ENTENDER ES SOLO UN VERBO
Almacén de pinturas Sánchez
A 2 km del polígono industrial El Brizo
9 de septiembre de 2012,13:14
Fajardo había encajado la noticia como un mazazo en la boca del estómago. En cuanto recibió la llamada de la inspectora, canceló el operativo con inmediatez y él mismo se encargó de comunicar la nueva situación a Azucena. Incrédula y exasperada, no fue capaz de conformar una sola frase coherente. Sumida en la desesperación de una madre atrapada en la más absoluta impotencia, se encerró en el coche como si fuera una burbuja de aislamiento.
Sabía que aquello significaría su cese como jefe de la Unidad de Secuestros y Extorsiones y quién sabe si algo más, pero, según descendió del vehículo frente al almacén en el que se había producido el trágico desenlace, aquellos temores fueron sustituidos por otros. Lo primero que hizo fue buscar a Sancho entre el personal sanitario y policial que ya poblaba el escenario. Lo encontró fumando, apartado del mundo, o eso le pareció, porque, aunque las facciones sí correspondían al rostro del pelirrojo, estas no se encontraban en su sitio natural.
Se dirigió a su encuentro muy despacio, con las manos recogidas a la espalda y una primera pregunta pululando en su cabeza.
—Que te echen un vistazo a eso —sugirió Fajardo refiriéndose a la brecha que tenía en la frente.
Sancho dio una calada al Ducados y su interlocutor no pudo evitar fijarse en las marcas que presentaba en los nudillos.
—¿Lo oyes? —preguntó Sancho.
—¿El qué?
—Los toros. Se oyen los bramidos de los toros.
—No entiendo una mierda, Sancho.
—Entender es solo un verbo.
—¿Qué coño ha pasado aquí?
—Culpa mía. He tratado de solucionarlo a mi manera, pero me ha salido mal. Cuando hablé con él en el hospital sospeché que quería jugármela y le dejé hacer con la intención de averiguar dónde la tienen. Además, no me cuadraba que el mexicano no le hubiera picado el billete cuando tuvo la oportunidad. Tenía que haber algo detrás. Luego esa llamadita a su padre para avisar a su socio justo después de que encajáramos la pieza de los toros…, demasiadas casualidades.
—Deja de decir estupideces —le cortó sin comprender nada de lo que le decía el inspector—. Los únicos culpables son los dos que van a llevar al depósito. Nos van a crucificar, pero en este preciso instante lo único que tenemos que hacer es centrarnos en seguir buscando a Margarita. Martirizarte no va a ayudarla.
—No lo entiendes. Yo conocía a Aitzol. Él ha organizado el secuestro por venganza. Tenía un asunto personal pendiente conmigo.
Fajardo escuchó todo lo que el inspector Sancho tenía que contarle.
—Te van a joder vivo, pero eso no cambia las cosas —concluyó—. Seguimos sin saber dónde está la niña.
—Primero Garrido y ahora Margarita… ¡Hay que joderse! —musitó dejando escapar el humo entre los dientes.
—No conocemos su estado, tenemos que continuar buscándola.
—Sin comida ni bebida y con la infección que le provocaron al amputarle la oreja, no durará mucho, si es que todavía está viva.
—A nosotros tampoco nos van a conceder más tiempo. Mañana a estas horas nos habrán apartado del caso, así que pongámonos en marcha de una puta vez —insistió Fajardo—. ¿Habéis registrado dentro? —preguntó señalando el almacén.
—Están en ello, pero no la encontraremos aquí. Estoy seguro de que la tienen en otro lugar.
—No estará muy lejos, te lo aseguro. Esta gente también sigue su manual.
—Ya —apuntaló con saña, enterrando con el pie la colilla del Ducados—, pero seguro que no la tienen en ninguna nave con esas características que…
—Perdonad que os interrumpa —dijo la inspectora Robles al unirse atropelladamente a la conversación—. Antes de que arrancara la motosierra y dejáramos de entender nada, el mexicano dijo algo que no supe a qué venía. Le he estado dando vueltas desde entonces y probando nombres en Internet me ha salido esto. Bonanza —dijo mostrando la pantalla de su móvil.
—¿Bonanza? —preguntaron ellos al unísono.
—La serie de televisión. Estaba citando a los Cartwright, que eran la familia protagonista. Debe tener algo que ver.
—¿Qué mierda fue lo que me dijo? —se preguntó Sancho estrujándose las sienes con las palmas de las manos—. Sí, eso es. Yo le estaba preguntando dónde estaba la niña y Garay me dijo que cuando llegara al infierno se lo preguntara a los Cartwright.
—¿Lo tenéis grabado? —quiso saber Fajardo.
—No, fue algo que improvisamos anoche —contestó Sancho—. No había tiempo ni recursos estando nuestros esfuerzos concentrados en el pago del rescate.
Fajardo omitió verbalizar sus pensamientos.
—Estoy segura de que significa algo. De otra forma…, ¿por qué te lo habría dicho?
—Estoy de acuerdo con la inspectora —dijo Fajardo.
—Bonanza, Bonanza, Bonanza…, los Cartwright, Bonanza, los putos Cartwright y la mierda de Bonanza. ¡No me viene nada a la cabeza! ¡Me cago en mi puta vida!
—Pero tenemos algo. Vamos a exprimirlo hasta que nos confiese lo que necesitamos —propuso Sara Robles.
—Déjame ver —le pidió Sancho arrebatándole el móvil de la mano.
El pelirrojo se acercó el teléfono a veinte centímetros de la nariz para poder leer la diminuta letra de la página web en la pantalla. El índice se detuvo a mitad de camino. Los pelos de sus pobladas cejas se abrazaron.
Sancho levantó la cara y empezó a otear el horizonte.
—¡Me cago en mi puta vida!
—¿Qué? ¡¿Qué tienes?!
—¡¡Me cago en mi puta vida mil millones de putas veces!! —gritó con la voz tomada.
—¡Sancho! —le gritó Fajardo.
—¡Ya sé dónde está!
Residencia de Ramiro Sancho
A pesar de las amenazas del hombre del profuso bigote con aspecto de mendigo, Jaap Keergaard había tenido que apretar con fuerza los párpados. El alma empieza a corromperse por los ojos, pero lo que acababan de ver los suyos estaba desintegrando sus convicciones, descomponiendo uno a uno todos sus dogmas y, del mismo modo que actúa el ácido sulfúrico sobre la carne, notaba como esas imágenes en blanco y negro corroían progresivamente su interior. Y de todas ellas, conservaba latente la expresión de la niña, descargada, ausente, entregada plácidamente al sacrificio.
—Esto lo hace la gente para la que tú trabajas.
La mujer de pelo rojo no mentía. En alguna de esas macabras escenas había reconocido los emblemas de la Congregación de los Hombres Puros; insignias dignatarias que tan solo podían portar guardianes y custodios. Tendría que revisarlo con más detenimiento, pero le había parecido ver el blasón del Gran Maestre; y si eso era así, todos arderían en el infierno, incluido él.
—«He aquí que todas las almas son mías. Como lo es el alma del padre, así el alma del hijo es mía y el alma que pecare, esa morirá» —citó el arcángel Uriel.
—Aún estás a tiempo de salvar la tuya —interpretó correctamente Erika.
—Arderemos todos en el infierno —aseguró como preludio de una adjuración.
Entonces, Erika Lopategui vio claro que aquel siervo de María le iba a resultar más útil vivo que muerto.
—Es muy posible, pero los hombres que se esconden bajo esas máscaras convierten las vidas de muchos niños en algo más horrendo que el peor de los infiernos. Te estoy ofreciendo la posibilidad de redimirte de tus pecados.
El arcángel levantó la mirada del suelo y estuvo a punto de sonreír.
Antigua piscina La Ponderosa
Los recuerdos que tenía almacenados en la mente de aquellos días veraniegos apenas se correspondían con las imágenes que estaban captando sus retinas. La torre, coronada con un letrero rojo en el que se podía ver y leer la palabra «BAR» centró su atención; esa palabra que había visto y leído todos los días al pasar por la autovía desde que se mudó a la nueva casa en Aldeamayor de San Martín; esa que tendría que ver y leer el resto de días mientras estuviera viviendo allí.
Las hojas de los árboles que señalizaban la entrada a la piscina estaban empezando a oscurecerse. Pronto terminarían tapizando los montones de escombros esparcidos por el suelo.
—La Ponderosa, el rancho de la maldita familia Cartwright —repitió Sancho por enésima vez.
—Dime que vamos a encontrar algún acceso abierto —escuchó decir a Fajardo.
—Claro, lo tienes delante —respondió Ramiro Sancho visiblemente acelerado.
El inspector señaló la malla metálica que impedía el paso entre los vanos de la estructura principal que delimitaba el recinto. El efecto corrosivo del óxido y las tres patadas frontales sobre los puntos de soldadura fueron suficientes para abrir un buen boquete.
—Adelante.
Nada más poner un pie en el interior, su mirada convergió en el punto exacto en el que estuvo a punto de morir. Sancho tenía doce años y los fines de semana de agosto su tía los llevaba a él y a su hermana para sacarlos momentáneamente de la crudeza estival de Castrillo de la Guareña. Aquella mañana, al joven Ramiro se le ocurrió la feliz idea de bucear hasta el fondo y salir a la superficie por el interior de los barrotes que hacían las veces de escaleras. En la parte más profunda había holgura más que suficiente, pero en la medida en la que ascendía aquella se estrechaba. Años después todavía se estremecía rememorando aquella vivencia, atrapado entre la pared y los barrotes, con el anhelado oxígeno a escasos centímetros de la nariz pero sin una mínima opción de alcanzarlo. Un postrero chispazo de raciocinio le hizo deshacer el camino para salir por donde había entrado. Salió mareado, sangrando por la nariz, con un buen raspón en la espalda y una lección indeleble: no te metas donde no conoces la salida.
—Dividámonos —propuso la inspectora—. Solo tenemos dos linternas.
—Ve tú al restaurante —indicó Sancho hacia su izquierda abarcando un espacio sotechado en el que las plaquetas que en su día conformaron el techo eran ahora parte del suelo, y lo que quedaba de un toldo naranja ponía la única nota de color vivo en un escenario muy muerto—. Tú echa un vistazo a la taquilla y la zona arbolada —le sugirió a Fajardo—. Yo buscaré allí enfrente —apuntó con la linterna refiriéndose a la zona del botiquín, vestuarios y merendero—. Está aquí, encontrémosla de una puta vez.
El inspector rodeó el perímetro rectangular de la cubeta que fue una de las piscinas más concurridas de Valladolid, convertida en un improvisado lienzo para grafiteros. La maleza había invadido el terreno pero avanzaba con paso firme hacia la puerta amarilla marcada con una enorme cruz roja. La empujó con el pie antes de entrar. El olor a humedad enclaustrada le golpeó en la cara mientras sus pupilas se habituaban a la escasez lumínica. El cuarto estaba repleto de objetos de toda clase y condición colocados de forma anárquica, como si allí dentro se hubiera producido un tornado devastador. Sancho encendió la linterna y la apagó pocos minutos después tras convencerse de que allí no había lugar para nada más que el caos. La estancia contigua presentaba similares características, aunque allí parecía que el huracán había sido más benevolente. Al fondo, otra puerta daba acceso a un patio de una vivienda adosada que Sancho inmediatamente adjudicó al personal que mantenía las instalaciones durante los meses de actividad del negocio. Salvó como pudo los restos del antiguo mobiliario que dificultaban el acceso al interior para colarse dentro. El sol se filtraba aprovechando los desperfectos en la techumbre, formando doradas, estrechas y oblicuas columnas de luz que daban la sensación de ser las encargadas de mantener en pie aquellos inestables muros. De entre todo aquel revoltijo inanimado, un sofá desvencijado atrajo la curiosidad del investigador. Se arrodilló frente a él y pasó el dedo índice por la superficie del material sintético con el que estaba tapizado. Le escamó comprobar que casi no había restos de polvo ni de las otras partículas que colonizaban todo a su alrededor. El corazón empezó a bombearle de forma arrítmica y vigorosa al tiempo que examinaba el solado. Dos surcos evidenciaban que aquel trasto había sido arrastrado desde otro lugar y junto a los tacos de madera que hacían de patas descubrió algo que le amustió el semblante: migas de pan. Recientemente alguien se había acomodado en el sofá para comer —concluyó—. Podría tratarse de un indigente o incluso de alguna pareja desesperada en busca de intimidad, pero también podría haber servido de puesto de vigilancia. Invirtió los siguientes minutos en inspeccionar con detenimiento cada rincón de la casa, pero no encontró nada más que le llamara la atención. Salió fuera espoleado por la ansiedad y examinó lo que quedaba de los vestuarios aledaños, golpeando puertas y retretes para liberar su frustración.
Sin saber muy bien cómo, se encontró de nuevo en el punto de partida, paseando la mirada por aquel decorado apocalíptico con la vacua esperanza de detectar una señal. Saliendo de la zona del restaurante divisó a Sara Robles con cara de no tener buenas noticias y seguidamente buscó a Fajardo caminando por la arboleda con la cabeza gacha mientras hablaba por teléfono. Sancho vació los pulmones por la boca como método de autocontrol, siendo muy consciente de que se encontraba a punto de perderlo. A unos diez metros para llegar hasta él, la inspectora negó con la cabeza y apretó los labios conformando un gesto que el pelirrojo supo interpretar con acierto.
—Nada —calificó al llegar.
Él se rascó la barba y se retorció los dedos sacándole partido a todo el dolor concentrado en sus nudillos.
—¡Hay que joderse!
—Sancho…
—Sé que está aquí —se anticipó para no tener que escucharla—. Tiene que estar en algún sitio. ¿Has buscado bien?
—Sancho, allí no hay más que escombros, he gritado su nombre varias veces y…, en fin. Nada.
Fajardo se acercó a paso ligero con cara de circunstancias.
—Era Prieto, mi jefe. Me ordena que me presente de inmediato en la jefatura, y no va a ser para ponerme una medalla precisamente. Lo tenemos mal, muy mal.
Sancho apretó con fuerza los puños y giró trescientos sesenta grados sobre sus pies. La imperiosa necesidad de expresarse le sobrevino como una arcada.
El horrísono alarido provocó que algunos pájaros levantaran el vuelo.
—Sancho… —intervino la inspectora Robles posando la mano en el hombro de su desquiciado compañero.
—¡Tiene que estar aquí! ¡Venid a ver lo que he encontrado! Hay un sofá y migas de pan en el que…
—Tenemos que marcharnos —se opuso Fajardo.
—¡No! ¡Venid a verlo! —insistió—. ¡¡Vamos!!
Sara Robles cedió primero.
Las siluetas de los tres policías se recortaban en la penumbra frente al sofá. El silencio que se generó tras las explicaciones de Sancho, tan irritante como demoledor, no hizo sino alimentar su desolación.
—Tenemos que irnos ya, Sancho. Si sigues pensando que puede estar aquí y eres capaz de convencer a los que nos están esperando con los cuchillos afilados, volveremos.
Sancho no fue capaz de encontrar un argumento diferente.
—Tiene que estar aquí.
Fajardo hizo un aspaviento antes de dar media vuelta.
—¡Tiene que estar aquí! —reiteró pateando el lateral de una estantería carcomida por la humedad que se desplomó con gran estrépito. Inmediatamente, se levantó una polvareda que les obligó a protegerse los ojos durante unos instantes.
—Sancho, trata de sosegarte —le pidió Sara Robles.
Pero el pelirrojo no estaba procesando sus palabras. Tenía la atención puesta en un tabique de ladrillo que se hizo visible parcialmente tras caer encima varios de los objetos mal apilados en la estantería y arrastrar al suelo la sábana que lo cubría. No hacía falta ser albañil para darse cuenta de que esa pared había sido añadida con posterioridad. Sin pensárselo dos veces, agarró una esquina de la tela y tiró de ella con mucha más rabia que fuerza.
Una plancha metálica sin signos de oxidación.
Una cadena uniendo el tirador con una argolla perfectamente incrustada en el cemento.
Un candado cerrado que aún mantenía un brillo plateado que reflejaba una reciente fabricación.
—¡Tiene que estar aquí! —insistió.
Sancho empezó a gritar el nombre de la niña mientras agarraba un hermoso pedrusco con ambas manos como si se tratara de un objeto de cartón pluma. Lo alzó por encima de la cabeza y allí lo sostuvo durante el tiempo que necesitó para concentrarse en un eslabón concreto de la cadena. Acompañando el movimiento de sus brazos con un gruñido salvaje, impactó violentamente contra su objetivo. Saltaron chispas las cuatro veces que repitió la operación hasta que se partió el metal. Jadeando como un animal acosado, tiró de la argolla dejando al desnudo un profundo agujero negro de un metro cuadrado. Sara se apresuró a iluminar el fondo por encima del hombro de su compañero.
¡Es un cuarto de calderas! —identificó Sancho con la voz tomada por la turbación—. ¡Ya bajo, ya bajo! Descendió casi sin tocar los barrotes y una vez que hubo tocado el suelo encendió la linterna. El haz de luz chocó contra un gran depósito de gasoil que dominaba ese espacio cargado de aromas insalubres. Guiado por la zozobra emocional, el pelirrojo avanzó sin tomar precauciones. Un bulto junto a una tubería de buen grosor le llamó la atención.
—¡Margarita! —gritó mientras recorría los escasos metros que le faltaban para llegar.
Lo primero que distinguió fueron sus manos, engrilletadas y encadenadas a una de las dos llaves de paso del circuito.
—¡Está aquí! —vociferó— ¡La he encontrado! ¡¡La niña está aquí!! ¡¡Llamad a una ambulancia y bajadme la cizalla del coche!! —se desgañitó.
El inspector se dejó caer de rodillas junto a ella.
Temblaba y por momentos creyó que iba a perder el conocimiento. De forma timorata, retiró la manta con la que se cubría completamente para destaparle la cara y prestarle los primeros auxilios.
Tenía los ojos entrecerrados.
Un malévolo artilugio incrustado en la cabeza; el repulsivo estado de la herida supurando pus; el macilento color que deslustraba su piel y el tono azulado que le pintaba los labios fueron los primeros signos que le hicieron presagiar lo peor. La baja temperatura de su cuerpo, cierta rigidez muscular, pero, sobre todo, el hecho de no encontrarle el pulso provocó que a Sancho se le nublara la vista.
—¿Qué te han hecho, pequeña? Dime, ¿qué te han hecho? —le susurró sin esperar una respuesta. Trató de liberarla del bozal, pero con los dedos temblorosos no acertaba a quitar la correa de la hebilla.
—¡La ambulancia está de camino! —escuchó decir a Fajardo desde arriba.
La abrazó y la apretó contra su cuerpo mientras las primeras lágrimas se perdían en la frondosidad de su barba. Imbuido por aquella terrible sospecha pero sin perder del todo la esperanza, acercó la oreja a sus labios y reunió toda su capacidad cognitiva en los diminutos filamentos que recubrían el trago del pabellón auditivo, dispuestos a percibir cualquier leve brizna de aire; el mínimo indicio que le hiciera creer que aún respiraba.
Cuando Sara Robles bajó con la cizalla se encontró a su compañero acunando el cuerpo de la niña, absolutamente deshecho, sumido en un sollozo desconsolado.
—No respira —creyó entender.