SARNA CON GUSTO
Estudios de Mediaset España
Carretera de Fuencarral-Alcobendas, 4
29 de octubre de 2012, 21:35
La maquilladora acababa de marcharse y Ramiro Sancho volvió aponerse los auriculares del vetusto reproductor. Buscó la canción que quería escuchar en ese momento de tensa espera. Coge el viento de La Dama se Esconde irrumpió con fuerza en sus oídos.
El camino que seguiste
ha cruzado toda la ciudad
y aún intentas descubrir amor.
Eres solo un viajero
yendo en busca de algún lugar
donde el cielo siempre sea azul.
Coge el viento en una mano
y en la otra ten tu libertad,
es la luna un gran amigo
con el que poder hablar.
Demasiado tiempo lejos
de tus manos y al volver atrás…
Los últimos veinte días habían significado el inicio de su particular travesía por el desierto, que el propio Sancho preveía larga y penosa. Y el lugar donde conducía irremediablemente no tenía mucha pinta de tener un cielo siempre azul.
El expediente abierto por su actuación estaba por resolverse, pero, habida cuenta de la gravedad de los hechos, la conmoción que había generado el trágico desenlace en la ciudad y, teniendo en cuenta sus antecedentes, las posibilidades de ser expulsado del Cuerpo o, en el mejor de los casos, de ser enterrado bajo el escritorio de alguna comisaría muy lejana eran bastante elevadas. Pero mucho más grave aún era el trauma que le había ocasionado la muerte de Margarita. Según dictaminó la autopsia, el fallecimiento le sobrevino algunas horas antes de que la encontraran a causa de un shock séptico provocado por una infección que se transmitió por todo su organismo a través del torrente sanguíneo. Ólafur y Erika entendieron la necesidad de aislamiento del pelirrojo. Se marcharon junto con Karatu a la espera de recibir noticias suyas. Lo cierto era que no recordaba con nitidez cómo habían transcurrido los días inmediatamente posteriores, sumido en un estado catatónico autoinducido con el fin de alejarse lo máximo posible de la realidad. Cuando logró salir de él, lo primero que hizo fue hablar con Azucena, y aquella dilatada conversación le sirvió para atreverse a emerger del fango.
Las palabras de Azucena se mantenían frescas en su memoria.
—Inspector, a través de la culpabilidad no conseguirá recuperar su vida y tampoco nos devolverá la de mi hija —le dijo ella rompiendo con la actitud distante que había mantenido hasta ese momento—. De nada vale martirizarse pensando en lo que se pudo hacer y no se hizo porque el pasado nunca vuelve. Se trata de aprender a convivir con él. Usted encontró a mi hija pero Cristo Nuestro Señor se le adelantó. Tratar de entender los designios divinos desde la óptica de los hombres solo puede llevar a la autodestrucción.
Sancho no encontró calor en sus palabras, pero tampoco ningún atisbo de odio ni rencor hacia él, lo cual le hizo pensar que quizá en el futuro pudiera perdonarle; perdonarse. Sentado frente a aquel espejo, el pelirrojo envidió y repudió a partes iguales la capacidad de los católicos para tragarse las desgracias con agua bendita. Al preguntar el resto de la familia, ella se mostró confusa y dubitativa y Sancho conjeturó con la posibilidad de que Dios Todopoderoso aún no le hubiera indicado a Azucena cómo sanar las heridas del corazón.
Algunos días después se atrevió a atender una de las muchas llamadas que le había hecho Sara Robles. Pasaron la noche de barra en barra para terminar en el Zero Café, rememorando las horas que compartieron en su casa, planificando la forma de salir airosos de la trampa tendida por Aitzol Etxeandia, porque a esas alturas, Sancho ya sabía perfectamente que cuando las piezas encajan demasiado bien es que alguien está poniendo masilla. Ninguno de los dos lo verbalizó, pero ambos pensaron en lo que habría sucedido si en vez de devanarse los sesos y dormir escasamente dos horas se hubieran arrancado la ropa y plegado al deseo copiosamente. Nunca lo sabrían.
La inspectora había aceptado de nuevo la jefatura accidental del Grupo de Homicidios de Valladolid y, a pesar de que Sancho ocultó los derroteros por los que iba a transcurrir su nueva vida, ella intuyó acertadamente que, fuera lo que fuese, tenía muy poco que ver con el placer. Se despidieron con abrazos sinceros y palabras vacías, mala combinación para quienes se buscan más de lo que podrán encontrarse. La asociación de ideas le llevó a recordar que tenía una conversación pendiente con Gracia Galo y se conjuró para hacerlo cuando se sintiera preparado para ello. También había hablado brevemente por teléfono con Fernando Fajardo Feix, no recordaba cuándo, pero lo encontró bastante animado tras recibir la confirmación de la tramitación de su solicitud de traslado a la Brigada Central de Crimen Organizado. Interpretando el cambio como un ascenso relevante de su calidad de vida, Fajardo le colgó con un «hasta pronto, máquina. Y suerte» que arrastraba un marcado aroma de «hasta nunca. Y púdrete».
Esa misma mañana había hecho el viaje a Madrid acompañado por Peteira. Sancho le pidió que no compartiera en la comisaría los motivos que le habían llevado a aceptar la propuesta de la cadena de televisión. El subinspector no dejó de repetirle que su familia contraía con él una deuda a perpetuidad y que, estuviera donde estuviera y pasara lo que pasara, su hijo Marcos ya formaba parte de su existencia. Pensar en eso le reconfortaba, quizá egoístamente en ese afán compensatorio y justificativo tan propio del ser humano, pero, observando la cicatriz de la frente y las marcas de sus manos, determinó que no era el infortunio sino sus propias decisiones las causantes directas de su desdicha. El «cuídate mucho» de Peteira le hizo conmoverse antes de bajarse del coche; como si tuviera alguna opción de conseguirlo.
Con el terreno de juego tan embarrado y el oval en las manos, no le quedaba otra opción que morder el protector bucal y correr hacia delante. Sabía que iba a tener escasas posibilidades de alcanzar la línea de ensayo, casi ni de pisar el campo del rival. Solo contaba con su firme determinación de no dejarse placar. Y el DAO también lo sabía. Por ello, Hernández Santiago, metido en el papel del entrenador que conoce bien sus bazas, le había ofrecido protagonizar una última jugada. O posaba el balón bajo palos o no volvería a ponerse la camiseta del equipo. Ese era el pacto que el pelirrojo no tuvo más remedio que aceptar, y el partido empezaba en once minutos, los que restaban para que la coordinadora del programa viniera a buscarle.
En esa tesitura, Sancho no encontró un modo mejor de diluir la espera que devolver una de las muchas llamadas que le habían realizado días atrás. Apretó el pause y sacó el móvil del bolsillo del pantalón. Al segundo tono escuchó su voz.
—Hola, Erika.
—¿Cómo va todo?
Tardó en contestar.
—Va. Creo que he tocado fondo, pero sigo cavando por si acaso hay más mierda.
Dada la respuesta que escuchó, Erika descartó la idea de compartir con él la información que había recibido recientemente. El alumbramiento se había producido el pasado 13 de agosto en el hospital infantil Nieklanska de Varsovia, donde, debido a su comatoso estado, fue trasladada Ludka Opieczonek a dar a luz. Olek había venido al mundo pesando tres kilos justos y, según decían, tenía los ojos pequeños, negros y afilados, como los de su padre. Su madre fue desconectada tres días más tarde, quedando la criatura bajo la custodia de sus abuelos.
—Saldrás, estoy segura de ello —respondió ella.
—Eso espero.
Un silencio atronador precedió al tono de voz cavernoso del todavía inspector de Homicidios.
—Erika…, voy a desaparecer durante un tiempo.
—Lo comprendo.
—No sé cuánto, quizá se trate de una larga temporada.
—Lo que necesites, Sancho.
De nuevo el mutismo.
—Si te digo la verdad: estoy algo acojonado. Bastante acojonado —matizó.
—¡Claro! ¡Hoy es el gran día! —dijo con el propósito de aligerar el tono de la conversación.
—Sí. Al final, todo llega.
La risa limpia y espontánea de Erika Lopategui se contagió en los labios del pelirrojo.
—Sí, tú ríete. Ya me gustaría verte a ti en esta situación. Son cincuenta minutos en directo, con una audiencia estimada de más de dos millones de espectadores.
—Todo sea por la pasta, en este caso, para lo que se va a emplear. ¿Cómo era el refrán ese? Sarna con gusto…
—Los cojones —le interrumpió Sancho—. Sarna con gusto, los cojones.
—Piensa en todo el bien que van a proporcionar esos miles de euros.
—Eso intento, te lo aseguro, pero no funciona. ¿Cómo está Ólafur? —quiso saber para cambiar de tercio.
—Controlado, sigue sin probar gota. Parece que el tratamiento funciona. Cuando no está paseando a su nuevo mejor amigo está discutiendo de religión y filosofía con Jaap Keergaard. Asistir a esa competición por el cetro de filosofastro es un auténtico coñazo.
—¿Es de fiar?
—Ya le conoces, ni sereno ni borracho.
Sancho soltó una carcajada que hasta a él mismo le cogió por sorpresa.
—Me refería al tipo de la coleta.
—Lo sé, lo sé. Pero en este momento es nuestro valor principal. Llevamos días exprimiendo toda la información que nos ha proporcionado así como la que hemos podido extraer del equipo de Kruger gracias a él. Ólafur y yo estamos convencidos de que su arrepentimiento es sincero.
—Por muy sincero que sea, no deja de ser un sicario. Tened mucho cuidado con él.
—Lo tendremos, pero en las circunstancias en las que nos encontramos, tampoco contamos con alternativas menos arriesgadas, Sancho.
Aquella última frase le hizo henchir los pulmones de oxígeno cargado de aroma a cosmético.
—Alternativas…, esa es la cuestión. En este momento no puedo ofrecerte… Quizá algo más adelante, cuando esté en condiciones de…, en fin, tú ya me entiendes.
—No suele ser únicamente cuestión de tiempo.
—Ya. Puede que tengas razón.
—Puede.
—No obstante, las ganas que tengo de darle al islandés una buena patada en las pelotas juega a favor de obra.
—¿Ya mí? ¿No tienes ganas de verme? —soltó ella de forma capciosa.
—Claro que sí, pero primero tengo que intentar ordenar lo que queda de mí —respondió en tono mortecino—. Ahora tengo que dejarte, en dos minutos empieza la romería y ya sabes eso que dicen: a las romerías y a las bodas van las locas todas.
—Entonces yo no puedo faltar.
Sancho se rio a gusto.
—Suerte —se despidió ella.
—Dos minutos —maldijo Sancho.
No fueron dos, fueron cinco, como las sílabas que más de dos millones de espectadores pudieron leer en los labios del barbudo pelirrojo en cuanto puso los pies en el plato aclamado por el público asistente al programa.
—¡Hay que joderse…!