10
Su visita ha sido todavía más breve que la de papá. Culpa tuya, Helen.
Los dos quieren volver mañana. Entonces haré otro intento. Cuanto más tiempo me quede en el hospital, más oportunidades tendré para juntarlos. Mi primer hogar es la casa de mi madre, adonde papá jamás iría. Mi otro hogar es la casa de mi padre, adonde jamás iría mamá.
Por tanto sería mejor no cagar. Aunque para mi salud sería preferible, si he de creer a los médicos. Podría cagar en secreto y no decírselo a nadie. Así podré quedarme más tiempo en el hospital sin tener que preocuparme por mí y mi culo.
Haré exactamente eso. Causándome otra herida quizás consiga que me vuelvan a operar. Dispondría entonces de muchos días más para preparar mi objetivo.
A lo mejor se me ocurre alguna idea. Seguro. De hecho, en mi aburrida habitación de atea tengo tiempo suficiente para inventarme lo que sea. Mis padres han estado muy poco rato conmigo. No hablo lo bastante con las personas. Siempre lo noto por el hecho de que empiezo a comerme el coco y me huele cada vez peor la boca. Cuando llevo cierto tiempo sin hablar, es decir, sin abrir la boca para ventilarla, los restos de comida y la saliva caliente comienzan a fermentar en la clausurada cavidad bucal. Por eso nos huele tan mal la boca cuando nos levantamos por la mañana. Durante la noche, la boca es la incubadora perfecta para toda clase de bacterias, para que se reproduzcan y lleven a cabo la descomposición de los restos de comida entre los dientes. Es lo que está empezando a pasarme. Necesito hablar con alguien. Timbre de emergencia. Entra Robin. Tengo que inventar una excusa para justificar la llamada. Ya. Una pregunta.
—¿Cuándo me van a poner el autodosificador?
—Pues el anestesista ya tendría que haber venido.
—Vale. O sea que cuando le dé la gana. Entonces te pediría unas pastillas, porque empiezo a sentir dolor otra vez.
Mentira. Pero hace más creíble el timbrazo. Robin ya tiene la mano en el picaporte.
—¿Te encuentras bien, Robin?
Esto es muy de Helen. Pero si el enfermero es él. Sin embargo, pienso que debo cuidarlo y hacer que su turno sea de lo más agradable.
—Sí, estoy bien. He meditado mucho sobre tu herida y tu desparpajo. Y se lo he comentado a un compañero. Uno que no trabaja aquí, no te preocupes. Piensa que eres una exhibicionista o como se diga.
—Aficionada a mostrarme digo yo. Es cierto. ¿Y eso es malo?
—Yo desearía que hubiera más chicas como tú. Y poder encontrármelas en la disco, por ejemplo.
Para dar cuerda a la conversación, y tal vez también para ponerle cachondo y crearle una dependencia helénica, le cuento mis hábitos de salida (sustantivo).
—¿Sabes lo que hago yo cuando voy a la disco?
Cuando he quedado con un chico para follar después, uso un truco genial como prueba. Como prueba de que soy yo la autora intelectual del polvo y que éste no es producto del azar. De hecho, esas salidas empiezan sin ninguna garantía, ya se sabe. ¿Queremos los dos lo mismo? ¿Se conseguirá tener sexo al final de la noche? ¿O será una cita perdida? Para que no quepa duda sobre cuáles son mis intenciones corto un gran agujero en mis bragas dejando al aire los pelos, los labios de la vulva y todo el resto. Tiene que asomarse el coño entero. Siempre llevo falda, claro. Cuando inicio el magreo y después de que el chico me haya acariciado los pechos durante un buen rato, su dedo en algún momento empieza a subir por mis muslos. El muchacho piensa que primero tendrá que sortear la barrera de las bragas y teme que yo no quiera ir tan lejos. Porque de esas cosas no se habla cuando se acaba de conocer al otro. Entonces su dedo toca, directamente y sin preaviso, mi coño empantanado.
Ante ese regalo todos los chicos reaccionan de la misma manera. Primero al dedo le da un patatús y se detiene momentáneamente. Luego sigue palpando un poquito porque no puede dar crédito a lo que siente. ¡Esta tía no lleva bragas! Es eso lo que cualquiera piensa al instante. Pero en cuanto las toca, como en esos juegos de adivinar las cosas a tientas, sale de dudas y comprende que se trata de algo ingeniado y preparado aposta. Y una sonrisa sucia se dibuja entonces de oreja a oreja en la cara de mi futuro. De mi futuro compañero follador.
Hasta a mí misma me dan sudores al contarlo. ¿Por qué lo hago? Creo que estoy colocada por el halago que Robin me ha hecho al principio. Siempre rizando el rizo, Helen, ¿eh?
Robin se ha quedado con la boca entreabierta, mi relato ha surtido efecto. Puedo verle el paquete hinchado a través del blanco pantalón de enfermero. Mientras le contaba mi historia, el timbre del pasillo no ha parado de sonar. Otros pacientes que querían algo de Robin. Pero no lo mismo que yo.
—Vale, hasta luego entonces.
Y se ha ido.
Lo he dejado descolocado. Es como un deporte: siempre tengo que ser la más desinhibida de los presentes. Esta vez he ganado yo. Pero tenía un adversario fácil y no ha sido una verdadera competición. Más bien una erupción.
Ya estoy nerviosa por saber si he hecho estragos en él, si podrá volver a mirarme a los ojos como antes. Siempre me meto en situaciones rarísimas. ¿Es posible que cualquiera que trabaje en un hospital, sea joven o viejo, guapo o feo, tenga atractivo sexual por el mero hecho de que no hay nadie más?
Me soplo el aliento a la nariz para controlarlo. Ya huele mejor. No tengo que hacer el esfuerzo de levantarme y lavarme los dientes. Basta con darle al timbre y contar historias guarras para que entre aire fresco a la cavidad bucal. En el pasado, a los niños que habían dicho una palabra fea se les lavaba la boca con jabón. ¿Se hacía de verdad o sólo era una amenaza? Alguna vez lo probaré. Diré una palabra fea y me lavaré la boca con jabón. Entonces podré apuntarlo en mi biografía. Como hice cuando me eché aquel gas repelente en la cara. Sólo quería saber qué sensación producía. Ahora sé que no repele, que no la echa a una para atrás. Sólo hace lagrimear y tarda un rato en pasar. Se tose mucho y de la boca salen cascadas de saliva. Parece que ese gas estimula las mucosas. Me aburro aquí. Lo noto por los pensamientos que me atraviesan la cabeza. Trato de entretenerme con mis viejas historias. Trato de distraerme con mis soliloquios de lo sola que me siento. No funciona. Estar sola me da miedo. Seguro que se trata de uno de mis síntomas de hija de padres divorciados.
Me encamaría con cualquier gilipollas para no tener que estar sola en la cama o dormir sola una noche entera. Cualquiera es mejor que ninguno.
Eso no es lo que mis padres pretendieron cuando se separaron. Los adultos no piensan tan lejos cuando se divorcian.
Hundo la nuca en la almohada y miro al techo. Ahí está el televisor. Eso es. Voy a jugar a mi viejo juego de adivinar voces. Saco el mando a distancia del cajón y enciendo el aparato. Voy apretando el botón de luminosidad hasta que la pantalla queda totalmente a oscuras. Después subo el volumen y hago zapping. El objetivo es adivinar, por la voz, a la persona que está hablando. Evidentemente, sólo funciona con personajes conocidos. Empecé a jugar a ese juego porque siempre quería ver la tele para combatir la soledad, pero acabé cabreándome cada vez más por las imágenes. Sobre todo por una cosa. Cuando en la tele han tenido sexo y la mujer se levanta, se tapa los pechos con la manta. Es algo que no aguanto. Acaban de estar machihembrados y ahora resulta que ella esconde las tetas. No ante él, sino ante mí. ¿Cómo voy a creerme el juego al que están jugando si siempre me recuerdan que estoy mirando? Y cuando el hombre se levanta, de repente ya sólo lo presentan por detrás. Es muy mosqueante. La televisión ha perdido así a esta espectadora. En eso de enseñar las tetas la única excepción son las actrices desconocidas. Si una actriz está en cueros por arriba puedes estar seguro de que se trata de una del montón. Las estrellas nunca muestran nada. A tal punto de degradación ha llegado el arte escénico. Ahora la tele sólo la oigo, y lo hago como juego de adivinanzas. Pero antes lo hacía mejor. De niña veía muchísima tele, por lo que se me daba mucho mejor acertar con las voces.
Miro fijamente la pantalla negra tratando de centrarme en la voz que está hablando. Ni idea. Vuelvo a apagar la televisión. No me apetece jugar. Entre dos es mucho más divertido. Preguntaré a Robin cuando tenga tiempo. O sea, nunca.
¿A qué más se puede jugar en esta habitación? Ya se me ocurrirá algo.
Me hundo en la almohada todo lo que puedo y echo la cabeza atrás para explorar una zona que aún no he visto. ¡De ahí es de donde viene esa luz tan intensa! En la pared hay varios tubos de neón montados en fila y cubiertos por una madera para no cegarte completamente. Me fijo en el dibujo y sólo aprecio chochitos. Siempre que veo tablas alineadas de madera veteada distingo chochos de todas las formas y tamaños. Como en la puerta de mi cuarto en casa. Las puertas suelen estar recubiertas de esas capas de madera delgadas dispuestas simétricamente. Es como en las clases de arte de cuando era pequeña. Se borronea algo con acuarelas y mucha agua en el centro de una hoja, se dobla, se aprieta brevemente, se vuelve a desdoblar y queda lista la pintura del chocho. Hago un esfuerzo para apreciar algo distinto en la cubierta de los tubos de neón. Es imposible. ¡Sólo veo coños! Pulso el timbre de emergencia. ¿Qué podría desear? Rápido, hay que inventarse algo.
Llaman, se abre la puerta. Entra una enfermera. Aunque… primero ha abierto la puerta y después ha llamado. Soy tan cortés con esta burra de enfermera que he invertido el orden de las acciones para no dejarla mal ante mí. Seguramente la ha mandado Robin. Lo he dejado descolocado de veras, tendré que arreglarlo. La enfermera se llama Margarete. Lo pone el rótulo que lleva en los pechos. Primero me he fijado en ellos, los pechos, y después en la cara. Así, al revés, lo hago a menudo. Estoy fascinada con su cara. Está increíblemente aseada. Una mujer cuidada, que dicen.
Como si eso fuera ya un valor especial. En el instituto llamamos a esas alumnas «niñas Pasteur» o «hijas de Don Limpio». No sé cómo lo hacen, pero siempre parecen mejor lavadas que las demás. Están totalmente inmaculadas, desinfectadas, sintéticas. Cada punto de su cuerpo, por minúsculo que sea, ha sido objeto de alguna atención.
Lo que esas tías no saben es que cuanto más se ocupan de esos detalles, tanto más inflexibles se hacen. Adoptan una postura rígida y antisexy porque no quieren estropear todo el trabajo que han hecho.
Las mujeres cuidadas se hacen las uñas, las manos, la cara, los labios, el pelo, la piel, los pies. Se pintan, se depilan, se tiñen, se rizan, se esmaltan, se exfolian y se untan con crema.
Se sientan tiesas como una estatua rococó porque saben cuánto trabajo han invertido y quieren que les dure el mayor tiempo posible.
¡Quién se va a atrever a sobar y follar a esas tías!
Todo lo que se considera sexy, el pelo revuelto, los tirantes cayéndose de los hombros, el brillo del sudor en la cara, da una imagen de desorden, sí, pero llama al toqueteo.
Margarete me mira interrogativa. Debo decir, pues, qué me ocurre.
—Necesito un cubo de basura para mis gasas sucias. Si las dejo sobre la mesilla, vician el olor de la habitación.
Muy convincente, Helen. Bien hecho.
Comprende mi fingido deseo de mayor higiene hospitalaria, dice «por supuesto» y se va.
Oigo ruido fuera. Algo pasa. Seguro que no es nada del otro mundo. El día a día del hospital. Calculo que estarán repartiendo la cena. Aquí se está sometido a un horario férreo ideado por algún pirado. A partir de las seis de la mañana las enfermeras arman un jaleo de mil demonios por los pasillos. Entran, traen el café, limpian la habitación, me limpian a mí. Estás presa como en una colmena de revoloteantes abejas obreras. Lo único que la gente enferma quiere de verdad es dormir, y es justamente eso lo que el personal aquí no tolera. Si después de una mala noche (y en el hospital todas las noches son malas) quiero recuperar el sueño durante el día, hay por lo menos ocho personas que se confabulan contra mí y mi necesidad de dormir. Ninguna de las personas que trabajan en el hospital se fija al entrar en la habitación en si los enfermos están durmiendo. Simplemente gritan «¡buenas!» y hacen, con gran escándalo, lo que tienen que hacer. Podrían suprimir ese «¡buenas!» y realizar sus actividades silenciosamente y con consideración. Ven con malos ojos que descanses. He oído decir que a los depresivos no hay que dejarlos dormir demasiado porque eso incrementa la depresión. Pero esto no es un loquero. A veces tengo la impresión de que con su manía de despertar al personal controlan si sus pacientes están aún vivos. En cuanto echas una cabezadita se lanzan a rescatarte de las garras de la muerte. «¡Buenas!».
La enfermera vuelve con un pequeño cubo de la basura cromado y lo pone sobre la mesilla. Acciona el pedal negro con la mano, la tapa se abre de golpe y deposito en su interior la gasa sucia que tenía entre mis nalgas. La manera como Margarete manipula el pedal también es típica de las mujeres cuidadas. Cuida escrupulosamente sus uñas y lo toca todo con las yemas exclusivamente. Fenómeno extraño. Está claro que cuando las uñas están recién pintadas procuras que no toquen nada hasta que se hayan secado. Pero algunas mujeres mantienen esa actitud en estado seco. Muy cursi, eso. Como si les diera asco todo lo que las rodea.
—Muchas gracias. Soy un tanto peculiar en lo que se refiere a la higiene —digo, sonriéndole de oreja a oreja.
Asiente con gesto sabedor, pero no sabe nada. Piensa que quiero un ambiente ordenado y que me molesta el olor o que me avergüenzo del aspecto que tienen mis gasas cuando las saco del trasero. En realidad soy un poco peculiar en asuntos de higiene porque la verdad es que me importa un rábano y porque desprecio a las personas como Margarete, higiénicas, aseadas, asépticas.
¿Qué me pasa? ¿Por qué me mosqueo tanto con ella? Si todavía no me ha hecho nada.
Soy yo la que le tomo el pelo a ella con mi deseo de disponer de un cubo de basura. Cuando desprecio a alguien de esa manera y me dan ganas de pegarle o al menos de ponerle a parir, suele avecinarse mi periodo menstrual. Lo que faltaba.
Margarete dice:
—Que se divierta con su nuevo cubo de basura.
Claro que sí. Muchas gracias, tía guasona.