A LA LARGA, EL GALGO A LA LIEBRE MATA
Residencia de los Zúñiga Pérez
C/ Menéndez Pelayo, 6 (Valladolid)
5 de septiembre de 2012,11:10
José Antonio no podía despegar la mirada del número desconocido que se había iluminado en la pantalla de su teléfono móvil.
—Responda —le animó Fajardo—. Estamos con usted. Recuerde todo lo que hemos hablado. Responda —insistió.
El anciano inspiró muy despacio y dedicó una sonrisa cóncava a Azucena, demacrada, con las manos juntas en posición orante.
—Dígame —dijo al fin.
—Aquí su comandante. ¡¿Quién fue el pendejo?!
—¿Cómo dice?
—Quiero saber quién fue el pendejo que avisó a la prensa. ¡Épale, viejito mamón, dígame quién fue el que me está obligando a desprendérsela de la vida!
—¡Nosotros no sabemos nada de eso! ¡Nos ha sorprendido igual que a usted, mi comandante! —dijo interpretando el papel que había ensayado con Fajardo—. Nadie de mi familia ha hablado con los medios, nadie.
—Claaaro, viejito, claro. El ancianito no sabe nada de liada. Pásese de pendejo una sola vez más y se la envío por partes. ¿Dónde se encuentra en este momento?
—¿Que dónde me encuentro? —repitió mirando al jefe de la Unidad de Secuestros y Extorsiones.
—Sí, sordito cabrón. ¿Desde dónde me está hablando?
—Desde la casa de mi hija.
—Ya lo sé, puto, ya lo sé. Ahorita mismo se me baja a la calle a platicar conmigo.
—¿A la calle? Hace un poco de frío, señor. ¿No podemos; seguir charlando tranquilamente desde…?
Cuando escuchó que su interlocutor cortaba la llamada se giró hacia Fajardo con brusquedad.
—Volverá a llamar, no se preocupe.
—Me bajo a la calle —anunció José Antonio, perturbado.
—No es buena idea.
—¡La vida de mi nieta está en juego!
La Triple Efe no insistió. Sacó el auricular y se lo colocó en el oído.
—No se lo quite por ningún motivo —le advirtió—. Solo me dirigiré a usted si es sumamente necesario. El objetivo es la cita, no lo olvide. Súbase el cuello del abrigo. No se aleje demasiado y, sobre todo, conserve la calma. Déjele hablar a él.
En el ascensor, José Antonio podía escuchar el bombeo del corazón, como suenan los tambores de guerra, enérgicos y acuciados. Minutos después seguía recorriendo la acera sin levantar la mirada del móvil, tentado de devolver la llamada, azorado. El número apareció en la pantalla sin avisar.
—Aquí estoy —contestó timorato.
—Escúcheme, culero, si se me vuelve a revolver empiezo a cortar en trozos a la chamaquita, ¿sí?
—Entendido. Ya estoy en la calle, señor.
—Eso es, mi amigo. Ahora quítese la mierda que le hayan puesto los puercos. Este desmadre es entre usted y yo, no más. Lo estamos vigilando, no me vaya a hacer ninguna mamada, ¿me explico?
José Antonio se detuvo en seco. Por el auricular escuchó a Fajardo con voz sosegada.
—Dígale que no lleva nada encima. Es imposible que lo sepa.
—¡Órale, cabrón! ¡Quíteselo o doy orden de empezar a descuartizar a la chamaquita! ¡¡Órale!! —le gritó.
José Antonio claudicó.
—Ya está, mi comandante. ¿Qué quiere que haga con él?
—Arrójelo al suelo y píselo hasta desmadrarlo.
José Antonio Pérez no se lo pensó. Fajardo chasqueó la lengua, todavía escuchaba la conversación pero no podía hablar con el abuelo.
—Ya está, señor.
—Eso es, mi amigo. Camine.
—Estoy caminando.
—Ya veo —mintió—. Ahorita, vaya al Niccola Caffe, calle Constitución a la derecha.
—Sí, sé dónde está.
—¡Apúrese!
—Bravo, no lo pierdas —le exhortó Fajardo al subinspector—. El cabrón dice que lo está viendo. Será un farol, pero ándate al loro no sea que tenga algún capullo siguiéndole.
—Lo tengo a la vista.
—Entre en el café y vaya directito al baño de hombres. Le he dejado un regalito tras la cisterna, mi amigo. Avíseme en cuanto lo tenga y no salga a la calle hasta que yo se lo ordene, ¿sí?
José Antonio hizo lo que le indicó.
—Está tardando mucho —avisó el subinspector Bravo—. Demasiado.
—Aguanta ahí fuera, saldrá.
—Lo tengo en mi poder, mi comandante —le avisó José Antonio cuando salió de nuevo a la calle.
—Anote este nuevo número y llámeme inmediatamente.
—Es uno de los intervenidos —anunció Nacho Ávila tras la comprobación.
La mueca de Fajardo era de regocijo.
—Pínchamelo cagando leches.
La voz del comandante se volvió a escuchar nítida y limpia en los equipos instalados en el domicilio de la familia.
—Ya tiene un celular tope chingón con saldo hasta la madre, mi amigo. Siga moviéndose.
—¿Hacia dónde?
—Hacia donde le dé la chingada gana. ¿Tiene la lana?
—¿Cómo dice?
—La puta madre, sordo pendejo…, ¡le digo que si ya reunió mi dinero!
—He conseguido casi ochocientos mil euros en efectivo —respondió dubitativo.
—¡¿Cuánto dijo, cabrón?!
—Ochocientos mil euros.
No mentía, el valor de los paquetes de acciones era lo único que había podido ingresar en su cuenta corriente y recuperar en efectivo tras convencer al director del Banco Popular, sin darle detalles de los motivos, de que era cuestión de vida o muerte.
—¡No mames, güey! ¿En eso valora la vida de su pinche nietecita? ¿Le pido cuatro millones y me ofrece ochocientos?
—Es todo lo que he podido reunir pero hasta mañana no puedo ir a retirarlo de la cuenta. ¡No disponemos de más dinero en efectivo! —se defendió—. Hemos hecho todo lo que hemos podido en el plazo que nos ha dado.
—¡Escúcheme bien, mi amigo! Le acepto esos ochocientos mil. Ahora dígame qué partes de su nietecita le interesan más. ¿La tatema? ¿Los brazos? ¿Mejor las piernas? Por ese dinero me la cojo ochocientas veces y no encuentran ni la guedeja. ¡Órele, ojete! ¡Responda!
—Por favor, señor. Tiene que entender que cuatro millones de euros es una cantidad imposible de reunir. Quizá podríamos llegar al millón si alargamos el plazo, pero le aseguro que no disponemos de más.
—Me está dejando muy abajo, pinche miserable, no me da chance. Volveré a llamar. Adiós.
—¡Espere, por favor, no cuelgue! —le rogó José Antonio al pitido continuo.
Los edificios que flanqueaban la calle Santiago se vinieron sobre él. Los viandantes transitaban indiferentes, como si pertenecieran a un mundo paralelo, ajeno a la realidad. El sonido de su móvil personal le hizo recuperar el aliento. Era Fajardo.
—Lo ha hecho muy bien. Vuelva aquí, tenemos algo que contarle.
Residencia de Ramiro Sancho
Vagos recuerdos. Imágenes difusas implantadas en su histórico vital sin ningún propósito, como esas que estaban recogiendo sus pupilas. La luz que se filtraba por las lamas de la persiana, exigua pero suficiente, le permitió reconocerse en un entorno irreconocible, tumbado en una cama grande, vestido con la misma ropa que se puso cuando salió de Reikiavik. Tratando de ajustar los engranajes de una maquinaria que no lograba poner en marcha, sintió las primeras dentelladas.
Así reclamaba la jauría su primera ración del día.
Ólafur Olafsson se incorporó pesarosamente y logró encender la luz sobreponiéndose a la habitual presión craneal matutina. Se sentó sobre el colchón mientras se masajeaba las sienes con las palmas, temblorosas y humedecidas, al tiempo que ordenaba a su lengua que se despegara del paladar. «Petaca» era la única palabra que se escribía en su cerebro. Dio con ella en el bolsillo de su gabardina, tirada a los pies de la cama junto a sus zapatos. La manada protestó con uñas y dientes al agitarla y no producirse sonido alguno. Salió de la habitación con un único objetivo por cumplir. La intuición carburada por la necesidad física guio sus atrevidos pasos hasta el salón. Tras el vidrio mateado de un compartimento lateral del mueble de pared reconoció las sinuosas formas y suntuosos perfiles que bosquejan cualquier botellero. Las fieras brincaron jubilosas. El islandés alargó el brazo para agarrar el embellecedor esférico que hacía las veces de tirador, pero un espasmódico movimiento de la mano imposibilitó la rutinaria tarea. Ólafur Olafsson se mordió con fuerza el labio inferior y emitió un agudo gemido fruto de la desesperación. Los elementos confabulados contra él, una conjura global para hacerle más complicada su febril existencia.
Y las alimañas fuera de sí.
Abrió y cerró el puño en repetidas ocasiones antes de intentarlo de nuevo. Sujetándose tenazmente la muñeca con la mano menos diestra para mitigar el temblor, pegó la palma extendida al cristal y ascendió muy despacio hasta la escurridiza bolita. En cuanto la tuvo al alcance, se abalanzó sobre ella como una tarántula de cinco patas sobre su presa. El botín compensó el esfuerzo. El ansia viva se alió con la codicia para pisotear sus preferencias alcohólicas. Apresó una de ellas por el cuello de forma aleatoria y bebió.
Algo después, ya recuperado el control, resolvió que debía comunicarse con Sancho.
—Espero que te hayas levantado con una buena resaca —fue lo primero que escuchó Ólafur Olafsson.
—Así ha sido, pero ya está muerta y enterrada. No recuerdo nada, pero supongo que debo pedirte disculpas y agradecerte que me hayas aceptado en tu casa.
—No te preocupes, me lo cobraré cuando te vea. Tengo poco tiempo, ando con un lío cojonudo entre manos. Espero que no le hayas cogido demasiado cariño a la casa porque sobre las doce del mediodía va a presentarse allí una empresa de mudanzas.
El islandés carraspeó con inusitada pujanza.
—Ya. ¿Te cambias de casa?
—Así es. En la entrada he dejado un plano de la nueva casa, un juego de llaves y una hoja con las instrucciones que tienen que seguir para colocarlo todo. Solo tienes que abrirles la puerta y dejarles trabajar. Te nombro responsable de la seguridad de mi colección de cedés, no quiero que se extravíe ninguno, ya sabes.
—Ya. Colección de cedés. Entendido.
—Me gustaría comer contigo, pero no voy a poder. Te veo más tarde en la nueva dirección.
—No te preocupes por mí, me las arreglaré. Luego hablamos y gracias otra vez.
Nada más colgar, recorrió el escenario donde sabía que había finalizado un capítulo importante en la vida de su colega pelirrojo. No tardó en comprender el motivo por el que se cambiaba de vivienda. Definitivamente, no había tanta diferencia entre los dos, pero no era menos cierto que una casa no era un hogar si no contenía un par de botellas de Four Roses en algún armario.
Comprobó la hora y se puso la gabardina para deshacer el entuerto.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Lo había barruntado mucho antes de golpear la puerta. Sin embargo, tras la visita de Gorka durante la fase de oscuridad, Rita terminó imponiéndose a Marga y juntas empezaron a amasar un plan que, una vez horneado, estaba a la espera de ser cortado en rebanadas.
Y la primera era atraer a su cancerbero.
«Vamos, cerdo asqueroso, baja de una vez», se repetía entre dientes.
Al escuchar el sonido de sus pesadas botas bajando las escaleras, teniendo todavía fresco el bofetón que le había propinado, ganó toda la distancia que pudo respecto a la entrada.
Reconoció el chirrido de la rejilla y quiso anticiparse.
—¡Necesito asearme! —declamó.
No hubo respuesta.
—Por favor, llevo días sin lavarme y… me ha bajado. Lo necesito.
Silencio.
—¡Me siento asquerosa! ¡Esto es repugnante!
—¡No grites, hostias! ¡No grites! Ahora vuelvo.
—¡Gracias, gracias, gracias!
Cada minuto que tardó en regresar era una tonelada de arena en su reloj de impaciencia.
—Quédate muy quietecita donde estás —le advirtió desde fuera—. No me la líes o te vuelvo a poner el bozal y las cadenas.
—No me muevo, no me muevo —aseguró Margarita.
La puerta se abrió. Gorka, cubierto con el pasamontañas y su atuendo habitual, transportaba un barreño azul con ambas manos. Bajo el brazo asomaba algo que concentró toda su atención.
—¿Eso es ropa limpia? ¡Ropa limpia!
Gorka emitió un gruñido antes de dejar en el suelo el recipiente con agua y la esponja.
—¡Gracias, gracias de verdad! ¡Ropa limpia! —repitió ella emocionada.
—Te he traído un par de trapos para que…, para que te pongas ahí. Si tú te portas bien conmigo, yo me porto bien contigo. ¿Entiendes? Esa es la única norma —apuntó arrojando las prendas sobre el colchón—. El agua ya tiene jabón. La toalla está limpia. Estaré aquí fuera esperando.
Todo era parte del plan de Rita. Margarita no alcanzaba a verlo, pero podía sentir la lujuriosa mirada de Gorka a través de la rendija. Se situó donde pudiera verla bien, evitando la zona sombría antes de empezar a desnudarse, muy despacio, a la velocidad con la que emergen las burbujas en una copa de cava. Primero se despojó de la condenada camiseta de la peña Bagur. Hundió la esponja en el barreño y se la pasó con delicadeza por las axilas y el cuello. Para ganar en credibilidad, empezó a tararear la primera canción que le vino a la cabeza. Curiosamente, en su disquetera mental solo aparecían los portorriqueños de Calle 13 y, de forma aleatoria, le salió Latinoamérica. Aquella era una de sus preferidas y, como sucedía con el resto, se sabía la letra de memoria. Sin embargo, en aquella comprometida tesitura, solo fue capaz de verbalizar el estribillo.
Rehuyendo entrar en contacto visual con la ranura, se quitó el sujetador. Introdujo las manos en el agua tibia y se acarició la piel, enfatizando en los senos. El aire del ventilador y la propia naturaleza hicieron que los pezones cobraran vigor. Reconoció el sonido metálico de la hebilla del cinturón golpeando contra el suelo. Era el momento. Dando intencionadamente la espalda a su espectador, se desabotonó el pantalón y en el mismo movimiento se desnudó por completo. Antes de girarse, recurrió a la esponja para tapar su sexo, aunque, si hubiera sabido que Gorka ya había eyaculado contra la puerta, habría terminado con la función. Sin embargo, quiso ser fiel al libreto establecido y terminar la escena mostrando a cámara cómo se aseaba el pubis con férvida vehemencia.
Casi podía escuchar cómo salivaba.
Residencia de los Zúñiga Pérez.
Gabriela les abrió la puerta con el rostro demudado y pronunció algo que ninguno alcanzó a entender. Podía respirarse la tensión a pesar de que la casa estaba bañada en una fragancia cítrica dulzona, una pócima confitada a base de mandarina sanguina, canela y bergamota.
—¿A qué huele aquí? —preguntó Sancho avanzando por el pasillo, dejándose guiar por el fragor de las voces provenientes del salón.
—A ambientador de hogares pudientes —calificó Sara Robles.
José Antonio estaba fuera de sí. Enrojecido de ira, parecía que el inminente estallido de la vena que descendía por la sien salpicaría la cara de Fajardo, que se limitaba a aguantar estoicamente sus gritos y aspavientos. Azucena y Alfredo, sentados en el sofá, se agarraban con fuerza las manos, lacrimógenos, susurrándose dogmas aprendidos tan recurrentes como yermos.
En un alarde de paciencia, Sancho esperó confiando en que su irrupción provocara un efecto balsámico. En cuanto se percató de ello, Fajardo supo exprimir la coyuntura.
—Después discutimos eso —le dijo el de la Unidad de Secuestros y Extorsiones a José Antonio—. Ahora me urge informar al inspector Sancho. Solo le pido un voto de confianza, sé muy bien lo que hago, créame.
Fajardo hizo un gesto a los recién llegados para que le siguieran a la habitación de la quinceañera. Tras reproducir varias veces la conversación, se aclaró la voz.
—Tenemos un candidato, máquina —dijo bajando la voz para contener la euforia—. A primera hora he recibido noticias de nuestros amigos mexicanos —anunció abriendo una carpeta— y la comparación de las grabaciones no deja lugar a dudas, su voz. Servando Garay, alias el Chimuelo, conocido también como comandante Chimuelo o comandante 54. Creemos que pertenece o ha pertenecido a los Zetas. Nació en el D. F., pero es de ascendencia española y tiene pasaporte español. Entró en España en marzo del 2010. Fue detenido a los pocos días por un delito de tenencia de drogas y enviado de cabeza al centro penitenciario de Botafuegos, en Algeciras. Salió en julio del 2011 y no sabemos nada más. Tomad y leed —le previno entregándole su expediente.
Sancho y Sara lo leyeron detenidamente.
—Hay que joderse… —calificó el pelirrojo luego de verificar el nivel delictivo del sujeto.
La inspectora Robles resopló.
—Chimuelo —dijo Sancho—. ¿Qué coño significa eso de Chimuelo?
—Desdentado —se apresuró a responder la Triple Efe.
—¿Y cómo es posible que este tío haya entrado en España? —se preguntó Sara Robles en voz alta.
—Eso sucede en las mejores familias, pero la cagada gorda es que lo soltaran sin empaquetarlo a México. Lo típico, el clásico error del funcionario de turno que no se percata de que el tal Servando Garay tiene la doble nacionalidad y no manda comprobar sus antecedentes en el momento de la detención. Se le perdió la pista. No hay registros de salida del país, ninguna dirección conocida, nada a su nombre. Aquí lo tenéis.
Sancho puso a trabajar su gyrus fusiforme.
Tenía un rostro demasiado común, adocenado en general, corriente en particular; con rasgos indígenas muy difuminados, como si no hubieran arraigado en sus genes y se hubieran ido borrando con el paso del tiempo. La barba cerrada sombreaba el mentón, ancho y apaisado, constituyendo el único rasgo de fiereza contenida en la pose frontal. Las de perfil denotaban cierta deformidad en el maxilar superior como corolario de la escasez de piezas dentales. En la mejilla izquierda presentaba una cicatriz fea, un siete mal trazado, un tajo incómodo en el que no crecía el vello facial.
—Por lo menos ha tenido la deferencia de hacerse la foto con la boca cerrada.
—Tiene toda la cara de mierdecilla de suburbio, un auténtico «chupatermómetros» —calificó el pelirrojo.
Sara Robles no pudo contener una sonrisa tan manifiesta como silente. Fajardo fijó su atención en la foto y asintió varias veces.
—Esa me gusta. Operación bautizada. Al lío —apremió Fajardo disminuyendo ostensiblemente el volumen de su voz—. Gracias al papaíto ya ha prendido la mecha de la alarma social. El colegio de la niña ha anunciado concentraciones diarias en el patio y cada viernes en la plaza Mayor hasta que Margarita regrese a las aulas. Todos los periódicos se hacen eco de la noticia y supongo que en este preciso momento estarán debatiendo si publicar la foto del comandante Chimuelo en las portadas de los periódicos. Peor no podría presentarse el asunto, con esto nos toca lidiar. Sabemos que Garay le ha dado otro terminal al abuelo para comunicarse con él y el último número desde el que le ha llamado se corresponde con uno de los que compró el yonki. Lo tenemos intervenido, pero eso él no lo sabe.
—¿Cómo podemos estar seguros? —quiso saber la inspectora.
—No lo estamos ni lo estaremos, pero si usáramos la cabeza —dijo con retintín señalándose las sienes con los índices— la lógica nos diría que si supiera que está intervenido no se habría arriesgado a montar el «pifostio» de esta mañana con el abuelito, ¿no le parece, inspectora? De cualquier manera, no tenemos más remedio que funcionar a base de hipótesis. Ni siquiera sabemos con certeza si la niña está viva en estos momentos.
Fajardo retomó inmediatamente la palabra negándole el turno de réplica.
—Yo estaba empezando en esto cuando me tocó acompañar a mi predecesor en un asunto francamente complicado en México. Una banda de hijos de puta sin escrúpulos agarraron al hijo de un empresario español cerca de Morelia, capital de Michoacán, uno de los estados más peligrosos del país. Pagaron tres millones de dólares en dos plazos y cuando por fin encontramos el cuerpo descubrimos que llevaba muerto y enterrado más de dos meses. Lo mataron a golpes a las primeras de cambio. Así y todo siguieron extorsionando a la familia. Es una práctica muy común allí.
Sancho sintió el impulso de interrumpirle para aclarar algo que no le cuadraba en el relato, sin embargo, prefirió guardárselo mientras se rascaba la barba con avidez.
—Tenemos que tener preparado el dispositivo en cuanto vuelva a comunicarse con la familia. Me apuesto la casa de muñecas de mi hija a que muy pronto le pondremos el collar al galgo.
—A la larga, el galgo a la liebre mata —apuntó Sancho.
—Seguro, Sanchito, seguro, pero a la Triple Efe le han autorizado una unidad cóndor y le va a tirar de la correa solo con que abra el hocico. Y como me toque los cojones lo ahorco en un árbol del paseo Zorrilla. ¿Has visto? Ya me conozco la vía principal de tu pueblo.
Sancho no entró al trapo y los gritos desesperados de Azucena provenientes del salón hicieron que los tres tragaran saliva.
—Espero que tu hija no pierda su casa de muñecas porque ahí fuera no van a aguantar mucho más —cerró Sancho.
—Por ahora la foto no sale de aquí —advirtió Fajardo—, hagamos lo posible para que no trascienda a los medios o empezarán a llover llamadas de decenas de malnacidos diciendo que tienen a la niña.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Jugueteaba con una lata de refresco que había cedido a la oxidación del abandono. Llevaba tanto tiempo contemplándola que casi le dio pena arrojarla desde el desvencijado sofá en el que estaba recostado al montón de escombros.
Teniendo ya acondicionada la suite, Servando Garay no había hecho otra cosa a lo largo de la jornada que barruntar sobre lo que había descubierto la noche anterior. El vasco no estaba jugando del todo limpio y, aunque podía comprender que le hubiera ocultado el hecho de que estuviera participando una tercera persona en el papel de carcelero, no dejaba de preguntarse qué había de cierto en aquella historia que le había motivado a pergeñar aquel plan tan enrevesado. Y si algo aprendió del Mochaorejas era que cuanto más se simplificaba menos probabilidades existían de cometer errores. Controlar todos los hilos era una tarea harto complicada pero esta se tornaba imposible cuando había algunos que él desconocía, como era el caso.
En unas horas iban a tener que alimentar la caldera con una buena palada de carbón y, a pesar de que el mexicano tenía decidido que si algo se torcía él no se iba a quedar a enderezarlo, presentía que aquella era su gran oportunidad para volver a casa. Y no estaba dispuesto a desperdiciarla. Por eso se empeñó en que debía averiguar el paradero de la niña.
Tanto cavilar le dio hambre. Recordó que había guardado un buen trozo del bocadillo de tortilla de patatas que acostumbraba a almorzar en una gasolinera de mala muerte emplazada en la carretera con menos tránsito que había visto jamás, y efectivamente, lo halló en el fondo de la mochila. Nada sobra en casa del necesitado.
Poco más tarde, solo quedaban las migas que se arrojaron al vacío en cada mordisco, prefiriendo cualquier desventura a terminar en aquella estremecedora y repulsiva masticadera.
Fortalecido en sus convicciones, Servando Garay se levantó decidido para incorporarse a su puesto de vigilancia nocturna.
Residencia de Ramiro Sancho
Chispeaba. Pocos fenómenos atmosféricos le resultaban más molestos que aquella fina y fría llovizna que traía el final de la estación estival y el principio del otoño. «Peor que arrancar una nueva etapa de forma forzada es hacerlo arrastrando el recuerdo del agónico final de la anterior», pensó el inspector al bajarse del coche.
Horas antes, cuando lograron calmar el ataque de nervios de Azucena y salieron de la vivienda de los Zúñiga, se dirigió a comisaría junto a Sara Robles con el objeto de preparar el dispositivo de la operación Chupatermómetros en el caso de que se activara alguno de los teléfonos intervenidos. El jefe del Grupo de Homicidios también quería analizar los posibles avances que se hubieran producido en cada uno de los frentes abiertos de la investigación, por lo que allí les esperaban los subinspectores Matesanz y Peteira, si bien el gallego mantuvo una actitud más ausente que presente durante las más de tres horas que estuvieron picando piedra. Álvaro Peteira pareció adivinar las intenciones de Sancho y, antes de que este le pidiera que se quedara unos minutos para charlar con él sobre sus asuntos personales, se excusó y desapareció. El pelirrojo permaneció un rato más en comisaría tratando de exprimir unos frutos que ya no soltaban una gota de zumo: seco del todo el de la reconstrucción del momento del secuestro; agotado el del círculo íntimo de la víctima, y muy poco maduro el de la actividad de Helios. Así, en la cesta solo quedaba la posibilidad de hincarle el diente al pasado político del padre. Para ello, tendrían que traspasar una cáscara demasiado dura y recubierta de toxinas altamente nocivas para la salud.
De regreso, recibió una llamada de Gracia Galo que terminó extinguiéndose en una sucesión de pitidos continuos. Parado delante de la puerta metálica que daba acceso al porche de entrada de la que ya era su nueva casa, se preguntó si habría alguna forma de impedir el paso a los demonios que le acompañaban, de dejarlos fuera, calándose, arrugándose como el cartón bajo la lluvia. La respuesta la obtuvo cuando descubrió la figura de Ólafur Olafsson, sentado en las escaleras del patio inglés.
—Mélcomin —sonó la bienvenida en islandés.
Sancho se paró para darle tiempo a que se incorporara. El primer abrazo fue algo escarchado pero tras sacudirse el hielo a base de manotazos en la espalda llegó otro menos timorato, más templado. El pelirrojo agarró de la cara a su amigo y lo zarandeó con fuerza.
—¡Me alegro de verte, cabrón! —dijo en castellano.
Ólafur contuvo las lágrimas y se giró impetuosamente para evitar que se desparramaran sus flaquezas en el encuentro.
—Se han marchado hace un par de horas —introdujo cambiando de tercio y de idioma—. Espero que esté todo al gusto del señor.
Sancho recorrió el pasillo hasta el salón guiado por la luz artificial que bañaba la estancia. Bajo la moldura del arco que marcaba la entrada examinó el entorno y meneó la cabeza.
—Sorprendente —calificó.
—Esos chicos eran unos auténticos profesionales, aunque hemos tenido que hacer diversos cambios respecto al plano para encajar esos muebles. No me he atrevido con algunos objetos de decoración —dijo refiriéndose al revólver del calibre 38 que reposaba encima de la mesa del comedor.
—Joder, ni me acordaba. ¿Todo eso es el correo? —preguntó Sancho señalando el montón de papeles amontonados junto al arma.
—Era lo que había en la otra casa más la correspondencia que no habías recogido del buzón.
—Será publicidad y cartas de admiradoras secretas, mañana lo tiro todo a tomar por el culo. ¿Mis discos? —quiso saber, impaciente.
—Allí —señaló.
El inspector desembaló la caja y capturó uno de forma aleatoria.
—¿Te gustan The Rolling Stones?
Ólafur hizo una mueca poco esclarecedora.
—Cojonudo. ¿Esto funciona? —se preguntó refiriéndose al equipo de sonido.
Los ritmos tribales de Sympathy for the devil sirvieron de respuesta.
Please allow me to introduce myself,
I’m a man of wealth and taste.
I’ve been around for a long long year,
stole many man’s soul and faith.
I was around when Jesus Christ
had his moment of doubt and pain.
Made damn sure that Pilate
washed his bands and sealed his fate.
—Eso significa que vamos a celebrar el reencuentro como nos merecemos —propuso el islandés.
Sancho no supo negarse a pesar de que lo que le pedía el cuerpo era exiliarse en la cama hasta primavera.
—Como nos merecemos…, esto tiene visos de convertirse en un desastre de dimensiones colosales —advirtió—. Además, estamos de suerte. No hace mucho que hice mi ruta del vino particular. Pillo la carretera de Tudela de Duero hasta Peñafiel haciendo paradas estratégicas en Sardón de Duero y Quintanilla de Onésimo. Tiene que haber Mauro, Abadía Retuerta, Arzuaga, Pinna Fidelis, Pago de Carraovejas, Finca Resalso, Protos, Pesquera…, coño, la ocasión merece un Pingus, pero no me da el presupuesto. Lo que no tengo es una mísera cuña de Flor de Esgueva, mierda.
El islandés le escuchaba atentamente tratando de entender algo de lo que salía de la boca del pelirrojo solapado por la voz de Mick Jagger.
Pleased to meet you hope you guess my name.
But what’s puzzling you is the nature of my game.
—Ahora solo me falta encontrarlo —dijo mirando en derredor.
—El vino está donde tiene que estar: en la bodega.
En la primera ronda de la conversación, Sancho se centró en desembrollar la madeja del secuestro ante la atenta mirada de su interlocutor, que apenas le interrumpió para hacerle algunas observaciones. Coincidiendo con la apertura de la segunda de Pago de Carraovejas crianza del 2010, Sancho se frotó la barba y destapó el interrogante:
—¿Qué demonios te está pasando?
La respuesta podría haberse extendido hasta terminar con las existencias del botellero, pero fue más corta que el siguiente trago que tuvo que dar el islandés para digerirla.
—Para saber cómo vivir, primero hay que tener un porqué y no encuentro ningún motivo para seguir arrastrándome —confesó.
—Arrastrarse ya es un motivo.
—No si acarreas una deuda. O mejor dicho, si eres consciente de cargar con el peso de la deuda. Todos somos culpables pero solo unos pocos cargamos con ese estigma.
Sancho rellenó las copas y Ólafur interpretó el gesto como una invitación a profundizar en aquel argumento.
—Los cambios se producen independientemente de que uno quiera o no ser partícipe de ello. El concepto del castigo es un buen ejemplo. Antes, quien causaba un perjuicio a un tercero era merecedor de una pena cuya severidad solía ser proporcional al daño ocasionado. Ese y no otro era el punto de partida desde el que se trazaba una línea recta. Existía una percepción armónica entre daño y condena. Sin embargo, no se sabe cuándo, este concepto de justicia ha sido sustituido en el empeño de los hombres que dictan las leyes por conseguir mayor equivalencia. Hablo de encontrar la forma de compensar el dolor. Pero ¿acaso es esto posible, Sancho? No, desde luego que no. No lo conseguiríamos aunque nos encerráramos en nuestro solipsismo y tiráramos la llave. Porque los grados de percepción son distintos para cada individuo y porque uno no puede ser libre cuando se limita a juzgar las acciones de los demás. La existencia en sí misma es angustiosa y consecuentemente resulta inevitable provocar dolor a los que nos rodean. El problema radica en que nunca se da la reciprocidad perfecta y, por tanto, las condenas son siempre injustas. Es indefectible y ni siquiera nos preocupa. No pagamos nuestras deudas en cien vidas, Sancho, porque en cada vida que malvivimos contraemos más y más obligaciones. Así, todos somos culpables, a pesar de que evitemos a toda costa reconocerlo para no aparentar nuestra vulnerabilidad. Tan fácil como reconocerlo, Sancho, tan fácil como admitirlo.
Perdido en la traducción, Sancho optó por terminar su vino de un trago y batirse en retirada.
—Compañero, mi intelecto me pide una tregua y no quiero contraer una deuda que no pueda pagar. Así que, antes de que me dé por recitar líricas cristianas, me voy a desconectar de la realidad en este momento. Buenas noches.
—Que el cielo te guarde, yo me quedaré un rato más en este infierno.
—Me alegro de que hayas venido, aunque todo parece indicar que no tardaré demasiado en arrepentirme.
—Solo una cosa más.
El pelirrojo se giró haciendo visible su agotamiento.
—¿Te importa si enciendo la chimenea? —preguntó incorporándose de la silla.
—No, claro que no, lo que no sé es qué vas a utilizar para…
Ólafur se anticipó mostrándole La obra de Augusto Ledesma.
—Que se consuma en el fuego purificador —propuso el islandés.
Sancho no podía despegar la mirada de la cubierta del libro.
—Que se consuma en el fuego purificador —consintió a modo de despedida.
En el salón seguían sonando The Rolling Stones, pero no reconoció la canción. Subió las escaleras remolcando mucho más que el peso de su cuerpo y, sin importarle que la cama no estuviera vestida, se descalzó antes de cubrirse con una manta y dejarse caer sobre el colchón, su colchón. Con los ojos cerrados vio cómo el poemario de Augusto quedaba reducido a cenizas y se dejó engullir por un sueño tan conciliador como extraño, tan breve como infausto.