11
Bastante sangre he perdido ya en mis bajos. Bastante guerra me está dando la llaga del ano para que encima tenga que recoger el flujo de la sangre menstrual. Aparte de un leve estado de irritación en los días previos al periodo, me las apaño muy bien con mi regla. Cuando sangro, a menudo me pongo especialmente cachonda.
Uno de los primeros chistes verdes que oí en mi infancia en una fiesta en casa de mis padres y que sólo comprendí después de preguntar insistentemente, fue éste: Un buen pirata surca también el Mar Rojo.
Antes se consideraba que era repugnante que un hombre se tirara a una mujer que sangraba. Pero parece que eso ha pasado a la historia. Cuando follo con un chico al que le gusta que esté sangrando, dejamos la cama hecha una marranada a lo gore.
Para hacerlo, y si tengo la posibilidad de influir en la elección de las sábanas, las prefiero blancas y limpias. Entonces cambio de postura tantas veces como puedo para manchar a lo bestia. Lo mejor es hacerlo sentada o en cuclillas para que la gravitación terrestre pueda sacar la sangre del chochito de la mejor manera. Si me quedara acostada, la sangre tendería a concentrarse.
Cuando tengo la regla, también me encanta que me lo chupen. De hecho, es una especie de prueba de fuego para él. Después de terminar, levanta la cabeza y me mira con la boca pringada, y yo le doy un beso para que los dos parezcamos un par de lobos que acaban de cepillarse un venado.
Además, disfruto con el sabor de la sangre en la boca mientras seguimos follando. Me resulta muy excitante y suelo quedar triste cuando el periodo termina al cabo de dos o tres días lupinos.
También es verdad que soy afortunada. Según he oído decir a otras chicas, durante la regla a veces tienen dolores que duran varios días. Algo que no estimula precisamente a tener sexo.
Pero poco antes, como ahora, tengo un humor de perros que mata y me pongo extremadamente agresiva con personas que no tienen ninguna culpa. Luego me llega el flujo y nada me duele. No tengo espasmos.
Antes, cuando la regla todavía resultaba ser algo nuevo para mí, creía que sólo era eso, un estado de mal humor. Pero entonces me sorprendía la sangre. En la escuela, en mitad de la clase. Como mancha roja, visible para todos, en la parte trasera del vestido, pues me venía mientras estaba sentada.
Porque en la escuela pasas muchas horas sentada. También puede ocurrir cuando estás de visita en casa de la tía. Dormí allí y no me sentía bien. Pero ignoraba el motivo.
Y a la mañana siguiente me levanté y vi que había llenado de sangre toda la cama. Un charco enorme. No tuve el desparpajo de ir y decirle a mí tía que había tenido un pequeño percance. Me parecía que no era culpa mía.
Había dormido sin notar nada. Y tampoco sabía cómo contárselo. Así que decidí no decir nada. Me marché debidamente por la mañana, dejándole el regalo sin comentario.
Seguro que entró en el cuarto para poner orden y lo vio enseguida. Yo ni siquiera lo había tapado con la manta. De manera que todos esos litros de sangre quedaron a la vista, listos para la inspección de mi tía. Desde entonces estoy muy cohibida cuando mi tía anda cerca. Por cierto, nunca me dijo nada al respecto.
Eso es muy de mi familia.
Y yo, cuando la veo, no puedo pensar en otra cosa. Hasta que la vergüenza me hace resonar la sangre en los oídos.
Tampoco en eso creo en la higiene. Es algo totalmente sobrevalorado. Los tampones son caros e innecesarios. Cuando tengo la regla y estoy en el baño, me hago mis propios tampones con papel de váter. Estoy muy orgullosa de ellos.
He desarrollado una técnica especial de enrollado y doblamiento para que aguanten mucho tiempo con el fin de retener la sangre. Debo confesar que mis tampones de papel de váter más bien me taponan el chocho embalsando la sangre en vez de absorberla como hacen los tampones al uso. He preguntado a mi ginecólogo, el doctor Brökert, si dejar acumular la sangre durante un tiempo y expulsarla luego en la taza del váter resulta perjudicial para mi vagina. Y me ha dicho que es una creencia errónea pensar que la menstruación asume funciones de limpieza. De modo que, desde el punto de vista médico, mi dique antisanguíneo es absolutamente inofensivo.
Más de una vez he tenido que ir a su consulta porque un tampón se me había perdido en las entrañas. Estaba completamente segura de haberlo metido bien metido ahí dentro, pero no lograba dar con él cuando intentaba sacarlo. Obviamente, ésta es otra pequeña desventaja de mis tampones autofabricados: falta la cuerdecita de color turquesa claro para extraerlos. Tengo los dedos más bien cortos y cuando busco algo en la vagina no llego muy lejos. Cuando eso me ocurría en casa de papá, a veces tenía que echar mano de sus pinzas de barbacoa para llevar a buen término mi búsqueda.
A menudo tenían aún restos de grasa y de carne calcinada, pero yo no quería rebajarme a limpiarlas antes de introducirlas en mi cuerpo. Así que me tumbaba en posición ginecólogo y trataba, como buenamente podía, de localizar la pelota de papel de váter en mi vagina.
Con todos los restos de barbacoa pegados a la herramienta, y muchas veces sin encontrar nada. Lo mismo que no limpio las pinzas antes de metérmelas, tampoco las limpio cuando, después de mi intervención ginecológica, las devuelvo a la mesa de barbacoa de papá. Cuando mis padres hacen una barbacoa con los amigos de la familia, siempre me ven con una dulce sonrisa.
Entonces pregunto a todos si les gusta la comida y saludo a papá con la mano, que corresponde a mi saludo agitando las pinzas con cara risueña. Es mi tercera afición: propagar bacterias.
¿De qué estaba hablando? Ah, ya. Si las pinzas no contribuyen al éxito de la búsqueda y empiezo a tener miedo de que la pelota sanguinolenta de papel de váter pueda pudrirse dentro de mí y causarme una terrible muerte bacteriana, acudo a mi ginecólogo.
Él lo llama el problema del triángulo de las Bermudas. A veces puede ayudarme, pero lo normal es que ni siquiera él dé con el cuerpo intruso. Y eso que tiene los dedos verdaderamente largos y toda clase de pinzas médicas de acero. Sin embargo, no encuentra la pelota.
—¿Está segura de haberse insertado un tampón?
Qué mono. Siempre dice «insertado». Yo digo «metido con calzador».
—Sí, absolutamente segura —contesto yo.
Soy un enigma para él. Mi vagina también lo es para mí. ¡Qué sé yo adónde se ha esfumado la pelota! Espero vivir los años suficientes para resolver ese rompecabezas. El doctor Brökert se apresura a hacer una ecografía para tener la certeza de que no se ha colado más adentro.
A menudo soy demasiado perezosa para fabricar tampones nuevos. Entonces me abstengo de tirar esos artefactos laboriosamente doblados al váter cuando hago uso de él. Al contrario, después de haberme sentado en la taza saco el tampón con los dedos y lo dejo en el suelo, cuanto más sucio, mejor.
Si puedo aportar una pequeña mancha de sangre al mosaico de salpicaduras que luce el suelo, ¡pues de puta madre! Y cuando he terminado la cosa que quería hacer en el váter, sea la que sea, recojo la pelota y me la vuelvo a meter. Me gusta el olor a sangre vieja que despide el coño, pero también me gustan las trufas. ¡Vaya historias de horror me han contado ya sobre lo que ocurre si los tampones no se renuevan permanentemente! Que eso provoca las infecciones más tremendas, infecciones que pueden causar la muerte súbita de la mujer. Pero yo a mi cuerpo, mi chochito y mis bacterias los trato así desde que tengo la regla, es decir, desde hace seis años, y mi ginecólogo no está en absoluto preocupado por mí.
Tuve una vez una amiga del alma, Irene. Yo la llamaba Sirene, le cuadraba mejor. Menuda chillada nos inventamos en una ocasión: cuando en el instituto teníamos el periodo al mismo tiempo (ocurrió pocas veces, como puede imaginarse) hacíamos lo siguiente.
Nos metíamos en dos cabinas de váter separadas sólo por un tabique. Abajo estaba el hueco habitual de diez centímetros de ancho. Nos sacábamos cada una su tampón (por entonces todavía los minis con la cuerdecita color turquesa claro) y, un, dos, tres, los tirábamos por debajo del tabique a la cabina de la otra.
Cuando habíamos terminado de mear y de secarnos, cada una se embutía el tampón de su amiga del alma. Así nuestra sangre vieja y apestosa nos hermanaba como Winnetou y Old Shatterhand. Una auténtica hermandad de sangre.
Me parecía también que el tampón de Sirene tenía un aspecto muy interesante. Siempre lo examinaba superescrupulosamente antes de metérmelo. Era completamente distinto al mío. ¿Cuántas saben qué aspecto tienen los tampones usados de las otras chicas? De acuerdo, de acuerdo, ¿a quién le interesa eso? Pero yo lo sé.
Hace poco, en una de mis excitantes visitas al puticlub, aprendí algo más sobre hemorragias y tampones. Resulta que ahora frecuento a menudo esos sitios para explorar el cuerpo femenino. Porque difícilmente puedo preguntarles a mi madre o mis amigas si están dispuestas a abrirme un rato sus vaginas para que pueda satisfacer mi lúbrica sed de conocimientos. No me atrevo.
Desde que cumplí dieciocho años tengo acceso al puticlub previa presentación del carné. Como parezco bastante más joven de lo que soy, los porteros siempre comprueban mi edad. Al llegar a los dieciocho mi vida ha mejorado mucho, pero también es más cara. Primero, la esterilización. Novecientos euros con anestesia incluida. Aquí, en el hospital. Lo pagué todo yo, de mi bolsillo. Luego, desde hace algún tiempo, las visitas al puticlub. Pagadas con pasta que me gano currando en el mercado con el racista.
Sabemos que a los chicos, cuando cumplen dieciocho, los mayores los invitan a ir de putas para que echen su primer polvo con una titi. Antes solía ser el primer polvo de su vida. Hoy ya no lo es en absoluto.
Yo esperé religiosamente hasta mi decimoctavo cumpleaños, y al ver que nadie me invitaba me espabilé yo sola. Busqué en el directorio los números de los puticlubs de nuestra ciudad, llamé y pregunté cortésmente si tenían muchachas que se lo hacían también con mujeres. Porque no es frecuente.
Uno de los sitios tenía una oferta decente de putas que estaban abiertas a ese tipo de demanda. Se llama Club Oasis. La madame me dijo por teléfono que fuera a primera hora de la noche porque a menudo la clientela varonil se sentía desconcertada ante la presencia de clientes femeninas. ¿O se dice clientas? Da lo mismo.
Me mostré comprensiva y ahora voy con cierta frecuencia.
Quería montármelo con una muchacha que escogí en la recepción de la casa. Era clavada a mí. O sea, tenía el mismo body que yo. Flaca, poco pecho, culo ancho y gordo, más bien bajita. Y el pelo largo y liso. Pero creo que era pelo de plástico, con trencitas por aquí y por allá. Me acerqué a ella sabiendo que se lo hacía también con mujeres. Por tanto, no hacía falta hablarlo. Cuando aviso que voy, en la antesala sólo hay mujeres que aceptan clientas. Las que sólo trabajan con hombres (¿será por motivos religiosos?) se esconden en la trastienda mientras yo hago mi elección. Las abordo lo más resueltamente que puedo. Pero la verdad es que me faltan tablas en esas situaciones. No me extraña que los hombres tengan que emborracharse perdidamente antes de aventurarse por esos lugares. Y entonces ya no se les empina o después no recuerdan el polvo de lujo que echaron. Realmente te sientes como si hicieras algo tajantemente prohibido o infame. Yo también preferiría estar borracha las veces que voy, pero me da miedo no acordarme luego del aspecto de los chochos. Y entonces habría sido un gasto inútil. Porque si voy es precisamente para eso, para estudiar los coños. De manera que siempre voy sobria. Les tengo demasiado respeto a las mujeres y a la situación. Ya estoy deseando que llegue el día en que eso no sea así y me haya acostumbrado a mi condición de clienta. De momento, siempre tengo taquicardia y un nudo en la garganta. No me relajo hasta después de un rato y entonces le pregunto cómo se llama.
—Milena.
Yo también le digo mi nombre. Y ella, delante de todo el puterío, me pregunta si tengo el periodo. ¿Cómo lo intuye? Creo saberlo. Lo ha olido a través de mi pantalón. En el instituto tuve una vez una amiga que era polaca y tenía un olfato tan bueno que desde su sitio podía oler quién de la clase tenía la regla. Esa chica me fascinaba. Era como un sabueso. Me encantaba esa aptitud suya. Le preguntaba casi a diario quién sangraba ese día. Ella más bien sufría con tanto conocimiento y les tenía asco a las chicas que sangraban. Las sentía demasiado cerca. Lamentablemente se volvió a Polonia. Olía mejor, claro está, a las chicas que por estúpidas razones de virginidad usaban compresas, porque llevaban el día entero su sangre menstrual en bandeja. En cambio, a las que la habían recogido con tampones desvirgadores las tenía que olisquear un poco más, aunque terminaba por identificarlas igualmente. Menudo lío, pues, el que armé en el puticlub.
Le contesto que sí. Dice que entonces no quiere follar conmigo. Por el sida. ¡Cojonudo! Algunas putas se ríen por lo bajo.
Milena sonríe y dice que se le ocurre algo.
—Ven conmigo. ¿Conoces los sponges?
—¿Quiere decir «esponjas» en inglés?
En inglés soy tan mala como en francés. Me da la razón. Comienza bien la cosa, pienso.
¿Qué pretende hacer? La sigo a una habitación. El número cuatro. ¿Es la suya? ¿O comparten las habitaciones? Se lo preguntaré todo en la media hora de que dispongo. Por cincuenta euros. No puedo decidir qué es mejor: si follar con una puta o preguntarle qué cosas ha hecho ya con los hombres o qué han hecho ellos con ella. En realidad esto último me pone igual de cachonda. Las dos cosas a la vez. Follar e interrogar, es lo mejor.
Se acerca tal cual, en bolas y con sus zapatos de tacón alto, a un armario y saca una gran caja de cartón. Tengo la oportunidad de mirarla largo rato por detrás. Adoro su culo. Cuando dentro de un momento empiece a lamerme no pararé de hundirle mi dedo en el ano. Eso que tiene entre manos es un paquete tamaño familiar de no sé qué. Saca un objeto que no he visto en mi vida. Se trata de un trozo redondete de gomaespuma envuelto en plástico transparente. Parece una galleta de la suerte.
—Éstas son las esponjas. Cuando tenemos el mes, en realidad no debemos trabajar por el peligro de contagio. Y si utilizamos tampones normales, los clientes lo notan con la polla. Porque los tampones son demasiado duros. Por tanto nos metemos una de estas esponjas en la vagina hasta donde podamos para que durante un tiempo haga de barrera a la sangre. Son tan suaves que ninguna polla del mundo sería capaz de sentirlas. Dan la sensación de ser carne de bacalao, incluso tocando con los dedos. Pruébalo. Acuéstate. Te meto una. Después te lamo aunque tengas la regla.
Milena es una buena pirata. Además, dice «bacalao». Yo jamás me atrevería a eso.
He preguntado por todas partes, en droguerías y farmacias, pero una persona corriente y moliente no puede comprar esponjas en ningún sitio. Seguramente hay que presentar el carné de puta o algo por el estilo. Y eso que me serían muy útiles. Porque no a todos los chicos con los que follo les gusta surcar el Mar Rojo. Y ante éstos podría esconder la sangre a la manera de las putas. De no hacerlo, me pierdo algún polvo si tengo que confesarle el periodo a un chico homófobo. A veces incluso Helen tiene mala suerte.
Por cierto, lo que tiene que acabar de una vez es la sorpresa con que ese periodo hace acto de presencia.
Me pilla por sorpresa siempre y donde sea. Lo mismo antes de que empezara a tomar la píldora que ahora que la tomo (ya no como anticonceptivo, claro está, sino únicamente contra los granos). La regla es un permanente desarreglo, sin horario ni ley. Me ha puesto perdidas todas mis bragas. Sobre todo las blancas. Si les cae el flujo y no puedo cambiármelas enseguida, la sangre cala, a temperatura corporal, en el tejido y no sale ni lavando la prenda a noventa grados. Qué digo, ni a doscientos. No hay manera.
Así que toda mi colección de bragas tiene una mancha marrón situada justo en su punto central. Con los años te acostumbras. ¿También les pasará a las demás? ¿A qué chica o mujer podría yo preguntárselo? A ninguna. Como siempre pasa con las cosas que quiero saber de verdad…
Probablemente las otras chicas, más pulcras que yo, andan toda su vida con salvaslips para protegerlas siempre y a todas horas de sus propios efluvios.
Yo no soy como ellas. Prefiero tenerlo todo lleno de manchas de sangre marrones.
Y seguro que ninguna de esas chicas tiene en la entrepierna de su braga esa costra de color amarillo claro que en el transcurso del día vuelve a humedecerse constantemente por lo que le llega de arriba, y que no para de aumentar de tamaño.
A veces un pedazo de esa costra se adhiere, cual rasta, a un pelo del pubis y, con los movimientos de fricción que produce el caminar durante todo un día, se va tejiendo como el polen alrededor de la pata de la abeja.
El polen yo lo extraigo y me lo como. Es un manjar.
En efecto, no puedo dejar de meterle mano a ninguna parte de mi cuerpo. De todo saco provecho. Por ejemplo, si noto que un moco de la nariz se va endureciendo, no puedo menos de sacarlo en el acto.
Cuando todavía era pequeña incluso lo hacía en clase. Tampoco ahora encuentro nada malo en que alguien se coma sus albondiguillas. Es algo que con toda certeza no perjudica la salud. En los viajes por autopista a menudo veo a personas que, si no se sienten observadas, se llevan rápidamente un bocado de la nariz a la boca.
En clase se burlan de ti si lo haces, por lo que enseguida lo dejas. En algún momento lo hacía ya únicamente en casa, sola o delante de mi chico. Me parecía que era una cosa tolerable. Además, es una afición que forma parte íntegra de mi ser. Pero leí en los ojos de mi chico que le costaba asimilarlo.
Desde entonces llevo una doble vida retretera. Siempre que meo o cago, me limpio las fosas nasales comiéndome las albondiguillas. Provoca una sensación liberadora en la nariz. Pero ése no es el motivo principal por el que lo hago. Pillar un trozo de moco seco y tirar de él revolviendo el contenido nasal y sacando al final un mazacote viscoso de cierta longitud es algo que me pone cachonda. Como lo del pelo en el chocho. O lo del polen de costra en el vello púbico. Duele y calienta a la vez. Y todo va a parar a la boca, donde es desmenuzado con los incisivos para que se pueda saborear minuciosamente. Soy de las que no necesitan pañuelo. Soy mi propio tragabasuras, la recicladora de mis propias excreciones corporales. La misma cachondez la experimento cuando me limpio los oídos con bastoncitos de algodón. Incluso cuando los meto demasiado adentro. Qué placer.
Éste es también mi recuerdo de infancia más contundente. Me veo sentada sobre el borde de la bañera, mi madre me está limpiando los oídos con un bastoncito de algodón mojado en agua. Una hermosa sensación cosquilleante que se trueca en dolor apenas se penetra demasiado en el conducto auditivo. Me dicen constantemente que no debo utilizar esos bastoncitos porque empujan el cerumen para dentro, lo que resulta perjudicial para el oído; y que es malo abusar de ellos porque se llevan todo el cerumen, cuya función es proteger el laberinto auditivo. Pero me da igual. No lo hago por razones de limpieza sino para masturbarme. Y varias veces al día. Preferiblemente en el váter.
Volvamos a las chicas limpias. Seguro que cada vez que van al lavabo tiran la hermosa costra junto con el salvaslip. Entonces tienen que reiniciar la recolección secrecional con el nuevo.
Y seguro que esas chicas nunca se olvidan de que tienen la regla. Ni siquiera en el hospital y pasando dolor. Su primer mandamiento en la vida es no dejar manchas. En mi caso ocurre lo contrario.
Ya empieza a correr, la sangre. Lo sabía. Cojo el tupper de la repisa, me lo pongo en la barriga y comienzo a revolverlo hasta encontrar las gasas cuadradas. Calculo que deben de tener diez centímetros por diez. Voy a hacer un experimento fabricando un tampón con gasa en vez de usar el habitual papel de váter.
Debería funcionar mejor e incluso tener un efecto absorbente. A ver. Saco una gasa y dejo la caja en la repisa. Doblo el borde de la gasa para tener desde donde enrollarla entera. Ahora parece una salchicha. Después la pliego a modo de herradura o como los hojaldres demasiado largos para que quepan en el horno. El extremo grueso y doblado lo introduzco en la vagina todo lo que puedo.
Siempre que logro burlar a la industria tamponera quedo la mar de contenta.
Olfateo el dedo que he usado para meterme el tampón autofabricado y detecto un olor a chocho ya medianamente rancio.
En una de mis frecuentes visitas putibularias, una de las chicas me contó que había hombres que se ponían cachondos yéndose de putas con la polla sucia y obligándolas a chupársela. Decía que era un juego de poder. Los que apestan son sus clientes más indeseables. Más exactamente, los que apestan aposta. En cambio, no tenía nada contra los que apestaban por despiste.
Quise probarlo yo también, como clienta. Estuve varios días sin lavarme y fui a hacerme lamer por una puta. Pero no noté ninguna diferencia con ser lamida en estado lavado. Parece que ese juego de poder no va conmigo.
¿Qué puedo hacer para distraerme de mi aburrida soledad?
Podría reflexionar sobre todas las cosas útiles que ya he aprendido en mi corta vida. Así podría entretenerme bien a mí misma, por lo menos durante unos minutos.