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DIOS APRIETA PERO NO AHOGA

Siberia.

Residencia de Erika Lopategui

Plentzia (Vizcaya)

7 de septiembre de 2012, 8:40

Disfrutaba del vigor de los elementos tras la cortina que adornaba la ventana del salón, en la planta baja. El contumaz calabobos que llevaba cayendo durante toda la noche se había tornado en aguacero con las primeras luces del día, como si hubiera estado aguardando a que los humanos salieran de sus refugios para cubrirlos con su manto purificador, conteniendo su ira para purgar a los pecadores en el momento señalado.

Exactamente lo mismo que hacía Zadkiel, el arcángel de la Congregación de los Hombres Puros: esperando para cumplir con su acendrada misión.

Le había resultado más sencillo colarse en la casa que encontrarla. Faltaban ocho minutos para las diez de la noche cuando el vuelo procedente de Madrid tomó tierra en el aeropuerto de Bilbao. A esa hora, era patente que el personal de las agencias de alquiler de vehículos ya estaba pensando en concluir la jornada laboral, pero la necesidad de ingresos pudo con el cansancio y finalmente logró hacerse con uno. El GPS le había guiado sin problemas hasta la población vizcaína, pero, tras estacionarlo en una zona poco concurrida, había resuelto esperar unas horas para llegar a pie hasta la dirección que figuraba en el informe que le habían facilitado los custodios. Se había calado, pero, lejos de contrariarle, le generó una sensación placentera que le recordó las tardes de verano en Durban, la ciudad en la que creció. Además, los últimos meses los había pasado en Dallas, donde le había costado mucho más adaptarse a los cuarenta grados de temperatura media que finiquitar los dos trabajos que la Congregación le había encomendado. Resolvió entrar sobre las tres de la madrugada luego de constatar que en el exterior todo estaba tan tranquilo como aparentaba el interior de esa vivienda de planta rectangular. Buscó el mejor punto para saltar el muro de piedra que rodeaba la finca y, sin salirse de las zonas ocultas por la penumbra, llegó hasta la ventana de la cocina, acceso idóneo para colarse dentro. En cuanto puso los pies en ese suelo de rombos, su instinto le anunció que no iba a encontrar a Erika Lopategui. Acertó, pero supo sobreponerse a la decepción inicial bebiendo de un argumento que no solía fallar: Dios proveería.

Lo que no podía esperar era que lo hiciera en aquel preciso instante.

La luz parpadeante del router al procesar la conexión wifi con un dispositivo enlazado le anunció que se aproximaba la dueña de la casa. Caminaba deprisa, tratando de no tropezar, escondiendo la cabeza bajo un paraguas negro a juego con el color de su atuendo, botas, pantalón ajustado y jersey. Era de talla menuda y avanzaba con un manojo de llaves en la mano que parecía guiar su camino. Zadkiel empezó a notar cómo la adrenalina se iba extendiendo por su organismo hasta conquistar cada una de sus fibras y, sin embargo, mantenía el ritmo cardíaco aletargado y la respiración controlada. Cuestión de veces. Se colocó tras la puerta y retuvo el aire en los pulmones a la vez que escuchaba cómo la mujer sacudía el agua del paraguas como preludio al sonido de la llave empujando los pernos de la cerradura. Dejó que pusiera ambos pies en el interior de la casa antes de rodear su cuello con el brazo izquierdo y apretar lo suficiente como para impedir que pasara el oxígeno, pero con sumo cuidado de no romper la tráquea. Un tímido gimoteo fue la única reacción de la mujer, que ya había doblado sumisamente las rodillas cediendo a la fuerza tractora de su agresor. Cuando empezó a notar la relajación de los músculos de Erika Lopategui, contó tres segundos más y soltó a su presa.

Dios aprieta pero no ahoga.

Zadkiel nunca ajusticiaba sin cerciorarse de que el veneno moría con la serpiente, era su marca personal y por eso se había erigido como uno de los arcángeles más solicitados. Tenía que saber si había mordido a alguien más. Erika se desplomó en el suelo y quedó tendida boca abajo, adoptando una postura grotesca, harto ridícula para una persona. Metió el pie bajo el tórax para voltearla.

Un relámpago le entró por los ojos haciendo saltar por los aires toda su vanidad. Aquel rostro amoratado de rasgos zafios y varoniles no era el de Erika Lopategui.

Dos horas y cincuenta minutos después, Zadkiel salía de la casa sin completar su objetivo, pero con una dirección. Había empeñado más tiempo y esfuerzo en limpiar las evidencias que atestiguaban su paso por aquel escenario que en sacar la información que necesitaba a la empleada de la limpieza. «Los caminos del Señor son tan inescrutables como espinosos», concluyó el arcángel mientras cerraba la puerta de la valla y se paraba unas décimas de segundo a leer el rótulo en el que venía escrito «Siberia». El ejemplo de esa mujer, Idoia Gurpegui, era una muestra evidente. Cuando la hizo volver en sí y se vio maniatada le contó toda su vida y milagros. Era profesora de secundaria, pero llevaba en paro más de dos años por los recortes en educación del Gobierno Vasco. Dos años menos que su marido, albañil, que no encontraba una empresa que le quisiera contratar para colocar un ladrillo. Con dos niños de cuatro y seis años, un padre enfermo de Alzheimer y una hipoteca muy por encima de sus posibilidades, llegó el ofrecimiento de Txus, un antiguo compañero del instituto que gerenciaba el restaurante Milagros. Una botella de oxígeno. Las veinte horas semanales no alcanzaban para casi nada, pero complementaba las jornadas gracias a los trabajos que le salían de los propios clientes del restaurante. Y de esta forma fue como había contactado con Armando Lopategui, un tipo extraño que apenas pasaba por casa, con una hija más extraña aún a la que solo había visto un par de veces. Las diez horas por semana sumaban poco, pero precisamente eso, sumar, era lo que su familia necesitaba. Resultaba un tanto inescrutable que Idoia Gurpegui tuviera que morir como consecuencia de los pecados cometidos por otra mujer, una de pelo corto cobrizo y ojos azules, casi grises, con la que nunca había intercambiado una palabra en persona; circunstancia muy espinosa sin lugar a dudas. Por ello, Zadkiel fue misericordioso y no la decapitó.

No era del todo necesario.

El arcángel se sabía poseedor de muchas y variadas habilidades, pero si de una estaba orgulloso era de detectar cuándo la persona que tenía delante decía o no la verdad. Y esa mujer no le había mentido. Erika se había trasladado a casa de su madre por tiempo indefinido.

De nuevo en el coche camino del aeropuerto se preguntó si operarían vuelos directos a Ámsterdam o le tocaría hacer transbordo en Madrid o Barcelona. En cierta forma, el arcángel Zadkiel estaba de buen humor, regresar a la ciudad holandesa le traía muy buenos recuerdos.

Su máxima volvía a cumplirse: Dios aprieta pero no ahoga.

Hotel Roma (Valladolid)

Se precisa acceder al sistema de la empresa Mudanzas Gallego.

Uriel

Se había hecho a la idea de terminar el trabajo con la diligencia y premura a la que había acostumbrado a la Congregación y verse en el brete de tener que pedir ayuda le irritaba casi tanto como pensar que, muy probablemente, Zadkiel ya habría concluido su misión. Y esa ansiedad por demostrar a sus hermanos y a los centinelas que, a pesar de la edad, seguía siendo un activo fiable y eficaz era el motivo por el que había dejado en un segundo plano su estricto protocolo de actuación.

Así, según se bajó del tren se encaminó a la dirección indicada. Aún no había oscurecido cuando tuvo la impresión de que el piso estaba desocupado, pero decidió esperar unas horas más para comprobarlo. Estaba tan vacío como el corazón de los impíos, pero en el pasillo encontró una caja de cartón marcada con el nombre de la empresa con la que dedujo que había realizado una mudanza no hacía demasiado tiempo. Ahora bien, ¿adónde?

Esa noche le costó encontrar alojamiento dada la elevada ocupación hotelera durante las fiestas de la ciudad. Finalmente, dio con una habitación discreta en un céntrico y económico hotel de dos estrellas al que le llevó un taxista. Para más inri, había olvidado poner la alarma y se despertó mucho más tarde de lo que en él era habitual. No bajó a desayunar a modo de autoimpuesta penitencia y, empujado por la ansiedad, decidió enviar el e-mail por el canal encriptado de comunicación.

Sensiblemente alterado, Jaap Keergaard cerró la tapa del portátil y se incorporó para contemplar la solidez y sobriedad con la que se habían levantado los muros de la iglesia de Santiago Apóstol, atributos con los que se sentía identificado, valores afines a una personalidad cimentada en una fe inquebrantable. Y como solía hacer en cuanto notaba que la zozobra empezaba a dominarle, acudió al recuerdo del padre Claude, la primera persona que realmente se interesó por él.

Tenía dieciséis cuando sus padres, de raíces danesas, le internaron en un colegio de los frailes Siervos de María a las afueras de Vorselaar, al norte de la región de Flandes, donde la climatología no invitaba a otra cosa que a meditar encerrado entre cuatro paredes. Aunque ellos lo negaron con empecinada vehemencia, él siempre lo consideró un castigo por dejar embarazada a Sophie Clement, la hija de la cocinera. Aquella fue la única vez que la tentación de la carne logró imponerse a la castidad, pero él era joven e impulsivo; ella, inocente y pura. Se amaron una vez y el Creador quiso que en el vientre de ella arraigara el fruto de su semilla. Nadie aceptó la situación, los catorce años de Sophie pesaron demasiado. Tardaría mucho tiempo en volver a verla y el hecho de desconocer la suerte que había corrido la criatura le consumía por dentro. Entonces, cuando el mundo le señalaba con el dedo, el padre Claude le tendió la mano y le enseñó a ser un buen devoto de María, a comunicarse con ella. Con la mayoría de edad ingresó en el prenoviciado de la orden con el único objetivo de seguir purificando su espíritu. Cuando heredó la propiedad de las acerías de la familia nadie entendió que donara parte de aquella fortuna a la orden, porque lo material no tenía ningún valor para él si no atendía a razones espirituales. Pero menos aún comprendieron que entregara una importante suma al padre Claude con el fin de que no le faltara nada al hijo que pensaba que nunca llegaría a conocer. Lo único que pidió a cambio fue que adoptara su apellido. La madre aceptó sin contemplaciones, puesto que asegurar el futuro económico de Frederik valía mucho más que un cambio en el registro civil.

Los años pasaron y Jaap seguía recorriendo el camino de la reflexión que alumbraba su mentor. Y nada le habría desviado de él si el padre Claude no hubiera hecho frente a aquel ladrón que asaltó su parroquia. Jaap Keergaard hizo suya la agonía por la que pasó el tonsurado durante las tres semanas que tardó en morir y aquel dolor cristalizó en un sentimiento hasta entonces oculto: la necesidad de justicia. Invirtió ocho meses en averiguar quién era, ocho días en dar con su paradero y ocho minutos en arrebatarle lo que no era suyo. Porque su alma pertenecía al purgatorio y allí la envió tras asfixiarlo con sus todavía inexpertas pero robustas manos. Nunca llegaron a condenarle. El juez que instruía el caso alegó no contar con pruebas concluyentes como para dictaminar la cadena perpetua que pedía el ministerio fiscal. Lo único concluyente y definitivo fue que, desde ese momento, aquel joven de origen danés contrajo una deuda de por vida con la Congregación de los Hombres Puros y él asumió su nueva labor como una tarea divina.

Justiciador, como los arcángeles.

Purificador, como Uriel: «El fuego de Dios».

Observando con displicencia el lozano caminar de un grupo de quinceañeras que cargaban con bolsas de plástico repletas de botellas, echó en falta su Arca de la Sinceridad, donde descansaban sus habituales herramientas de trabajo. Le habría gustado poder contar con ellas, pero el viaje en avión era incompatible con el traslado de las mismas. Ensimismado en sus pensamientos, escuchó la voz del padre Claude: «Nada hay más recto que el camino que establece la Divina Providencia. Rectitud como primer paso para alcanzar la probidad».

Solidez, sobriedad y rectitud: las cualidades de la Piadosa, su espada.

Necesitaba tocarla. Levantó el colchón y la asió por la sobria empuñadura de cuero labrado. Hoja de acero forjado de sesenta y seis centímetros de largo por seis de ancho para tener siempre presente al Ángel Caído; sólida, templada de forma artesanal en agua y aceite hasta alcanzar los cincuenta y dos Rockwell de dureza; pulida al espejo en doble filo —la fe y la razón— y terminación en punta.

Jaap Keergaard amaba a la Piadosa.

Acarició el frío metal de la cruceta rematada en dos cubos en cuyas caras opuestas se representaba la yuxtaposición de la bóveda celeste con la esfera terrenal. La firmeza de lo espiritual frente a la ligereza de lo material.

No se percató de que estaba sudando hasta que una gota impactó contra el acero. La acompañó con la mirada en su travesía por el filo hasta que la recogió con la yema del dedo índice, evitando que se precipitara al vacío y fuera absorbida por aquella envilecida moqueta. El gesto le provocó un pequeño corte minúsculo del que brotó la sangre.

Y Jaap Keergaard interpretó la señal.