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AGUA PASADA NO MUEVE MOLINO, PERO ARRUINA EL SEMBRADO

En algún lugar de la provincia de Valladolid

3 de septiembre de 2012, 6:24

Abrió los ojos. Todo estaba borroso, difuso, como en proceso de definición. Estaba en posición fetal, apoyada sobre el lado derecho de su cuerpo, como acostumbraba a conciliar el sueño en su cama. Se preguntó cuántas horas habría dormido. La incógnita del paso del tiempo seguía azorándola. Se giró para colocarse boca arriba. Tenía ese costado aletargado, entumecido, pero era más urgente calmar el picor de los ojos. Tiró de la cadena para poder frotarse los párpados vivamente. Se trataba de una desazón extraña, nada habitual, como si hubiera permanecido con ellos abiertos una eternidad. Cuando terminó, buscó la bombilla con el fin de ajustar el enfoque, pero la recubría una neblina que difuminaba su perfil. Buscó otro objeto. Ese que era el culpable de la banda sonora monotemática de su encierro: el ventilador. Añoraba el pandemónium que se preparaba en el aula a última hora de la mañana. Por norma, Margarita odiaba el griterío, pero en aquella tesitura habría dado lo que fuera por participar en un buen follón. Se incorporó a duras penas y se dejó guiar por el sistema auditivo.

Algo le entrecortó la respiración.

Un objeto que no debería estar allí o, cuando menos, una forma que su cerebro no tenía registrada. Forzó la vista pero fue inútil. Atrajo súbitamente las manos hacia la cara con la intención de borrar esa invisible capa blanquecina. Los grilletes se clavaron en las muñecas y articuló una protesta que apenas salió de su boca, seca, empastada. Aun así logró su propósito y tras repetir la operación se centró en el elemento desconocido. Parcialmente oculto en la zona de penumbra, le fue imposible identificarlo, pero si algo tenía claro era que, fuera lo que fuera, se movía.

El ronroneo del ventilador no era más que un silencio molesto.

Silencio prolongado.

Insufrible silencio.

—¿Ya se ha despertado la bella durmiente?

Chilló. Emitió un sonido tan agudo y estridente que resultó molesto incluso para sus propios oídos.

—Tranquila, niña, que no te voy a comer —dijo la voz dejando patente que estaba disfrutando de aquello. No acertaba a distinguir sus rasgos faciales, pero era evidente que estaba sentado en la silla roja a escasos metros de ella. Reconoció el tono anodino del hombre de ojos claros y abultados, aunque sonaba algo más limpia—. No vuelvas a gritar o te lo colocaré de nuevo.

No se había percatado de ello. El último recuerdo que tenía antes de despertar estaba relacionado con la incomodidad que le causaba la hebilla de aquel aparatoso artilugio que le impedía abrir la mandíbula. Y eso, precisamente, era lo preocupante, porque ella se desvelaba con cualquier mínimo ruido y alguien le había quitado el bozal sin que lo hubiera notado.

—Tienes una boca muy bonita, ¿lo sabías?

Ella ni siquiera valoró la posibilidad de abrirla.

Otro silencio.

—Tienes que comer algo, no queremos que te mueras de hambre.

Pero la adolescente no dejaba de pensar en la posibilidad de que le hubiera hecho algo mientras estaba en ese estado de inconsciencia. Justo entonces, notó la vejiga hinchada.

—Tengo que hacer pis —avisó ella pronunciando deficientemente.

—Pasa al cuarto de baño, pues.

El hombre extendió el brazo y señaló a su derecha. Margarita giró la cabeza en aquella dirección para toparse con la palangana y el rollo de papel higiénico.

—Por favor… —rogó.

—Por favor, ¿qué? —preguntó con entonación burlesca.

—Me da vergüenza. Si me está mirando, no me sale.

—¡No me toques los cojones, niñata! ¿Me vas a decir ahora que nunca te has bajado los pantalones delante de un tío? ¿Vas a ir de mojigata conmigo? Tú verás: o palangana o te lo vuelves a hacer encima. Vas a poner fino el colchón y no sabemos…, vamos, que lo mismo estás ahí una semana o un año. Así que… tú misma, guapita.

—Por favor —insistió ella entre sollozos.

—¡Que no me toques los cojones con lloriqueos y pijerías! Palangana o colchón.

Margarita no aguantaba más. Estiró los brazos y se colocó el balde entre las piernas. Luego se giró para ocultarse de aquella rijosa mirada. Concentró todo su empeño en retener la orina mientras se ponía en cuclillas, se desabrochaba los pantalones y lograba bajárselos hasta las rodillas. Luego se retiró el tanga y en cuanto estuvo segura de que la palangana estaba en el sitio correcto, dejó que el cuerpo se encargara del resto. Tardó mucho más de lo que hubiera querido, totalmente abochornada por la coyuntura, expuesta, indefensa.

Se limpió y se colocó la ropa. Con sumo cuidado de no derramar ni una gota, volvió a colocar la palangana en el mismo lugar, llena casi hasta el borde. Cuando se giró vio que el hombre se había puesto en pie y había ganado unos metros, tantos que casi tocaba con sus sucias botas el extremo del colchón.

—¿Ves como no era para tanto? —comentó jocoso. Se había vuelto a poner el pasamontañas y su voz sonaba de nuevo apagada.

Un «Vete a la puta mierda, cerdo asqueroso» fue lo primero que pasó por su mente, pero se arredró antes incluso de humedecerse la garganta.

—Ahora quiero que te comas el bocadillo que te traje ayer…

El hombre emitió un chasquido con la lengua que dejaba patente que aquella última palabra no tenía que haber salido de su boca. Margarita se mantuvo a la expectativa.

—¡Que comas, «cagüendiós»!

El exabrupto le recordó sin género de dudas a la coletilla con la que su tío Joseba remataba muchas de sus intervenciones y que tanto cabreaba a su madre.

Ella obedeció. El pan estaba duro y el embutido de origen desconocido se había oscurecido. Le hincó los dientes Con prudencia provocando que se desconchara la corteza del bocadillo. Masticó con desgana sin dejar de observar a su guardián. Su sistema digestivo agradeció el bocado y los que llegaron a continuación. Nada más terminar pidió agua.

—Claro, reina. No había de Vichy, así que tendrás que conformarte con esto.

Reconoció la botella de plástico. Estaba destapada y por el tacto supo que el agua era del tiempo. La olisqueó con el objeto de encontrar algún aroma que le hiciera saltar las alarmas. Se la colocó sobre los labios y la cató con un sorbo timorato. Agua tibia, nada tentadora pero absolutamente necesaria para empujar la bola alimenticia que podía notar atascando su esófago.

—Muy bien, bonita. Ahora te voy a dejar un rato sola. Como aún no nos conocemos, no puedo fiarme de ti —le anunció justo antes de colocarle de nuevo el bozal.

Ni siquiera le dio la oportunidad de protestar y con unas palmaditas en la cabeza se despidió dejando la palangana a modo de ambientador.

Cuando escuchó el sonido de la cerradura experimentó una sensación contradictoria: alivio e incertidumbre. Un cóctel que inmediatamente después solo le sabría a miedo.

Ramiro Sancho todavía barruntaba la idea del cambio de residencia con la que había salido del garaje mientras aparcaba en la campa exterior de la comisaría. Durante el trayecto le había acompañado Nirvana y antes de quitar la llave del contacto dejó que Kurt Cobain terminara Come as you are.

No, I don’t have a gun.

No, I don’t have a gun.

Salir de su casa de Parquesol era un objetivo prioritario, pero la idea de empezar a bucear en Internet o ponerse en manos de una inmobiliaria le provocaba ardor de estómago. Reconoció los coches de Matesanz, Botello y de Garrido pero le escamó no encontrar el Megane Coupé rojo de Peteira, que siempre acostumbraba a llegar unos minutos antes que él. Por lo demás, todo seguía igual y eso le insufló el ánimo que necesitaba para comenzar con buen pie aquel regreso.

Nada más lejos de la realidad.

Junto a la puerta se encontraban varios agentes conversando al tiempo que apuraban sus cigarros. Dejando atrás un sonoro «Buenos días», entró en el hall principal que daba acceso a las escaleras. No había subido cinco peldaños cuando se topó con la espléndida sonrisa que traía puesta el agente de la Unidad Motorizada, Dani Navarro.

—¡Inspector! Precisamente acabo de pasarme por arriba para saludarte.

El apretón de manos precedió al recíproco y siempre efusivo intercambio de golpes en la espalda.

—¿Todo en orden? —preguntó Navarro.

—Más menos que más, aguantando el peso del sambenito que han colgado para este otoño-invierno —bromeó.

—Tú con el sambenito y yo con el mono azul como segunda piel. A Cris le ha dado por volver a comprar revistas de decoración e interiorismo y adivina. Cada vez que la veo hojeando una me entran sudores fríos. Descansaría más cambiándome de casa.

—Coño, justo en eso venía yo pensando, en cambiarme de casa.

—Lo tendré en cuenta por si nos conviene compartir gastos —apuntó el águila continuando con el tono de chanza—. Te dejo ya, que con el corte que tenéis arriba supongo que no querrás entretenerte.

Sancho se rascó la barba.

—¿Corte?

Navarro resopló.

—Yo no digo nada, mejor que te lo cuenten los tuyos, pero te adelanto que te va a encantar el regalo de bienvenida que te han hecho. La jueza Miralles, que le ha vuelto a tocar, lo quiere celebrar contigo, según me cuentan.

—¡Hay que joderse!

—Algunos más que otros. A ver si sacamos un rato y nos vamos a picotear por las casetas del centro, que en ferias tenemos licencia. ¡Suerte! —le deseó desde el primer escalón.

Entró en las dependencias del Grupo de Homicidios masticando la alteración que le había provocado el comentario de Dani Navarro aderezada por la llamada que no atendió de esa persona que contactaba periódicamente con él para proponerle una entrevista en directo para un programa de televisión.

Jacinto Garrido fue el primero en salir a su encuentro.

—Bienvenido, jefe. Te están esperando en el despacho del comisario.

—Buenos días a todos —dijo elevando la voz.

Carmen Montes y Carlos Gómez, tras sus escritorios, contestaron al unísono.

—Luego te presentamos a la nueva incorporación, la inspectora Sara Robles —le dijo Garrido.

Sancho la buscó con la mirada. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta. De facciones nada vulgares, destacaban los pómulos, algo marcados, y las cejas, muy rectas y perfectamente definidas en su rostro sin maquillar de treintañera avanzada. Ella frunció los labios y movió la cabeza en un gesto cordial.

Sancho correspondió al saludo elevando sus pobladas cejas pelirrojas.

—¿Quiénes me están esperando? —le preguntó a Garrido.

—El comisario Herranz-Alfageme, Matesanz y se supone que Travieso.

—Empezamos de puta madre —calificó Sancho en cuanto le mencionó al comisario provincial.

—No lo sabes tú bien. Llevamos un fin de semana del copón bendito desde que… Bueno, mejor que te lo cuenten ellos.

El inspector inspiró profundamente antes de golpear la puerta del despacho.

—Pase —escuchó decir al comisario Herranz-Alfageme.

Le dio la impresión de que la tez de Copito había ganado en albor, proporcionalmente a lo que había retrocedido la presencia capilar en la frente desde la última vez que se vieron, cuando tuvo que comunicarle algo abochornado la sanción disciplinaria. Se levantó para estrecharle la mano y tras estudiarle unos segundos le dijo:

—Siéntate, por favor.

Un contundente y mudo apretón de manos fue suficiente con Patricio Matesanz.

—Los aquí presentes nos alegramos de que estés de vuelta, ya veremos si el que falta coincide en la misma apreciación —observó con sorna el comisario—. ¿Ya te han puesto al corriente?

—Lo único que han hecho mis queridos compañeros ha sido advertirme de que tenemos un marrón cojonudo entre manos, pero nadie suelta prenda sobre el asunto. Estoy decidiendo si pedir el comodín del público o la llamada.

—Una desaparición incómoda —desveló el comisario—. Se trata de una menor.

—Muy incómoda, cierto —corroboró el inspector tirándose de los pelos del bigote.

Copito desvió la mirada hacia Matesanz para que entrara en detalles.

—Se trata de Margarita Zúñiga Pérez. Quince años. Hija de Alfredo Zúñiga, concejal delegado general del área de Urbanismo, Infraestructuras y Vivienda del Ayuntamiento —leyó de su libreta—, y Azucena Pérez, de los Pérez del Grupo Helios.

—Los de las mermeladas —apostilló innecesariamente el comisario.

—Los mismos —corroboró Matesanz—. Denunciaron la desaparición a las dos y diez de la madrugada del sábado. Según parece, salió de la discoteca Bagur y no regresó a casa. Los padres aseguran que nunca se salta el toque de queda, así que, cuando pasaron unos minutos de las doce de la noche, empezaron la ronda de llamadas. Nadie sabía nada. No se le conoce novio ni noviete, sin embargo, una amiga suya, Carla, nos ha contado que estuvo charlando sobre las doce menos cuarto con un chaval de diecisiete que la trae loquita a la niña. No sabe más. Yo mismo he hablado con el muchacho, Toño se llama. Sostiene que charló con ella unos minutos en la barra y se intercambiaron los teléfonos, pero que él siguió de fiesta hasta las tantas. Tiene dos colegas que lo rubrican y la resaca que arrastraba ayer a mediodía lo certifica. O es un auténtico cabronazo mintiendo o yo creo que dice la verdad. La desaparecida tiene el móvil apagado, al menos desde las doce y veinte que la llamó su madre. Ayer solicitamos la intervención a la compañía, pero, claro, domingo, día del Señor. En su habitación no hemos encontrado nada que nos haya llamado la atención. Nos hemos incautado de su portátil, pero a simple vista no hay nada raro. En Facebook lo último que está publicado es una foto con sus amigas subida desde Instagram a las diez de la noche. Nada reciente en Twitter y no aparece registrada en Tuenti. Tampoco se ha encontrado ningún diario ni la familia tiene conocimiento de la existencia de uno. En las estaciones de tren y autobuses no la han visto. Y poco más te puedo contar.

—Al margen de la que está liando el padre, claro —intervino el comisario—. A las siete de la mañana, el subdelegado del Gobierno ya estaba agitando la coctelera y tenemos a Travieso dando por el culo cada cuarto de hora en busca de novedades —dijo bajando considerablemente el tono—. En marzo se retira y…

—Está viendo peligrar el resultado en la prórroga —completó Sancho.

—Como seguidor atlético que es.

—¿Nadie la vio salir de la discoteca?

—Se despidió a lo Cenicienta y los porteros tampoco la han reconocido. Lógico, la noche del sábado lo mismo pasaron por allí dos mil pubescentes con las hormonas a galope tendido…

—¿Quién está tratando con la familia? —quiso saber Sancho.

—El aviso lo recibió Peteira la noche del sábado. Ahora mismo se encuentra en el domicilio. La madre está ya con tranquilizantes y el padre en plan mariscal general de todos los ejércitos, movilizando todas las tropas.

Francisco Travieso entró en el despacho sin permiso, ni falta que le hacía. Antes de sentarse se limpió el sudor de la frente con la palma de la mano y se la secó en el pantalón de un traje tan pasado de moda como sus gafas, todavía algo oscurecidas por el sol que no lucía. A Sancho le sobrevino un retortijón.

—¿Alguna novedad? —espetó tras gorjear groseramente.

—Estamos igual que la última vez que hablamos —dijo Copito evitando hacer sangre con los detalles temporales.

—¿Qué hipótesis barajamos a estas alturas?

—Ninguna que esté fundamentada en algo distinto a las habituales conjeturas que rodean la desaparición de una adolescente —contestó el comisario exprimiendo el pleonasmo.

—¿Lo que viene siendo? —persistió Travieso.

—Que siga de fiesta, que esté castigando a sus padres o que haya encontrado a su príncipe azul. Hasta el momento nada nos indica que le haya sucedido algo grave.

—¿Y si se la ha llevado alguien y la retiene contra su voluntad?

—Insisto, por ahora nada nos hace pensar eso. La familia no ha recibido comunicación de ningún tipo. De todos modos, tenemos la fortuna de contar con un especialista en el Grupo, aquí presente —dijo refiriéndose a Sancho.

—¿Y cuál es el diagnóstico de nuestro experto en la materia?

—Buenos días —recalcó maliciosamente—. Es cierto que en mi otra vida he participado en la resolución de dos secuestros y algunos casos de extorsión, pero dudo mucho que eso me otorgue el título de experto. Dicho esto, bajo mi punto de vista, si se trata de un secuestro no tardaremos en saberlo. Lo habitual es que contacten con el entorno familiar durante las primeras veinticuatro o cuarenta y ocho horas desde la desaparición con el objeto de exponer sus pretensiones, económicas en la mayor parte de los casos —añadió—. Si, por contra, estuviéramos hablando de un rapto, lo normal es que no sepamos nada hasta que aparezca la víctima.

—¿Aparezca? —repitió Travieso.

—Aparezca porque la persona o personas que la retengan decidan soltarla, aparezca porque logre escaparse o aparezca porque encontremos el cuerpo. Pero lo peor, sin duda, sería que nunca apareciera, que también es posible.

A Travieso se le escuchó tragar saliva tras descomponerse en un rictus imaginario de paje real.

—«Oséase», que lo más probable es que hayan raptado a la chiquilla.

—No. Lo más probable es yo no me haya explicado con propiedad —recalcó—. Como sabe, en un rapto la privación de libertad está motivada por razones de índole sexual. Por tanto, la duración es indeterminada, pueden ser horas, días, semanas, meses o años. Pero eso no implica necesariamente que ante la ausencia de noticias después de treinta y dos horas y doce minutos —concretó mirando su reloj— debamos pensar que ha sido raptada. Tampoco podemos considerar el secuestro hasta que él o los secuestradores den señales de vida.

La tez de Francisco Travieso cobró una tonalidad cardenalicia conforme Sancho fue avanzando en su exposición.

—Como apuntaba el comisario —prosiguió—, en España se denuncian unas veinte mil desapariciones de menores al año, de las cuales más del cincuenta por ciento son fugas y la mayor parte de ellas se resuelven en las siguientes doce horas. Otro porcentaje importante lo componen los jóvenes que no regresan a los centros de acogida, muchos de origen extranjero. Luego están los secuestros paternales y demás modalidades en las que no procede ahora profundizar. En definitiva, son muy pocos los casos de desapariciones con implicación de terceros, y en este que nos ocupa no tenemos motivos para pensar que así sea. Bajo mi punto de vista, tenemos que seguir investigando en su entorno más cercano, familia y amigos, antes de barajar hipótesis de naturaleza más sórdida. Porque un secuestro va mucho más allá de la mera privación de libertad, aunque eso solo lo sepan quienes lo han sufrido.

Tanta facundia hizo que el comisario provincial proyectara los labios y los congelara en ese estado mientras procesaba la información. Inmediatamente después, buscó un patrocinador que invirtiera en sus conclusiones, pero viendo que ninguno de los presentes manifestaba interés por ello, decidió cambiar de estrategia.

—Bueno. Manténgame informado de cualquier novedad al respecto —resolvió—. Les dejo trabajando.

Nadie abrió la boca hasta que desapareció, aunque todos tenían un calificativo para regalar al comisario provincial.

—Algún día descubriré cómo ha podido llegar ese hombre a… Dejémoslo ahí. A lo nuestro —retomó el comisario Herranz-Alfageme—. Matesanz, nos vas a tener que disculpar, quiero tener una charla con Sancho. Y dile, por favor, a la inspectora Robles que no se marche, que le quiero presentar formalmente al jefe del Grupo.

Domicilio de los Zúñiga

Alfredo Zúñiga encendió otro cigarro mientras asistía desde uno de los sofás del salón a las idas y venidas de su mujer.

—Te digo que ese tío no está haciendo nada. Otra vez las mismas malditas preguntas. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Qué demonios quieren que les digamos que no les hayamos dicho ya? ¡¿A qué esperan para ponerse a buscar a mi niña?! —la escuchó decir nuevamente.

—Cariño, tranquilízate, ¿quieres? Tranquilízate. Yo ya he movido todos los hilos que tenía que mover. Me consta que están haciendo lo que pueden.

—¡¿Y qué es eso que están haciendo?! ¡Dime! A ver, ¡¿qué han hecho desde que fuimos a comisaría?! Revolver en su cuarto y freírnos a preguntas absurdas. ¡Eso lo podríamos haber hecho nosotros también! ¡Aquí nadie se mueve ni nos dice nada! —gritó elevando las manos.

—Ya has escuchado al subinspector: tenemos que esperar y dejarles trabajar. Esperar y dejarles trabajar —repitió bajando el tono y soltando el humo del tabaco.

—¿Esperar a qué? ¡¿A que nos la devuelvan en una caja de pino?!

—Por Dios, Azucena. ¡Por Dios Santo!

—¿Y tú qué haces? Fumar y fumar. Vuelve a llamar al alcalde. Dile a León de la Riva que la policía nos está tomando el pelo. Que se están riendo de ti miserablemente. Llama, por favor, te lo ruego. Llama de una vez, por favor, Alfredo, vuelve a llamarle, por favor —repitió entre sollozos ocultando el rostro entre las manos.

Alfredo Zúñiga aplastó el cigarro contra el cenicero y se ensañó con él hasta que dejó de soltar humo. Luego se incorporó, fue al encuentro de su esposa y la rodeó con los brazos. Azucena se acomodó en su pecho sin dejar de llorar.

—Algo malo le ha pasado, Alfredo. Lo sé, lo presiento. Quiero que me devuelvan a mi niña. Por favor, haz que nos devuelvan a nuestra pequeña, por favor, Alfredo.

—Todo va a ir bien, te lo prometo. Todo va a ir bien. Tienes que descansar. Necesitas dormir. Haz caso a la doctora Martín y tómate un Orfidal. Puede que cuando despiertes ya haya aparecido. ¿Quién querría hacerle daño? ¿Eh? ¿Quién?

De improviso, ella se separó ganando un metro de distancia. Se enjugó las lágrimas y atravesó a su marido con una mirada glutinosa e incendiaria; napalm concentrado.

—Esa misma pregunta deberías hacértela a ti mismo, Alfredo.

La voz de Azucena ya no sonaba atemorizada ni el tono era quebradizo. Muy al contrario, se había tornado en una modulación inquisitoria, rayana en lo acusatorio.

—¿Tienes algún enemigo? ¿Has hecho algo que no deberías haber hecho? ¡Dímelo, Alfredo!

Pero ni él salía de su asombro ni las palabras de su boca.

—Piensa, Alfredo. Piénsalo muy bien, porque la vida de Margarita depende de ello. ¿Te has ganado enemigos que quieran castigarte a través de tu hija? ¿Tienes alguna cuenta pendiente con algún tipo peligroso?

—¡Deja de decir estupideces! —protestó enérgicamente al fin—. ¡¿Con quién crees que trato, con la mafia rusa?! Mira, será mejor que te calmes porque no estás ayudando en nada. Solo conseguirás volvernos locos y el subinspector nos dijo que era muy importante que tratáramos de mantenernos serenos en la medida de lo posible.

—¡Ese subinspector se está riendo de ti! —estalló—. ¡¡De todos nosotros!! ¡¡¡De nuestra hija!!! ¡Si estuviera aquí mi padre sabría muy bien qué hacer y desde luego no optaría por quedarse de brazos cruzados! —continuó.

—Mamá, por favor —intervino Josean desde la puerta—. Así no solucionaremos nada. Por favor, tranquilicémonos —rogó con los ojos visiblemente humedecidos.

Azucena tardó unos segundos en desplomarse de rodillas farfullando palabras ininteligibles ahogadas entre sollozos y gritos.

Ninguno escuchó el timbre del teléfono hasta que sonó la segunda vez. Atribulado, Alfredo se dirigió hacia la mesita junto al mueble de la televisión.

—¿Diga?

—¿Le hablo a la casa de Margarita Zúñiga Pérez?

—¡¿Cómo dice?!

—Chingada madre, ¡que si vive ahí Margarita Zúñiga Pérez!

—Así es.

—Escúcheme con atención. Tengo a su hijita, cabrón. No se atrevan a hablar a la policía o se arrepentirán toda la vida. No hagan ninguna pendejada o la tendrán de regreso por partes. Solo esperen mis instrucciones.

El pitido fue disminuyendo en intensidad en la medida en la que Alfredo se iba separando el auricular de la oreja, con la mirada descargada en el vacío.

—¿Qué pasa, papá? ¿Quién era? ¡¿Quién era?!

Azucena, todavía en el suelo, agarrotada y desfigurada por el pánico, aguardaba como quien espera a ser ejecutado.

—Dice…, dice que la tiene —balbuceó Alfredo.

Comisaría de distrito de las Delicias

Herranz-Alfageme entrelazó los dedos detrás de la cabeza y fijó su atención en algún punto muerto más allá de su pelirrojo interlocutor.

—Sancho, no quisiera que interpretaras esta conversación como una ceremonia de autoimposición de medallas, pero es un hecho que llevo peleando en tu rincón demasiados meses y me gustaría que fueras consciente de ello —dijo Copito a modo introductorio antes encontrarse con los ojos azules del inspector—. La sanción no fue justa, aunque no es menos cierto que actuaste de manera no demasiado prudente.

—La situación lo requería. Le recuerdo que el cabrón estaba esperándome en mi jodida casa; armado —añadió.

—Con un arma que resultó no estar cargada.

—¡No me joda, hombre! No tenía manera de saberlo. Cojones tiene, comisario, cojones tiene. Que me lo diga un tertuliano o lo escriba un columnista, todavía, pero que lo tenga que escuchar entre estos muros no me lo esperaba yo ni en la peor de mis pesad…

—¡Quieto parado! —le interrumpió mostrándole las palmas—. No te estoy recriminando absolutamente nada ni pretendo darte lecciones, pero coincidirás conmigo en que hacerle dos agujeros del calibre cuarenta y cuatro en el pecho a un sospechoso no es el lazo rosa de un regalo sorpresa para este comisario, ¿verdad? No es mi intención entrar a debatir si actuaste o no de forma correcta, esas son carreteras muy peligrosas y aquí vamos todos en el mismo autobús. Además, no se te expedientó por ello sino por insubordinación; sin embargo, sí quiero que sepas que me he dejado los cuernos para que redujeran la sanción y para que conservaras tu cargo en el Grupo. Coño, Sancho, que algunos soñaban con no verte nunca más por aquí.

—Ya me imagino quién.

—Quiénes más bien, que los que piensan que has sido tratado con excesiva lenidad son más de un par. Pero tampoco ese es el tema, que, como tú dirías, agua pasada no mueve molino.

—Pero arruina el sembrado, que decía mi padre —completó Sancho—, y así está mi hoja de servicios: arruinada.

—No para mí. Sancho, toca mirar hacia delante, como las mulas. Con pocos me he cruzado yo más testarudos que tú.

—Me lo tomaré como un cumplido. Así que me querían lejos de aquí… —comentó el inspector retrepándose en la silla.

—Básicamente no te querían —precisó con asepsia—. Motivo por el cual se explica el traslado urgente de la inspectora Robles al Grupo de Homicidios.

Sancho no movió un músculo de la cara.

—¿Sustituirme o controlarme? No hace falta que me conteste. Estoy en el punto de mira.

—Eso parece, pero te aseguro que en esta comisaría no voy a consentir que se pierda el tiempo jugando al gato y al ratón. Por eso quiero aprovechar la coyuntura para presentártela y dejar las normas bien claras.

Copito levantó el teléfono del escritorio y menos de un minuto después Sara Robles pedía permiso para entrar.

—Adelante, inspectora, siéntese.

Vestía pantalón vaquero y un jersey de lana ancho de un negro algo deslucido a juego con las botas tipo Martens.

—Buenos días —saludó ella en tono neutro.

—Inspectora Robles, inspector Sancho —introdujo el comisario y esperó a que se estrecharan la mano—. Seré breve. Solo voy a decirles que confío en que se comporten a la altura de los cargos que ocupan y en virtud del buen funcionamiento del Grupo. El inspector vuelve a ser el jefe del Grupo —anunció sin un ápice de solemnidad, economizando al máximo toda parafernalia—. Tenemos varios asuntos importantes entre manos en los que quiero ver avances durante las próximas semanas y uno urgente: el de la desaparición de Margarita Zúñiga. Supongo que ya habrán notado a los buitres sobrevolando nuestras cabezas, ¿no? Es absolutamente perentorio que empecemos a dar explicaciones de lo ocurrido y, en estos instantes, no se me ocurre nada que contarle al subdelegado del Gobierno. El «estamos en ello» se me agota, así que denme argumentos sólidos y a poder ser antes de que termine la jornada.

Ambos asintieron poco entusiasmados.

—Si tienen algo que añadir, este es el momento.

Pero fue el móvil de Sancho el que pidió la palabra.

—Entendido —dijo tras escuchar a Peteira—. Vamos para allá.

El inspector se guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón al tiempo que emitía un chasquido con la lengua.

—Ya tenemos algo sólido —parafraseó—. Alguien acaba de contactar con la familia asegurando que tiene a la niña. Y eso sí es un marrón muy sólido.

El pelirrojo se volvió hacia su compañera.

—Qué, ¿te apuntas?

—Sancho —intervino de nuevo Herranz-Alfageme—, estás al volante pero no te salgas de la calzada, que nos estrellamos.

—Tranquilo, jefe, no pienso rozar la línea continua.

Antes de salir de los dominios del comisario, Sancho se giró.

—Muchas gracias por su apoyo y su confianza.