cama tiene que estar perfecta, dice mamá. Así la puedo manchar mejor.
Ahora llamo al timbre.
Por favor, que venga Robin.
A veces tengo suerte. Efectivamente, entra él.
—¿Qué ocurre, Helen?
—¿Me puedes traer un camisón limpio?
Le alargo la cosa húmeda y arrebujada, tratando de que la manta se deslice lo suficiente como para que pueda verme los pezones por un momento.
—Claro que sí. ¿Qué ha pasado? ¿Otra hemorragia o algo parecido?
Se preocupa por mí. Es sorprendente después de todo lo que le he dicho y enseñado. No estoy acostumbrada a eso.
—No, no. No ha sido una hemorragia. Te lo hubiera dicho enseguida. He intentado masturbarme debajo del catre y me he tirado un vaso de agua encima. Todo ha quedado hecho una sopa.
Suelta una carcajada y sacude la cabeza.
—Muy gracioso, Helen. Ya veo. No quieres decirme lo que ha pasado. Pero yo te busco uno limpio. Hasta ahora.
El breve lapso de tiempo en que Robin está buscando otro vestido de ángel en algún armario se me hace tan largo que me invade el aburrimiento y la soledad. ¿Qué hacer? Aprieto con la mano el pedal del cubo de la basura colocado sobre la mesilla y meto la otra mano. El tampón autofabricado ya no está rojo de sangre fresca sino marrón de sangre vieja. Abro el tupper situado al otro lado de la cama e incorporo la pelota de papel de váter a los artículos de higiene limpios. Espero que allí mis bacterias se multipliquen y se propaguen, repartiéndose con su invisibilidad bacteriana sobre las gasas y los algodones. El tupper al sol está sudando la gota gorda. Es el clima de incubadora perfecto para mis fines. Pero más tarde no podré olvidarme de retirar la pelota. Cuando me den el alta, a otro paciente anal le tocará continuar mi experimento, demostrándole al mundo que no pasa nada si se usan gasas contaminadas de otras personas para detener las hemorragias en heridas abiertas. Me encargaré de supervisarlo disfrazada de ángel verde, llamando cada día a la puerta y abriéndola al mismo tiempo para pillar al paciente anal haciéndose una paja. Es así como se va conociendo a la gente.
Entra Robin.
Me alcanza el camisón con una sonrisa. Dejo caer la manta en el regazo fingiendo que no me importa que me vea completamente desnuda por arriba. Inicio una conversación, aunque más bien para relajarme. Me enfundo las mangas del camisón y le pido que me lo ate por detrás. Anuda un lacito en la nuca y dice que tiene que seguir trabajando. Pero añade: por desgracia.
Hace rato que se ha ido cuando vuelven a llamar a la puerta. Seguro que se ha dejado algo. O quiere decirme una cosa. Adelante.
No. Es mi padre. Una visita sorpresa. Así nunca lograré hacerlos coincidir en la misma habitación. Me refiero a mis padres, que vienen y van cuando les da la gana, sin hacer caso a la coordinadora de visitas. Mi padre sostiene una cosa extraña en la mano.
—Buenos días, hija. ¿Cómo estás?
—Buenos días, papá. ¿Ya has evacuado?
—Impertinente —dice, y se ríe. Creo que puede imaginarse por qué se lo pregunto.
Estiro la mano como suelo hacer cuando se supone que papá me va a dar algo. Me pone el regalo en la palma. Un objeto raro con envoltorio transparente.
—¿Un globo? ¿Un globo gris? Gracias, papá. Así me pondré bien enseguida.
—Ábrelo. Siempre te precipitas, hija.
Parece un cojín cervical desinflado, aunque no en forma de herradura sino redondo como un flotador y para personas muy flacas.
—¿No lo adivinas? Es un cojín para las hemorroides. Así podrás sentarte sin que te duela. Pones la herida en el hueco del anillo de manera que queda flotando en el aire. Y si no hace contacto con nada, no puede doler.
—Ay, gracias, papá.
Por lo visto se ha tomado su tiempo para pensar en mi dolor y en cómo aliviarlo. Mi papá tiene sentimientos. También para mí. Qué bonito.
—¿Y dónde se compra eso, papá?
—En una tienda de productos sanitarios.
—¿Donde venden también plaguicidas y funguicidas?
—No, ésos son productos fitosanitarios.
Ha sido una conversación larga para lo que se estila entre nosotros.
Rompo el envoltorio y me pongo a inflar la almohadilla circular. Noto que el estar mucho tiempo tumbada y fantasear con tener sexo con el enfermero no contribuye precisamente al fortalecimiento de los pulmones. Después de cuatro soplos se me nubla la vista. Le paso el cojín a papá para que termine la faena.
Con el último soplo he dejado aposta una buena ración de saliva en la boquilla infladora que papá se mete ahora entre los labios sin limpiarla. Esto es lo que se puede llamar el estadio previo al beso de tornillo. ¿A que sí? Puedo imaginarme perfectamente tener sexo con mi padre. Antes, cuando era pequeña y mis viejos aún vivían juntos, por las mañanas trotaban en cueros del dormitorio al baño.
Mi padre siempre llevaba un vergajo a la altura del abdomen que ya entonces me tenía fascinada. Ellos pensarían que no me daba cuenta. Pero sí me daba. ¡Y cómo!
Entonces yo todavía no sabía nada de erecciones matutinas. De eso no me enteré hasta mucho después. Durante un tiempo en que ya follaba con chicos creí que sus erecciones matinales eran por mí. Me decepcioné enormemente cuando me explicaron que a los hombres se les empalmaba para impedir la salida de orín por las mañanas. Fue una desilusión de órdago.
Observo a mi padre soplando y no puedo menos de reír. Echa los bofes, con cara seria y reconcentrada, lo que me hace recordar el pasado. En las vacaciones, cuando estábamos en la playa, nos tenía que inflar a mí y a mi hermano las colchonetas y muchos animalotes de goma hasta quedar reventado. Eso era verdadero amor de padre. También era tarea suya ponerme crema en la espalda para protegerme del sol. En las partes que yo alcanzaba me la ponía yo misma. Éstas nunca se quemaron. En cambio la espalda, área de responsabilidad de mi padre, estaba siempre quemada. Cuando por las noches trataba de mirármela en el espejo, podía comprobar que papá había obrado con gran negligencia. Tenía en la piel un gran signo de interrogación blanco, todo el resto estaba rojo como un cangrejo. Por lo visto se echaba una pizca de crema en la mano, trazaba una S sobre mi espalda y listo. Yo me daba cuenta de que lo hacía muy deprisa. Y ya dejo el tema del amor de padre. A lo mejor estaba demasiado hecho polvo de inflar tanto animalote como para además ponerme la crema debidamente. Quizás era pedir demasiado. Seguro. Siempre hago lo mismo. Pido demasiado.
Ve cómo me río.
—¿Quéhh?
Habla sin quitarse la boquilla de la boca.
Y mezcla intensamente mi saliva con la suya. ¿Le parecerá eso tan guay como a mí? ¿También pensará en esas cosas? Si no preguntas, nunca lo sabrás. Y no preguntaré.
—Nada. Que gracias por el cojín y por inflarlo, papá.
Se abre la puerta. Ahora ya ni llaman.
Otra enfermera. ¿Cuántas habrá?
Ya sé lo que quiere.
—No, todavía no he evacuado.
—No era eso lo que quería. He venido a cambiarle la bolsa del cubo de la basura. Me han dicho que tira usted las gasas alegremente.
—La alegría con que mi culo produce sudor de sangre y caca no es para menos.
Mi padre y la enfermera, en cuya placa dice Vanessa, ponen cara de asombro. Ya podéis mirar. ¿Y qué? Esos eufemismos de enfermera empiezan a crisparme los nervios.
Con un rápido gesto de la mano la enfermera saca la bolsa del cubo y la cierra con un pequeño y delicado nudo. Luego, de una sola y fuerte sacudida, abre la nueva bolsa como un buñuelo de viento y la introduce en el recipiente. A todo esto observa a mi padre inflando el cojín.
Deja caer estruendosamente la tapa del cubo y dice al salir:
—Si el cojín es para la paciente, no se lo aconsejo. Al sentarse encima se le abrirá la herida. Sólo sirve para personas con hemorroides no operadas.
Mi padre se levanta y deja el cojín en el armario ropero. Parece triste por haberme traído un regalo que conlleva peligro de muerte.
¿Y qué va a pasar ahora? Dice que va siendo hora de marcharse. Le espera el trabajo. ¿A qué se dedica en realidad?
Hay cosas que si no se preguntan a tiempo ya no pueden preguntarse nunca.
Como llevo años interesándome por los chicos, no me ha importado no saber en qué trabaja mi padre. Por lo que otros insinuaron en las comidas familiares puedo conjeturar que tiene que ver con ciencia e investigación.
Me prometo que cuando salga del hospital (lo que espero que sea dentro de mucho) buscaré en su armario secreto indicios probatorios de su actividad profesional.
—Vale, papá. Muchos saludos a tus colegas desconocidos.
—¿Qué colegas? —dice en voz baja al cruzar la puerta.