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Entra una enfermera. Qué pena que no sea Robin. Pero da igual. También puedo preguntarle a ella.
—¿Qué hago si tengo que evacuar?
Es así como dicen aquí. Según quién sea mi interlocutor, puedo expresarme de manera culta.
Me explica que desde el punto vista de los médicos incluso se aconseja cagar lo antes posible. Para prevenir todo peligro de inhibición fecal. Dice que la herida ha de curarse por medio de la evacuación diaria, que propicia la correcta conjunción del tejido y su capacidad de dilatación. Están pirados. Dice también que enseguida llegará el doctor Notz para explicármelo todo detenidamente. Luego sale. Y mientras espero a Notz, medito sobre los distintos medios que existen para provocar estreñimiento. Se me ocurren muchas posibilidades. Entonces entra el doctor Notz. Lo saludo y lo miro fijamente a los ojos. Es algo que hago cuando quiero intimidar al otro. Me llama la atención que tiene las pestañas muy largas y tupidas. ¿Cómo es que no me di cuenta antes? Quizás estaba muy distraída por el dolor. Cuanto más lo miro, más se alargan y se espesan sus pestañas. Creo que me está contando cosas importantes sobre mis evacuaciones, mi alimentación y mi convalecencia. No lo escucho en absoluto pero cuento sus pestañas. De vez en cuando suelto un monosílabo fingiendo que estoy escuchando atentamente. Ya, ya…
Pestañas de ese calibre las llamo yo bigote ocular. No soporto para nada que los hombres tengan pestañas tan bonitas. Ya en las mujeres me molesta. Las pestañas son uno de los grandes temas de mi vida. Es un detalle en el que siempre me fijo. Lo largas que son, lo tupidas, su color, si están teñidas, rimeladas, rizadas o pringadas de legañas. Muchas tienen las puntas claras y el arranque oscuro y parecen más cortas de lo que son. Si a unas pestañas así se les pone rímel parecen el doble de largas. Yo, durante muchos años de mi infancia, no tuve pestañas. Pero sé que antes de eso recibía muchos halagos por mis pestañas largas y espesas, todavía me acuerdo perfectamente de ello.
Un día, una mujer le preguntó a mamá si no le molestaba que su hija de seis años tuviera las pestañas más tupidas que ella, a pesar de que se las rizaba y maquillaba. Mamá siempre me decía que había un viejo dicho gitano según el cual lo que le proporciona a uno demasiados halagos acaba estropeándose. Ésa era su explicación también cada vez que le preguntaba por qué yo ya no tenía pestañas. Pero recuerdo una imagen. Me despierto en mitad de la noche y veo a mamá sentada en el borde de la cama donde suele leerme los cuentos; pero esta vez me sujeta la cabeza con una mano y yo siento un metal frío en los párpados. Ris ras. Ojo por ojo. Y la voz de mamá diciendo: «Estás soñando, hija».
Con las yemas siempre estuve palpándome los cañones de las pestañas. Si fuese cierto el cuento de los gitanos que contaba mamá, las pestañas se me habrían caído completamente. Pero no puedo culparla de nada porque a menudo confundo realidad, mentira y sueños. Sobre todo ahora, después de tantos años de tomar drogas, muchas veces me cuesta separar las cosas. La fiesta más salvaje de mi vida tuvo lugar cuando mi amiga Corinna se dio cuenta de que Michael, mi chico camello de entonces, se había dejado su lata de droga en su casa. En realidad no había nada que festejar. Pero es lo que decimos cuando nos drogamos. Hacer una fiesta.
Michael guardaba sus paquetitos y pastillas y papelinas, su coca y sus anfetas, en una especie de artículo de broma parecido a una lata de coca-cola absolutamente normal pero con la tapa desprendible.
Tenía el capricho de llevar en la lata una cantidad de drogas cuyo peso fuera equivalente al del contenido de una lata de coca-cola real.
Corinna dijo:
—Mira, Helen. La lata de Michael. No se mosqueará, ¿verdad?
Me sonrió frunciendo la nariz. Ese gesto significa que se alegra de verdad.
Hicimos novillos, compramos vino tinto y le dejamos a Michael un mensaje en el contestador:
—Si buscas coca-cola, nosotras hemos encontrado una caja entera en la habitación de Corinna. No te mosquearás si empezamos a beber sin ti, ¿verdad?
Éramos muy expertos en comunicarnos telefónicamente con un lenguaje mal cifrado. Cuando una toma drogas se vuelve paranoica y se confunde a sí misma con el matón de El precio del poder, creyéndose objeto de escuchas clandestinas y de una inminente redada a gran escala, con detenciones y procesos judiciales en los que el juez pregunta: «Por cierto, Helen Memel, ¿qué quiere decir detergente, pizza y cuadro? Durante todo ese periodo usted estuvo sin lavar, sin comer pizza y sin pintar. Porque no sólo la tuvimos bajo escucha sino también bajo observación».
Luego comenzó nuestra carrera contra el tiempo. El objetivo era tragarse el máximo de drogas posibles antes de que Michael llegara y las primeras ingestas surtieran efecto. Tendríamos que devolverle todo lo que no fuéramos capaces de engullir. Empezamos a las nueve de la mañana, tomando siempre dos pastillas a la vez y regándolas con mucho vino tinto. Nos pareció inadecuado comenzar el día esnifando coca y anfetas, de manera que nos pusimos a armar bombitas con papel higiénico.
Cada una echaba medio paquetito, es decir medio gramo, sobre un trozo de papel de váter, lo cerraba con mucho arte y se lo tragaba con mucho vino. Quizás había en cada paquetito menos de un gramo, porque Michael era un buen negociante y solía timar a todos. Una vez comprobé el peso de lo que se suponía que era un gramo. ¡Qué gramo ni qué naranjas de China! Pero no podías irle con el cuento a la poli. Así deben de ser las leyes del mercado negro. Nada de protección al consumidor.
De todas formas, esas bombitas son difíciles de tragar. Se necesita práctica. Si la dejas demasiado tiempo en la boca, la bombita se abre y su carga amarga se te queda pegada a la lengua y al paladar. Eso es lo que hay que tratar de evitar.
Probablemente, el efecto se hizo notar poco a poco. Sólo recuerdo lo más destacado. No parábamos de reírnos y de decir que aquello era la jauja de las drogas. En algún momento pasó Michael para recoger su lata y se puso a echar pestes. Nos entró la risa floja. Dijo que si no reventábamos de la cantidad que llevábamos en el cuerpo tendríamos que pagárselo todo. Nos reímos de él.
Después vomitamos. Primero Corinna, luego yo, impulsada por el ruido y el olor. Todo en un cubo de la limpieza blanco. El vómito parecía sangre, por el vino tinto, aunque tardamos bastante en descubrirlo. También había un montón de pastillas no digeridas flotando encima, cosa que nos pareció un despilfarro prohibitivo.
Yo:
—¿Vamos a medias?
Corinna:
—Sí, empieza tú.
Y así me bebí por primera vez en mi vida los vómitos de otra persona, y a litros. Mezclados con los míos. A grandes tragos y alternando. Hasta que el cubo quedó vacío.
Creo que en un día así mueren muchas células cerebrales. En mi caso esas fiestas han afectado claramente a la memoria. Hay otro recuerdo del que no estoy segura de si realmente es un recuerdo. Un día llego de la escuela a casa y empiezo a dar voces. Nadie me contesta. Concluyo que no están.
Entro en la cocina y veo a mi madre y a mi hermano pequeño tirados en el suelo. Están dormidos. Mi hermano tiene la cabeza acostada en su almohada con el dibujo del osito Winnie, mientras que la de mamá reposa sobre un trapo de cocina verde claro doblado y redoblado.
El horno está abierto. Huele a gas. ¿Qué se hace en un momento así? Había visto una peli en la que alguien encendió una chispa y la casa entera saltó por los aires. Por tanto, acercarse lenta y cuidadosamente al horno (al fin y al cabo hay gente durmiendo) y cerrar el gas. Después abrir la ventana y llamar a los bomberos. Del número de la ambulancia no me acordaba. Vienen a recogerlos, los dos siguen dormidos, me dejan acompañarlos. En el hospital les hacen un lavado de estómago y papá llega allí directamente del trabajo.
En la familia nunca se ha hablado de eso. Desde luego, conmigo no. Por eso no estoy del todo segura de si lo soñé o me lo inventé y me convencí de que era cierto. Es posible.
Mamá me formó para ser una buena mentirosa. A tal extremo que incluso me creo mis propias mentiras. Eso a veces es divertido, pero otras, como en este caso, puede ser muy desconcertante. Es cierto que podría simplemente preguntarle: «Oye, mamá, ¿me cortaste alguna vez las pestañas por envidia? Y otra cosa: ¿Intentaste alguna vez matarte a ti y a mi hermano? ¿Y por qué no quisiste llevarme con vosotros a mí también?».
Pero nunca encuentro la ocasión.
En algún momento las pestañas me volvieron a crecer y siempre me las he teñido, rizado y maquillado para sacar el máximo provecho de ellas. Y para fastidiar a mamá, claro, por si el recuerdo era verdaderamente un recuerdo. Quiero que mis pestañas, las de arriba y las de abajo, tengan el aspecto de aquellas espesas pestañas artificiales de los años sesenta. Para conseguirlo mezclo rímeles baratos y caros y me los pongo en cantidad con el extremo del cepillo, la parte que más empapada está. Es la mejor forma de lograr unas patas de mosca perfectas. Se trata de que todo el mundo piense a un kilómetro de distancia: «Vaya repiqueteo de pestañas que viene por ahí».
Los rímeles se publicitan destacando que no se pegan y que el cepillo separa limpiamente las pestañas sin dejar grumos. Eso es para mí una razón para no comprar el producto. Cuando mis vecinos y parientes detectaron que no me desmaquillaba las pestañas sino que cada día simplemente pintaba encima, empezó la campaña del miedo.
«Si las pestañas no se desmaquillan no les llega la luz ni el aire. Y entonces se caen». Yo pensaba: Más que aquella vez, imposible. E ideé unos trucos estupendos para que mis pestañas rimeladas nunca recibieran el impacto del agua. Después de invertir tanto esfuerzo y dinero en ellas, ¿cómo iba a consentir que una simple ducha me las estropeara? Además, si el agua caliente disuelve un rímel de varios meses y entra en los ojos, el ardor es mayúsculo. Se trata de prevenirlo. Por eso me ducho en etapas. Primero me lavo el pelo con la cabeza agachada y me ato una toalla en la frente para retener las gotas y evitar que entren en el ojo. Después me ducho el resto del cuerpo, del cuello para abajo. Durante un tiempo me olvidaba de lavarme el cuello y se formaban sedimentos de mugre negra en los pliegues. Al frotar salen pequeños fideos oscuros y pringosos cuyo olor es parecido al del pus. Entonces o bien te duchas de la cara para abajo o te rascas regularmente para que el sebo fideiforme salga de las arrugas del cuello. Lo principal es que la cara no entre nunca en contacto con el agua. Hace años que no buceo, ni en la bañera ni en las clases de natación. Entro en el agua por la escalenta, como las abuelas, y sólo puedo practicar la braza, ya que en todos los demás estilos la cara está en el agua, sea parcial o totalmente. Si alguien se permite la broma de hundirme la cabeza, me pongo hecha una furia, grito y suplico y explico que me va a echar a perder las pestañas. Hasta el momento me ha dado buen resultado.
Hace años que mi cara y el agua no hacen buenas migas. Eso significa lógicamente que nunca me la lavo. De todas formas, me parece que se exagera la importancia de la limpieza facial. Si te desmaquillas con discos de algodón y tal, en cierta manera ya te lavas la cara. Pero cuidado con acercarse a las pestañas. Hace años que lo hago así. Y las pocas veces que al rizármelas me he llevado una pestaña con el rizador, enseguida ha vuelto a crecer. De esta manera he demostrado que no es verdad que enseguida se te caigan todas las pestañas si no te desmaquillas cada noche.
Una vez Mattes, mi ex, al observar cómo me las rizaba me preguntó si el arco de las pestañas no era exactamente tan largo como el labio menor de la vulva.
—Sí. Más o menos.
—¿Tienes dos rizadores de ésos?
—Sí. ¿Para qué?
Tengo uno de oro y otro de plata.
Me acostó en la cama. Me abrió las piernas. Me apartó las medias lunas y me sujetó las crestas de gallo de ambos lados con los rizadores. Quedaron como los ojos del cabecilla en La naranja mecánica. Así pudo separar los labios menores bastante del agujero y mirar hasta muy adentro. Me dijo que los cogiera y tirara hacia los lados hasta ponerme cachonda. Quiso follarme allí mismo y correrse encima de los labios tendidos, pero antes le dio por sacar una foto para que yo viera lo bonito que era mi coño tan ampliamente desplegado. Batimos las manos de pura alegría. Quiero decir él. Porque yo las tenía ocupadas.
Si esos lóbulos cutáneos rugosos se tensan firmemente, el área entera alcanza el tamaño de una postal. Mattes un día me dejó pero su buena idea sigue ahí.
Me gusta esa sensación de estirar los labios de la vulva con los rizadores hasta darles, vistos desde donde los veo, la apariencia de alas de murciélago. ¿Será que su tamaño y su prominencia se deben a eso? No. Creo que siempre han tenido las mismas dimensiones y ese desflecado de color rosa gris. En todo eso estoy pensando mientras no escucho al doctor Notz, que ahora ya quiere largarse.
Pero Helen se lo impide alargándole sus fotos espectaculares.
—Primero tiene que decirme dónde es arriba y dónde abajo. No puedo apreciar el ojo del culo en ninguna parte, por más vueltas que les dé.
Echa un vistazo y enseguida aparta la mirada. Le da asco el resultado de su propia operación. Me lo imaginaba. Ya antes de meterme el bisturí no quiso explicarme sus intenciones.
—Dígame por lo menos cómo he de sostenerlas para saber qué aspecto tengo.
—No se lo sé decir, señorita. A mi juicio el fotógrafo se ha acercado demasiado. No le podría decir cuál es la posición correcta.
Suena enfadado. ¿Está loco o qué? Ha sido él quien ha hecho eso. Ha sido él quien ha tenido sus manotas en mi culo. Me parece que yo soy la víctima, y él, el verdugo.
Breves, muy breves son las ojeadas que echa a la foto, enseguida mira para otro lado. Espero que en el quirófano sea capaz de fijar la mirada en la herida. Qué calamidad. ¿O será que cuando llega al quirófano entra en otro mundo? ¿Será que allí puede mirarlo todo detenidamente y que es después cuando no quiere que lo confronten con su obra?
Como el que va al puticlub y siempre hace las guarradas más salvajes con la misma puta pero cuando se la encuentra por la calle mira para otro lado y no la saluda.
Notz no ha saludado a mi ano.
Ni siquiera quiere verlo.
Es más, tiene pánico: ¡Socorro!, un ano que habla y hace preguntas y se ha sacado fotos a sí mismo.
No tiene sentido. Este hombre no sabe tratar con personas que siguen atadas al culo que él ha operado.
—Muchas gracias, señor Notz.
A palo seco, sin títulos ni mandangas. Lo he despedido. Lo ha entendido. Sale.