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ES PREFERIBLE SER UN IMBÉCIL POR DECISIÓN PROPIA QUE LISTO POR IMPOSICIÓN

En algún lugar de la provincia de Valladolid

4 de septiembre de 2012, 20:18

El timbre volvió a sonar. Los persistentes gañidos de Karatu, más parecidos a tosidos secos de un fumador que a ladridos, multiplicaron su malestar. Barruntó si soltar al animal para que se encargara de ahuyentar al visitante pero lo descartó en previsión de males mayores. Bajó el volumen de la televisión confiando en que, fuera quien fuera, desistiera, porque su compañero no le había dejado instrucciones de cómo proceder en ese caso y él, como casi siempre, no estaba allí para tomar una decisión.

Los deseos de Gorka no se cumplieron y no le quedó otra opción que levantarse del sofá dejando una estela de mal humor reprimido. Trataba de no hacer ruido, pero los guijarros atrapados en el dibujo de sus pesadas botas no colaboraban en absoluto.

—¡Buenas tardes! —escuchó tras la puerta.

—¡¿Quién es?! —contestó sin abrir.

—Fernando, ¿eres tú? Soy la Reme. Pasaba por aquí y quería daros la bienvenida. ¿Cómo están Ruth y los niños?

—Aquí no vive ningún Fernando, señora.

—Ahhh, pensé que habíais regresado. Como he visto ese perro blanco correteando por la parcela…

El comentario acrecentó la animadversión que sentía hacia el condenado animal.

—Señora, ahora no puedo atenderla. Estoy trabajando.

—Qué pena. Había traído unos mantecados caseros de esos que tanto os gustan. Bueno, que les gustan a ellos, a los dueños. Son de almendra y azúcar tostadito. Recién sacados del horno. Huelen de maravilla. Con una mistela entran divinamente. ¿Ustedes están de alquiler o es que les han comprado la casa?

—¡«Cagüendiós», señora! ¿No le he dicho que estoy trabajando? ¡Deje de molestarme de una puta vez!

—¡Uy qué modales, por favor! Nada, nada. Ya me marcho, ya me marcho. Y disculpe usted.

—A tomar por culo, pues —murmuró Gorka observando tras una de las rendijas de la persiana cómo la vecina se alejaba a tanta velocidad como le permitían sus pantuflas de color marrón, alimentando el motor con el combustible de la ofuscación.

Remedios Hermosilla, la Reme, ni siquiera se volvió. Estaba deseando llegar a casa y relatarle la vejación que había sufrido a su marido Jacinto.

Él sabría muy bien qué hacer.

Bajó a los calabozos envuelto en una incómoda sensación, como la que le solía acompañar cuando salía del vestuario y pisaba el césped del campo de rugby. Normalmente desaparecía en el primer contacto con el rival, pero hasta que eso se producía le daban ganas hasta de pedir el cambio.

Nunca lo hizo.

—Te está esperando en la salita de invitados —le informó Matesanz—. ¿Té con pastas, como siempre? —sugirió ladinamente.

—Como siempre. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

—Menos de quince minutos.

—Vale. ¿Qué sabe?

—Nada, pero no veas la que me ha dado durante el viaje. Está acojonado. Este pieza derrota al tercer capotazo —pronosticó el subinspector tirando de símil taurino.

—Eso espero, porque estoy para pocas corridas. Gracias, ya me encargo yo del cliente.

Matesanz le regaló una palmada en la espalda antes de subir las escaleras de una en una, como si no quisiera llegar nunca a su destino.

Del mismo modo, Sancho entró en la sala de interrogatorios y lo primero que le vino a la cabeza fue que la última vez que estuvo allí tenía delante a Augusto Ledesma y fracasó en el empeño. Esa vez no sería así, lo supo en cuanto cruzó la mirada con el detenido.

—Buenas tardes. Soy el inspector Sancho. Espero que estés disfrutando de una estancia agradable. ¿Sabes por qué estás aquí?

—¡Qué coño voy a saber, jefe! Es que nadie me ha dicho qué pasa. De repente han venido dos maderos y me han detenido. Me han llevado al calabozo, al rato me han sacado de allí y me han metido en un coche conducido por un viejo que venía a toda hostia por la autopista. ¡Si yo no he hecho nada malo, jefe, se lo juro!

—Te creo, te creo. Déjame que te cuente. Estás detenido en relación con un caso de secuestro que pinta muy mal. Feo feo de verdad.

—¡¿Secuestro?! ¿Qué secuestro? Yo no he secuestrado a nadie en mi puta vida, jefe, se lo juro. A nadie, se lo juro por Dios.

Sancho se puso el dedo índice sobre los labios e inmediatamente el detenido cerró la boca.

—«José Ramón Madruga Sieso» —leyó Sancho abriendo la carpeta con el expediente delictivo del sujeto—. ¿Qué nombre es ese? ¿Madruga si eso? Y si lo otro…, ¿no madruga?

—Llevan toda la vida dándome por culo con lo mismo.

—No me extraña. A mi subinspector le va a encantar, es muy dado a los nombres tipo Gomaespuma: Gustavo Querón del Mar, Benito Camelas, Josetxu Letón Pasado, Jacinto Mate Maduro…, ya sabes. Pero, perdona, me estabas diciendo que te han dado mucho por el culo. ¿En la trena también? Porque veo que ya has subido dos veces al escenario y te aseguro que esta tercera vez vas a disponer del tiempo suficiente para cantarte una ópera completa.

—¡Pero, jefe! Escúcheme, hombre, que yo no he hecho nada. Créame, jefe, nada de nada.

—Insistir en eso es como querer economizar en el uso del papel higiénico y terminar manchándose las manos. Absurdo e inútil, a la par de antihigiénico.

El detenido, confuso, no supo qué decir.

—Entonces…, ¿no sabes nada del secuestro de la menor en el que estás implicado?

—¿Implicado? Que yo no tengo ni puta idea, jefe, se lo juro. Yo no he hecho nada. Esta vez —aclaró—. Hace tanto que no pego un palo que ni me acuerdo, jefe.

—¿De dónde sacas la tela para meterte? Porque tus brazos no mienten, madrugues o no.

—Me apaño. Chapucillas de aquí, de allá; colegas, alguna amiga que tengo que me suministra…, cosas así, jefe, pero nada chungo, se lo juro.

—Entonces me tienes que explicar muy despacito para que yo lo entienda por qué el teléfono que compraste el día 22 de agosto se está utilizando para comunicarse con la familia de una menor secuestrada. ¿Sabes cuál es la condena por participar en un secuestro?

José Ramón facturó una mueca de sorpresa pero no viajó a ningún sitio. Se quedó en su cara, congelada, sin levantar vuelo.

—Pero que no, jefe, que yo solo compré esos móviles, nada más. Me llegó un tipo en la cañada y me dijo que si me quería ganar doscientos papeles. Al principio le mandé a cagar porque pensé que quería que se la chupara o algo peor, y yo no he puesto el culo en mi puta vida, jefe. Que no, que no. Que solo fui a las tiendas y pillé los putos teléfonos. Yo entraba, los compraba a mi nombre y se los daba. Luego me dio la gallina y se piró. No lo he vuelto a ver al hijoputa ese. Se lo juro, jefe.

Sancho resopló mientras anotaba mentalmente que se estaba expresando en plural.

—Es decir, que reconoces ser el tío que suministraba el material para cometer el secuestro de la menor —repitió de nuevo para añadir otra ración de dramatismo al interrogatorio—. Estás bien jodido, compañero.

—Pero es que a mí nadie me dijo que fueran a secuestrar a nadie, jefe. ¿¡Qué me van a decir!? Pero si casi no abría la boca el colega. Me montó en el coche, me llevaba de un sitio a otro y ya está, jefe. Pero yo no sabía nada, se lo juro por Dios.

—Y por la Virgen, si hace falta, pero eso no lo podemos demostrar de ninguna manera, José Ramón, ¿o prefieres que te llame Joserra?

—José a secas.

—Vale. Descríbeme al colega, Joserra.

José Ramón apretó los párpados y se mordió el dedo pulgar.

—Era alto y fuerte. Bueno, más gordo que fuerte, pero alto sí era. El nota llevaba siempre un gorro negro y gafas de sol.

—¿Te estás descojonando de mí? ¿En mi putísima cara?

—Que no, jefe, que era así. Alto, barrigudo, con gorro negro y gafas de sol. Y tenía algo de barba, rubia, eso es. Barba rubia. No tan así como la suya, pero con barba.

—¿Así cómo?

—Pues así —definió acompañando las palabras con mímica.

—¿Tenía acento?

—¿Qué acento? —preguntó desconcertado.

—Si reconociste algún acento extranjero, latinoamericano, concretamente.

—Casi no hablaba. Solo conducía de un lado a otro y punto. Pero no hablaba como un sudaca, no.

—Sudamericano —le corrigió.

—Pues eso, sudaca.

—No, Joserra, no. «Sudaca» es despectivo y denota xenofobia. ¿Además de ser un yonki estúpido que se deja manipular, eres racista?

—No, no. Creo que no, jefe —dudó.

—¿Cómo era el vehículo? —prosiguió Sancho.

—Uno normal. Ni grande ni pequeño, de color blanco, eso sí. De eso sí me acuerdo.

—¿Marca?

—Ni puta idea, jefe, no me fijé en eso. Iba un poco colocado, ya se lo he dicho, jefe.

—¿Entiendes el lío en el que estás metido hasta el cuello, Joserra? Podemos probar que compraste los teléfonos que están utilizando para extorsionar a la familia de la niña. Por colaboración con banda criminal te pueden caer de cinco a diez años, pero, si le terminara sucediendo algo a Margarita Zúñiga Pérez —nombró intencionadamente—, te puedo asegurar que haré todo lo que esté en mis manos para que sean quince.

A continuación, Sancho fabricó un silencio para que terminara de devorar las últimas esperanzas del detenido. Este se inclinó hacia delante y se rascó la cabeza con ambas manos. El pelo sonó a estropajo y expulsó algunas partículas que fueron a descansar sobre la mesa de la sala de interrogatorios.

—Has hablado de varias tiendas. Dime cuántas y dónde.

—Joder, jefe. No me acuerdo, se lo juro. Iba muy colocado y el hijoputa del gorro era el que me llevaba de un lado para el otro.

—Antes ibas algo colocado y ahora muy colocado. Si no haces un esfuerzo para acordarte de las direcciones de esas tiendas no te vas a volver a colocar en tu puta vida. Además, no dispongo de mucho tiempo para perder contigo. Cuando se te encienda la bombilla me llamas. ¿Ya tienes abogado?

—Pero, jefe, qué voy yo a tener. Además, no lo necesito, que yo no he hecho nada —insistió.

—Aunque los políticos piensen lo contrario, no por repetir continuamente la misma mentira se termina convirtiendo en verdad, ¿comprendes, Joserra? No te preocupes, mañana o pasado te pedimos uno de oficio para que esté presente cuando te tomemos declaración.

—¡Espere, espere! Eran todos en centros comerciales de esos.

—¿De cuáles?

—De esos, jefe, de los grandes.

—Parecemos Faemino y Cansado, y de verdad que ya estoy cansado de aguantar tus chorradas.

Al detenido se le barnizó el semblante con la última capa de angustia.

—El Islazul ese era uno y otro el de Xanadú.

—Vaya, de repente salen a flote los recuerdos… —dijo desde la puerta.

—Espere, jefe, es que tengo que pensar. ¡Espere!

—Muy bien. Piensa, pero ya se lo cuentas a otro y con el leguleyo delante. Y ten en cuenta una cosa: si al llegar el momento de hablar te ves en la necesidad de darte un remojón en las lagunas de tu memoria, ten muy presente que me voy a tirar yo mismo a rescatarte para llevarte al puesto de socorro del juez. Y ese no entiende de flotadores —dijo al abandonar la sala.

Subía las escaleras de dos en dos en dirección al despacho del comisario cuando le vibró el teléfono en el bolsillo del pantalón. Pensó en Fajardo pero estaba muy equivocado.

—¡Hay que joderse!

Lo había olvidado por completo.

—Sancho —respondió casi malhumorado.

—Buenas tardes. Espero no interrumpirte en algún asunto importante.

—Estoy de mierda hasta el cuello, Ólafur, trago todo lo que puedo pero me rebosa. ¿Dónde estás? ¿Ya has aterrizado? —preguntó desempolvando su inglés.

—Estoy en un tren. Llegamos a Valladolid en… ocho minutos.

—¡Ocho minutos! Me llamas con tiempo, ¿eh? Para que me organice. La madre que te parió…

—Ya. Tú tranquilo. Busco un bar cerca de la estación y te espero el tiempo que haga falta. No tengo prisa.

—Te lo agradezco. Te llamo en cuanto salga, espero no liarme demasiado.

Bless núna —se despidió «hasta luego» el islandés.

Llamó a la puerta del comisario con más fuerza de lo que habría deseado y, dado el sobrecogimiento del comisario, con mucho más ímpetu de lo que le habría gustado a él.

—Adelante, cojones, adelante —escuchó decir desde dentro.

Sancho no esperaba encontrarse la sonrisa de Fajardo en aquel despacho.

—Como no querías invitarme a tu fiesta, me he montado yo la mía con el comisario —se adelantó el de la Unidad de Secuestros y Extorsiones—. Te resumo lo que le he contado en media hora. En esa casa el nivel de tensión está muy por encima de lo habitual. La madre alterna picos muy altos de optimismo con depresiones, berrinches y rabietas varias, lloreras…, en fin, todo un abanico de emociones que el marido no está dispuesto a soportar. El político, con la excusa de estar presionando a todos los estamentos políticos del país, se aligera unos copazos de Johnnie Walker etiqueta negra más rápido que mi hijo un vaso de Nesquik. Al abuelo, como te decía, lo veo bastante entero, escucha todos mis consejos, repite el guión una y otra vez…, sin embargo, hay algo que no termino de vislumbrar que me está quemando por dentro.

—Se llama amor —comentó Sancho, sin pretender hacer un chiste.

—A mamarla.

—A Parla —completó Sancho—. Precisamente quería hablaros de esto. ¿Has terminado? —le preguntó a Fajardo.

—Solo añadir, para vuestro conocimiento, que ya hemos enviado las grabaciones de voz a México a ver si en acústica forense les salta una coincidencia. Tu turno.

Copito los miraba sin intervenir, estaba esperando a que terminaran para soltarles la bomba. El inspector pelirrojo tomó la palabra.

—El tipo que tenemos abajo es un capullo que engancharon en la Cañada, le ofrecieron pasta por comprar los terminales limpios y le llevaron de ruta. Hay que cursar una orden a las telecos para ver las altas registradas a nombre del José Ramón Madruga Sieso.

—¿Es ese su verdadero nombre? —preguntó el comisario.

—Lo hemos comprobado. El desgraciado nació así y la desgracia se cebó con él.

—Hay que intervenir todas esas líneas, pero no es buena señal. Saben lo que hacen y si son muchas es que han previsto que esto pueda alargarse en el tiempo —juzgó Fajardo.

—Estoy de acuerdo —continuó Sancho—. Me ha dado una descripción somera del tipo y no corresponde con la del hombre que, según el único testigo ocular que tenemos, habló con Margarita los minutos previos a la desaparición. Por tanto, como sospechábamos, son varios.

—Exacto. En México suelen ser grupos de cuatro o cinco personas. Cada uno con una función determinada. La cosa cuadra bastante —dictaminó.

—Sin embargo, dice que no tenía acento sudamericano, así que no descartemos que se trate de una entente multicultural. También me ha hablado de un coche blanco, sin más detalles, porque el prenda iba puesto hasta las cejas. Le diré a Matesanz que baje en un rato a ver si se le ha refrescado la memoria y nos da algún detalle más, pero no creo que saquemos nada en claro. Que pase la noche aquí y se lo derivamos a la jueza Miralles para que le regale un billete para el páramo.

—Sabemos que hay dos, por lo menos —intervino el comisario.

La afirmación captó la atención de Sancho al tiempo que Copito se aclaraba la garganta.

—Hay una novedad que me ha llegado mientras estabas abajo, Fajardo ya está informado. Tenemos unas imágenes en las que se distingue, por decir algo, a la niña con el tipo que la abordó a la salida de la discoteca. La resolución es bastante pobre, está tomada a unos veinte metros y por la espalda, caminando por la calle Veinte de Febrero, pero lo suficiente para asegurar que lleva la misma ropa que Margarita Zúñiga en el momento de la desaparición. Se lo mostraremos a los padres por eliminar dudas, pero todo parece indicar que se trata de ella. En el vídeo se ve cómo, de algún modo, la convencen para que se suba al asiento trasero de un coche, luego se monta el tipo en cuestión y poco después se ponen en marcha. Por eso podemos afirmar que al menos hay dos personas implicadas.

—Y la matrícula no se aprecia, claro —se anticipó Sancho.

—No, pero al contrastar los partes de la sala hemos comprobado que el modelo del vehículo cuadra con uno que encontraron chamuscado la noche del sábado en el pinar de Antequera. La llamada se hizo a las 0:49. Todo encaja. Es una zona muy transitada por excursionistas, así que no hay forma de encontrar huellas de neumáticos de un más que probable segundo coche.

—¡Hay que joderse! ¿Era blanco, por casualidad?

—No, un modelo antiguo de Seat Ibiza color azul oscuro. Sabemos que se trata del mismo porque tenía techo solar y eso es prácticamente lo único que se distingue en las imágenes.

—Quiero verlas.

—Y las verás —corroboró Herranz-Alfageme—. ¿Hemos avanzado en el resto de las líneas de investigación?

—No. Sabemos lo mismo que sabíamos esta mañana. La inspectora Robles está tirando del hilo del caso de corrupción que ha manchado el buen nombre del concejal, Garrido y Montes andan cubiertos de papeles en busca de algo extraño sobre la actividad de Helios. Por ahora no han encontrado nada.

—Vamos a seguir excavando en todos los frentes. Nos quedan casi dos días hasta la siguiente llamada, que debería producirse el jueves sobre las ocho de la tarde, ¿es correcto? —preguntó mirando a Fajardo.

—Es correcto. Estaremos preparados.

Como preparado estaba el comisario para soltar la bomba en ese instante.

—Me ha llamado Hernández Santiago, han autorizado la publicación de la noticia en los medios. Quieren meter presión sobre los secuestradores.

—¡La puta que los parió! —protestó airadamente Fajardo—. Eso lo cambia todo.

—En cuanto se enteren los que tienen a la niña van a querer acelerar la negociación. ¿La familia lo sabe?

—La cosa, en concreto, viene del padre.

El de la Unidad de Secuestros y Extorsiones musitó una retahíla de improperios.

—Tengo que volver a la casa —anunció—, pueden llamar en cualquier momento. Es una gran cagada, comisario, una gran cagada.

—Que viene de muy arriba —completó el comisario—. Del DAO.

—Será director adjunto operativo, pero no tiene ni puta idea de cómo se manejan estas situaciones. Se van a poner muy nerviosos. Ya sabían que la poli estaba detrás, cuentan con ello, pero no les gustará nada de nada que involucren a los medios. No descartemos que nos hagan llegar un dedo de la chica o… yo qué sé. Nos estamos enfrentando a unos tipos que saben muy bien lo que hacen y…, ¡qué hostias!, tienen más experiencia que nosotros. Me vuelvo a la casa, tengo que hablar con José Antonio —anunció levantándose de la silla—. Estamos en contacto —se despidió arrastrando sapos y culebras.

Sancho esperó a que se marchara y se giró hacia el comisario.

—Algún día tendrían que dejar de meternos palos en las ruedas. Algún día…

—No en esta vida —auguró Copito con el semblante circunspecto.

—Me marcho, tengo que conseguir dormir unas horas.

—Solo una cosa más, Sancho.

El inspector clavó sus ojos azules en los de su superior.

—¿Qué pasa con Peteira?

—Tiene problemas personales.

—¿De qué tipo?

—De esos que afectan a las personas.

—Muy bien —entendió—. ¿Está en disposición de trabajar?

—Cuando no sea así será el primero en saberlo, puede estar tranquilo, comisario.

—Tranquilo estaré tras jubilarme.

—De jubilado a enterrado apenas pasan los años, comisario. No tenga tanta prisa.

Copito sonrió.

—Estás trabajando bien. Te noto en forma.

—Formateado, sí. Me marcho, tengo que recoger a un amigo.

Sancho no lo sabía, pero el verbo que empleó en aquella última frase se ajustaba perfectamente a la realidad.

Cuando le llamó para saber dónde estaba, conjeturó por el tono de voz que el dueño del bar «Airis» —tal y como lo había mal pronunciado Ólafur— habría hecho una buena caja con él. Estaba a dos minutos de la estación de tren, así que dedujo que el islandés había bajado con sed.

Frente a un vaso de tubo cargado de bourbon sin hielo, con la gabardina puesta y la mirada inerte, Ólafur Olafsson luchaba por mantener la verticalidad apoyado en la barra.

—La puta madre… —musitó Sancho al entrar.

El inspector posó la mano sobre el hombro de su amigo y este se giró a cámara lenta, intentando ajustar el enfoque en un entorno hostil, pendulante.

—Joder, compañero…

Ólafur empleó unos segundos en reconocer los rasgos crispados del pelirrojo.

—Así están las cosas. Traté de avisarte.

—Vale. Nos vamos a casa —le dijo agarrándole por la cintura y pasándose el brazo por detrás del cuello.

—¡Perdonen! Aquí su amigo debe seis cacharros. Treinta euros.

Sancho sacó la cartera y le dejó los billetes sobre la barra antes de cargar con el excomisario. Lo acomodó en el asiento del copiloto y este se recostó estirando el cuello hacia la ventanilla, como un cachalote herido tratando de coger oxígeno de la superficie. Sancho interpretó el gesto y bajó el cristal.

—En diez minutos estás en la cama, aguanta un poco.

Ólafur murmuró algo ininteligible y cerró los ojos.

Solo le quitó la gabardina y los zapatos. Tumbado sobre la cama lo examinó con auténtica aflicción. Aquel tipo corpulento con bigote de morsa venida a menos y aspecto de mendigo se había rendido a su propia desdicha. Olía a derrota anunciada, A contenedor abandonado, a desenlace funesto. Bajó la persiana, apagó la luz y cerró la puerta.

Ramiro Sancho se metió en la ducha debatiendo si era tan realmente estúpido como atestiguaban sus actos y decisiones o por contra eran los actos y decisiones de los demás los que le hacían sentirse estúpido.

Tumbado en el sofá, buscó la respuesta en La obra de Augusto Ledesma y antes de que le venciera el sueño resolvió que no sabía qué era él, pero preferiría ser imbécil por decisión propia que listo por imposición.

En algún lugar de la provincia de Valladolid

—Caballo blanco de Santiago a f6, sacrifico la pieza para dejar vía libre a mi dama justiciera. Dama por peón de b7. Te comprometo la torre y el caballo además de amenazarte el rey si no retiras el otro jamelgo.

—No cantes victoria todavía, bonita. Caballo a e5.

—Reina por torre de a8. Gracias por su visita.

—¿Tienes que cantar todos los movimientos? —preguntó la voz de Rita, molesta.

—Solo cuando tengo todo a mi favor —respondió Margarita.

—Alfil a d6.

—A recular. Peón a c5.

—O no. Caballo a f3. Jaque.

—¡Ñam! Dama por caballo de f3. Me gusta la carne de caballo.

—Y a mí la carne real. Gracias. Dama por dama de f3.

—¿Sí? Veamos a ver a qué sabe. Peón por dama de f3. No está mal, un poco pasada para mi gusto, de hecho estaba negra…

—¡Ohhh! ¡Qué locuaz! Qué gran monologuista hubieras sido si no fuera porque no tienes ni pizca de gracia. Alfil por alfil de f4. ¡Chúpate esa, marquesa!

—Era la crónica de una muerte anunciada. Bajas colaterales, como dirían los yanquis. Ahora empieza lo bueno. Peón a b4.

El sonido de la rejilla interrumpió la partida de ajedrez.

Un exiguo haz de luz, curioso e impertinente, se coló en la estancia a través de la abertura y recorrió el suelo hasta que reptó por el colchón en dirección ascendente. Margarita, tumbada boca arriba sobre la cama y sin pantalones, lo siguió con la mirada, impertérrita, hasta que se percató de que la luz iba a bañarle la cara. Entonces, cerró los ojos e intensificó la respiración fingiendo estar más dormida que durmiendo. Tras los párpados notó que la luz ya se había posado sobre su rostro. Tuvo el impulso de espantarla como quien ahuyenta un incómodo mosquito, pero supo contener su instinto y permanecer inmóvil. Sintiéndose abochornada y culpable por estar tan expuesta a su puerca mirada, notó que un ardor le subía por el cuello y se apoderaba de sus mejillas.

Lo que no podía esperar era que, segundos después, la puerta se abriera.

A pesar de que intentaba amortiguarlo, el sonido de las pesadas botas de montaña de Gorka delataba su posición, inmóvil a los pies del colchón. Agarrotada, se concentró en mantener un resuello profundo, pausado, hasta que escuchó la inconfundible banda sonora de una cremallera rasgando el mutismo que ambientaba su encierro. Un sofocante escalofrío le recorrió la espalda. No le hizo falta mirar para saber que se había bajado la bragueta del andrajoso pantalón tipo paramilitar con el que se vestía. La asustadiza voz de Marga comenzó a susurrarle que no moviera ni un músculo y decidió hacer caso a la letanía. Inmediatamente después, su sistema auditivo le hizo viajar hasta el día que pilló a Josean masturbándose en su habitación. Tenía la puerta entreabierta y la curiosidad le hizo quedarse allí hasta que terminó. Le sorprendió la fuerza con la que el semen salió despedido, pero sobre todo la expresión de éxtasis con la que se recubrió la cara de idiota de su hermano. Entonces se dio cuenta de que tenía las piernas demasiado separadas y, aunque el miedo le susurraba que no moviera ni un músculo, se colocó de costado dando la espalda al intruso sin dejar de interpretar el papel de Bella Durmiente. Abrió los ojos y enseguida se fijó en que el haz de luz acompasaba el cadencioso movimiento de la mano de Gorka en un frenesí tan repugnante como delatador del aumento de ritmo. Su onanista carcelero no tardó en empezar a emitir sucios y entrecortados jadeos, contenidos, ahogados en su propia excitación, lo cual estuvo cerca de provocarle una arcada. Por primera vez, su presencia le suscitó más asco que miedo y anheló con todas sus fuerzas que terminara de una vez. Supo que su deseo se había cumplido cuando escuchó un mezquino gemido y notó que una sustancia cálida y viscosa le salpicaba las nalgas. Una prolongada exhalación que precedió al sonido de la cremallera fue el epílogo de aquella humillante puesta en escena. Con el ruido de la puerta cayó el telón.

Margarita permaneció inmóvil unos segundos más hasta que, empujada por la rabia contenida, buscó a tientas el rollo de papel higiénico. Se envolvió completamente la mano y se restregó con fiereza.

Aquella fue la primera vez que lo sintió.

Odio acérrimo.

Animadversión pura.

Inquina.