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Después de la operación y las explicaciones del doctor Notz, toca cagar alegremente. Durante su largo discurso presté un momento atención a una frase: no me darán el alta hasta que logre una evacuación sin sangre. Ésta sería el indicio de que la operación ha sido exitosa y que todo está curado.
A partir de ahora, a cada rato entran personas que aún no se me han presentado y que preguntan si ya he evacuado. Noooo, todavía no. El miedo al dolor es insuperable. ¿Qué ocurriría si empujando empujando hiciera pasar una gruesa longaniza al lado de la herida? ¡Por Dios! Creo que explotaría.
Desde la operación sólo me dan muesli y pan integral. Dicen que el muesli no debe macerarse en la leche antes de comerlo. Tiene que llegar al estómago y al intestino en estado bastante seco para que vaya chupando líquido e hinchándose y comience a apretar contra las paredes intestinales señalándoles que quiere salir.
Así pretenden aumentar el impulso de cagar hasta cotas inverosímiles. Por arriba me van echando bombas y por abajo el miedo me tiene completamente estrangulada. No voy a cagar durante días. Haré como mi madre: esperar a que todo se disuelva dentro.
¿Durante la espera de la caca se puede comer pizza? No pregunto y decido que para la curación anal también es importante comer cosas que a una le gusten. Llamo a Marinara, mi servicio favorito. El número me lo sé de memoria, es tan sencillo como esos números de contactos sexuales. Siento una ilusión enorme, y para que no se me note imprimo a mi voz el tono más arrogante posible.
—Una pizza funghi y dos cervezas. Hospital de la Virgen del Perpetuo Socorro, habitación 218. A nombre de Memel. Y deprisa. No quiero que llegue fría. Avisen abajo en recepción para que me llamen. Hasta luego.
Y cuelgo lo más seca y rápidamente que puedo.
Hay una leyenda urbana que circula desde siempre y que me da mucho que pensar: dos chicas encargan pizza a un servicio a domicilio. Esperan y esperan pero la pizza no llega. Llaman varias veces para quejarse. Por fin la pizza viene.
Tiene un aspecto un tanto extraño y sabe raro. Casualmente, una de las chicas es hija de un controlador de alimentos y, antes de zampársela entera, recogen los restos en una bolsa y se los llevan a papá.
Todos piensan que la pizza está estropeada o algo por el estilo. Pero el análisis del laboratorio detecta cinco clases de esperma diferentes sobre la masa. Me imagino que su procedencia es la siguiente: los tíos del servicio a domicilio están hartos de las llamadas. Como las que se quejan son chicas, tienen fantasías de violación. Es lógico. Lo comentan, traman un plan y todos sacan la polla para hacerse una paja colectiva sobre la pizza. Los pizzeros ven las pizzas… quiero decir las pichas de los demás, las ven totalmente empinadas y cómo se las pelan y cómo se corren. Es algo que les envidio a los hombres. A mí también me gustaría ver los coños de mis amigas y compañeras de instituto. Y también las pollas de mis compañeros y amigos. Me gustaría ver cómo se corren. Pero esos momentos son muy raros. Y pedírselo me da corte.
Sólo veo las pollas de los tíos con los que follo y los coños de las mujeres a las que pago.
¡Quiero ver más en la vida!
De ahí que me encanten esos juegos de irrumpir borrachos en una piscina después de la disco y nadar todos en pelotas.
Que eso sea allanamiento de propiedad pública me resulta más bien desagradable, pero es una ocasión para ver coños y pollas.
En fin. De todas formas, me pongo especialmente antipática cuando pido pizza, y me quejo incluso si no tardan en traerla. Me gustaría comer alguna vez una pizza con cinco clases de esperma diferentes.
Sería como tener sexo simultáneo con cinco tíos distintos. Vale, no sexo directamente. Pero sí como si cinco desconocidos se corrieran en mi boca. Sería un detalle biográfico realmente apetecible, ¿o no? Excelente poder decir eso de una misma.
Ay, si ni siquiera puedo caminar. Entonces tampoco podré recoger la pizza. Tendría que haber preguntado antes. Mierda. Ahora se va a descubrir el pastel. No puede ser. Tengo que pedir a alguien que vaya a recogerla por mí. Porque el portero no se dedicará a andar por la casa repartiendo pizzas. Tiene que venir Robin. Le doy al timbre de emergencia. ¿Será abuso? Me da igual.
Entra otro enfermero. En el letrero con su nombre pone Peter. El nombre me hace sonreír. Me gusta. Una vez me enrollé con uno que se llamaba así. Lo bauticé Peter Pis. Sabía chupar muy bien, se tiraba horas haciéndomelo. Tenía una técnica bastante especial.
Me sujetaba las crestas de gallo con los dientes y la lengua y frotaba con ésta encima, de un lado para otro. O bien su lengua lamedora hacía el recorrido entre el ojo del culo y la trompa perlada. Ida y vuelta. Con fuerza, abundante saliva y sin saltarse una sola rendija.
Ambos métodos eran muy buenos. La mayoría de las veces las corridas eran múltiples. Una de ellas fue tan intensa que llegué a mearle en la cara. Primero se mosqueó porque pensó que lo había hecho aposta. La verdad es que resultaba un poco humillante hacerle eso mientras estaba allí, arrodillado ante mí.
Le sequé la cara con delicadeza y le pedí disculpas. Pero consideré que podía sentirse orgulloso porque nadie había conseguido hacerme correr de una forma como para perder el control de la vejiga. Y eso que no estaba trompa ni nada parecido.
En efecto, poco después se sintió orgulloso. Ese día, gracias a mi Peter Pis, aprendí la lección de que orinar en ojo ajeno arde mucho. ¿Cómo hubiera podido aprender algo así de otra manera?
—¿Dónde está Robin?
—Cambio de turno. Soy el turno de noche.
¿Tan tarde ya? ¿Tan rápido pasa un día en el hospital? Es verdad, ha oscurecido. Cuesta creerlo. Pues muy bien. No se está tan mal aquí, Helen, el tiempo vuela si juegas con tu mente.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Quería pedirle un favor a Robin. Pedírtelo a ti me da un poco de corte. Todavía no nos conocemos.
Esta vez me salto lo del usted, me parece fuera de lugar en esta situación vergonzante.
En cierto modo resulta absurdo que dos personas se traten de usted cuando una de ellas está tumbada con el culo al aire.
—¿Qué favor?
—He pedido una pizza que ha de llegar en cualquier momento y no puedo recogerla. Necesito a alguien que pueda andar y ayudarme a traerla hasta aquí.
A los enfermeros una alimentación correcta a lo mejor les tiene sin cuidado y no me ponen pegas.
—¿No deberías comer cosas ricas en fibra después de la operación? ¿Como muesli o pan integral?
Mierda.
—Sí, debería. ¿La pizza no contiene fibra?
Una idea genial. Hacerse la tonta.
—No. Es más bien contraproducente.
¡Contraproducente! Los de aquí sólo piensan en cagar. Eso es asunto mío.
—Pero también es importante comer cosas que el estómago conozca. Un cambio de dieta brusco no es bueno para fomentar la evacuación. Porfa.
Suena el teléfono.
Lo cojo.
—¿Ha llegado la pizza?
Aparto el auricular y le sonrío a Peter. Enarco las cejas en señal de interrogación.
—Te la voy a buscar. A ver si te aprovecha —dice con una bonita sonrisa, y sale de la habitación.
—El enfermero Peter va a bajar a recogerla. No se la dé a ninguna otra persona. Gracias.
Tengo suerte con mis enfermeros. Los prefiero a las enfermeras.
Permanezco acostada y en espera de Peter.
Fuera ha oscurecido. Me reflejo en el cristal. Mi cama es muy alta para que el personal técnico sanitario no acabe con dolor de espalda de tanto levantar a los pacientes. Y el ventanal abarca toda la pared, desde el techo hasta casi los radiadores. Un espejo gigantesco cuando fuera está oscuro y dentro hay luz. Ni siquiera hubiese necesitado la cámara, ¿o sí? Giro el culo hacia el cristal y muevo la cabeza en la misma dirección, hasta donde puedo. Pero lo veo todo muy borroso. Claro. Se trata de doble cristal, que refleja dos veces y distorsiona un poco. Ha estado bien tener la cámara. Si estuviera a oscuras podría acostarme con el culo hacia la puerta y no obstante ver quién entra, sin necesidad de darme la vuelta. No está mal. ¿Los de la calle ahora me verán? Qué más da. Ya saben que esto es un hospital, lo ve cualquiera. En el peor de los casos piensan que ahí hay una pobre trastornada que, bajo el efecto de las pastillas, vuelve el culo hacia la ventana. Y me compadecen. Muy bien.
Aquí en el hospital me estoy convirtiendo en una nudista. Fuera no soy así. Salvo en las cosas del coño, ahí siempre lo he sido. Pero no en lo que respecta a los asuntos anales.
Estoy tumbada de cualquier manera, y como me duele el culo y cualquier movimiento que haga, ya no me tapo. Los que entran ven mi herida abierta y un trozo de la almeja. Te acostumbras rápidamente. Nada me resulta ya violento. Soy paciente anal. Todos lo ven y así me comporto.
Que en los asuntos del coño sea tan sana y en los del ano tan estrecha, se debe a que mi madre me adoctrinó en una cagafobia inmensa. Cuando era pequeña me decía muchas veces que ella nunca hacía aguas mayores. Y que tampoco tenía necesidad de tirarse pedos. Que se lo guardaba todo dentro hasta que se disolvía. Lógico, pues, que yo esté como estoy.
Por esos cuentos de mi madre, me da una vergüenza tremenda si alguien me oye o me huele en el váter. En un aseo público, aunque sólo esté meando o se me haya escapado un pedo al soltar los músculos de abajo, evitaré a toda costa que la mujer de la cabina de al lado llegue a ver la cara que corresponde a ese ruido. De forma idéntica me comporto con el olor de mi caca. Cuando en las cabinas contiguas hay un intenso ir y venir y he sido yo quien ha apestado el ambiente, me quedo sentada calladita en mi retrete hasta que no quedan testigos. Sólo entonces me atrevo a salir.
Como una coprodelincuente. Mis compañeros de clase siempre se ríen de mi pudor excesivo.
Tampoco me desnudo así como así en mi cuarto. Está lleno de pósters de mi conjunto favorito. Y como al sacar la foto todos miran a la cámara, después tienes la sensación de que te persiguen a ti con sus miradas. Por tanto, cuando quiero cambiarme en mi cuarto, me escondo detrás del sofá para que no me vean el chocho o las tetas. Con los tíos reales me da igual.
Llaman a la puerta. Entra Peter. Deja la caja de cartón con la pizza sobre la mesilla y, despacio y de manera un pelín ruidosa, coloca el par de botellas una tras otra al lado. Todo cabe justito pero cabe.
No para de mirarme a los ojos. Le sostengo la mirada. Es algo que sé hacer muy bien. Creo que está contento de poder cuidar a personas que tienen más o menos su edad. Es guay para él.
—¿Quieres una cerveza?
—Muy amable. Pero estoy de servicio. Si apesto a alcohol arman un escándalo.
Odio que alguien me diga que no. Podía haberme imaginado que lo tiene prohibido. Qué corte. Esto es un hospital, Helen, no un puticlub.
Su mirada viaja a otra parte. ¿Mira por la ventana? ¿Mira sin mirarme? No, seguro que se fija en el reflejo de mi almeja. Porque de fuera no se ve nada. Estupendo. Su turno ha empezado bien. Con Peter también me entiendo.
—Gracias. Entonces voy a cenar.
Sale. Saco mi pizza y me quedo mirándola. Pienso cómo voy a comer sin cubiertos, esos tíos de Marinara ni siquiera la han señalado con el cortapizzas. ¿Tengo que despedazarla como un animal? De repente vuelve Peter. Con cubiertos. Y ya sale otra vez, sonriendo. Y vuelve. ¿Qué pasa ahora? Sostiene una bolsa de plástico con una etiqueta rotulada.
—En la etiqueta dice que tengo que darte esto. Debe de tener que ver con tu operación. ¿Sabes de qué se puede tratar? ¿Te han encontrado algo que ahora quieren devolverte?
—Quería ver esa cosa que me iban a sacar. No puede ser que me corten algo mientras estoy inconsciente y no lo vea porque lo hayan tirado a la basura.
—A propósito. Mi deber es encargarme de que esta bolsa y su contenido sean depositados entre los residuos especiales del hospital.
Peter se toma muy en serio sus encargos y cuando los comenta lo hace con un lenguaje bastante rebuscado. En vez de «sean depositados» también se podría decir «lleguen a» o «vayan a parar a». Decirlo así te hace más humano y te quita ese aire de máquina parlante. Me da la bolsa pero no se va. No la abriré hasta que esté sola. La sujeto y me quedo mirándolo. Finalmente sale. Mi pizza se está enfriando. Da igual. Esto ahora es más importante, además he oído decir que los gourmets de verdad nunca comen la comida muy caliente porque eso impide captar el gusto ideal. Las sopas que queman no saben a nada, seguro que con las pizzas pasa lo mismo. Cuando la comida le ha salido mal al cocinero, simplemente la sirve lo más caliente posible; así nadie se da cuenta porque a todos se les carbonizan las papilas gustativas. Esto vale también para el otro extremo, el frío. Las bebidas asquerosas se beben lo más heladas posible para poder tragarlas por lo menos. Véase el tequila.
La bolsa es transparente y está cerrada con ese sistema de riel y canal. Se abre con un pequeño tirón. Dentro hay otra bolsa, de tamaño menor y no transparente sino blanca. Siento al tacto que contiene el trozo que me han sacado. Sin más envoltorio. Si la saco así nada más, pongo esto perdido. De manera que arranco la tapa de la caja de pizza. Es muy fácil de rasgar porque el cartón tiene perforaciones. Seguramente para ocasiones como ésta, para cuando se necesita un soporte adecuado para un trozo de carne sangriento en la cama. Pongo el cartón debajo de la bolsa, sobre mis muslos. ¿Necesito guantes de plástico para sacar el trocito? No. Esto es carne de mi carne. Imposible el contagio, por sanguinolenta que esté. También me paso el día tocando mi herida abierta, réplica de esta piltrafa. O sea que fuera. Al tacto se siente como un trozo de hígado o cualquier otra pieza de la carnicería. Pongo todos los pedacitos sobre el cartón. Y quedo decepcionada. Muchas partes pequeñas en vez de un solo trozo cuneiforme. Por como me lo describió ese Notz, me esperaba una pieza alargada y fina parecida al filete de lomo de corzo que mamá prepara en otoño e invierno cuando hay invitados. De color rojo oscuro y reluciente por el asado, incluso un poco resbaladizo, como el hígado precisamente. Pero esto de aquí es gulash. Troceado menudo. Algunos pedazos tienen manchas amarillas, sin duda síntomas de la inflamación. Parece gangrena fría. Claro, no me lo cortaron de tajo dejando una única pieza. Y con razón, porque no soy un venado muerto sino una chica viva. Es mejor que lo hayan hecho así, paso a paso y teniendo cuidado con el esfínter. Mejor que pegarme un cercenazo con el solo fin de poder presentar un hermoso trozo de filete anal. Tranquilízate, Helen. Las cosas siempre salen de manera distinta a como te imaginas. Por lo menos me imagino algo y me figuro ese algo hasta el mínimo detalle; pregunto para contrastar con la realidad y saber después más que antes. Así lo he aprendido de papá. Ir al fondo de las cosas hasta vomitar. O casi. Estoy contenta de haber visto lo que fue mío antes de que termine en la incineradora de los residuos hospitalarios. No lo vuelvo a meter en la bolsa. Simplemente pongo la bolsa encima y aprieto un poco para que se pegue a los trozos. Luego dejo la tapa de cartón de la pizza sobre la mesilla. Tengo los dedos llenos de sangre y pringue. ¿Limpiármelos en la cama? Sería una guarrería inmensa. Lo mismo que limpiármelos en el vestido de ángel. Hummm… Bueno, como se trata de partes de mi cuerpo, aunque estuvieran inflamadas, simplemente voy a chuparme los dedos. Uno tras otro. Me siento muy orgullosa cuando se me ocurren esas ideas. Es mejor que quedarse ahí esperando a que alguien entre con toallitas húmedas. ¿Por qué voy a tener asco de mi sangre y mi pus? Normalmente, si tengo una inflamación, tampoco me ando con remilgos. Por ejemplo, cuando me abro un grano y el pus se me pega al dedo, me lo como con mucho placer. También las espinillas que salen de los poros retorciéndose como gusanitos transparentes de cabeza negra, las recojo con la punta del dedo y les pego un lengüetazo. O cuando el mago de los sueños me ha dejado grumos purulentos en los ojos, me los como por la mañana sin desperdiciar ni uno. Y si tengo una herida con costra, siempre voy mordisqueando la capa superior para metérmela entre pecho y espalda.
Me como la pizza sin ayuda.
Comer sola no me gusta. Me da miedo. Cuando te metes algo en la boca necesitas a alguien para decirle si está bueno o no. El culo empieza a atenazarme de nuevo. ¿Qué has aprendido, Helen? A no sufrir más de la cuenta. Timbre de emergencia. Entra Peter y le digo que necesito pastillas porque el dolor ha vuelto a hacer acto de presencia. Se sorprende y dice que en el parte no consta que se me tengan que administrar analgésicos esta noche.
—Claro que sí. Robin me dijo que sólo tenía que avisar y me darían algo —digo con la boca llena de un pedazo de pizza de setas.
Es el colmo. ¿Los pido con tiempo y pretenden dejarme sin nada toda la noche? Socorro. Peter va a llamar al doctor a su casa. Dice que no puede tomar decisiones que no estén avaladas por lo que consta en su carpeta. Me mareo del miedo. Acaban de operarme, ¿y quieren que pase la primera noche sin analgésicos? Abro las dos cervezas con el mango del tenedor. Soy una de las pocas chicas que conozco que saben hacerlo. Muy útil. Como un peón de la construcción simpático y resultón. Apuro las cervezas una tras otra, lo más rápido que puedo. El culo se me pone cada vez peor y el vientre se enfría con la cerveza.
Peter, Peter, Peter, date prisa. Tráeme las pastillas. Cierro los ojos, el dolor se recrudece, me pongo tensa. Conozco esta sensación. Junto las manos sobre el pecho y quedo reducida a mi culo.
Lo oigo entrar, mantengo los ojos cerrados y le pregunto si me van a dar algo.
—¿Qué dice usted?
Es una voz de mujer.