A LA FUERZA AHORCAN
En algún lugar de la provincia de Valladolid
3 de septiembre de 2012, 09:34
Dejó caer intencionadamente el manojo de llaves sobre la mesa de mármol.
—¡«Cagüendiós»! ¡Qué susto, tú! —protestó Gorka llevándose la mano al lado izquierdo del pecho. En la mueca delatora de su compañero se podían ver claramente las muestras de satisfacción.
—Si fuera un madero ya te habría cosido a tiros, jodido cateto. ¿Te dije o no te dije que estuvieras atento?
Hablaba con él en castellano porque detestaba escucharle chapurrear su deficiente euskera.
—Anda la hostia, tendré que desayunar, ¿no?
—Con eso que tienes en la sartén podrían alimentarse varios campamentos de refugiados. Deberías cuidarte un poco —opinó mientras prendía un cigarro.
—Mira quién fue a hablar. El que se alimenta de humo.
Su úlcera de estómago se relamió de placer con la reacción que le produjo el comentario.
—Tú mismo, pero igualmente, aunque estés cocinando, comiendo o cagando, quiero que estés siempre alerta. Y más cuando yo no estoy.
El hombre de ojos saltones y pelo rizado color heno declinó el enfrentamiento.
—Ya estamos en marcha —anunció el fumador frotándose el párpado izquierdo, como si así fuera a conseguir que volviera a su sitio. La ptosis palpebral había empeorado en los últimos años y era perfectamente consciente de ello porque antes no tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para ganar campo de visión.
—¿Y ahora qué? —preguntó volcando sin mucho cuidado los huevos revueltos y las salchichas sobre el plato usado de la noche anterior.
—Esperamos a ver qué nos trae la marejada. Les he dicho que la tenemos, nada más. Supongo que la poli ya estará montando el dispositivo de rigor. Les regalaremos unas cuantas horas más de zozobra y comprobaremos cómo se manejan con mar de fondo.
—Van a tener que achicar del copón.
—¡Qué sabrás tú de achicar! Si en tu puta vida has puesto un pie en un bote —comentó mientras buscaba una cerveza entre la multitud de latas de todo tipo que poblaban el interior del frigorífico.
—Habló Churruca, ¿no te jode? —pronunció con la boca llena.
—Mira, Besugo de los cojones —dijo girándose violentamente, aludiendo al mote bajo el que le conoció en la cárcel—. Estás en esto porque yo te metí, pero como me sigas tocando los huevos te ablando a base de hostias antes de tirarte por la borda. ¡A base de hostias! —repitió golpeando con los nudillos en la mesa.
Gorka interrumpió el proceso de deglución y puso cara de besugo congelado.
—¿Nos dejamos ya de tonterías o qué? —sugirió dejando escapar el humo con cada palabra.
Su compañero bajó la mirada al plato.
—Venga pues. ¿Ha comido?
—Tuve que animarla un poco a mi manera, pero al final comió.
—Me refería al Karatu, majete.
—Ah. Yo le he llenado el bol, como todas las mañanas. Supongo que se lo habrá zampado en un tita.
—Como tiene que ser. En cuanto a la niñata…, no dejes pasar la oportunidad de meterle con la mano abierta. No hace falta ni que se lo gane. Cuanto antes sepa que las cosas solo pueden empeorar, mejor para todos.
—De momento se porta bien.
—De momento, tú lo has dicho, pero en cuanto se le quite el miedo verás qué pronto empieza a dar por el culo. Por cierto, necesitamos que esté despierta las próximas horas, deja de darle esa mierda, pues. Quítale el bozal y los grilletes, pero adviértela de que si emite un sonido que podamos escuchar se lo volvemos a poner. Activa el temporizador y no toques la programación, solo actívalo —insistió—. ¿Has comprado el periódico?
Gorka hizo un fugaz movimiento con la cabeza indicando la dirección que tenía que seguir. Sobre un mueble que no parecía tener más utilidad que la de servir de camposanto de objetos inservibles distinguió la portada del diario Marca.
—Anda la hostia… ¿Qué?, ¿no había otro? ¿O simplemente has elegido ese para tocarme los cojones? Mira que le tengo asco al portugués bien peinado este…, pero asco de verdad.
Su compañero miró de reojo mientras untaba con un gran trozo de pan el aceite que se había acumulado en el plato. El titular rezaba: «No aguanta más» y mostraba un primer plano de Cristiano Ronaldo con cara de circunstancias, pero efectivamente bien peinado.
—No me había dado ni cuenta, aunque, mira, la frase nos puede servir de mensaje subliminal —propuso, ocurrente.
—Vale, majete, a lo nuestro. En un rato bajas y le haces el vídeo. Que se le vea bien la jeta a la pájara y la portada del panfleto ese. Que diga solo lo que he escrito en el papel. Máximo doce segundos de grabación —le recordó—. Usa uno de esos teléfonos; los otros ni los toques. Y no te confundas, que la jodemos.
—¿Y qué hago con eso, pues? —preguntó señalando con un gesto el montón de ropa que descansaba sobre una silla.
—Dásela cuando se la gane. Voy a saludar al Karatu y luego me tiraré a dormir un rato. Trata de no hacer ruido. Otra cosa. ¿Sabes por qué a las latas también se las conoce con el misterioso nombre de «conservas»?
El Besugo no quiso morder el anzuelo.
—Porque se conservan sin necesidad de frío —desveló apagando el cigarro contra la encimera—. Saca pues toda esa comida basura del frigorífico y dásela a la chavala, que para eso la hemos comprado. Agur —se despidió enfilando el pasillo, tratando de dejar atrás el malestar que le provocaba comunicarse con un tipo como ese, tan incapaz como imprescindible para llevar a buen puerto su plan.
Lo había estudiado durante siete meses, desde aquel domingo. Recordaba la fecha con nitidez porque lo conservaba en su memoria como el tatuaje de un pandillero: indeleble. Le quedaban tan solo trece días para salir del centro penitenciario en el que había pasado los últimos once años y diez meses. Meses antes se pasaba las noches en vela, valorando los pros y los contras de los dos caminos que podría seguir en cuanto llegara el día. Barajaba ir a ver a su tío a Miranda del Ebro y mendigarle un trabajo en el restaurante, pero aquello quedaba demasiado tierra adentro; demasiado fuera de su tierra. Además, tenía algo de dinero para ir tirando y lo último que necesitaba era pasar de preso a esclavo, cuando lo que más había echado de menos entre los muros de Botafuegos era el olor a libertad que impregnaba el litoral en el que creció. Con cincuenta y dos aún podría encontrar sitio en algún pesquero tirando de contactos, de viejos camaradas, si es que le quedaba alguno de la cuadrilla en Getaria, aunque, bien pensado, tampoco le hubiera importado en absoluto trasladarse a Hondarribia, Pasaia, Orio o Mutriku. El caso era estar cerca. Experiencia en la mar tenía, conocía la faena con el chicharro, el verdel, la anchoa y el atún; sabía moverse con soltura en cualquier cubierta y no le importaba salir a caladeros más alejados de lo que aconsejaban las embarcaciones y autorizaban los permisos. Sin embargo, todas aquellas elucubraciones cesaron cuando se topó accidentalmente con aquella foto y, todavía atónito, supo que tendría que preparar los aparejos, ahora bien, los de pescar piezas más suculentas.
No había agarrado el picaporte de la puerta que daba al porche de la parte trasera y ya podía escuchar el ruido de las pezuñas de Karatu, haciendo ochos, nervioso, esperando las carantoñas mañaneras de su amo. Aquello le hizo relajar el semblante. Se había fijado en aquel dogo argentino porque era el único cachorro de la tienda que miraba hacia el exterior, con el hocico pegado al escaparate y los ojos tristes. Ansiaba la libertad, como él. Los trescientos cuarenta euros que pagó le dejaron de parecer un robo en el momento en el que la dependienta se lo puso en las manos. Siempre le había resultado más sencillo empatizar con los animales que con las personas, pero con aquel perro el vínculo fue más allá. Una mirada le bastaba para conectar con él, una palabra para comunicarse, un gesto para asociarse.
Karatu le aguardaba con impaciencia. Sentado sobre sus cuartos traseros, inmóvil como una estatua de mármol perfectamente tallada, a excepción del rabo, con el que estaba barriendo las hojas caídas de los árboles que cubrían el suelo. Se arrodilló para agarrar a su fiel compañero del cuello, ancho y robusto como el tronco de un roble.
—¡Yeeepa! ¿Cómo está hoy mi fiel amigo? —le susurró en euskera al tiempo que le acariciaba el lomo. El corto y duro pelaje, fiel reflejo del manual morfológico de la raza, acentuaba su complexión musculada—. ¿Has dormido bien? Yo poco, he tenido que salir muy temprano. Toda precaución es poca en este oficio. Acabamos de zarpar y no podemos saber cuándo volveremos a ver la bocana del puerto. Me acompañarás hasta el final, ¿verdad? Claro que sí —se respondió a sí mismo mientras le rascaba bajo la mandíbula—. Tienes que tener paciencia con el jodido Besugo, todavía es útil pero si todo sale como tiene que salir quizá te deje divertirte un rato con él.
Karatu gruñó de placer como si hubiera captado la idea de hincarle el diente y ello le provocara cierta turbación.
—Tengo que descansar un rato, pero después te prometo que nos iremos juntos al pinar, a ver si pillas otro conejo. Buen perro —le repitió a modo de despedida golpeando con ternura el lomo del animal.
Ya en el interior, bajó las escaleras para ver la captura. Abrió la portezuela y observó durante unos minutos cómo dormía. No tenía nada contra ella, pero, como en cualquier tripulación, cada uno desempeña su papel. Con tal convicción subió de nuevo a su cuarto, cerró la puerta por dentro y se tumbó en la cama sin quitarse la ropa.
Sus inconfundibles rasgos faciales le acompañaron nada más soltar amarras en las aguas de la somnolencia.
Calles del centro de Valladolid
Sara Robles sabía ser prudente cuando intuía que tenía que serlo.
Esperó a ver si el inspector Sancho se montaba en el coche por la puerta del conductor o la del copiloto y mantuvo la boca cerrada hasta que el reincorporado jefe del Grupo de Homicidios abriera la suya con alguna trivialidad.
—Así que vienes de Zaragoza, ¿no? —le dijo él poco después de arrancar.
Así era, aunque había nacido y se había criado en Jaca bajo la tutela de su padre, un brigada de la Guardia Civil destinado en la Unidad Especial de Montaña. Su madre falleció cuando aún no había cumplido los cuatro años por un cáncer de mama diagnosticado en un estadio demasiado avanzado. A pesar de la desgracia tuvo una infancia relativamente normal, salvando un matiz: los juguetes de Sara fueron cuerdas, arneses, pies de gato, mosquetones y magnesio, mucho magnesio. Se graduó en Ciencias Ambientales sin salir de Huesca, con la esperanza de poder seguir cerca de la montaña, pero aquella cima no la pudo alcanzar y no le quedó más remedio que montar el campamento base delante de su escritorio para sacar una de las plazas a la escala ejecutiva del Cuerpo Nacional de Policía. Dos años en Santander y otros tres en Zaragoza dentro de la Unidad de Drogas y Crimen Especializado antes de recalar, por motivos un tanto turbios, en el Grupo de Homicidios de Valladolid.
Así era y así le contestó, aunque no pasó de las dos primeras palabras.
Y así alcanzaron su destino, guiados por la prudencia y la música de Nirvana.
Encontraron a Peteira en el portal número 6 de la calle Menéndez Pelayo con el móvil pegado a la oreja y cara de circunstancias. Con un ademán le pidió a Sancho que esperara a que terminara con la conversación subida de tono.
—¿Qué idioma era ese en el que te estabas expresando? —quiso saber el pelirrojo.
—Mezcla de vigués y castrapo. Patricia es de una aldea minúscula de la provincia de La Coruña y cuando intercambiamos opiniones se nos desboca el potro por completo. La tengo alterada con el tema que te comenté de Marquitos, carallo, y no deja de llamarme…, pero, bueno, se le pasará; espero.
—Al final se cumplieron tus peores presagios del sábado —comentó Sancho.
—Cosa de meigas.
—¿Qué nos vamos a encontrar ahí arriba?
—Un pifostio de la reputa madre. La que está mangando la señora es olímpica, necesita Valium en vena.
—Quizá tenga que ver el hecho de que un tipo haya llamado a su casa para decirle que tiene secuestrada a su hija —valoró Sara Robles finiquitando el capítulo de prudencia de la jornada.
Peteira declinó contestarle por si acaso se le descontrolaba el castrapo.
—Vamos a subir nosotros dos a hablar con ellos. Hay que empezar a rascar el barniz que recubre a esa familia: personal y profesional. Encárgate de que todo el mundo esté en comisaría sobre… las doce —dijo mirando su reloj.
—Muy bien.
—Cuando nos marchemos, identifica al tipo ese de la furgoneta blanca, la que está en doble fila, ahí enfrente —le indicó sin girarse—. No creo, pero a veces estos tipos se dejan caer por el domicilio de la víctima para controlar sus movimientos. Encárgate de que haya un vehículo grabando las veinticuatro horas este portal, quiero saber quién entra y quién sale. Te veo luego en comisaría.
—Sexto A —informó el subinspector.
La indicación de Peteira resultó innecesaria, puesto que desde el ascensor se podía escuchar el griterío amplificado por las paredes que conformaban el rellano de la escalera. La puerta estaba abierta y había un trasiego de personas más propio de una estación de metro en hora punta que de un domicilio.
—Buenos días —saludó Sancho mostrando su identificación a la primera persona con la que se cruzó—, inspector Sancho e inspectora Robles. Queremos hablar con los padres de Margarita Zúñiga Pérez.
El hombre de pelo cano que se identificó como uno de los hermanos de la madre les condujo hasta el salón, abriéndose paso entre el gentío que se había adueñado de la vivienda. Con el brazo extendido señaló en la dirección en la que se encontraba Alfredo Zúñiga, sentado en un tresillo de corte aristocrático y tonos asalmonados parduscos a juego con el resto de la decoración cortesana del salón. En la mano izquierda sostenía un vaso ancho de licor y con la derecha a su esposa, visiblemente abatida, cabizbaja y con el rostro tomado por el desamparo; ambos bien escoltados por varios familiares que trataban de consolar a la pareja.
El inspector volvió a repetir la fórmula de presentación pero en un tono más seco y elevado, provocando un silencio inmediato que concentró todas las miradas en el origen del mismo.
—¡Por fin! —pronunció Alfredo evidenciando cierto reproche e impaciencia en la modulación.
Sancho evitó la provocación.
—Lo primero que les voy a rogar, señores —exhortó en voz alta—, es que se marchen. Necesitamos hablar en privado con los padres, con nadie más.
Un murmullo que fue ganando en intensidad estalló por boca de uno de los presentes, una mujer con aspecto de monja de clausura fugada del convento.
—¡Aquí todos somos familia! —protestó.
—Nadie lo pone en duda, pero padres de Margarita Zúñiga Pérez solo hay dos y son las únicas personas que van a escuchar lo que les vamos a decir. Además, les pido que vayan abandonando el domicilio de forma escalonada y en orden, lo último que queremos es llamar la atención del resto de vecinos y transeúntes de la zona.
—Haced lo que pide —se escuchó decir a Azucena con tono agrietado pero firme.
En la retirada, el inspector Sancho advirtió que alguien pronunciaba su nombre completo seguido de un par de frases más que sus oídos ya no pudieron registrar.
Poco a poco, el salón se fue vaciando, como la mirada de la madre de Margarita, que permanecía anclada en el teléfono inalámbrico que reposaba sobre la mesa del comedor.
Sara Robles acompañó al último grupo y, cuando regresó, el inspector Sancho se aclaró la garganta. La pareja permaneció sentada y en completo silencio.
—Inspector Sancho e inspectora Robles. Con su permiso —pidió antes de agarrar una silla por el respaldo y colocarla frente a ellos. Sara hizo lo propio—. En primer lugar les quiero agradecer el hecho de que hayan contactado inmediatamente con nosotros para ponernos al corriente de los hechos. Les puedo asegurar que, sea cual sea el motivo por el que retienen a su hija, van a precisar el asesoramiento de profesionales en la materia.
—¿A qué se refiere? —demandó el padre.
Sancho interpretó con acierto la intención de la pregunta.
—A que, según me ha transmitido el subinspector Peteira, desconocemos los motivos por los que su hija está desaparecida desde el sábado sobre las diez de la noche. Deben confiar en nosotros —percutió de nuevo—. Desde el momento en el que formalizaron la denuncia se han tomado todas las medidas necesarias para coordinar la búsqueda, pero antes de nada necesitamos verificar que realmente tienen retenida a su hija.
—¿Está usted sugiriendo que nuestra niña podría estar fingiendo su propio secuestro?
—Yo no sugiero nada en absoluto, señor Zúñiga, simplemente comparto con ustedes cuáles son los siguientes pasos que hemos de dar. No sería la primera vez ni la última que descubrimos que es el propio desaparecido quien está detrás de todo.
—¡No en este caso, inspector! Nuestra hija no…
—Señor Zúñiga —le interrumpió Sancho levantando ambas palmas—, déjeme continuar, se lo ruego.
Alfredo asintió de mala gana.
—Si se confirma que su hija está retenida contra su voluntad —el pelirrojo evitaba a toda costa pronunciar la palabra «secuestro»—, la buena noticia es que nos van a pedir algo a cambio. En la mayor parte de los casos es dinero, pero no siempre. Averiguarlo será nuestro primer objetivo, aunque ya habrán podido deducir que si aún no lo sabemos es porque ellos no han querido contárnoslo.
Sancho hablaba más despacio de lo que en él era habitual, buscando el léxico adecuado para que encajara en un puzle de cristal a punto de resquebrajarse.
—Dicho de otra forma: tenemos que esperar a que vuelvan a contactar con ustedes —añadió— y estar preparados para cuando ocurra. Esto podría producirse por varias vías: por carta, por Internet o incluso a través de anuncios por palabras en el periódico, pero si el primer contacto ha sido telefónico debemos pensar que seguirán utilizando este medio. Fue usted quien recibió la llamada, ¿es así?
Alfredo asintió primero y apuró la copa después. Luego la dejó sobre la mesa de centro y entrelazó los dedos para prepararse a contestar una pregunta que esperaba recibir.
—Repítamela, si es tan amable, palabra por palabra.
Sara Robles sacó una libreta del bolsillo trasero del pantalón vaquero.
—Primero me preguntó si era la casa de Margarita y luego dijo que la tenía, nada más. Era colombiano, ecuatoriano o mexicano; sudamericano, de eso no tengo ninguna duda.
—No le he pedido eso —atajó el inspector en tono amable aunque algo desabrido para el nivel de tolerancia de Alfredo—. Necesito que haga el esfuerzo de rememorar, palabra por palabra —enfatizó—, la conversación que mantuvo con el desconocido.
—Vamos, Alfredo, no tiene que ser tan complicado —le recriminó ella—. Duró menos de un minuto.
Su marido la observó con insigne displicencia antes de cerrar los ojos.
—«¿Es la casa de Margarita Zúñiga Pérez?». Yo no entendí y le pedí que repitiera. Entonces se cabreó y me soltó algo así como: «Chinga a tu madre, que si es la casa de Margarita Zúñiga Pérez». Le dije que sí y entonces el hijo de puta me amenazó: «Escúchame, cabrón. Tengo a su hija. No se les ocurra avisar a la policía o se van a arrepentir. No hagan pendejadas o se la devolveremos por partes. Esperen mis instrucciones».
—Excelente —calificó Sancho—. Lo ha hecho usted muy bien. Ahora necesito que me diga si se expresaba en singular o plural. Ha dicho «tengo», «devolveremos» y «mis». Dos singulares y un plural. Haga un esfuerzo por recordar. Es importante.
—¿Por qué es importante? —inquirió él.
Sancho valoró si contestar o no, pero concluyó que era un buen momento para tratar de ganarse la confianza de la familia.
—Es altamente improbable que una sola persona sea responsable del secuestro de su hija. Lo habitual es que de entre ellos haya uno, que no tiene por qué ser el líder o quien lo haya organizado —aclaró—, que se encargue de amedrentar a la familia y llevar el peso de la negociación. Seguramente sea el que más experiencia atesore. Que hable en plural denota que actúa en representación del grupo y por tanto no tiene la última palabra; que se exprese en singular nos indica que es quien lleva el mando de la negociación.
—¿Y qué es mejor? —intervino de nuevo Alfredo.
—Ninguna es mejor que la otra, pero marcará nuestra estrategia en la negociación, que es la clave para resolver satisfactoriamente un caso como el que nos atañe.
—Por favor, sea más explícito —le pidió Azucena.
—Negociar directamente con la persona indicada tiene la ventaja de que avanzaremos sin rodeos, sin idas y venidas. Irá al grano y debemos pensar que lo que pactemos con él será definitivo. Sin embargo, tiene el inconveniente de que, casi con total seguridad, no sea la primera vez que se ve inmerso en esta situación, por tanto tiene experiencia y será más… complejo —definió sustituyendo el «difícil» que estuvo a punto de pronunciar— de zanjar con éxito. En caso contrario, es decir, si se expresa en plural y tiene que convenir las condiciones con terceras personas, el proceso puede que sea más farragoso y es probable que se dilate en el tiempo.
Sancho evitó añadir que también era probable que actuaran con más torpeza para no restar entidad al enemigo.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —siguió interrogando ella, con la voz tomada por el miedo a la respuesta.
Sancho inspiró por la nariz a la vez que se frotaba la barba.
—Voy a aprovechar su pregunta para advertirles de algo importante. Buena parte del éxito en la resolución de estos casos reside en el nivel de confianza que se cree entre el asesor y la familia. Consecuentemente, no voy a edulcorar mis palabras por duras que resulten. En una relación de confianza no caben las medias tintas. No sé si están de acuerdo.
Ambos afirmaron.
—Bien. No podemos saber cuánto se prolongará esta situación pero sí debemos estar preparados para resistir. El tiempo es otro de los factores clave. Puede que en este momento juegue a su favor, pero sabremos revertirlo en su contra.
—¿Cómo? —quiso saber de nuevo el padre.
—Eso ahora no procede. Ahora procede que trate de recordar si la persona que contactó con ustedes se expresaba en primera o tercera persona —insistió.
—Diría que en primera persona.
—Bien. Lo corroboraremos más adelante —dejó correr Sancho—. También ha mencionado las expresiones «chinga a tu madre» y «pendejada».
—Eso lo recuerdo perfectamente, inspector.
—Americanismos propios de casi toda Latinoamérica —intervino Sara Robles—. «Pendejo» y sus variantes se usa mucho en México de forma despectiva, un estúpido en grado sumo, por definirlo de alguna forma, aunque en otros países tiene connotaciones similares a «travieso» o «inmaduro». «Chingar», sin embargo, es uno de los vocablos más utilizados en el lenguaje coloquial mexicano. Se adapta a casi cualquier contexto.
Sancho supo ocultar su asombro y dejó las preguntas para otra ocasión.
—Todo ello, como ya he dicho, lo corroboraremos más adelante. Lo prioritario ahora es preparar a la persona de la familia que se vaya a encargar de la negociación. A lo largo de todo el proceso —subrayó—. No sabemos cuándo se va a producir la siguiente llamada, pero tenemos que estar preparados para reaccionar y saber sacar jugo a cada segundo de conversación. Hemos cursado la orden para intervenir esta línea fija así como sus teléfonos móviles por si decidieran contactar por otra vía. Van a estar siempre acompañados por un experto hasta que resolvamos la situación. Cada caso transcurre por derroteros distintos, pero, aun así, antes de cada llamada prepararemos al portavoz de la familia y durante la misma le iremos indicando qué es lo que tiene que hacer y decir, cómo tiene que expresarse e incluso el tono que tiene que usar. Después, analizaremos las grabaciones y las desmenuzaremos, pero no compartiremos nuestras impresiones con nadie de la familia que no sean ustedes dos, y les ruego que ustedes hagan lo propio, aunque…, visto lo visto, me temo que todas las opciones de confidencialidad han muerto en este salón.
—Nuestra familia sabe ser discreta —aseguró ella con la boca pequeña.
—No lo pongo en duda, señora, pero los amigos, conocidos, allegados de cada uno de los integrantes de su familia que ya están al corriente de los hechos puede que no sepan ser discretos.
A Azucena la saliva se le volvió acerba.
—No nos interesa en absoluto que esto trascienda al ámbito público porque podría generar una presión sobre la otra parte nada favorable. ¿Hasta aquí alguna duda?
—Millones —reconoció ella mientras hacía girar de forma compulsiva los anillos de oro que lucía en los dedos.
—Es lógico. En la segunda llamada es muy posible que nos expongan las condiciones del rescate y esta suele realizarse dentro de las siguientes veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Si son profesionales dejarán que pase esta jornada para que crezca la semilla del terror que acaban de plantar en el seno de la familia. No les voy a pedir que no tengan miedo, pero sí que aprendan a gestionarlo, principalmente la persona que se vaya a encargar de hablar con ellos.
Sancho hizo una pausa para asegurarse de que sus siguientes palabras iban a ser escuchadas con nitidez.
—Ahora toca decidir quién va a ser esa persona que represente a la familia durante el proceso de negociación.
Los progenitores intercambiaron muecas apocadas.
—Quiero que tengan presente que el camino puede ser tortuoso y del todo impredecible. Por tanto, esa persona debe ser alguien dispuesto a trabajar bajo presión, estar psicológicamente preparado y en buen estado físico para asumir la carga que ello representa. Veinticuatro horas al día pendiente del teléfono —concretó—. Ellos nos van a coaccionar jugando con la integridad de nuestro ser querido, así, debe sobreponerse a amenazas de todo tipo; no caer en provocaciones ni insultos; mantener la calma y administrar la tensión; ser disciplinado para acatar las instrucciones que le vayamos dando; escuchar, escuchar y escuchar; expresarse con corrección y saber elegir las palabras entre las que nunca estará «no»…
—¿Y no podría ser usted esa persona haciéndose pasar por alguien de nosotros? —le interrumpió Alfredo, considerablemente alterado.
—No, no podría en ningún caso y le explico por qué. Parte de mi labor consiste en formar al equipo que se va a encargar de darles soporte y asesorarles, sin embargo, mis mayores esfuerzos se van a centrar en la investigación. En principio, la coordinación del personal asignado a la familia la llevará la inspectora Robles, aquí presente, con la que yo mantendré comunicación permanente.
—Siendo así, me encargaré yo mismo —se lanzó el político.
—Un momento, un momento —intervino su esposa—. Si alguien reúne las condiciones que ha citado el inspector, ese es papá.
—¿Tu padre? Venga, por favor. ¡Si ni siquiera está aquí! —protestó Alfredo agarrando instintivamente el vaso ya vacío y llevándoselo a los labios.
—Estaba de viaje de negocios, pero llega a Madrid en menos de una hora. Si, como augura el inspector, el siguiente contacto no tendrá lugar hasta mañana o pasado, tenemos tiempo más que de sobra para ponerle al día.
—¡De ninguna manera! Es mi hija y me corresponde a mí aguantar esa vela.
—¡¡También es mi hija!! —vociferó—. Por eso sé muy bien que no voy a poder estar en condiciones de asumir esa responsabilidad —reconoció Azucena corrigiendo progresivamente el volumen—. Tenemos que pensar solo en nuestra pequeña, solo en ella. Papá nació para negociar, tú lo has dicho y repetido hasta la saciedad. Tiene sangre fría y no le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones. Gracias a eso levantó una empresa como la nuestra.
—Señores —terció Sancho—, la decisión última no les corresponde a ustedes. Nosotros evaluaremos la idoneidad del portavoz de la familia de acuerdo con las aptitudes que les he citado anteriormente. Esto no es negociable. Algo de lo que sí tienen que hablar es de la cantidad económica que podrían reunir como hipotético pago por el rescate.
—¡Lo que haga falta! —expuso Alfredo.
—Lo que haga falta no es lo que conviene a su hija, créame. Piensen en una cantidad coherente de la que puedan disponer en breve y en efectivo —puntualizó—. Es solo por saber hasta dónde podemos llegar, porque les aseguro que la primera cantidad que exijan será tan desproporcionada como irrelevante. Llegado el momento, serán ustedes los que decidan el montante a pagar.
Viendo que el matrimonio estaba al borde del colapso, Sancho resolvió que había llegado la hora de dejarles a solas.
—Nosotros nos vamos a marchar, tenemos mucho por hacer. Si nos lo permiten, vamos a dar una vuelta por la casa por si viéramos algo que nos llamara la atención. Pura rutina. En breve se personará aquí un agente para ayudarles en todo lo que requieran. Y, por favor, mantengan la calma en la medida de lo posible.
—Inspector, ¿está en peligro la vida de mi hija?
—Esa es la buena noticia, señora: ellos saben que todas las opciones de sacar partido de esta situación pasan por mantener con vida a su hija —mintió Sancho.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Cuando volvió en sí le dolía la cabeza y seguía notando ese molesto picor en los ojos. Se frotó con apetencia antes de percatarse a través del tacto de que su pelo iba a necesitar diez lavados para recuperar su esplendor. Para su sorpresa, no estaba encadenada ni llevaba puesto el bozal. La sed le hizo agarrar la botella de agua y sin soltar el recipiente examinó su cuerpo. La luz amarillenta que partía de la bombilla bañaba escasamente hasta los límites de sus dominios definidos por el colchón; aun así, agradeció que siguiera brillando en las alturas. Comprobó aliviada que llevaba la misma ropa con la que había salido de casa el sábado. Recordaba con detalle el momento en el que se encerró en el baño para prepararse. Al ritmo de las canciones de Calle 13 se hizo las uñas, se maquilló y vistió todo lo sexi que pudo dentro de los límites permitidos. Las expectativas eran altas: disfrutar a tope de la primera noche de ferias con sus amigas de toda la vida, ajena a la férrea vigilancia de sus celosos progenitores. Inmediatamente, las caras de sus padres se dibujaron en alguna parte de su cerebro y sin pretender evitarlo sus ojos se anegaron de lágrimas. Seguidamente, le sobrevino un himpado que se prolongó hasta que encontró la solución en su regazo. La botella era distinta a la última de la que había bebido, esta tenía precinto y a través del plástico percibió que estaba bastante fresca, por lo que dedujo que su guardián había vuelto a entrar en el cuarto mientras ella estaba dormida. Esta vez no le importó. Haciendo oídos sordos a una voz que le aconsejaba no beber, ingirió un trago corto al que le siguió uno más largo y otro tercero harto prolongado. El líquido le hizo recobrar el aliento, tanto que se aventuró a investigar a fondo el cuartucho.
Sentía las piernas algo entumecidas pero no tardó en recobrar la circulación a base de pequeños y repetidos saltos, como los que hacía para calentar antes del peloteo de rigor con Jorge, su monitor de tenis. El cuerpo le pedía más, así que continuó con elevaciones alternas de rodillas. Podía escuchar con nitidez la voz de su entrenador y las palmadas: «Uno-dos, hop-hop». Metódicamente, continuó con talones al «pompis», como él siempre decía. Odiaba esa palabra, le hacía sentirse una niña y todavía tenía muy presente la temporada que estuvo locamente enamorada de él cuando tenía trece años. Jorge era superguapo, con su barbita y sus hoyuelos, y le encantaba cómo le quedaba aquella camiseta sin mangas tipo Nadal, luciendo brazo. Era ocho años mayor y, sobre el papel, estaba fuera de su alcance, pero a esa edad no hay límites que no supere la imaginación. Hasta que le vio morreándose con su novia en el bar de la Hípica, una rubia tetona que se paseaba por allí como si estuviera desfilando en la Pasarela Cibeles, contorneando unas caderas que ya empezaban a ensanchar. Inmersa en aquellas remembranzas, no se dio cuenta de que había roto a sudar y que las articulaciones empezaban a quejarse. Frenó en seco, pero no pudo evitar la colisión frontal con la realidad que la rodeaba.
El tiempo se congeló allí dentro.
Completamente inmóvil, con la respiración entrecortada, fijó su atención en la puerta que tenía enfrente. Eran tres pasos, cuatro a lo sumo, pero cada uno suponía una victoria parcial en su lucha contra la cautela. Cuando alcanzó su objetivo, extendió el brazo y alargó la mano para tocar aquella puerta sin picaporte. La superficie era algo rugosa por las imperfecciones que presentaba la pátina que la recubría. Era metálica, de eso no había la menor duda, pero no se atrevió a golpearla para escrutar su espesor. A la altura de sus ojos se revelaba una abertura de unos veinte centímetros de largo por tres de alto, similar a la boca de un buzón de correos, y pronto entendió su propósito: observar el interior de la estancia desde fuera. Trató de empujarla con dos dedos, pero no se movió ni un milímetro. Estaba claro que había sido pensada para abrirse solo desde el lado contrario. Su propia sombra proyectada sobre la puerta le obligó a ganar distancia para examinar el resto de la superficie. De forma inconsciente, pegó el pabellón auditivo a aquella plancha metálica que se interponía entre ella y el mundo y aguzó el oído.
Nada.
Solo los latidos de su corazón, en aceleración progresiva.
Intentó serenarse. Esa era la clave, sujetar su estado de nervios.
—Tranquila. Es lógico, no esperarías que te fueran a poner facilidades para que pudieras escapar a la primera de cambio, ¿no?
De repente, una mueca jovial se fue haciendo dueña de su rostro. Escuchar su propia voz la reconfortaba. No estaba tan sola como creía, estaba con su voz. Pero no era esa clase de voz interior a la que tantas veces se había referido el padre Damián, consejero espiritual de la familia. Se trataba de su otro yo, su parte más fuerte, la que en ocasiones salía de su escondite para imponerse a esa Marga pusilánime que llevaba las riendas de su vida la mayor parte del tiempo. La voz que escuchaba era otra, insolente; esa que alimentaba su imaginación y la empujaba a enfrentarse con aquello que la irritaba; esa que la invitaba a cometer deliciosos pecados carnales con su propio cuerpo que sus padres no conocían. Su yo oculto, personal e intransferible, la parte de Margarita que rechazaba a Marga: Rita.
—¿Creías que iba a dejarte aquí sola? Claro que no, chata. Vamos a salir juntas de toda esta mierda en la que te ha metido la otra tontita. Vamos a seguir investigando tú y yo, ¿vale? Mira abajo.
Margarita se puso de rodillas. En la parte inferior de la puerta descubrió otra ranura, pero al seguirla con la yema del índice se percató de que tenía más altura que la superior, unos diez centímetros —calculó someramente.
—Por ahí es por donde te pasarán la comida cuando no quieran entrar —conjeturó Rita.
—Claro.
Se tiró al suelo y probó a abrirla obteniendo el mismo resultado. Un repentino picor le invadió la mucosa nasal y, a pesar de que lo intentó, no logró contener un primer estornudo al que le siguieron varias réplicas. Se incorporó para sonarse usando la camiseta de tirantes de la peña Bagur, que empezaba a despedir un olor acre, repulsivo, que le recordó al de la ropa del sábado noche de su hermano Josean.
—No desesperes —le animó la voz de Rita la Insolente—, elimina el negativismo y piensa de forma positiva; si han previsto esa portezuela es porque quieren alimentarte durante un tiempo y eso es buena señal, ¿no?
—Depende del tiempo, bonita —le respondió Margarita cortante.
Se giró para hacer un recorrido visual de todo el perímetro. Le sorprendió la nueva dimensión que alcanzaba una estancia tan pequeña con solo cambiar de perspectiva. La zona achaflanada vista desde ese punto ganaba en profundidad y tal circunstancia hacía que pareciera un espacio más amplio. Siguió con la mirada la línea de fuga del techo hasta que descubrió una rejilla. Enseguida dedujo que su función era permitir que se renovara el aire en el interior y que estaba a una altura inalcanzable, ni subiéndose en la silla.
—Las cosas cambian dependiendo del prisma con el que se miren.
Un segundo después la oscuridad se lo tragó todo, incluyendo a Rita.
Entonces, Marga la Pusilánime tomó de nuevo las riendas y gritó.
Gritó como nunca había gritado.
—La verdad es que la niña es un encanto —comentó Sancho en voz queda mirando la foto. Posaba junto a un caballo marrón almagre con espesas crines de tonos arcilla. Tendría doce o trece años y, aunque era evidente que forzaba la sonrisa, sus facciones conformaban un rostro bonito. Destacaban el tamaño de sus ojos almendrados color castaño oscuro y los labios carnosos y bien dibujados. La nariz, prominente pero estilizada estaba en consonancia con la robustez de su mentón de forma cuadrada.
De fondo seguía escuchándose el intercambio de golpes entre los cónyuges desde el improvisado cuadrilátero del salón. Daba la impresión de que Azucena se había hecho dueña del cuadrilátero y llevaba claramente la iniciativa.
—En foto todas las niñas son un encanto. Los problemas vienen cuando salen de marco —comentó la inspectora Robles.
—Mira, eso no te lo voy a discutir.
—Esta otra es más actual —dijo ella ante una con atuendo deportivo y raqueta de tenis a modo de guitarra eléctrica—. No sé cómo puede hacer deporte con ese pelazo, ¿hasta dónde le llega? Se le marcan algo más los pómulos que en la otra y lo que no son los pómulos. También se nota que ha estrechado la cintura. La chica es bastante guapa, eso hay que reconocerlo, lo cual no deja de ser preocupante.
—¿En qué sentido?
—Joder, Sancho, no me obligues a verbalizarlo.
El inspector la forzó con su silencio.
—Ese bombón en el frigorífico de unos animales, a su merced. Hoy le doy un mordisquito, mañana otro o me lo meto entero en la boca, lo chupo y lo vuelvo a dejar en el mismo sitio para el siguiente… Me dan náuseas solo de pensarlo.
—Sara, lamentablemente esa posibilidad, que no voy a negarla ni a minimizarla, no es el mayor de nuestros problemas. Si se confirma que está en manos de una banda de mexicanos va a ser complicado que a esta niña —la mostró levantando la foto— la lleguemos a ver vestida de blanco. Me vas a permitir que te dé el coñazo: en el año 1997 yo acababa de entrar en la Brigada de Información y nos ofrecieron la posibilidad de asistir a un seminario impartido por Bonifacio Socorro, máximo exponente en la investigación de secuestros en México, que es lo mismo que decir del mundo. Junto con Georgia y Colombia, conforman la Champions League de la especialidad. Allí tratan casi tres mil casos de secuestros al año y en España los casos reales de secuestro no llegan a la veintena en el peor de los escenarios. Aquí se resuelven positivamente casi todos, en México casi ninguno, y muchos tienen un desenlace dramático que implica la muerte del plagiado, como denominan a la víctima por allí. Es cierto que las circunstancias al otro lado del Atlántico son muy distintas, en muchas ocasiones cuentan con la connivencia o incluso colaboración de la policía y el pago del rescate se considera un mal menor, lo cual no asegura que vayan a encontrar a la víctima con vida. Dos años más tarde, por un asunto que ahora no viene a cuento, me fui a ver a Bonifacio al D. F. Hicimos buenas migas y tomando unos tragos me reveló que los datos que proporcionaba su Gobierno y que él estaba obligado a repetir en público estaban muy maquillados. Me quedo con este: en los contados casos en que la policía detiene a los secuestradores, estos han realizado una media de veinte secuestros con anterioridad. Están especializados en la negociación, son extremadamente violentos y no dudan en… Bueno, te ahorro los detalles.
—Vamos, que estás puesto en el tema.
—A la fuerza ahorcan. El año que llegué a San Sebastián, ETA acababa de liberar a Cosme Delclaux y se cumplía un año del secuestro de Ortega Lara, que terminó superando el tiempo que había estado retenido José María Aldaya tan solo un año antes, creo recordar. Por tanto allí todos estábamos puestos en el tema —parafraseó—, aunque a mí no me tocó intervenir en ninguno de estos. En el 2009 la Dirección Adjunta Operativa ordenó la implantación de una red de especialistas en la gestión de secuestros y extorsiones que establecía la existencia de al menos un experto en cada jefatura de policía. En la de Valladolid seleccionaron a un perspicaz inspector pelirrojo, guapo y fornido; pero este falleció de forma dramática y no les quedó más cojones que ponerme a mí.
La boca de la inspectora conformó una sonrisa que desapareció en el instante en el que terminó de rehacerse la coleta. En el proceso, Sancho aprovechó para echar el último vistazo a la habitación de Marga.
—Lo que no dejo de preguntarme es qué coño hacen unos mexicanos secuestrando niñas en España —comentó él con la atención puesta en otra foto, con Margarita retratada luciendo su ropa de esquí y haciendo el signo de victoria con ambas manos.
—¿Abrir mercado? —sugirió Sara.
—Es posible, pero si son profesionales deberían saber que aquí no se funciona como en su casa.
—¿En qué sentido?
—Aquí el pago del rescate no es una opción.
—¿Entonces?
—Entonces tenemos que valorar que el dinero puede que no sea el móvil del secuestro.
A Sara se le tatuó una exclamación tras la mueca de sorpresa.
—Solo estoy soltando conjeturas al vuelo, a ver quién las caza —dijo Sancho.
El combate del salón se encontraba en su punto más álgido. Azucena tenía arrinconado a Alfredo y todo parecía indicar que estaba a punto de noquearlo. Sara Robles echó un último vistazo a la habitación, pero interrumpió el recorrido en un punto concreto, justo en el espacio que había entre la cama nido y la pared. La inspectora apoyó una rodilla sobre el colchón e introdujo el brazo por el hueco a la altura del cabecero. Sancho la observó con escepticismo, sensación que se esfumó cuando vio su expresión casi vanidosa, totalmente delatora. La inspectora extrajo el brazo con la captura: un pequeño cuaderno con tapas de un naranja ofensivo a la vista.
—O mucho me equivoco o acabamos de encontrar su diario secreto —apuntó Sara en voz queda al tiempo que lo hojeaba.
—¿Y bien?
Ella asintió. Sancho le hizo un gesto de fácil interpretación y la inspectora se guardó el cuaderno.
—Volvamos a comisaría —sugirió Sancho—. Tenemos que calzarnos las zapatillas antes de echar a correr. Además, en cuanto ponga al corriente a Herranz-Alfageme va a tener que hacer unas cuantas llamadas a Madrid.
—¿Va a venir la caballería?
—Tan seguro como que el abuelo es ya el candidato mejor posicionado como interlocutor de la familia para la negociación. Los de la Unidad Central de Secuestros y Extorsiones no van a dejar pasar un cocido con tan suculentos ingredientes: una menor, hija de un político y nieta de un gran empresario, supuestos delincuentes mexicanos… Conozco a Fernando Fajardo Feix, el jefe de Grupo, somos de la misma promoción y después hemos coincidido en un curso de mediación policial. Hace unos cuantos años que no tengo contacto con él, pero no creo que haya cambiado. Es un tipo raro de cojones, el cabrón, pero muy diligente y eficaz a tenor de su hoja de servicios.
Se despidieron fugazmente pasando de puntillas por el cuadrilátero. La cara de Alfredo era el fiel reflejo de una toalla arrojada sobre la lona.
—Una magnífica forma de reencontrarse con el trabajo —observó la inspectora en la puerta del ascensor—. Parece que hubieran esperado a tu reincorporación para ponerlo en marcha.
—Esta es la buena suerte que me persigue desde hace unos años.
—Espero que no sea contagioso.
Caminando en dirección al coche, Sancho se detuvo en seco frente al escaparate de El Corte Inglés.
—¿Sucede algo? —quiso saber la inspectora.
Sancho no contestó. Su capacidad verbal se vio anulada por la cubierta de un libro que destacaba sobre el resto de manera notable y cuyo título rezaba: La obra de Augusto Ledesma.
—¡Hay que rejoderse!
Todavía malhumorado, trató de licuar su irascibilidad cambiando de CD. Tras una breve búsqueda entre los que había seleccionado esa misma mañana, eligió Para todos los públicos de Extremoduro. La inconfundible voz de Robe Iniesta interpretaba el primer corte: Locura transitoria.
No sé en qué parte de esta historia
perdí el argumento primario.
No sé qué cojones me agobia.
Voy según dice el calendario.
Vuelve a llegar la primavera
y me molesta el sol.
Alma que nunca se deshiela
y se queja del calor.
Sancho subió el volumen.
Y Sara Robles interpretó correctamente el gesto.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Dejó de gritar cuando escuchó unos pasos al otro lado de la puerta. Petrificada en el sitio, agarrotada, sin poder mover un músculo de las piernas. Jamás había tenido miedo a la oscuridad, pero lo cierto era que nunca se había tenido que enfrentar a una negrura como aquella.
Un clic precedió al ocaso de las tinieblas.
Margarita, ocupada en gestionar la molestia que la luz provocaba a sus pupilas en proceso de adaptación, no se percató de que Gorka había entrado en el cuartucho. Menos aún pudo advertir la llegada a gran velocidad de una mano abierta, a pesar de su gran tamaño.
Más que a tortazo, sonó a barrigazo piscinero.
Y aunque la luz seguía encendida, las tinieblas volvieron a engullirla.