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CUANDO UNO ES PERRO VIEJO, PREFIERE ROER EL HUESO QUE SALIR CORRIENDO

Comisaría de distrito de las Delicias

C/ Gerona, s/n

6 de septiembre de 2012, 17:40

El interrogatorio se estaba dilatando más de lo que Fajardo esperaba; infinitamente más de lo que el pelirrojo habría querido. Desde el mismo momento en el que José Antonio Pérez Pérez ocupó su silla, comenzó a relatar con todo lujo de detalles lo acontecido aquella mañana. El inspector Sancho permitió que Fajardo llevara el peso del interrogatorio limitándose a hacer anotaciones durante la exposición del abuelo, que, lejos de mostrar arrepentimiento, no dejaba de repetir que volvería a hacerlo a modo de viga maestra para apuntalar su propia inseguridad. Sin embargo, esa robusta y firme edificación inicial se fue debilitando con el transcurso de los minutos como una cabaña de madera infestada de termitas; condenada a derrumbarse.

El de la Unidad de Secuestros y Extorsiones paseó la mirada por el techo antes de contestar la sempiterna e indefectible pregunta.

—Esperar y confiar —respondió el de la Unidad de Secuestros y Extorsiones—, eso es lo único que podemos hacer en estas circunstancias.

—¡¿Es que aún no tienen nada?! ¿En todos estos días no han averiguado nada —recalcó— sobre esos malnacidos que tienen secuestrada a mi nieta? ¿Es que tenemos que cerrar los ojos y encomendarnos a la Divina Providencia? ¡Mi hija está al borde del colapso y yo también!

—Antes tenían la sartén por el mango, ahora, gracias a sus actos, tienen la sartén, el aceite y los huevos.

—¡No se atreva a culparme de la situación! ¡No se lo consiento! ¡Presentaré una queja ante sus superiores!

—Trate de ponerla en la parte de arriba del montón.

—¡Es usted un miserable! ¡¡Un miserable!!

—Cálmese. Yo no he dicho que vayamos a quedarnos cruzados de brazos. Esperar y confiar es lo único —remarcó— que les queda a ustedes por hacer, porque o liberan a Margarita en las próximas horas, o volverán a ponerse en contacto con usted para pedirle más dinero. Se lo advertí: pagar no es una opción.

—Señor, no pierda la esperanza —intercedió Sancho—. Nosotros seguimos estrechando el cerco y la información que nos ha proporcionado seguro que nos resultará de utilidad. Sin embargo, el inspector jefe Fajardo tiene razón. La situación actual es incierta.

Un silencio pegajoso impregnó las paredes de la sala.

—¿Tiene alguna idea de dónde pueden tener retenida a mi nieta? —balbuceó José Antonio.

«Barajamos varias posibilidades y tenemos a toda nuestra gente inspeccionando el terreno. Ahora bien, si no nos alumbra la fortuna jamás daremos con su paradero», fue la siguiente frase que pensó el pelirrojo, aunque sus cuerdas vocales no la fabricaron.

—Lo mejor que puede hacer es estar al lado de quien más le necesita. Tendrán muchas preguntas que hacerle —le instó Fajardo—. Aquí ya no hacemos nada productivo.

Sancho lo acompañó hasta la salida y le pidió un taxi. Cuando lo vio desaparecer por la calle Gerona, contagiado por la desdicha ajena, se acordó de aquella vez en la que, teniendo veinte años y estudiando Derecho, un contacto le ofreció un puesto de cobrador de autopista. Nunca se había vuelto a acordar de aquello, pero en aquel preciso instante el pelirrojo deseaba ser cobrador de autopista, tranquilo, sentado en su garita, viendo los turismos pasar.

Levantó la vista y observó que el cielo se había cubierto a brochazos de nubes que amenazaban con un cambio brusco de la climatología. Sin entender muy bien por qué, sintió la necesidad de hablar con su inquilino islandés. Al segundo tono escuchó el tono grave y compacto de Ólafur Olafsson.

—Has leído mis intenciones, precisamente iba a llamarte yo.

—Somos almas gemelas. Quería saber si está todo en orden —le dijo Sancho.

—Un desorden equilibrado y armonioso —calificó—. Estoy bien, tratando de mantener a raya a la jauría, dándoles de comer lo justo para que no se rebelen contra su amo. ¿Qué tal tu jornada?

—Mejor no te lo cuento. ¿Has comido?

—Comer no está entre mis prioridades.

—Dijo el finado. ¿De qué querías hablarme?

—Espero que no te siente mal —introdujo como medida preventiva—. Esta mañana, para evitar que toda tu correspondencia terminara en el contenedor y motivado por el aburrimiento, me he atrevido a separar el ganado. Un rebaño muy pobre como bien intuías. Sin embargo, había un ejemplar que me ha llamado la atención. Un sobre grande algo deteriorado que, cuando lo he ido a examinar, se me ha deshecho en la mano y desparramado todo el contenido por el suelo.

—No deberías haber arriesgado así tu vida, podría haberse tratado de una carta bomba —bromeó el español.

—No vas desencaminado. El remitente es un tal Aarjen de Bruyn, ¿te suena?

—¿Delantero holandés?

—Casi. Este era belga, pero no tiene nada que ver con el fútbol.

—¿Era?

—Este viejo sigue conservando el olfato y la curiosidad me ha llevado a darme una vuelta por la red. Mi francés no da para demasiado, pero el traductor de Google me ha servido para enterarme de lo que hay publicado sobre el asunto.

—Suéltalo de una vez.

—Este tal Aarjen de Bruyn, fiscal de profesión, se hizo famoso en su país por sostener durante muchos años que, tras el escándalo de Marc Dutroux, había una red pedófila a escala europea en la que involucraba a altos dignatarios políticos, empresariales e incluso eclesiásticos. Aquello terminó con su carrera, pero, a la vista de los acontecimientos, no con su investigación. El caso es que, en agosto, se le ha dado por desaparecido y no hay indicios de que haya sido algo voluntario, no sé si me explico.

—Te explicas, pero no sé dónde quieres ir a parar.

—Que el matasellos del sobre es del 4 agosto y que el último día que alguien lo vio respirando fue el día 14. Según las noticias que he leído sobre el caso, la policía ha certificado que el hombre no ha salido del país y en su apartamento no encontraron ningún indicio que les invite a pensar que haya hecho algún viaje. Pinta mal, ¿no crees?

—¿Qué contiene el sobre?

—Te leo el título: La Congregación de los Hombres Puros. La puerta terrenal del infierno.

—¿Y qué coño es eso? ¿Una novela satánica?

—Tiene ese grosor, pero no lo parece. No me he atrevido a meterle mano sin tu permiso.

—Amigo mío, no estoy para más asuntos diabólicos, que bastante tengo ya con lo cotidiano.

Ólafur se aclaró la garganta.

—Me gustaría echarle un vistazo.

—Todo tuyo.

—Gracias.

—Ya me contarás cómo termina y si averiguas por qué cojones ese tipo me ha enviado a mí esa mierda, por favor, no dejes de decírmelo. Otra cosa, esta noche tengo una conversación pendiente con un compañero, no sé a qué hora llegaré a casa, pero prometo sacarte de paseo en cuanto pueda.

—No te preocupes por mí, sabré entretenerme —dijo pasando la primera página del informe.

En cuanto hubo colgado, Sancho barajó la posibilidad de devolver la llamada a Gracia Galo, pero finalmente guardó el móvil y volvió a desviar la mirada hacia el firmamento.

Ya no había rastro del azul.

En algún lugar de la provincia de Valladolid

Era el color que más echaba de menos.

Azul clarito.

Del que se pintaban las mañanas en Baqueira Beret cuando amanecía totalmente despejado. Entonces, le encantaba salir al porche de la cabaña que alquilaban sus padres todos los años aprovechando las vacaciones de Navidad y cargarse los pulmones con aquel aire frío y puro. A Margarita se le daba bien el esquí, a pesar de que no estaba entre sus aficiones preferidas. Le gustaba practicarlo, pero el envoltorio que adornaba lo demás le generaba rechazo. Aparentar era el deporte más practicado en la estación, pero en aquellas circunstancias hubiera dado lo que fuera por estar allí desayunando junto a su familia, aunque hubiera tenido que tragarse el discurso político matutino de su padre, las quejas de su madre por el desorden y las bromas carentes de gracia de Josean.

Principalmente por respirar azul clarito, como decía la canción de Calle 13.

Calculaba que había transcurrido un par de horas desde que el cerdo de su carcelero le había dejado la comida junto a la puerta y ahí se había quedado. Detestaba ese sabor de la legumbre precocinada y enlatada, le asqueaba la textura del pan reblandecido por la humedad, el maldito yogur de macedonia y el agua tibia. Pero sobre todo le repugnaba la idea de meterse en la boca cualquier cosa que hubiera pasado por las manos de aquel puerco asqueroso. Odiaba el sonido de sus pisadas, su repelente tono de voz, sus antiestéticos ojos saltones, odiaba hasta su ropa por tener contacto con su piel. Sin embargo, si algo le provocaba arcadas era ese penetrante olor, mezcla de sudor seco y musgo purulento, que enrarecía la pureza del aire cuando él lo invadía, intoxicando la atmósfera de su reino hasta hacerla miasmática. El ventilador, aliado natural a la fuerza, se encargaba de esparcirlo con un ritmo flemático pero suficiente para ensuciarlo todo. Tardaba demasiado en desaparecer. Era insoportable, porque durante ese espacio de tiempo tenía la impresión de que el alma de su carcelero estuviera allí presente, vigilándola.

—Te vendría bien recordar las palabras del padre Damián sobre el perdón —le susurró la voz de Marga—. El rencor es un veneno que actúa lentamente, carcomiéndote por dentro, destruyendo tu espíritu.

—Al padre Damián nunca le han secuestrado ni se le han corrido encima —intervino Rita—. Bueno, lo mismo sí, pero consentido.

—¡Por Dios santo!

—¡Y por la Virgen María! Margarita y yo tenemos un plan. La próxima vez que ese cerdo venga a pajearse se va a llevar una sorpresa.

—Y tanto que sí —corroboró ella secándose las lágrimas—. Y tanto que sí.

Pronto la oscuridad lo devoraría todo, llegarían las tinieblas y con ellas su oportunidad. Mientras tanto, azul clarito. Respirar azul clarito.

Calles del centro de Valladolid

Daba la sensación de que quería hacer frío, pero la temperatura era lo de menos en el aire festivo que se respiraba a esa hora en los aledaños de la plaza de San Benito. Aquel no era el mejor lugar para mantener una charla con Álvaro Peteira, principalmente porque el nivel de contaminación acústica superaba con creces la tolerancia de las palabras.

—Hay reliquias en los museos más modernas que esa —dijo Peteira señalando el discman que portaba Sancho en la mano.

—Ya, pero en esas mierdas modernas no caben mis joyas; escucha esta, mamón, que son paisanos tuyos —le dijo poniéndole los cascos.

El azul del mar inunda mis ojos,

el aroma de las flores me envuelve,

contra las rocas se estrellan mis enojos

y así toda esperanza me devuelve.

Malos tiempos para la lírica.

—¡Golpes Bajos, carallo! Germán Coppini, qué fenómeno. Y sí, la canción nos viene que ni pintada.

—Cuando quieras te lo presto —le ofreció Sancho guardando el artefacto en el bolsillo interior de la cazadora vaquera.

—¿Cómo fue? —preguntó Peteira casi sin querer.

El subinspector se refería a la reunión de urgencia convocada por el comisario provincial Travieso en las instalaciones de la Jefatura Superior, encuentro que a Sancho le recordó mucho al que mantuvieron cuando atisbaron lo que se les venía encima en el caso de Augusto Ledesma.

Porque no hacía tanto de aquello.

Durante las más de dos horas que duró, el subdelegado del Gobierno, Pemán, había interpretado el papel de portavoz y altavoz de Alfredo Zúñiga, padre de la víctima, compañero de partido y amigo político. Fernando Fajardo Feix, despojado forzosamente de su socarronería, había defendido y justificado cada una de sus decisiones casi con la misma vehemencia con la que poco después lo haría el comisario Herranz-Alfageme respecto al desarrollo de la investigación. Travieso, en su afán mediador, había estado brillante en el arte de asentir y corroborar las intervenciones ajenas ante la perplejidad de la jueza Miralles, que no dejaba de preguntarse el motivo por el que el comisario provincial estaba sentado en aquella mesa, cuestión que inmediatamente se aplicaría a sí misma dado lo poco que pudo aportar. Sancho no participó más que en un puñado de ocasiones, siempre a requerimiento de alguno de los presentes o por alusiones, y estuvo conciso rayano en lo escueto. En el capítulo de conclusiones, para sorpresa de todos, fue Travieso el que más se acercó a la realidad de los hechos con una última intervención cultivada en lo más profundo de su despoblada cabeza que floreció en la boca tras prologar innecesariamente los labios: «“Oséase”, que más nos vale a todos que mañana nos despertemos con la noticia de que la niña ha aparecido, porque de lo contrario los de arriba nos van a crujir como tostadas integrales; íntegramente, vaya». Asumiendo que ninguno iba a ser capaz de superar tan prolija cosecha, el silencio precedió a la paulatina retirada de los asistentes.

—De puta pena, así, en general —resumió el inspector.

—Tenemos que encontrar a esa niña —le conminó Peteira.

—No pienso en otra cosa, pero no he quedado contigo para hablar del asunto.

—Me lo temía.

—¿Adónde vamos?

—Decide tú: Manuel Carrasco en la plaza Mayor o bien OBK en las Delicias.

—¿Conoces al Tragaldabas?

Su expresión era un no rotundo.

—Antes lo he visto en la plaza de Portugalete y me he acordado de ti. Se trata de un personaje de la mitología castellana que…

—Mitología castellana, mitología castellana —repitió Peteira con aire socarrón.

—No es el momento, pero un día, si quieres, te hablo de la rica y profusa tradición mitológica de los castellanos: el Sacamantecas, los malismos, los ojancos, los trasgos, el Bú, el Diablo Cojuelo, el Martinillo, el…

—Ya valió, ya valió —le cortó el subinspector, abrumado.

—No solo los gallegos y los vascos tienen raíces mitológicas en su cultura popular, que te quede claro, compañero.

—Para ti la perra gorda.

—Me la quedo. Mi padre estará muy orgulloso de mí en este instante, esté donde esté. Como te decía, el Tragaldabas es una especie de ogro con la boca enorme y una voracidad insaciable —calificó acompañando las palabras con mímica— cuya representación amigable se saca en ferias para disfrute de los niños. No hay un vallisoletano que no haya sido engullido por el tío Tragaldabas o la tía Melitona para ser expulsado por el culo.

—Precioso —calificó.

—Lo dicho: al verlo me he acordado de ti por tu capacidad para tragar y tragar con todo lo que te echen. Esta noche te toca escupirlo o cagarlo —le advirtió Sancho acompañando el aviso con varias palmaditas en la espalda.

—Vale —claudicó el gallego—. Pero yo paso de jugarme el careto con toda la chavalería por un pincho y una caña. Busquemos un garito tranquilo.

—¿Un garito tranquilo en plenas ferias? Complicado.

—Entonces uno cerca de la catedral, que tengo el coche en ese parking.

—¿El Farolito te cuadra?

—No, pero vamos.

Y fueron.

Lo recordaba más grande. Aquel había sido uno de los sitios más frecuentados por Sancho durante los años de universidad, por cercanía o borreguismo, por moda o costumbre, cuando los botellines costaban cien pesetas y todavía podía peinarse. Las tonalidades rojizas bien hermanadas con los revestimientos de madera se habían aliado para sumar puntos de confortabilidad en un ambiente sonoro dominado por el jazz y el rumor de las cálidas conversaciones.

—Salud —propuso Sancho levantando el tercio de cerveza.

Las pupilas de Peteira se destiñeron durante el trago.

—Precisamente de eso se trata, de la maldita salud —desveló al fin.

—Te escucho.

—Es Marcos. ¿Recuerdas que te comenté que estábamos pendientes de unas pruebas de Marquiños?

El pelirrojo asintió, Peteira dio otro sorbo a la cerveza para aclararse la voz.

—Adrenoleucodistrofia ligada al cromosoma X. Lo he repetido tantas veces que al final me aprendí el maldito nombre. Es una enfermedad hereditaria que no tiene tratamiento y que se va a llevar a Marquiños por delante, Sancho, se lo va a llevar —dijo inclinando la cabeza como si no pudiera sostener el peso de la culpabilidad paterna.

Sancho le agarró un hombro y le zarandeó suavemente ahogando el conato de llanto que estaba a punto de propagarse entre los ocupantes de aquellos dos taburetes. Peteira dispuso del tiempo que necesitaba para rehacerse.

—El neuropediatra del Río Hortega nos dice que lo tienen que ingresar para hacerle un trasplante de médula ósea, pero solo como medida paliativa, carallo, para evitar que la enfermedad siga avanzando a ese ritmo. Además, implica un alto riesgo de sufrir complicaciones infecciosas graves.

—¡Hay que joderse! —murmuró Sancho apretando los dientes.

—Mucho, Sancho. Hay que joderse mucho.

—Tiene que existir una solución, siempre la hay.

—Puede. El doctor nos habló de una terapia génica que consiste en extraerle células para luego introducirle una versión sana del gen afectado o algo así, que tampoco es que nos enteremos del todo con los términos que utiliza esta gente. La terapia experimental en cuestión se probó en la Universidad de París y los resultados, que fueron bastante alentadores, se publicaron en una revista científica de renombre. Ahora bien, el problema es que la curación es solo para ricos, carallo.

—¿Entonces es cuestión de dinero?

—Precisamente, de doscientos mil para arriba, Sancho, y ni nosotros ni mis padres ni los de Patricia disponemos de esa cantidad. El caso es que en unos dos años Marquiños quedará en estado vegetativo. Podría aguantar hasta diez años así, imagínate el calvario; y luego morirá. Así nos lo dijeron. ¡Morirá y yo no sé qué puedo hacer! No tengo ni puta idea, Sancho. ¡Estoy acojonado, Sancho, acojonado de verdad! ¿Sabes qué me preguntó Santi el otro día?

Sancho se limitó a sostenerle la mirada. El subinspector descargó la suya en el botellero antes de coger aire por la boca.

—Si se muere mi hermano, ¿con quién voy a jugar yo? No me jodas, Sancho, se me partió el alma. No le pude ni contestar. Me tuve que ir a dar una vuelta. A llorar por las esquinas, como un idiota. Te juro que me he planteado agarrar la Franchi y pegarle el palo a quienes tú y yo sabemos…, te lo juro, Sancho, te lo juro. Tanto dinero sucio que pasó por nuestras manos y no agarramos nunca un billete y ahora, ahora quién me va a poner el fajo encima de la mesa para que podamos curar a Marquiños, ¿eh? Contéstame, Sancho.

Esta vez nada pudo hacer el inspector para evitar que las lágrimas hicieran acto de presencia.

—Algo haremos —logró pronunciar—. Algo haremos.

Pero en aquella tesitura no hicieron más que pedir otra ronda.

Carretera de Boecillo, 29 (Viana de Cega, Valladolid)

—Y, bueno, entonces ¿vas a seguir comiéndote mis mantecados o les vas a poner las esposas a esos maleantes?

Jacinto Garrido levantó la mirada del vaso de leche, donde se podían ver flotando algunas migas solitarias, naufragadas en un blanco mar acristalado.

—Tranquila, mujer, tranquila. Que si resulta que, como dice Arturo —recalcó dejando claro el criterio que tenía valor para él—, ahí están pasando cosas raras, no van a dejar de pasar en los próximos cinco minutos.

—¿Vas a avisar a la central?

«Inmediatamente, para que me manden a tomar por el culo sin billete de vuelta y pierda la poca credibilidad que me queda», pensó para sí. Pero, cuando uno es perro viejo, prefiere roer el hueso que salir corriendo.

—No creo que sea necesario movilizar a los GEO, pero si lo veo muy mal, doy la alerta —contestó terminando de saborear el último bocado.

—¿Quieres que te acompañe? —se ofreció Arturo.

—No, tranquilo, supongo que sabré manejarlo yo solo. ¿Dónde decíais que era?

—En el 37, la última casa antes de llegar a esos bloques nuevos.

Pensando en lo estúpido que había sido prestando oídos a la llamada de Parrado, se vio sentado en su sofá de casa en menos de media hora con el mando de la televisión como único acompañante; eso lo tenía Garrido más que claro.

Pero se equivocaba.

En el sótano de la última casa antes de llegar a esos bloques nuevos que mencionaba la Reme, Gorka iluminaba con su linterna un cuerpo de mujer con apariencia de niña. Era su última noche con ella. Antes de encerrarse en su habitación para descansar unas horas, su socio le había informado de que ya había acordado el lugar donde se iba a producir el rescate. Todo terminaría en breve y ya tenía trazada la ruta de los clubes donde se iba a aliviar con unas cuantas profesionales del sexo en cuanto tuviera los bolsillos llenos. Entretanto, pensó que no le vendría nada mal descargar unas pocas hormonas. Le habría encantado sentir esa piel pálida y tersa, esas carnes apretadas, virginales, pero no quería arriesgarse a perder su parte del botín, a pesar de que estaba seguro de que habría sido un polvo inolvidable como colofón.

Ella respiraba de forma cadenciosa, ajena como siempre a su presencia, como un cisne luciendo su dulce ingenuidad junto a un lago. No quería despertarla enfocándola directamente a los ojos, así que alumbró sus pálidas piernas como la porcelana sin pintar al tiempo que se desabrochaba el cinturón. Dormía de costado, con las manos bajo la cabeza y las piernas recogidas, ligera de ropa como era su costumbre, pero esta vez lo hacía sobre su lado derecho. Se fijó en esa boquita, remarcada por unos labios carnosos, sensuales, que bien podrían estar dando cobijo a su polla. Acompañó la bajada del calzoncillo y del pantalón para que la hebilla no golpeara contra el suelo y liberó el miembro, ya firme, preparado. Gorka decidió no dejarse llevar por la impaciencia, era su despedida y quería conservar un buen recuerdo. Se salivó la mano y acudió a las imágenes que tenía archivadas de ella, aseándose reticente ese coñito a estrenar; preparándose para él. Y rememorando aquellas instantáneas tan recientes y estimulantes se vio obligado a dejar de acariciarse el capullo con el pulgar y a disminuir la cadencia del masaje. Se la imaginó lamiéndoselo por fuera, deleitándose con su sabor, limpio, verdadero. Apretó los párpados y cambió la mano de posición, porque en su metraje particular ya se estaba viendo montándola por detrás, embistiendo a aquella pequeña zorrita mientras emitía gemidos que en sus oídos sonaban a «Me estás haciendo daño, pero no pares». Porque él conocía cómo funcionaban todas las mujeres y sabía muy bien cómo interpretar las señales, como la que le estaba llegando directamente desde lo más profundo de su polla. La sacudida era inminente, insostenible, e inclinó hacia atrás la cabeza al mismo tiempo que aumentaba la presión de sus dedos, porque era su última corrida con ella y se lo iba a dar todo. Llegaba el gran momento.

Justo el que ella había estado esperando.

Margarita aguardaba vigilante, con el ojo derecho entreabierto, parcialmente oculto entre los dedos de las manos; como la hoja de la lata que había escondido para castigar a ese cerdo asqueroso. Esta vez no la pringaría con su mierda.

Velocidad, sigilo y precisión. Velocidad para incorporarse del colchón valiéndose de las piernas como elemento de impulsión y de los codos como punto de apoyo; sigilo para no llamar su atención mientras estaba con los ojos cerrados a punto de correrse sobre ella y precisión para herirle en el cuello. Un único tajo, profundo y concluyente, en la misma yugular.

Mortal en no sabía cuánto tiempo, pero mortal.

Rita la avisó en cuanto vio que inclinaba la cabeza hacia atrás.

—¡Vamos! ¡¡Hazlo ahora!! Velocidad, sigilo y precisión —escuchó en su cabeza.

Fue veloz y sigilosa, como en los ensayos, y tampoco le tembló el pulso a la hora de agarrar firmemente la hoja entre el índice y el pulgar, pero muy precisa no fue por la falta de luz, errando en el corte previsto por varios centímetros.

Gorka notó que se le abría la carne, pero el placer del orgasmo devoró al dolor; fugazmente, porque cuando su sistema nervioso procesó la alarma y se echó la mano a la cara, junto a la boca, notó que esta se había prolongado hasta el final de la mandíbula.

El alarido le sirvió de más desahogo que la propia eyaculación.

Dio dos pasos hacia atrás tratando de alumbrar hacia el lugar que su cerebro le exigía, el sitio del que procedía la amenaza. Entonces, lo descubrió. El rostro horroroso de un espectro que nada tenía que ver con la expresión angelical de la niña. Repentinamente se había transformado en el de una bruja en el punto más álgido de un aquelarre: los ojos incandescentes por el reflejo del haz de luz de la linterna; las cejas describiendo un arco imposible; mostrando sus fauces, con la mandíbula desencajada y con todos sus rasgos faciales convergiendo en el entrecejo.

Aullaba.

Gorka paró los dos siguientes ataques de la bruja con el antebrazo izquierdo y se valió del derecho para contraatacar contundentemente. La linterna impactó contra algo duro y los gritos cesaron en el acto. La arpía se tambaleaba con ambas manos agarrándose la sien. Tenía que sacar partido de la ventaja y se fue hacia ella proyectando ambas manos hacia delante para agarrarla del cuello. Sin embargo, con los pantalones por los tobillos, no pudo evitar perder la verticalidad y caer sobre ella.

Margarita no podía respirar, aunque no tenía forma de saber si era por el peso de Gorka o porque sus enormes manos le estaban oprimiendo la tráquea impidiendo el paso del oxígeno. Había fallado, eso era un hecho, pero no pensaba rendirse tan fácilmente y contaba con el aliento de Rita. Tenía las manos libres, así que concentró la fuerza que le quedaba en sus falanges distales, la multiplicó por la ira y la elevó a la enésima potencia que le regaló su instinto de supervivencia. Notó que las uñas se hundían con asombrosa facilidad en la cara de su agresor siguiendo el recorrido del corte que acababa de hacerle. Prácticamente sin resuello, notó que las puntas de los dedos se habían topado con algo duro y húmedo, los dientes, y enseguida encajó las piezas. Agarró el tejido con fuerza y tiró.

El pinchazo nació del nervio maxilar y los neurotransmisores hicieron su labor para llevarlo hasta la región postcentral de la corteza cerebral, donde superó con creces su umbral del dolor. Jamás había sentido un suplicio igual, pero, ciertamente, nunca le habían desgarrado el músculo masetero. Tenía que terminar con esa fiera antes de que le desollara, pero la escasa iluminación que partía del lugar en el que había dejado caer la linterna resultaba insuficiente para localizar su objetivo con precisión. Entonces, de forma indeliberada ganó algo de distancia echando la cabeza hacia atrás. El primer cabezazo impactó en la frente de la niña con mucha menos violencia de la que le habría gustado, pero el siguiente sería definitivo.

Fue como si un meteorito hubiera colisionado con su frente y concluyó que nada podía hacer contra las fuerzas malignas del universo. El empobrecimiento gradual del nivel de oxígeno en la sangre estaba provocando la ralentización de sus funciones vitales. Casi no podía distinguir a su enemigo en la penumbra, a pesar de que aún podía percibir su fétido aliento mezclado con el olor de la sangre que le manaba de la boca. Margarita entendió y asumió que no volvería a respirar azul clarito.

Justo entonces, un resplandor lo bañó todo de un fulgor maravilloso, una claridad armónica, premonitoria.

Una quietud que se rompió en dos tiempos.

Garrido se paralizó al reconocer el sonido de los disparos, pero los treinta y seis años en el Cuerpo de Policía le hicieron reaccionar con prontitud y la secuencia de actuación correcta apareció en su cerebro: dar aviso a la sala del 091, ponerse el chaleco y acercarse cautelosamente a echar un vistazo.

Mientras deshacía el camino que le llevaba hasta su vehículo marcó los tres dígitos. No dejó que el agente pronunciara una sola palabra.

—Aquí Jacinto Garrido en la localidad de Viana de Cega. He escuchado dos disparos. ¡Enviad gente cagando leches!

—¿Dirección?

Hizo un esfuerzo por recordar el nombre de la calle que no hacía ni una hora que le había indicado su excompañero y el número que le había recalcado la Reme antes de salir de su casa.

—Carretera de Boecillo, el número… —se fijó en el de la casa que tenía enfrente y calculó—, el número 37.

—De acuerdo. Espere instrucciones.

Jadeando, más por la tensión que por el cansancio físico, abrió el maletero del coche y sacó el chaleco. Los veteranos siempre lo llevaban precisamente por eso, porque la experiencia les decía que nunca se sabe cuándo te vas a encontrar con una bala en el pecho; eso lo tenía Garrido más que claro. Se lo ajustó y emprendió la marcha empuñando con fuerza el 38 especial. La última vez que había desenfundado el Astra fue por un asunto de drogas en Madrid y ni siquiera estaba en el Grupo de Homicidios.

Se apostó junto a la verja. No detectó movimiento alguno y tampoco se escuchaba nada más allá de los sonidos propios de la nocturnidad que envolvía aquella casa. Le costaba tragar saliva, pero lo justificó aduciendo que tener los cojones en la garganta no ayudaba en una situación así. Calculó que los zetas llegarían en quince minutos, menos si había suerte, y elucubrando teorías sobre qué podría estar sucediendo allí dentro escuchó los gritos.

Chillidos de una mujer o un niño.

Aquello lo cambiaba todo. Tenía que entrar. Se incorporó para llegar hasta la puerta. Cerrada. Examinó la altura de los barrotes y los asió con fuerza para comprobar que no iban a ceder ante su peso. Garrido era consciente de que no estaba en su mejor momento, pero de ninguna forma esos hierros oxidados le iban a impedir llegar al otro lado; eso lo tenía Garrido más que claro.

Más quejidos, ahogados. Una niña. Sin duda era la voz de una niña. Como la de su nieta Silvia cuando le entraban esas rabietas que su hija no sabía aplacar. La adrenalina le ayudó a saltar el obstáculo con mucha más agilidad de la que se podría esperar de una persona mayor de cincuenta y cinco. Corrió los cuatro metros que le separaban de la fachada y volvió a sacar el Astra. Trató de inspeccionar el interior a través de dos hermosas ventanas afeadas por el paso del tiempo y la falta de cuidado; como él, pero la opacidad de las contraventanas no se lo permitió.

Más lamentos y gimoteos.

Espoleado por la incertidumbre, recorrió el lateral de la casa y asomó la cabeza al llegar al final de aquella pared plagada de desconchones. Distinguió la caseta del perro que le había mencionado Parrado y al enorme inquilino que le gruñía a menos de tres metros de distancia: un dogo argentino que, por suerte, estaba atado con una cadena. En ese momento maldijo haberle conocido, haber atendido su llamada y haberse plegado a su insistencia, pero sobre todo profirió insultos varios contra la Reme, por fisgona, entrometida y cotilla de pueblo. El animal no ladraba, lo cual acrecentaba todavía más su desconfianza. Era como si no le quisiera asustar y le estuviera invitando con un «Vamos, acércate un poquito más, que no te voy a hacer nada…». Descartó dispararle para no perder su única ventaja, ya que no sabía a cuántos se iba a encontrar dentro —si finalmente decidía entrar—. Lo que sí sabía era que uno, por lo menos uno, estaba armado y que la voz de la niña sonaba cada vez más apagada. Calculó por la longitud de la cadena que, si se pegaba al muro, aquella bestia no le alcanzaría, pero así y todo amartilló el revólver. Forzado por la acelerada sintonía de su latido, comenzó a dar pequeños pasos, precavidos, sin despegar la espalda de la pared ni la mirada de los diminutos ojos del dogo, porque si lo veía muy mal le iba a dejar tieso; eso lo tenía Garrido más que claro.

—¡Ya voy, Karatu! ¡Tranquilo, amigo, que ya nos vamos! —escuchó decir Garrido desde dentro del porche. La voz estaba cargada de angustia, de prisa contenida. De inmediato reconoció el sonido de la puerta e instintivamente levantó el revólver a dos manos y adoptó la posición de disparo. En cuanto vio aparecer al tipo y comprobó que iba desarmado, le voceó con todo el ímpetu que había germinado en su propio miedo:

—¡Policía! ¡Tírate al suelo! ¡¡Ahora!!

Parking público de la plaza de Portugalete

Álvaro Peteira escrutaba la fachada de la catedral como si en alguna de las piedras que conformaban el gran arco de orden dórico de la fachada sur fueran a estar talladas las respuestas que buscaba. Minutos antes, intuyendo que era poco probable que la solución al problema de Marquiños se encontrara dentro de alguno, decidieron no seguir alineando cadáveres de botellines de Mahou sobre la barra del Farolito y dar por concluida la jornada.

Ninguno de los dos podía imaginar lo lejos que estaban de hacerlo.

—Álvaro, si en algún momento ves que no estás para…

—Olvídate. Si me quedara en casa, Patricia y yo terminaríamos a machetazos y ahora más que nunca necesitamos el uno del otro. Está muy nerviosa, lógicamente, y yo, yo estoy acojonado perdido, Sancho —le repitió el subinspector a punto de bajar las escaleras del parking.

—Paso a paso. Lo primero es obtener más información del tratamiento experimental, a saber: en qué consiste, duración, probabilidades de éxito, fechas y coste aproximado. Con todo ello tomáis una decisión y si esa pasa por París, entonces nos ponemos en marcha.

Álvaro Peteira le observaba con el recelo propio de su idiosincrasia galaica mezclada con esa lealtad con la que se tratan dos camaradas en serios apuros.

—Gracias.

—Para eso están los amigos, para ponerse hombro con hombro cuando llegan mal dadas.

—¿Y a ti? —comentó mientras encendía un pitillo mirando al cielo sin estrellas—, ¿a ti quién te cuida, Sancho?

—Mi gato islandés —respondió sacando el teléfono del bolsillo—. Me llaman de la sala. ¡Su puta madre! Verás cómo hay jarana.

—Sancho.

Silencio.

—Vamos para allá. Que me avisen en cuanto lleguen las primeras unidades.

Colgó.

—¡Hay que rejoderse! Garrido está metido en un tiroteo en Viana de Cega. ¡A correr!

El gallego no hizo preguntas. Las ruedas del Ford Focus chillaron enloquecidas como si ese sonido agudo fuera su grito de guerra. Cuando salieron del aparcamiento subterráneo, la cara del subinspector Peteira ya no daba pena, daba miedo.

—¡Sus putos muertos! ¡¿Pero qué coño hace Garrido en Viana de Cega?! —se preguntó el inspector rascándose la barba con avidez—. Pon el pirulo y dale gas.

Pasaron por López Gómez sorteando el tráfico; por Miguel Íscar casi ni pasaron y en pleno paseo de Zorrilla los radares no eran más que cajitas metálicas que emitían un fogonazo a su paso.

—¿Carretera de Madrid o Puenteduero? —preguntó Peteira.

—Vete por Puenteduero, habrá menos gente. No me coge el puto teléfono, joder. No tiene cobertura. Pero ¿qué coño hace Garrido en Viana de Cega metido en un tiroteo? —volvió a preguntarse.

—Ni puta idea, allí no tenemos nada raro, que sepamos. ¿Disputa familiar?

—Podría ser, pero está muy cerca del lugar en el que el abuelo tiró la bolsa con el dinero. Demasiado cerca.

—Ya.

—Las casualidades existen pero, como me sucede con la Iglesia, yo no comulgo con ellas.

—Amén —concluyó el subinspector entrando en la carretera de Rueda.

Carretera de Boecillo, 37 (Viana de Cega, Valladolid)

Garrido se lo había repetido dos veces más.

—¡Vamos, cabrón! ¡Al puto suelo! —repitió con firmeza.

Era de estatura media, vestía un plumífero y tenía la cabeza cubierta por un gorro de lana oscuro. El hombre permaneció inmóvil un segundo más antes de girarse para enfrentarse con él. Tenía un párpado notablemente caído, pero, aun así, el veterano agente de policía sintió cómo el odio con el que le miraba le taladraba de parte a parte. En ese punto, supo que para detenerlo no le iba a quedar más remedio que bajárselo. Y cuando un policía tiene la certeza de que es así, lo mejor es que así sea cuanto antes; eso lo tenía Garrido más que claro.

Esta vez no se equivocaba.

La mano del sujeto desapareció tras la espalda para encontrarse con la culata del arma que sujetaba en el cinturón. El movimiento fue rápido, pero no tanto como el del índice de Garrido presionando el gatillo. La bala le impactó en el pecho, cerca del hombro izquierdo, justo en el lugar al que estaba apuntando. La inercia del disparo a esa distancia lo empujó un metro hacia atrás antes de caer al suelo de costado. El objeto que se desprendió de su mano y que reposaba sobre las losetas del porche era una pistola, un arma con la que pretendía quitarle de en medio; eso lo tenía Garrido más que claro.

Tampoco esta vez se equivocaba.

Sorprendentemente, el animal cesó en su actitud agresiva, se sentó sobre sus cuartos traseros y observó la escena como si algo no le encajara bien en todo aquello. Aun así, Garrido se aproximó extremando la precaución hacia donde había caído el hierro y lo pateó lo más lejos que pudo sin dejar de apuntar al hombre, que, mientras se retorcía, balbuceaba palabras que le sonaron a euskera.

—Dime, cabrón, ¡¿cuántos más estáis dentro?! —preguntó endureciendo el tono pero sin levantar la voz.

Garrido se percató de que el perro lo examinaba con detenimiento, pero al ladear su enorme cabeza entendió que no lo miraba a él, sino que estaba siguiendo algo que se movía detrás de él. Cuando notó la dureza y la frialdad del cañón apoyado en su alopécico cogote, supo que estaba a punto de bajarse el telón; eso lo tenía Garrido más que claro.

El sonido del percutor al hacer estallar la carga de la bala se lo confirmó.

Ocho minutos después llegaba la primera dotación de uniformados: Águila 4, la pareja de la Unidad Motorizada conformada por Rubén Aguado y Daniel Navarro.

Dos vecinos marcaban el sitio exacto.

—¡A ver, señores! —gritó Navarro—. Vuelvan a sus casas inmediatamente.

—¿Qué está pasando? —quiso saber una señora de avanzada edad.

—Pasa que ustedes no pueden estar aquí. Hagan el favor de meterse en sus casas.

—Estamos en el lugar. No se escucha ni se ve nada extraño. La puerta de la verja y la principal están abiertas, esperamos instrucciones —dijo Aguado por el equipo de transmisión.

El jefe de la sala del 091 se comunicó con Sancho y acto seguido con Aguado.

—Valoren la situación. Entren solo si lo estiman necesario y extremen las precauciones. Unidades de apoyo en camino. Denme el recibido.

—Águila 4. Recibido. Vamos a entrar. Nano, yo voy por detrás —le indicó Navarro a su compañero con la reglamentaria en la mano y el doble acción seleccionado—. Mucho ojo, que esto es serio. Acabemos esto en el mismo estado en el que lo empezamos.

Navarro se arrepintió entonces de no haber seguido el repetido consejo de Cris y haberse comprado esos chalecos especiales con los que se habían blindado el resto de parejas de águilas. Rubén Aguado se acercó con cautela a la puerta de la casa en el momento en el que escucharon llegar a un zeta. Los agentes bajaron del coche con celeridad. Uno se quedó con Aguado y el otro rodeó la casa por el lado contrario al que lo había hecho Navarro. El de la motorizada fue el primero en encontrarse con un escenario tétrico iluminado parcialmente por un plafón de luz cerosa incrustado en el techo del porche: un hombre malherido apoyado en una caseta de perro, acariciando al animal, cuyo pelaje corto se había teñido de rojo por paños; unos metros más atrás, otro cuerpo boca abajo, inmóvil en el suelo sobre un gran charco oscuro y denso.

—Atención. ¡Aquí atrás tenemos un buen cristo! Dos hombres heridos. Enviad ambulancias medicalizadas cagando leches.

Sin dejar de apuntar al desconocido, el agente Navarro se aproximó al cuerpo que yacía inerte con un pésimo presentimiento.

—¡¿Que cojones ha pasado aquí?! —preguntó el agente del zeta.

—Échame un ojo a ese —le dijo Navarro—. Cuidado, no pises por ahí —le señaló.

El águila reconoció al compañero a pesar de que la cabeza había perdido su configuración natural. Se observaba claramente un orificio de entrada en zona posterior y otro de salida por la parte frontal. El disparo a bocajarro con un calibre medio le había hecho perder mucha masa encefálica, desperdigada por las losetas. Algo descompuesto, Navarro se aproximó sin pisar un rastro de sangre que marcaba el camino que había seguido el hombre de la caseta. Se agachó para confirmar lo que ya sabía.

—¡Me cago en Dios!

—¡¿Es Garrido?! —preguntó el agente del zeta—. Joder, ¿se lo han cargado?

Navarro asintió con la cabeza, todavía en cuclillas.

—¡No paséis! —les gritó Navarro, muy alterado—. Vamos a intoxicar todo esto.

—Dentro no hay nadie, pero tenéis que bajar al sótano —se escuchó decir al otro policía que había entrado en la casa—. Creo que hemos encontrado dónde tenían retenida a esa chavalita.

—Y tú ¡¿qué?! ¡¿Has sido tú?! —inquirió Navarro sacando de nuevo la H&K USP—. ¡¿Has sido tú?!

—Tranquilo, guarda el hierro, Dani, no me jodas —le pidió su compañero, Rubén Aguado.

—Ni tranquilo ni hostias, Nano.

El águila le presionó la herida buscando un efecto más desengrasante de la lengua que cauterizador.

—¡¿Has sido tú, hijo de la gran puta?! ¡Contesta, cojones!

El vasco aullaba de dolor al tiempo que negaba con la cabeza, pálida por la pérdida de sangre, casi como el pelaje de Karatu.

—Él me disparó a mí —se refirió a Garrido con la mirada— pero luego apareció el Chimuelo y lo mató.

—¡¿Quién cojones dices?!

—El Chimuelo, mi socio.

—¿Y qué lío teníais aquí montado?

El herido se encogió de hombros y se apoyó en el lomo del animal mientras le acariciaba la mandíbula.

—Claro, hijo de puta, tú solo pasabas por aquí, ¿no te jode? ¡Me cago en Dios! —vociferó.

Enseguida llegaron las ambulancias, luego más coches patrulla, vecinos y curiosos, entrometidos varios y cazadores de rumores que empezaron a saturar el lugar. El ulular de las sirenas anaranjadas y azules, las voces cada vez más exaltadas y los gritos encolerizados de los policías que acudían al escenario componían la acústica con la que se encontraron Sancho y Peteira al bajar del Focus.

El rostro demudado y la expresión compungida del agente Navarro era un manifiesto que contenía la respuesta a la pregunta que Sancho no llegó a formular. La garra le oprimió el estómago hincándole las uñas cuando siguió la indicación con la cabeza que le hizo otro agente. Asistió a la retirada en camilla del herido, ya inconsciente, al tiempo que el personal médico trataba de detener la hemorragia y le administraban oxígeno a través de la mascarilla. Por un instante pensó que aquella cara le resultaba familiar, pero, siendo consciente de sus habilidades para reconstruir rasgos faciales, concluyó que el gyrus fusiforme le estaba jugando una mala pasada. Inmediatamente, reconoció el cuerpo de su compañero, que se disponían a cubrir con una manta térmica.

Sancho contuvo el alarido mordiéndose el puño hasta que una orden de su cerebro le obligó a dejar de hacer presión con los dientes.

—Se lo cargaron, Sancho. Se cargaron al Garri —escuchó decir a Peteira a su espalda.

Al pelirrojo le temblaba el labio inferior.

—¿La niña? —preguntó en voz queda.

El subinspector negó con la cabeza. Sancho inspiró con vehemencia e inclinó la cabeza hacia atrás buscando cargarse de la serenidad necesaria para enderezar aquel caos.

—¿Quién ha llegado primero?

—Los águilas —respondió alguien.

Navarro estaba alejado unos metros, inmóvil como un jarrón decorativo, con la mirada descolgada en algún punto muerto del entorno.

—Dani, escúchame —le pidió el inspector posando la mano en el hombro del águila.

Dani Navarro le miró; ambos tenían una altura similar, aunque al águila se le veía más corpulento.

—Cuéntame.

—Nada más entrar, yo vine por detrás y Rubén entró en la casa con otro compañero que llegó después. Había un tipo herido —continuó llevándose la mano a la zona donde tenía localizado el disparo—, sentado ahí —le indicó—. Le pregunté. Me dijo que él recibió un disparo de Garrido pero que luego un tal Chimuelo se lo cargó. Le han volado la cabeza, Sancho. Toda esa mierda que hay por el suelo es su cerebro. Se lo han cargado. ¡Tenemos que hacer algo!

—Vale, cálmate. Lo agarraremos, pero tenemos que mantener la cabeza fría. Hay que montar un dispositivo de carreteras inmediatamente, no puede andar muy lejos. Interrogad a toda esa gente de ahí fuera, alguien tiene que haber visto el coche u oído algo. Dadme lo que sea para empezar, Dani. Tenemos que saber por dónde buscar.

Sancho tuvo que retirarse unos metros para conseguir cobertura y poder comunicar las terribles noticias al comisario Herranz-Alfageme. Cuando colgó, le sobrevino un vahído que a punto estuvo de hacerle perder la verticalidad. Apoyado en un muro vio llegar a Patricio Matesanz, Sara Robles, Montes y Áxel Botello, conocedores a todas luces de la noticia por cómo desfilaban hacia el lugar de los hechos: como una procesión de ánimas en pena, la Santa Compaña del Cuerpo Nacional de Policía.