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En algún momento de mi vida comprendí que a las chicas y los chicos nos enseñan de manera distinta en cuanto al mantenimiento del aseo íntimo se refiere. Mi madre, por ejemplo, siempre me insistió en la higiene del chochito. En cambio, la higiene del pene de mi hermano le importaba tres pitos. Él incluso puede mear sin secarse el pene y dejar que las últimas gotas le caigan en los calzoncillos.

En nuestra casa el lavado del chocho se convirtió en toda una ciencia. Se dice que es muy difícil mantenerlo limpio de verdad, pero eso es una gran estupidez. Un poco de agua, de jabón y de frote frote, y ya está.

Cuidado con lavarlo demasiado. Primero, por la tan importante flora vaginal. Luego, por el sabor y el olor, fundamentales para el sexo. No hay que eliminarlos de ninguna manera. Hace mucho tiempo que vengo experimentando con el chochito no lavado. Mi objetivo es conseguir un aroma suave y embriagador que se note incluso con el pantalón puesto, ya sean unos vaqueros gruesos o unos pantalones de esquí. Eso no lo perciben los hombres de forma consciente, pero su instinto lo capta puesto que todos somos animales deseosos de copular. Y preferentemente con seres que huelen a coño.

Así cuando iniciemos un ligue, no podremos evitar sonreír todo el rato, ya que sabemos lo que llena el aire con esa fragancia dulce y sabrosa. He aquí el verdadero efecto que debe producir un perfume. Siempre nos cuentan que esas sustancias odoríferas nos hacen eróticos para los demás. ¿Y por qué no usar nuestro propio perfume, mucho más eficaz? En realidad el olor a chocho, polla y sudor nos pone cachondos a todos. Lo que pasa es que la mayoría de la gente está desnaturalizada y piensa que todo lo natural apesta y que lo artificial huele a gloria. Pero a mí me dan ganas de vomitar cuando pasa a mi lado una mujer perfumada, por discreto que sea su toque olfativo. Me pregunto qué querrá ocultar. A las mujeres también les encanta vaporizar los lavabos públicos después de haber defecado porque creen que de esa forma el ambiente recupera un olor agradable. Pero yo, quiera o no quiera, adivino los efluvios de la caca. Y cualquier olor rancio a pis y mierda me resulta muchísimo más grato que esos perfumes asquerosos que compra la gente.

Pero mucho peor que esas mujeres que vaporizan los váteres es un invento que se extiende cada vez más.

Y es que en los lavabos públicos, ya sean de restaurante o de estación ferroviaria, nada más cerrar la puerta de la cabina nos cae encima un chorro húmedo. La primera vez que me pasó llegué a asustarme de verdad. Pensé que alguien de la cabina de al lado me había tirado agua. Pero cuando miré arriba observé que en la parte superior de la puerta había una especie de dispensador de jabón que nada más cerrar la puerta regaba impepinablemente al cándido visitante con un spray ambientador de ínfima calidad. Te da en plena cara, en el pelo y en la ropa. Ya me dirán si eso no es la violación definitiva a manos del higienismo fanático.

Yo utilizo mi esmegma como otros sus frascos de perfume. Mojo el dedo rápidamente en el coño y reparto el moco detrás del lóbulo de la oreja. Visto y no visto. Hace milagros en el mismo besito de saludo. Otra de las reglas de mi madre era que los chochitos se enferman mucho más fácilmente que los penes, es decir, están más expuestos a los hongos, el moho y cosas por el estilo. Por lo que las chicas en los lavabos públicos o de otra gente no deben sentarse. A mí me enseñaron a mear en cuclillas, pero de pie y como flotando libremente sobre el miasmático asiento del retrete. Pero ya he descubierto que muchas de las cosas que me enseñaron no son ciertas.

De manera que me he convertido en un autoexperimento vivo de higiene chochil. Me chifla no sólo repantigarme en cualquier asiento de retrete sucio, sino limpiarlo previamente con mi chochito efectuando un artístico meneo circular de las caderas. Cuando poso mi chocho sobre el asiento se produce un hermoso ruido chasqueante y todos los pelos púbicos, gotas, manchas y charcos dejados por otras son absorbidos por mi cosita, no importa la consistencia y el color que tengan. Llevo ya cuatro años practicándolo en todos los retretes (he de confesar que prefiero los lavabos unisex de las áreas de servicio de la autopista) y nunca he tenido un solo hongo. Mi ginecólogo, el doctor Brökert, puede confirmarlo.

Sin embargo, una vez tuve la sospecha de tener mi chochito enfermo. Cuando estaba en el váter y soltaba la musculatura de las partes bajas para dar vía libre al pis, después, al mirar al fondo de la taza (me encanta hacerlo), veía flotar en el agua un mazacote de mucosidad blanca y blanda; de esa que, como el champán, hace subir burbujitas e hilillos a la superficie.

Tengo que decir al respecto que suelo estar muy húmeda, tanto que podría cambiarme de bragas varias veces al día. Pero no lo hago, me gusta acumular. Pues sí, el mazacote de mucosidad empezaba a nublarme el ánimo. ¿Habría estado yo enferma todo ese tiempo? ¿Sería mi lubricante la consecuencia de una infección de hongos causada por mis experimentos en el váter?

El doctor Brökert me tranquilizó. Resulta que tengo una mucosa muy mucosal, muy sana y la mar de activa. Bueno, no se expresó de esa manera, pero quiso decir lo mismo.

Mantengo un íntimo contacto con mis excreciones corporales. Lo de la mucosidad del coño, por ejemplo, me llenaba de orgullo cuando me magreaba con los chicos. Acercaban el dedo a los labios de la vulva y, ¡zas!, para dentro, como en el tobogán de la piscina.

Tuve un amigo que durante el magreo cantaba «Ríos de Babilonia». Ahora que lo pienso, podría convertirlo en un negocio, envasando tarritos para mujeres secas que tengan problemas de secreción. Al fin y al cabo es mucho mejor pringarse de mucosidad auténtica de fémina que usar uno de esos lubricantes artificiales. Además, huele a chocho. Pero quizás sólo querrían usarlo las mujeres que te conozcan; quizás una mujer extraña sentiría asco de las mucosidades ajenas. Sería cuestión de probarlo. Tal vez con una amiga.

Me gusta mucho comer y oler mi esmegma, y la verdad es que me he ocupado de los pliegues y repliegues de mi coño desde que empecé a razonar. Tengo el pelo largo (el de la cabeza) y a veces un cabello caído se me extravía por los recovecos de la vulva. Es excitante tirar de esos pelos, hacerlo muy despacio y sentir por cuántos recovecos se ha enroscado. Cuando termino siempre me cabreo y deseo tener el pelo todavía más largo para prolongar la sensación de placer.

Es un placer muy poco frecuente. Igual que esa otra cosa que me pone cachonda: cuando estoy sola en la bañera y me sale un pedo, trato de encauzar las burbujas de aire por entre los labios de la vulva. Lo consigo pocas veces, aún menos que lo del pelo, pero cuando me sale siento las burbujas como bolas duras que se van abriendo camino entre mis labios calientes y fangosos. Cuando lo logro, digamos una vez al mes, mi bajo vientre entero empieza a hormiguear y el chochito me pica tanto que no tengo más remedio que rascarlo con mis uñas largas hasta correrme. El picor del coño no lo calma sino una rascadura intensa. No paro de rascar con fuerza entre los labios menores de la vulva, que llamo crestas de gallo, y los mayores, a los que les he puesto medias lunas, y en algún momento doblo las crestas de gallo hacia la derecha y la izquierda para rascar el picor en el ojo del huracán. Separo las piernas hasta que me cruje la articulación de la cadera para que el agua caliente pueda entrar a raudales en la vagina. Cuando estoy a punto de correrme me doy un fuerte pellizco en el clítoris, al que llamo trompa perlada, lo que hace elevar mi cachondez a cotas inverosímiles. Pues sí, es así como se hace.

Volvamos al esmegma. He consultado la enciclopedia para saber qué es exactamente. Corinna, mi mejor amiga, me ha dicho alguna vez que eso sólo lo tienen los hombres.

¿Y qué es entonces lo que siempre hay entre mis labios (de abajo) y en mis bragas?, pensé, y no lo dije por no atreverme. La enciclopedia daba una explicación larga de lo que es el esmegma. Por cierto, el de las mujeres se llama igual, toma ya. Pero una frase se me ha quedo grabada:

«Las acumulaciones de esmegma que se aprecian a simple vista sólo pueden formarse en casos de falta de higiene íntima».

¿Cómo? ¿Perdón? ¡Vaya morro que tienen! Yo las acumulaciones de esmegma las detecto al final de cada día, y a simple vista, por mucho que me haya lavado por la mañana los pliegues del chocho con agua y jabón.

¿Pero qué se creen? ¿Que una va a lavárselo varias veces al día? ¡Qué mejor que tenerlo escurridizo, con lo útil que es eso para ciertas cosas! El concepto de «falta de higiene íntima» es elástico. Igual que un chocho. Basta ya.

Saco de la caja de plástico transparente uno de los pañales para adultos. Madre mía, son enormes. Tienen en el centro un gran rectángulo forrado de algodón grueso y están dotados de cuatro alas grandes de plástico delgado para cerrarlos sobre la cintura. Seguro que con ese tamaño les sirven también a los viejos gordos. Pues no, no quiero tener que usarlos en un futuro próximo. Por favor. Llaman a la puerta.

Entra un enfermero sonriente con peinado de cacatúa.

—Buenos días, señorita Memel. Mi nombre es Robin. Ya veo que se está familiarizando con su material de trabajo para los próximos días. Le van a operar el ano, un lugar poco higiénico, por no decir el menos higiénico de todo el cuerpo. Con las cosas que tiene en la caja podrá cuidar la herida usted sola después de la operación. Le aconsejamos que se meta en la ducha por lo menos una vez al día, con las piernas separadas, y se lave la herida con la alcachofa. Procure que algunos chorros de agua le lleguen adentro. Verá que con un poco de práctica funciona muy bien. Limpiar la herida con agua le resultará mucho menos doloroso que hacerlo con trapos. Después de la ducha sólo tiene que secarla cuidadosamente con una toalla. Y aquí le he traído un calmante. Ya lo puede tomar, le hará más suave el paso a la anestesia general. Enseguida empieza el emocionante viaje.

Las instrucciones que me ha dado no me suponen ningún problema. Sé perfectamente cómo meterme unos chorros de agua en el cuerpo. Mientras Robin me empuja en mi cama de ruedas por los pasillos del hospital y los tubos de neón vuelan a gran velocidad sobre mi cuerpo, deslizo furtivamente la mano debajo de la manta hacia mi monte de Venus para calmarme en este trance preoperatorio. Me distraigo del miedo pensando en cómo me ponía cachonda con la alcachofa de la ducha cuando era muy joven.

Empezaba por proyectar el agua contra la parte exterior del chocho, después levantaba las medias lunas para dar con el chorro en las crestas de gallo y la trompa perlada. Cuanto mayor el impacto, mejor. Tiene que arder de verdad. Cuando alguna vez un chorro acertaba de lleno en la vagina notaba que era justo eso lo que yo buscaba. Llenarla hasta el tope y volver a soltarlo todo.

Para hacerlo me siento con las piernas cruzadas en la ducha, me echo un poco para atrás y levanto ligeramente el culo. Después aparto los labios, tanto mayores como menores, a ambos lados, que es su sitio, y me introduzco despacio y con cuidado la gruesa alcachofa de la ducha. Para eso no necesito ningún Pjur, ya que tan sólo con imaginarme que lo voy a llenar completamente mi chochito se pone a producir mucosidad a lo bestia. Pjur es el mejor lubricante porque no se absorbe y es inodoro. Odio las cremas deslizantes perfumadas. Cuando la alcachofa por fin está dentro, lo que tarda bastante porque tengo que dilatarme mucho, la giro de tal manera que la parte con los orificios de chorro quede hacia arriba, apuntando al cuello, la boca, el ojo o como se llame, del útero, allí donde un hombre de polla larga llega a tocar en determinadas posturas. Entonces abro el agua a tope, junto las manos en la nuca (las dos están libres porque el chocho sostiene la alcachofa solo), cierro los ojos y me pongo a canturrear «Amazing Grace».

Después de cuatro litros intuitivos cierro el grifo y saco la alcachofa con suma cautela para que salga la menor cantidad de agua posible. Porque la necesito para después, para derramar mi placer. Con la alcachofa golpeo mis medias lunas, hinchadas de tanto apalancarlas, hasta que me corro.

Suelo llegar muy rápido, siempre que no me molesten. Con esa sensación de relleno total que me da el agua, lo consigo en pocos segundos. Cuando me he corrido me sobo con una mano el bajo vientre y meto al mismo tiempo todos los dedos de la otra mano en lo más hondo del chocho, abriéndolos en abanico para que el agua salga tan disparada como entró. La mayoría de las veces esa evacuación me produce otro orgasmo. Esto es para mí una masturbación bella y exitosa. Después de esa juerga acuática tengo que estar horas y horas amontonando capas de papel higiénico en las bragas porque con cada movimiento que hago vuelven a salir chorros de agua que me dejarían la ropa tan empapada como el pipí. Cosa que no quiero.

Otro aparato sanitario que va estupendo para esos menesteres es el bidet. Mi madre siempre me lo sugería para darse un refrescón en los bajos después del sexo. ¿Pero para qué?

Cuando follo con alguien llevo con orgullo su esperma en todos los resquicios del cuerpo, en los muslos, el vientre y donde me haya regado su leche. ¿Por qué esa gilipollez de lavarse después? Si te dan asco las pollas, los espermas y esmegmas, apaga y vámonos. A mí me gusta que el esperma se seque en la piel y forme costras que se van descascarillando poco a poco.

Cuando se la pelo a alguien, siempre procuro que quede un poco de esperma en mis manos. Luego rasco el esperma con mis uñas largas y lo dejo que se seque en la zona subungular para luego, en el transcurso del día, sacarlo a mordisquitos, darle vueltas en la boca, masticarlo y tragarlo después de un largo proceso de derretido y saboreo. Así tengo un recuerdo de mi buena pareja folladora, o sea, un caramelo conmemorativo del encuentro sexual. Es un invento del que estoy muy orgullosa.

Lo mismo vale para el esperma que ha ido a parar al chochito. ¡Precisamente no hay que destruirlo con el bidet! Hay que llevarlo con orgullo. Al instituto, por ejemplo. Horas después del sexo, el cálido flujo sale del chochito cual grata sorpresa. Estoy presente en el aula pero mis pensamientos me transportan al origen del esperma. Sentada en mi charco luzco una sonrisa beata, mientras al frente el profesor habla sobre las maneras de demostrar la existencia de Dios. Así es como se aguanta la escuela. Esos puentes líquidos entre mis piernas siempre me ponen muy contenta y entonces mando un SMS al puentífice, o sea, al pontífice: Me está saliendo tu esperma caliente. Gracias.

Mi mente vuelve al bidet. Quería imaginar todavía cómo lo uso para llenarme a tope, pero no queda tiempo. Hemos llegado a la antesala del quirófano. Después seguiré reflexionando sobre el tema. Ya nos está esperando mi narcotizador. Conecta una botella a la cánula de mi brazo, la cuelga al revés en un soporte con ruedas y me dice que empiece a contar.

Robin, el simpático enfermero, se va y me desea mucha suerte. Uno, dos…