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QUIEN CON NIÑOS SE ACUESTA MEADO SE LEVANTA

Estación de autobuses de Valladolid

C/ Puente Colgante, 2

6 de septiembre de 2012, 6:20

Las manillas del reloj provocaron que las mariposas que creía aletargadas en su estómago echaran a volar al unísono. Se ajustó la capucha, escondió la cabeza entre los hombros y apretó el paso. Se encaminó a los baños y se encerró en el de minusválidos para hacer la llamada. En cuanto se cercioró de que la conexión era correcta soltó el aire que había retenido en sus pulmones.

Invisible.

Lo había elaborado al detalle, a partir de aquel instante, cualquier fallo, por ínfimo que fuera, provocaría que todo se descontrolara, como una barca sin remos arrastrada por la marea contra las rocas. Tenía que acercarse a ese autobús pasando totalmente desapercibido para las cámaras, igual que antaño, cuando se tiraba días enteros siguiendo a sus objetivos sin que la escolta se percatara de su presencia.

Invisible.

Levantó la mirada una décima de segundo para verificar que ya empezaban a subir algunos pasajeros y el portaequipajes estaba abierto. Tal y como esperaba, el conductor, un hombre fornido, de mediana edad y la típica cara de autobusero somnoliento, estaba chequeando los billetes a los últimos viajeros con destino a Madrid. Inspiró antes de relajar el ritmo de la zancada.

Invisible.

Residencia de Ramiro Sancho

La vibración y el sonido del móvil se confabularon con el objeto de que se le dispararan las pulsaciones. Por suerte, no había bajado la persiana y la luz artificial que entraba desde el exterior le ayudó a ubicarse en su nuevo dormitorio. El ruido venía del bolsillo del pantalón vaquero que había hecho las veces de pijama.

—Sancho —acertó a pronunciar.

—Sanchitooo, ¡ya puedes salir cagando leches de la cama, que no llegas a la boda! —vociferó Fajardo—. Ya te dije que ese mamón no tardaría en dar señales de vida. Tenemos enganchado el móvil. De momento no se escucha nada, pero ilumina nuestros pasos.

—¿Con quién ha comunicado?

—Un móvil en la provincia de Zamora. La llamada ha sido corta, tres segundos, sin decir nada, pero se le ha quedado pillado al cabrón.

—¿Pillado? ¿Cómo coño es eso? —quiso saber el inspector a la vez que se calzaba las botas.

—Sucede a veces. Tú llamas, hablas, cuelgas, pero el otro no corta la llamada y se queda pillada. Pillada, Sanchito, pillada.

Sancho resopló dudando.

—Que sí, máquina, tú haz caso a la Triple Efe, que sabe lo que se hace. Se desplaza muy rápido así que seguro que va en un vehículo; segurísimo —enfatizó—. La última ubicación que me ha dado Nacho es de un repetidor localizado en… Boecillo —leyó—. Ya puedes darle cera a la montura porque no llegas al banquete y me termino follando yo solito a la novia. Estoy con Bravo camino de la iglesia y este no se corta picando espuelas. Encárgate de avisar a tu gente, que se pongan el chaqué, metan una muda limpia en el maletero de los «K» y que abran los equipos de transmisión, pero que no se les ocurra poner los pirulos que la cagamos. Yo me encargo del cóndor. ¿Estás ahí?

—Saliendo de casa. —No mentía—. Escucha, ¿has dicho Boecillo?

—Eso he dicho. Nacho dice que va por la N-601 dirección Madrid y si Nacho dice que va por allí, es que va por allí.

—¡La puta que me parió! Va a pasar por delante de mi casa —exclamó subiéndose al coche.

—Bueeeno. No te pongas la goma que todavía no tenemos identificado el vehículo. No intervenimos, recuérdaselo a tu gente. Continuamos por los equipos de transmisión, vamos por el canal 10.

Sancho alertó a los suyos para que se pusieran en marcha. Antes de pasar Mojados, a la espera de recibir nuevas noticias del posicionamiento, escuchó la voz de Fajardo.

—Identificad vehículos implicados y localizaciones.

—Focus azul, con Botello por la avenida de Madrid, a la altura del Colegio San Agustín —informó Peteira.

—Mondeo negro, pasando Laguna de Duero —dijo la inspectora Robles.

—Ya podéis pisarle a fondo —exhortó Sancho.

—Venga. Para comunicaciones usamos modelo y color —indicó Fajardo, al mando del dispositivo—. La última posición emplaza el objetivo entre los kilómetros 163 y 140 de la N-601. Canal 8 abierto para pasar placas. No sobrepasamos vehículos ni hacemos identificaciones visuales de los ocupantes hasta comprobar propietario y domicilio. Cóndor, ¿me recibe?

—Le recibimos. Acabamos de despegar. Diez minutos para llegar a la zona. A su disposición.

Apenas había tráfico en ninguno de los dos sentidos. En la oscuridad de la noche, las luces traseras que buscaba Sancho brillaban por su ausencia. En esa franja horaria, aún era pronto para los primeros madrugadores y tarde para los últimos trasnochadores. El inspector miró el velocímetro al pasar por el desvío de Alcazarén: 171 kilómetros por hora. Pocos segundos después, se oía su voz en los micros de los equipos de transmisión.

—Tengo a la vista un vehículo. Voy a acercarme más.

—¡Matrícula, máquina, solo matrícula! —le reprendió el de la Unidad de Secuestros y Extorsiones.

El pelirrojo soltó el acelerador y acarició el freno.

—Es un Citröen Pallas. Atención: Víctor, Alfa, 8845, Sierra. Diría que van dos ocupantes.

—Esperamos confirmación desde la base.

Esperó a escuchar la información para sobrepasarlo. No le hizo falta más de una décima para descartarlo.

—Dos ancianos. Sigo.

—Cóndor sobrevolando el área. Divisamos una berlina oscura, posiblemente un Audi A4 circulando a 165 kilómetros por hora. ¿Requiere aproximación para confirmar modelo?

—Negativo. Es mi vehículo. El objetivo tiene que estar por delante de mí —informó Sancho.

—Entendido. Vemos otro vehículo a dos kilómetros aproximadamente. Nos acercamos.

Sancho agarró fuerte el volante y hundió el acelerador aprovechando los seis kilómetros de recta que tenía por delante hasta llegar a Olmedo. Ni siquiera los densos y elegantes penachos de vapor que se levantaban a su derecha al pasar por las instalaciones de la azucarera Acor desviaron su atención del asfalto.

—Mondeo negro llegando a Mojados.

—Aquí Focus azul. Te tenemos a la vista —indicó Peteira.

—Astra gris pasando desvío de Alcazarén —informó Fajardo.

—Cóndor. Vemos otro vehículo entrando en Olmedo. Es un utilitario rojo de pequeñas dimensiones.

Haciendo caso omiso de las señales de control de velocidad, Sancho entró en la población castellana y se situó a pocos metros del nuevo objetivo.

—Es un Toyota Yaris: 9173, Foxtrot, Hotel, Kilo —dictó Sancho—. Un ocupante. Una mujer.

Sancho aceleró en cuanto llegó la identificación.

—Confirmado: es una mujer joven. Sigo.

—A todos los indicativos —intervino de nuevo Nacho Ávila—. Nueva ubicación del objetivo entre los kilómetros 142 y 118 de la N-601.

—Cóndor. Divisamos un autobús y dos vehículos detrás a dos kilómetros saliendo de Olmedo.

—Ya los veo. Un autobús —repitió el pelirrojo—. ¿Algún otro indicativo próximo?

—Focus azul y Mondeo negro entrando en Olmedo —dijo Sara Robles.

—Cóndor. ¿Tenéis algo más delante? —quiso saber Fajardo.

—Un camión, pero está a la altura de Martín Muñoz de las Posadas. Dígame si requiere aproximación para confirmar objetivo.

—Está fuera del rango —apreció Nacho Ávila.

—Negativo, cóndor. Apoye a los equipos que van tras el autobús y los dos turismos —ordenó Fajardo.

—Para mí el autobús —eligió Sancho—. Tengo una corazonada.

—Todo tuyo, máquina —dijo Fajardo—. El Focus, que se quede con Sancho. El Mondeo con el vehículo blanco, ahora os doy más detalles. Nosotros seguimos al X6, que también tengo un pálpito. Porque eso es un X6, ¿verdad, Sancho?

—Afirmativo. Está con el intermitente puesto, va a adelantar —avisó Sancho.

—Lo tenemos a la vista —avisó Fajardo—. El vehículo blanco es un Megane Coupé, 4567, Uniform, Tango, Mike.

—Sin conexión con la base de tráfico —anunció Nacho Ávila.

—¡A tomar por el culo! —protestó el jefe del operativo—. Un ocupante, hombre, de cuarenta o cuarenta y cinco años. Necesitamos saber la ruta de ese autobús y si tiene prevista alguna parada. Que alguien de la central se comunique con ALSA, anota la matrícula —le previno antes de dictársela.

—Anotada —confirmó Peteira—. Nos ponemos con ello.

—El X6 le está zurrando de lo lindo. Acabamos de pasar por el kilómetro 122.

—Cóndor. Tomamos altura pero seguimos con los objetivos a la vista.

—¿Cómo vamos con el teléfono? —quiso saber Sancho.

—Nacho, confirma y refresca la ubicación —le pidió Fajardo.

—Kilómetros 138 y 114. Solo se escucha un ruido de fondo, como de motor. No se registra ninguna conversación.

A Sancho no se le oyó resoplar a través de los equipos de transmisión. Agarró el móvil y llamó a Peteira.

—Dime.

—¿Puedes hablar?

—Voy con Botello.

—Vale. ¿Qué te parece todo esto? ¿No te huele a mierda desde que metiste primera?

—No sé qué decirte. Es raro, sí, pero ¿qué hacemos?, ¿le dejamos correr a ver hasta dónde llega? No nos quedan más cojones que salir detrás —valoró el gallego.

—Tú y yo sabemos que ese cartón que nos han vendido no lleva premio, pero vamos a seguir tachando números hasta que alguien cante el puto bingo. Continuamos.

—El X6 se desvía por la N-403, dirección Pajares de Adaja. Le seguimos a distancia —reportó Fajardo por el equipo de transmisión—. Atento todo el mundo porque enseguida sabremos si es nuestra liebre. Nacho, cuéntanos.

—Estoy en ello.

—El Megane Coupé está adelantando al autobús, nos vamos con él —informó Sara Robles.

—A la espera de recibir noticias de la ruta del ALSA —reportó Botello.

—El Megane Coupé va a coger el desvío a la A6 —avisó de nuevo la inspectora.

—El autobús está aminorando la velocidad —intervino Sancho—. Tiene toda la pinta de que también va a Madrid por la autopista.

—Este sigue con prisa. A punto de llegar a Pajares de Adaja. Nacho, ¿qué? Dinos algo.

El silencio se adueñó de la comunicación unos segundos.

—Descartado el X6. Fuera de rango.

—Enterado. Volvemos hacia la autopista —dijo Fajardo sin ocultar la decepción.

—Sea lo que sea que estemos siguiendo, se encuentra en ese autobús —auguró el pelirrojo.

Durante los siguientes cuatro minutos no se escuchó nada por los equipos de transmisión.

—Atención a todos los indicativos —se pudo oír a Botello—. Ese ALSA va directo a Madrid, sin paradas.

—Nacho, nuevo posicionamiento.

—Kilómetros 118 y 89.

—Megane Coupé en el kilómetro 81, a punto de llegar a Villacastín. Fuera de rango, no es él.

—Muy bien. Ya tenemos ganador. A todos los equipos: nos vamos a Madrid sin hacer paradas, no nos queda otra —certificó Fajardo—. Cagando leches a Méndez Álvaro. Yo me encargo de avisar al séptimo de caballería, vosotros no lo perdáis.

Una hora y doce minutos más tarde el ALSA entraba a su dársena en la estación madrileña.

—Para toda la malla —se escuchó decir a Fajardo—, si hay algún equipo ajeno a la operación en este canal, que salga inmediatamente. Tenéis la descripción del candidato. Solo marcamos. No se identifica a nadie ni se practican detenciones a no ser que yo lo diga. Nacho, vas a tener que afinar mucho, quiero información continua.

El despliegue lo conformaban ocho agentes de la Brigada de Información, cinco de la Unidad de Secuestros y Extorsiones, y cuatro del Grupo de Homicidios de Valladolid repartidos por la estación en distintas posiciones, todas con buena visibilidad sobre el objetivo. Dos más del Grupo de Sistemas Especiales estaban apostados dispuestos a grabar a cuantos viajeros descendieran del autobús.

—Cazadora roja corta con capucha blanca por fuera, pantalón vaquero y mochila de deporte azul. Rasgos sudamericanos. Unos treinta y cinco años —se escuchó decir a alguien por los auriculares—. Parece que tiene prisa. Le sigo. Atentos fuera por si pilla un taxi.

—Avísanos cuando salga y canta la puerta.

—Atención —dijo otro—. Estoy viendo un tío de rasgos sudamericanos, con gorra de béisbol y chándal Adidas blanco. Está pillando su equipaje. Le noto nervioso. Me quedo con este.

—¿Nadie más? —quiso saber Fajardo.

—Sí. Tengo uno que encaja en la descripción. Cazadora de cuero negra, pantalón oscuro y mochila a la espalda. Unos cuarenta. Va hablando por el móvil hacia la boca del metro.

—¡Mierda puta! Nacho, ¿se registra alguna conversación?

—Negativo.

—No va a ser ese, pero síguele. ¿Alguien más?

Nadie contestó.

—Tenemos tres posibles candidatos: capucha blanca, gorra de béisbol y cazadora de cuero. Nos lo vais contando —ordenó el jefe de la Unidad de Secuestros y Extorsiones—. Que no nos muerdan, ¿de acuerdo?

—Gorra de béisbol se ha metido en el servicio. Entro.

Mientras, Sancho no quitaba ojo del autobús. A su lado, la inspectora Robles seguía examinando a los viajeros que, sin prisa, aún estaban en la dársena.

—Capucha blanca va a salir por la puerta lateral que da a Méndez Álvaro. Atentos fuera.

—K-l. Veo a capucha blanca. Preparados por si pilla un taxi.

—Cazadora de cuero hacia línea 6.

—Nacho, dime algo.

—Sin novedad. No hay movimiento, creo.

—Venga, no me jodas…

—No se puede ajustar tanto. Si va a pie tarda en registrar un nuevo posicionamiento, pero diría que está parado.

Sancho frunció los labios y se rascó la barba mientras sacaba su móvil y se quitaba el micrófono del equipo de transmisión.

—Álvaro, acércate a ver si queda algún bulto en el portaequipajes.

—Capucha blanca va a pie por Méndez Álvaro en dirección Atocha.

—El mío sigue aquí. —Se escuchó decir por el equipo de transmisión en voz queda.

—¡Qué tuyo ni qué hostias! —le reprendió la Triple Efe—. ¿Y dónde cojones es «aquí»?

—Gorra de béisbol en el baño —rectificó.

—Llegando el metro. Voy con cazadora de cuero, va a subir.

—Aquí no quedó nada —informó Peteira por el móvil echando un vistazo al portaequipajes.

—Revísalo a fondo —le pidió Sancho.

—Gorra de béisbol saliendo del baño.

—Vamos con él —dijo una voz que Fajardo reconoció como uno de los integrantes de su Unidad.

—Pedro, mejor engánchale tú.

—Entendido, me retiro —confirmó el anterior agente arrastrando cierta frustración.

—Sancho, vente para acá, anda —le exhortó el subinspector por el móvil.

—Nacho, ¿sigue sin moverse?

—Nada. Quieto.

—Con cazadora de cuero llegando a Pacífico.

—Cazadora de cuero, descartado —dijo Fajardo.

—Recibido. Vuelvo.

Ramiro Sancho lo leyó en los ojos claros de Peteira, más apesadumbrados que de costumbre.

—Ahí —le indicó haciendo un gesto con la mano—, adherido a la pared del fondo.

Sancho se agachó.

—¿Buscan algo? —les preguntó el conductor con cara de autobusero somnoliento.

—No —pronunció el pelirrojo con rotundidad al tiempo que le mostraba la placa—. Ya lo hemos encontrado. ¿Tienes un pañuelo a mano? —le pidió al subinspector Peteira.

El móvil estaba dentro de una caja de metacrilato transparente que se había mantenido sujeta en el interior del portaequipajes gracias a la cinta de doble cara. Seguía encendido, aunque en la pantalla parpadeaba el indicativo de batería baja.

—Quien con niños se acuesta meado se levanta —sentenció el pelirrojo.

—En la cara, nos mearon en la puta cara —añadió el gallego encendiendo un cigarro.

—Hablando de caras, esta noche me gustaría tener un cara a cara contigo, si es posible.

Peteira no respondió, no era necesario. Sancho le regaló una palmada en el hombro antes de hablar por el equipo de transmisión.

—Atención a todos los indicativos, aquí el inspector Sancho. Suspendemos la operación. Hemos encontrado el móvil en cuestión en el portaequipajes del autobús. Era un señuelo —añadió.

Fajardo se mordió el interior de los carrillos y, aunque era consciente de que aquel fracaso daría mucho que hablar entre los detractores de la Triple Efe, no dejaba de preguntarse la razón por la que no había hecho caso a su intuición, esa voz que le advertía de que aquello olía muy mal. Repentinamente, sintió una fuerte contracción en la boca del estómago, como si alguien le hubiera cogido desprevenido y dado un buen puntapié.

Sacó el teléfono y marcó el número intuyendo que el destinatario no iba a atender la llamada.

El destinatario no atendió la llamada.

Estación de trenes de Pozaldez (provincia de Valladolid)

Al bajar del regional exprés procedente de Valladolid todavía le temblaban las piernas y el corazón le latía con fuerza inusitada. José Antonio Pérez Pérez se vio en la necesidad de sentarse en uno de los dos bancos de piedra anclados en el andén.

Desde que arrojó la bolsa por la ventanilla no dejaba de preguntarse: «¿Y ahora qué?».

Había seguido sus instrucciones al pie de la letra desde que le llegó el primero de los mensajes a uno de los dos teléfonos móviles que recogió en el Niccola Caffe, justo al que no estaba intervenido por la policía: «Prepárese para recoger el dinero del banco a primera hora. Métalo en una bolsa grande de deporte y espere instrucciones».

El director de Banca Privada del Popular, el señor Manso, le había encerrado en una sala, donde le sometió al tercer grado de forma sutil, a pesar de que estaba muy al corriente de los acontecimientos que acuciaban a la familia por los titulares aparecidos en prensa. José Antonio se vio forzado a rogarle —cosa inédita en su manual de procedimientos— cuando el director le avisó de que la normativa interna de la entidad le obligaba a dar parte al departamento de prevención contra el fraude. Finalmente, los doce años de antigüedad y el volumen de transacciones que realizaba su empresa pesaron mucho más que las normas y el director Manso le dio su palabra de que no activaría tal protocolo.

Ni siquiera contó el dinero. Envió el mensaje de confirmación en cuanto puso los pies en la calle y no tardó en recibir otro que le decía que se dirigiera a la estación de trenes. Allí debía subirse al regional exprés que tenía prevista su salida a las 10:25 con destino a Ávila. Prácticamente viajaba solo y, nada más ponerse en marcha, el secuestrador le indicó que fuera al último vagón, advirtiéndole que le estarían vigilando y que cualquier error le costaría la vida de su nieta. Poco más tarde, consumido por las amenazas y sumido en un calamitoso estado de nervios, José Antonio leyó en la pantalla del móvil:

«En dos minutos esté preparado para arrojar la bolsa por la ventanilla. Yo le aviso».

El último mensaje tardó en aparecer una eternidad y tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido a pesar de que las imágenes que recogían sus retinas dijeran lo contrario.

«Meta el teléfono en la bolsa y arrójela al pasar por la estructura metálica».

Enseguida la reconoció por el ofensivo color verde que deslucía en los hierros. Al pasar por el puente sobre el Duero, el convoy redujo drásticamente la velocidad. Le costó levantar con ambas manos los más de siete kilos en papel moneda que contenía, pero suplió sus carencias físicas propias de la edad aliándose con su colérico estado de nervios. No había ni un alma en las proximidades y nadie le vio hacerlo, aunque eso a José Antonio Pérez ya le importaba poco. En cuanto la soltó se perdió en el vacío como si jamás hubiera pasado por sus manos, como si aquello, en realidad, no estuviera sucediendo.

No se apeó en la estación de Viana de Cega por el bloqueo de su sistema nervioso. En Valdestillas y Matapozuelos le sucedió tres cuartos de lo mismo y no se vio capacitado para reaccionar hasta que llegaron a Pozaldez.

Ya en el andén, carcomido por la incertidumbre, se atrevió a encender su móvil particular con la esperanza de encontrarse un mensaje del hombre que mantenía retenida a su única nieta.

A falta de uno llegaron tres. Fajardo estaba tratando de localizarle.

Carretera de Boecillo, 29 (Viana de Cega, Valladolid)

Todavía no había sacado las llaves del bolsillo cuando la puerta de casa se abrió como por arte de magia. El truco se explicaba tras el mandil de cuadros de su esposa, escondido en el puño que asía el picaporte y reflejado en sus facciones. Un truco que, por esperado, no dejó de inquietar a Arturo Parrado.

—Qué, ¿es extraño o no es extraño? —le preguntó la Reme.

Parrado esperó a entrar en la casa antes de abrir la boca.

—¿Es que no vas a decir nada?

—Va a refrescar.

—Que sí, que yo también he visto el parte de esta mañana. Te digo que si has ido a comprobar lo que te dije.

—He ido, claro que he ido. ¿Queda algo de caldo?

—Algo quedará. Abre el frigorífico, que para eso Dios nos hizo las manos además de para jugar a las cartas —le recriminó.

Ese día, como todos los jueves desde que se jubilara del Cuerpo Nacional de Policía, Parrado tenía partida de julepe. Era el mejor día de la semana con diferencia del siguiente, pues se aseguraba de no tener que escuchar las monsergas de su mujer desde las cuatro de la tarde hasta las diez. Ahora bien, después de cenar y hasta la comida del día siguiente tocaba pagar la penitencia en el jardín.

—¿Es de verdura o de pollo?

—¡«Po-yo» qué sé! ¿Alguna vez te he hecho yo caldo de pollo? Que esa era tu madre, Arturo, que hervía hasta el pico y los espolones. De pollo, dice… Anda, trae que te lo caliento, no sea que se te vaya a caer y me toque sacar la fregona otra vez, que la acabo de guardar, que me paso todo el santo día con ella de la mano. Bueno, y ¿qué?, ¿has visto lo que te dije? —insistió la Reme.

—¿Y qué se supone que tenía que ver?

—¡Ay, este hombre…! Si ya lo decía mi hermana, que te faltaba un hervor, que me muero y no te educo, que no. ¡Válgame Dios!

El sonido de los cacharros golpeando entre sí rebotaba contra las paredes de la cocina.

—Y dónde demonios estará ahora el cazo de servir… —murmuró la Reme.

—¿Rosa o Paquita?

—¡¿Qué dices?!

—Que quién lo decía, Rosa o Paquita.

—¿Que quién decía qué?

—Eso de que me faltaba un hervor, cuál de tus hermanas lo decía, ¿la víbora de Rosa o la mala pécora de Paquita?

—¡Las dos! —estalló—. Una lo decía los días pares y la otra los impares. Madre del Amor Hermoso. ¡Qué cruz! ¡Qué vía crucis con este hombre!

—En esa casa ni se ve ni se escucha nada.

—¡Precisamente! Que no te enteras. Que podríamos estar rodeados de «calibanes» y tú, mientras jueguen a las cartas, tan contento.

—Talibanes, Remedios, se dice talibanes.

—Que rima con musulmanes, y de esos cuanto más lejos, mejor. Aquí tiene el señor su caldo calentito.

Si hubiera tenido elección, a Arturo Parrado le habría gustado agarrar el caldo e irse al salón a tomárselo tranquilamente o, mejor aún, al pinar, pero la voz de la experiencia adquirida durante los cuarenta años de matrimonio le decía que huir no tenía sentido cuando se encontraba inmerso en el fragor de una batalla con su mujer. Así pues, prefirió hacer acopio de energía y escuchar lo que ella estaba a punto de decir.

—Tienen las persianas bajadas las veinticuatro horas del día. Cerrado a cal y canto. Dos hombres que rara vez salen de casa y un perro asesino cuidando la trasera. Ni un ruido. ¿Y qué me dices de los escombros que han dejado en el contenedor del Raimundo? ¿Eso también es normal? Yo te digo que habría que llamar a Fernando y a Ruth y averiguar qué calaña nos han metido en el vecindario. Que un día vuelves de la partida y me encuentras con la cabeza separada de los hombros.

Arturo soplaba ligeramente sobre la superficie del cazo, provocando un leve oleaje al tiempo que removía el fondo con la cuchara.

—Si quisieran que les llamaras te habrían dado su teléfono, ¿no crees? Me parece a mí que en ese sitio de Portugal al que se han ido a vivir no están muy preocupados por si sus inquilinos tiran o no tiran escombros al contenedor de obra del vecino. Mejor que dejarlos en la calle…

—Claro, claro. Mucho mejor. Y de lo demás… ¿qué tiene que decir el inspector Clouseau?

—Que no quieren que nadie les vea ni les moleste, Remedios. Nada más. Lo mismo son una pareja gay y han venido a encerrarse en su habitación. El mundo ha cambiado.

—Madre mía, madre mía, madre mía. La que me ha caído. ¿Y no se te ha ocurrido pensar que podrían estar tramando algún atentado o algo? ¿No te he dicho y relatado cómo me trató ese sinvergüenza?

—Siete veces.

—¡Y otras setenta que te lo voy a decir hasta que averigües qué demonios sucede en esa casa!

Arturo Parrado encontró la salida.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Cuando vuelva de la partida me pasaré por allí con calma a ver qué pasa.

—¡Claro, hombre, claro! Con botella y media de clarete en el cuerpo vas a ver tú tres en un burro. ¿O crees que no sé lo que os sopláis tú y esos gañanes del Isra, el Canito y el Manteca? Si la pobre Marisa, que ya se ha ganado una plaza en el cielo a perpetuidad, me ha dicho que el Canito llega hecho un eccehomo…, por favor, que hay noches que ni atina con las llaves.

Arturo no pudo evitar sonreír; por dentro.

—Te pasas por allí antes de juntarte con esos «sacacuartos». A plena luz del día, no sea que te confunda la noche.

—De acuerdo, Remedios. Cuando salga para allá me paso y le doy una vuelta a la casa a ver si veo algo extraño.

—Pues eso. Virgen Santa, lo complicadas que resultan las cosas con este hombre. Al terminar deja el cacharro en el fregadero, que no me lo encuentre por ahí tirado, que llevo toda la mañana dale que te pego y no veo la hora de sentarme.

Arturo esperó a que la Reme desapareciera por la puerta para probar el caldo.

Le supo a pollo.

Comisaría de distrito de las Delicias

Durante el viaje de regreso de Madrid, tragando kilómetros fútiles, el inspector Sancho se había dedicado a tapiar la frustración colocando los adoquines que tenía tras cuatro jornadas de investigación: un rival con mucha más experiencia en el oficio de la que se reseñaba en su expediente delictivo; un yonki en el calabozo del que no iban a poder sacar nada más; la alarma social; la presión de los mandos; una familia destrozada; una operación fallida; y la sospecha de que José Antonio Pérez había actuado por su cuenta. Y lo que no tenía: la conexión entre los secuestradores y la víctima; ninguna pista sobre el posible paradero de la niña; la confianza de una familia desesperada por despertar de la pesadilla; y la cabeza despejada de otros nombres como el de Gracia Galo, Álvaro Peteira, Ólafur Olafsson y Augusto Ledesma.

Mucho que escribir y poco papel.

Como colofón, la llamada del comisario Herranz-Alfageme convocándole a una reunión a las seis de la tarde a instancias del comisario provincial Travieso en la Jefatura Superior. «Peor epílogo no podría tener la jornada», juzgó equivocadamente Sancho.

Cuando entró en las dependencias del Grupo, Matesanz le dio la bienvenida con una mueca que encerraba un «estas cosas pasan», un ungüento que resultó poco cicatrizante. Sara Robles y Jacinto Garrido estaban intercambiando opiniones acerca de los caminos que les iba a abrir el terminal utilizado de señuelo, ella postulaba por ninguno mientras que él apostaba que los mismos que había aportado el cliente del calabozo. Al veterano agente se le notaba extrañamente exaltado.

—¿Algún avance? —lanzó al aire el jefe del Grupo.

La inspectora le hizo un breve resumen.

—Los movimientos de una de las cuentas de las que es titular José Antonio Pérez refleja que ha sacado ochocientos mil euros de la venta de varios paquetes de acciones que ordenó ayer mismo, pero no tenemos ni idea de qué ha hecho con ello, Fajardo está intentando averiguarlo.

—Estoy enterado. Lo ha citado aquí. Pronto despejaremos esa incógnita.

—¿Crees que les habrá pagado?

El pelirrojo elevó sus pobladas cejas casi hasta la mitad de la frente.

—Es más que probable —concluyó tratando de encontrar la forma de ordenar los montones de papeles que poblaban su mesa como tribus indomables en territorio hostil.

—O sea, que cabe la posibilidad de que la chica aparezca de un momento a otro —se aventuró Garrido.

—Podría, pero para eso la suerte nos tiene que venir de cara, no de culo. ¿Tenemos alguna novedad en la investigación sobre el pasado del concejal?

—Nada interesante. Menos de lo que parecía y, bajo mi punto de vista, no vamos a encontrar ninguna evidencia que se pueda relacionar con el secuestro.

—¿Y sobre la actividad del Grupo Helios? —le preguntó a Garrido.

—Montes ha dado con un exdirectivo, miembro del consejo de administración, que fue despedido en febrero. Tiene el caso en los tribunales, a ver si nos cuenta algo que no sepamos.

—¿Botello y Gómez?

—Áxel está rascando en el historial del comandante Chimuelo y Gómez estaba al habla con el director del penitenciario de Botafuegos, a ver si por ahí sale algo.

Sancho se tiró de los pelos del bigote en un intento de ordeñar la tensión.

—Hemos distribuido la foto del mexicano por cada comisaría y cuartel de la Guardia Civil, no nos extrañemos si aparece en los telediarios del mediodía —comentó Matesanz.

—Esperemos que no —escenificó la inspectora con las manos—. Como ese cabrón se vea acorralado, puede darnos un buen disgusto.

Al inspector le vibró el móvil.

—Sancho.

—Ya lo tenemos aquí —le avisó Fajardo—. Si te parece, baja tú a buscarlo, yo os espero en la sala de arriba.

—De acuerdo. Oye, apriétale, pero no le trates como a un delincuente cualquiera porque no te lo voy a consentir.

—Tranquilo, máquina, tranquilo, dejaré las corrientes eléctricas para otro día.

Cuando bajó las escaleras lo reconoció caminando en círculos. En su expresión no quedaban atisbos de la gallardía del empresario que hacía unos días se había puesto al frente de su familia para enfrentarse al peor negocio de su dilatada existencia.

—Acompáñeme, por favor —le conminó el inspector estrechándole la mano. El abuelo evitó el escrutinio de la mirada del policía.

—¡Sancho, disculpa! —le gritó Sonsoles desde la garita de recepción.

El pelirrojo tuvo que doblar sus ciento ochenta y siete centímetros para atender a la llamada de la agente peinada a lo presentadora de magacín vespertino.

—Perdona, te he visto varias veces entrar y salir y me he quedado siempre con las ganas de preguntártelo.

—Dispara.

—¿Te localizó ya tu amigo? ¿Ese tal José de «nosequé»?

Sancho arrugó el semblante.

—Estuvo llamando durante semanas, día sí, día también. Necesitaba hablar contigo. Lo sé porque Esteban y Elena también hablaron con él varias veces. Evidentemente no le dijimos nada sobre tu… —Sonsoles buscó la palabra.

—Suspensión —le facilitó Sancho.

—Eso. A todos nos contaba lo mismo, que era un amigo tuyo y que tenía que tratar contigo un asunto personal. Alguna vez me dijo el apellido, sonaba a navarro o vasco, pero siempre que le pedía que me lo repitiera se despedía y me colgaba. Le preguntaré a alguno de estos si anotó su apellido.

—De acuerdo.

—El caso es que esta mañana —prosiguió ella—, en el cambio de turno, Esteban me ha preguntado si había vuelto a hablar con él y, como me he dado cuenta de que desde la semana pasada no tenía noticias suyas, he pensado que te habría localizado.

—Pues no.

—Pero… ¿sabes de quién te hablo?

—Tampoco, pero gracias.

Cuando Sancho entró en la sala, aquella conversación ya la había archivado en el departamento de la intrascendencia, sección de la irrelevancia, letra «O» de olvido.

En algún lugar de la provincia de Valladolid

Ni siquiera comprobó que estuviera todo el dinero.

El Chimuelo lo había hecho y se había llevado su mitad despidiéndose con una mueca sombría.

«Con buena lana se zurce cualquier descosido, hermano», afirmó desluciendo su despoblada sonrisa.

Con la cantidad que le correspondía, tenía suficiente para zanjar la deuda con los Zetas y volver a su país, aunque ciertamente eso le preocupaba más bien poco. Lo único que le importaba en aquel momento era guardar la bolsa sin que Gorka se percatara de ello, así que esperó fuera hasta las tres y cinco en punto para entrar en la casa. Otra cosa no se le podía pedir, pero, si se le marcaban las pautas con órdenes concisas y sencillas, cumplía.

Rodeó la casa por el lateral hasta llegar a la caseta de Karatu. Apenas tenía que inclinar el cuerpo para compensar los casi cuatro kilos de papel moneda que acarreaba.

—¡Aúpa, Karatu!

El animal supo agradecer las carantoñas de su dueño moviendo el rabo con descontrolado fervor y buscando el contacto físico con sus patas delanteras.

—¿Ese retrasado te ha atado otra vez? Le voy a dejar suave con la somanta de hostias que le voy a meter. Anda, ve a correr por aquí, enseguida nos vamos a dar un paseo tú y yo.

En cuanto le soltó la cadena, el dogo argentino realizó varios sprints cortos, como si se estuviera preparando para alguna prueba de velocidad.

El vasco se puso de rodillas, introdujo medio cuerpo dentro de la caseta de Karatu y metió la bolsa muy al fondo.

Aquello no pasó desapercibido para los adiestrados ojos de un policía retirado que, apostado tras los setos que delimitaban la parcela del vecino, observaba la escena con cierta incredulidad. Remedios no se equivocaba, en esa casa estaba pasando algo; algo raro.

—Y ya sabes —continuó diciéndole a Karatu mientras rascaba tras las pequeñas y puntiagudas orejas del can—, al que asome por aquí el hocico…, te lo ñascas sin pedirme permiso. Buen perro. Ahora vengo, voy a ver qué hace el «tontolapolla» ese.

Retrocedió sobre sus pasos para entrar por la puerta principal e hizo todo el ruido que pudo para anunciar su llegada.

—¡Aúpa! Ya estás aquí —observó subiendo las escaleras del sótano.

—Eso parece.

—¿Y cómo fue, pues?

—Según el plan —dijo encendiendo un cigarro.

—Como Hannibal Smith de El Equipo A.

El comentario le colmó de tanto desprecio que no supo cómo reaccionar.

—¿Entonces? ¿Ahora cómo va la vaina? —quiso saber Gorka.

—Como teníamos establecido —introdujo recordando la sarta de mentiras que debía contarle—. Esta noche recojo los doscientos mil euros, traigo la talegada, la repartimos, me llevo a la niñata para soltarla y tú y yo no nos volvemos a ver el careto en la puta vida.

—Hombre, unos zuritos por el casco viejo lo mismo sí nos tomamos, ¿no?

—Ni zuritos ni hostias, y no me cuentes tus planes, porque, si nos enganchan, es mejor que no sepamos nada del otro, ¿entiendes?

—A mí no me vuelven a agarrar, antes me vuelo la cabeza, «cagüendiós». Eso lo saben hasta en Rusia.

Y era cierto, Gorka Arizmendi lo había pasado tan mal en la trena que se había jurado a sí mismo que, ocurriera lo que ocurriera, jamás volvería a pasar por allí.

—Te digo una cosa —continuó—: Si hay que quedarse aquí más tiempo para sacarles más tela, por mí no hay problema, que la tengo bien controlada, ¿eh? Que nos entendemos a la perfección.

Una conexión primitiva le hizo tocarse los genitales, gesto que no pasó desapercibido para su compañero.

—¿Le estás haciendo algo a la niña?

A Gorka se le descontrolaron algunos músculos de la cara y se volvió transparente a los enfurecidos ojos de su cómplice. Él mismo se dio cuenta y huyó con la mirada hacia ningún sitio.

—¡Me cago en tu puta madre! ¡¡Mírame!! —le gritó mordiendo la boquilla del cigarro mientras sacaba la automática del cinturón—. ¡¿Qué hostias le estás haciendo a la niña?!

Gorka hizo el ademán de levantarse del sofá, pero el cañón de la pistola en la frente se lo impidió.

—¡No le he tocado un pelo, te lo juro! ¡Nunca!

—¿Seguro? Mira que bajo cagando hostias y se lo pregunto. ¡¿Le has hecho algo a la niña?! —insistió—. Como te hayas pasado con ella te juro por mi alma que te meto dos tiros. ¡Te lo juro por Dios y por su puta madre!

—¡Baja si quieres! ¡Baja! —se defendió a voces.

El de Getaria quiso creerle, algo le decía que aquellos ojos saltones e insustanciales no mentían. Decidió liquidar el asunto y le retiró el arma de la cara.

—Deberías darte una ducha. Hueles a jabalí muerto.

Gorka no supo qué decir, notaba la garganta seca y las axilas humedecidas.

—¿Ya comió? —prosiguió. El humo azulado salía de su boca con cada palabra como si estuviera evadiéndose de su particular prisión pulmonar.

—¿El Karatu o la chavala? —quiso asegurar esta vez, todavía en proceso de recomposición.

—Ella, cojones.

—Yo le he bajado la comida. En una hora se lo recojo, como siempre.

—Pues aprovecha para asearte un poco, la hostia, que no vives en una cueva. Me voy fuera con el Karatu a respirar aire puro. Y, por cierto, no me lo vuelvas a atar de día, que el animal tiene derecho a moverse. Que sea la última vez que te lo digo.

—Es que se pasa el día subido a la valla, ladrando a todo ser vivo que pasa por la acera. Está dando un cante del copón bendito.

—Como el resto de putos perros del vecindario. Tú ves la tele, el perro ladra.

Gorka declinó el enfrentamiento.

—Agur.

No se había alejado ni cien metros de la casa cuando vio que un hombre de sesenta años, chaleco verde y boina castellana al estilo Pío Baroja venía a su encuentro.

—Bonito animal, sí señor, un dogo argentino, ¿verdad?

—Así es —confirmó tajante.

—Estos perros son muy nobles si se les educa correctamente. Mi mujer haría las maletas si me viera entrar con uno de estos en casa.

—Hombre, pues si es por una buena causa, yo se lo presto unos días —bromeó el vasco para ocultar su incomodidad.

—Me lo voy a pensar, no crea. Arturo Parrado, para servirle —se presentó ofreciéndole la mano—. Vivimos unos números más arriba. Antes era nuestra casa de verano, pero desde que me jubilé nos hemos trasladado aquí. En invierno esto está más muerto que el cementerio de Las Contiendas.

—Justo eso fue lo que me hizo decidirme. Soy escultor y necesito tranquilidad para trabajar.

—Sí, ya me contó mi mujer.

Al oírlo, inclinó la cara para ganar campo de visión con su ojo izquierdo.

—Me dijo que habló con usted, o puede que con otra persona, a través de la puerta.

—Sería con mi socio. Trabajamos juntos en un encargo.

—Ya entiendo. Son del norte, ¿no? Déjeme adivinar… ¿Del País Vasco?

—Premio. Somos de Arrigorriaga, en Vizcaya.

—Curioso, habría apostado a que su acento era más de la zona de San Sebastián, pero, claro, uno si no es de allá no los distingue bien. Y, bueno, ¿hasta cuándo piensan quedarse? Nos gustaría invitarles a conocer nuestra gastronomía, que no le va a la zaga de la suya.

—Ya nos gustaría, pero trabajamos contrarreloj. Puede que en un par de semanas nos hayamos ido.

—Qué lástima. Mi mujer se va a llevar un buen disgusto, ya estaba pensando en el menú que les iba a ofrecer.

—Una pena, sí. Bueno, sigo con el paseo, que este tiene ganas de juerga.

—Muy bien. Encantado. Espero que podamos coincidir de nuevo antes de que se marchen y cuidado, que tiene pinta de jarrear en un par de horas.

—Gracias, tomaremos precauciones —dijo al despedirse.

Cuando se subió al coche, Antonio Parrado buscó el número de teléfono de su antiguo compañero, un tipo de fiar que le debía un par de favores y que siempre respondía.

Jacinto Garrido resopló con hastío antes de descolgar el teléfono.

—¿Qué pasa, Parrado? ¡Cuánto tiempo!

—Voy al grano, Garri, que no quiero quitarte mucho tiempo —contestó el policía jubilado—. Tienes que venirte para acá en cuanto puedas. Están sucediendo cosas extrañas en casa de un vecino.

—¿Qué cosas extrañas?

—Cosas que no se ajustan al comportamiento lógico de las personas.

—Joder, Parrado, ¿otra paranoia de la Reme?

—Dos tíos con acento guipuchi y con un perro de presa encerrados en una casa, con las persianas bajadas y las ventanas cerradas. A uno de ellos acabo de verle escondiendo una mochila en la caseta del perro y se pasea por aquí con un hierro encima. Ojalá fuera otra de sus paranoias, Garri.

—¿Le has visto el arma?

—El arma no, pero sé distinguir el bulto. Iba empalmado, créeme.

—Está bien, Parrado. Ahora no puedo acercarme, andamos hasta arriba con un asunto, pero a última hora me paso por allí. Avisa a la Reme para que me tenga preparadas unas cuantas de sus especialidades.

—Cuenta con ello.

Llegaba tarde a la partida, pero le preocupaba mucho más cómo explicarle a su mujer lo que había visto que inventarse una excusa ante sus compañeros de cartas por llegar con retraso.

No estaba seguro de si su instinto le estaría o no jugando una mala pasada, pero lo cierto era que el paladar le pedía un whisky, no un clarete, y eso era una prueba irrebatible de que algo raro estaba sucediendo.

Pronto sabría qué.