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EL VINO AGUADO Y LA CONFIANZA GUÁRDATELOS PARA SANCHO PANZA

Frente al Hospital Clínico Universitario

de Ramón y Cajal (Valladolid)

9 de septiembre de 2012, 8:09

—Tú dirás —le instó Sancho sentado junto al detenido en la parte trasera del vehículo.

Aitzol se inclinó sobre los papeles que le puso delante. Tenía puestas las esposas a pesar de llevar el brazo izquierdo en cabestrillo. Sancho le colocó el cinturón de seguridad y ató entre sí los cordones de las botas.

—¿Es necesario todo esto, la hostia?

—El que escribió el reglamento pensó que sí evitándonos a los demás perder el tiempo cavilando sobre ello. Habla.

El vasco desvió la mirada hacia el exterior antes de arrancarse.

—No muy grande, aislado pero bien accesible, con sótano y sin ventanas. Esas fueron las características de las que me habló el jodido Chimuelo. He visto doce que se ajustan a esta descripción. Cuatro ya han sido registrados por los picoletos, así que nos quedan ocho. He doblado las esquinas de las hojas en las que hay alguno, el funcionario no quiso darme ni un lápiz, como si pudiera fabricar un explosivo con él…

Sancho resopló mientras revisaba la documentación.

—Anoche me vino algo a la cabeza —retomó Aitzol—. Puede que no sea nada, pero eso valóralo tú.

—Te escucho.

—En varias ocasiones, durante la preparación del asunto, hablamos por teléfono. En dos de ellas recuerdo que se escuchaban vacas de fondo.

—Vacas.

—Sí, hostias, mugidos de vacas. Ya te dije que era una tontería.

—Mugidos de vacas —repitió.

—El Chimuelo mencionó en una ocasión que algunas noches no le dejaban dormir.

El pelirrojo mantuvo el ceño fruncido durante unos segundos hasta que metió la mano en el bolsillo del pantalón para sacar el teléfono. Contactó con Matesanz.

—Necesito que hagas una comprobación urgente —dijo sin quitar la vista de los papeles—. ¿Tienes a mano el listado? Estupendo. Comprueba si alguna de estas direcciones está situada cerca de una explotación ganadera o algo similar. Sí, eso es, una explotación ganadera —le repitió— o un lugar en el que puedan pastar vacas, que esto no es Asturias, no puede haber tanto verde. Avísame. Gracias.

Sancho ya estaba señalando una página antes de colgar.

—En el polígono de La Mora hay dos marcados.

—¿Y eso dónde queda? —preguntó la inspectora.

—En la Cistérniga. Yo te indico.

Sara arrancó y tras ellos Álvaro Peteira, que les seguía a cierta distancia en otro vehículo camuflado. Antes de entrar en el hospital, Sancho le contó lo mismo que le había confesado a la inspectora la noche anterior. Peteira asintió varias veces y encendió un pitillo a modo de contestación.

—Si tenemos tiempo, me gustaría pasar a ver al Karatu en algún momento —comentó Aitzol.

—Mal empezamos la jornada: pidiendo. No voy a enseñarte mi casa, así que elimínalo de tu listado de peticiones, súplicas y plegarias. Si te portas bien y, sobre todo, si no me tocas demasiado los cojones, te enviaré una foto suya con el periódico del día.

El vasco murmuró algo en su idioma materno y durante algunos minutos cesó el intercambio de palabras.

—La inspectora Robles está al corriente de nuestro pasado en común, así que podemos hablar con total libertad —observó Sancho.

—El madero tiene ganas de palique, pues.

—Preferiría soplarte dos hostias bien dadas, por repartir este veneno que me corroe por dentro, pero voy a tratar de mantener las formas.

Aitzol trató de encontrar una postura más cómoda.

—Te recordaba más templado —observó el detenido.

—Llevo una temporada muy larga masticando clavos, eso le agria el carácter hasta al santo Job.

—Un efecto parecido al que se cría cuando se está metido en el talego.

—A todo se acostumbra uno.

—Eso no es cierto. Si pudiera elegir te aseguro que preferiría que Garrido hubiera apuntado ligeramente más abajo y a la derecha. No tienes ni puta idea de lo que significa levantarse cada día rodeado de toda esa escoria humana.

—Resulta irónico escucharte decir eso siendo precisamente tu especialidad privar de libertad a las personas. Estoy seguro de que a todos ellos les hubiera gustado poder dar un paseo de una hora diaria aunque fuera en el patio de cualquier penitenciaría, o darse una ducha, o recibir la visita de sus seres queridos, o…

—Estábamos en guerra —le cortó.

—Eso te dijeron, tú les creíste y tú te alistaste de voluntario. Pero no vamos a abrir de nuevo el debate; hoy no.

Una valla publicitaria de White Label protagonizada por Tarantino le hizo acordarse de Ólafur. De inmediato, buscó el móvil y marcó el número. Seguía apagado. Hizo un esfuerzo por recordar la última vez que había hablado con él y encuadró la conversación el viernes por la noche. Al día siguiente se marchó al funeral y cuando regresó para cambiarse de ropa le vio dormido en el salón y no quiso molestarle. La noche anterior tampoco le había cogido el teléfono. Un mal presentimiento se apoderó de él justo en el momento en el que entraban en el polígono industrial.

Mal que le pesara, todo indicaba que más pronto que tarde iba a terminar complaciendo al vasco para comprobar que el islandés estaba correctamente o se había roto el cuello bajando las escaleras.

Desde que la recibió buscaba cualquier pretexto para esconderse en algún rincón de la casa y apretar la fotografía de su hija contra su pecho; tan fuerte que daba la impresión de que pretendía que el terminal ocupara el enorme vacío que crecía en su interior con cada minuto que pasaba sin noticias de Margarita. Azucena aprovechaba esos instantes para aliviarse en silencio, amargamente, sin buscar consuelo, solo por librarse de parte de la congoja antes de volver junto a Fajardo para seguir escuchando sus instrucciones.

La miró una vez más. Estaba demacrada, con la mirada huidiza, ajada, pero a la vez rozagante. Pasó el dedo índice por su rostro anticipándose a la oscuridad que se adueñó de la pantalla.

—Sigo creyendo que nos sobran todos estos dispositivos —comentó en cuanto regresó al cuarto de operaciones.

—Ya le he dicho que era una condición sine qua non para que me autorizaran que usted hiciera la entrega. La microcámara, el micrófono y la radio baliza son absolutamente indispensables. Además, también llevará otro móvil que le daremos nosotros y esto —le informó mostrándole el chaleco antibalas—. Es por su seguridad.

—Mi seguridad es lo que menos me preocupa ahora.

—A nosotros sí. No es negociable, y no dispondremos de mucho margen para colocárselos desde que recibamos la llamada, por eso es vital que conozca todo lo que va a llevar encima. Estaremos escuchando la conversación y le iremos dando instrucciones a través del auricular. Siempre, vaya donde vaya, tendrá cerca a un agente dispuesto para intervenir. Su objetivo es hacer la entrega, luego ya nos encargamos nosotros.

—¿Y qué pasa si él se da cuenta de que hay todo un circo montado para atraparlo?

—Eso no sucederá. Las personas implicadas son auténticos profesionales con experiencia en situaciones… delicadas —calificó sustituyendo la palabra «extremas», que era la que mejor se adecuaba al contexto.

—Pero vamos a ver: ¿y si fija la entrega en un lugar solitario?

Fajardo se armó de paciencia.

—Él va a llevar la batuta, o eso es lo que le haremos creer. Es probable que le diga incluso cómo tiene que ir vestida y el medio de locomoción en el que desplazarse. Tenemos que conseguir que le permita ir en su vehículo, es lo más cómodo y seguro para usted. Ya lo hemos balizado, por cierto. Puede ser que en un principio la lleve a una zona apartada para ver si le hemos puesto cola.

Azucena arrugó la cara.

—Para comprobar si la estamos vigilando. Si eso sucede podría presentarse para nosotros una buena oportunidad porque él, o quien sea, se situará donde tenga una buena visual. Vamos, donde nos colocaríamos nosotros si tuviéramos que estar mirando.

—Pero no estarán, ¿no?

—Estaremos, pero ni usted ni ellos nos verán. Además, la tendremos siempre controlada a través de los monitores. Debemos estar preparados para cualquier circunstancia. La incluyo a usted —especificó—. Puede que le haga esperar en alguna parte o que le haga ir de un sitio a otro durante horas, pero sigo pensando que elegirá un lugar concurrido para recoger el dinero; uno en el que pueda confundirse entre la gente. En este juego, el que resiste gana. ¿Entiende?

—Entiendo, sí. Lo único que quiero es recuperar a mi hija —recalcó.

—Siga nuestras instrucciones y todo saldrá bien, créame. Comprendo sus dudas, pero esta vez tiene que confiar ciegamente en nosotros. Es nuestra única baza y no podemos desperdiciarla.

—Nuestra única baza —repitió ella estrujándose los dedos.

En algún lugar de la provincia de Valladolid

Acurrucada sobre el costado izquierdo, notaba que el viento silbaba cada vez con menos fuerza; que la silueta del depósito se estaba difuminando fagocitada por las tinieblas; que la mezcolanza del hedor a orín seco, del sudor febril y del aroma bacteriano apenas podía percibirla; que la desazón en las piernas no era más que un leve picor, y que la cabeza había dejado de palpitar.

Se estaba apagando, esa era la buena noticia.

El tiempo era una variable que había escapado a su control desde que el mexicano la metió en aquel agujero. No era capaz de recordar cuánto hacía que no bebía pero sentía la lengua recubierta de velero, adherida para siempre al paladar. Margarita especuló con los días que tarda un ser humano en morir, pero eran tantas las variables que modificaban el resultado que finalmente buscó otro acertijo con el que entretenerse: ¿cuánto dinero habrían pedido por el rescate? ¿Treinta mil euros? ¿Cien mil? ¿Un millón? ¿Cuánto dinero tenía su familia? ¿Quién puede pagar un millón de euros? ¿Qué precio tiene la vida de una persona? ¿Se puede poner precio a la vida? No tener a nadie con quien compartir sus pensamientos le hizo retroceder varios pasos para no entrar en otro oscuro callejón sin salida. Mejor permanecer en su guarida. Ofuscada, recurrió de nuevo a la música y, recorriendo mentalmente el track list «Favoritas Calle 13», no tardó en encontrar el antídoto: Llégale a mi guarida. La percusión y las primeras notas de una guitarra española seguidas por acordes de mandolina los acompasó golpeando con las puntas de sus dedos sobre la tubería. La voz de Residente sonó clara y nítida en su cabeza.

Tengo ganas de cogerte,

estrujarte, romperte, morderte,

odiarte, el hígado comerte.

Sacarte los ojos, mancharte de rojo,

abrirte las tripas a lo Jack the Ripper.

Animada por el mensaje que contenían las palabras, Margarita se vio con fuerzas para ponerse de rodillas y tirar de la cadena con rabia, gritando por dentro, enajenada; despellejándose las muñecas sin sentir dolor; descontrolada, clavándose el frío hierro en el fino hueso; orate, expulsando la ira por la comisura de una boca enclaustrada; encolerizada, perdida, íngrima.

La joven no tardó en plegarse de nuevo ante la extenuación y la derrota. Así, retomando el estribillo de la canción, se dejó vencer por el sueño deseando no despertar jamás, anhelando que llegara por fin el fin.

Llégale aquí, a mi guarida.

Juro a to’l mundo aquí es pura vida.

Estación de trenes Campo Grande (Valladolid)

Volvió a intentarlo.

Misma locución; mismas maldiciones pronunciadas en alemán.

Dos taxis, dos aviones, metro y tren era la combinación de transportes a la que Erika Lopategui había recurrido para llegar a Valladolid a la hora que marcaba el reloj de la estación: las 12:14.

Había tratado de contactar con Ólafur desde el aeropuerto de Ámsterdam y desde Barajas, pero siempre salía la misma voz átona femenina. Teniendo en cuenta la coyuntura, todas las hipótesis convergían en una misma conclusión: algo no iba bien.

Solo entonces decidió probar con otro número.

—Sancho —contestó al cuarto tono.

—Soy Erika.

Silencio.

—Dame un segundo —le pidió él.

Fueron algunos más.

—Me alegro de escuchar tu voz, pero me pillas con un buen marrón entre manos.

—No te quitaré mucho tiempo. He charlado con Ólafur sobre el informe de De Bruyn, ¿sabes de lo que te estoy hablando?

—Lo sé, pero yo ahora no puedo…

—Sancho —le cortó—, estoy en Valladolid, solo dime dónde puedo encontrar a Ólafur, tiene el teléfono apagado y no consigo hablar con él.

—¡En Valladolid! —repitió con asombro—. ¿Cuándo ha sido la última vez que habéis hablado?

—Ayer a mediodía —concretó—. ¿Tú?

—A primera hora de la tarde le vi tirado en mi sofá, durmiendo, pero tenía el tiempo pegado al culo y me marché sin más. ¿Crees que le ha podido pasar algo?

Erika tardó en contestar lo suficiente como para que el inspector se arrepintiera de no haberle despertado aquel día.

—No lo sé, Sancho. Alguien fue a buscarme a Plentzia y asesinó a la mujer que limpiaba en casa, pero antes le sacó la dirección de Ámsterdam donde podía encontrarme. Me he librado por los pelos y sé que también van a por ti. Si no han dado contigo es porque te has cambiado de casa, según me dijo Ólafur.

—¡Hay que rejoderse! ¡¡Ahora no, por favor, más mierda no!! —rogó destilando inquina.

—Solo dame tu dirección.

El pelirrojo se la dictó.

—Voy a hacer todo lo posible por pasarme por casa, pero no te aseguro que lo consiga. Si no das con él, hay un juego de llaves en la jardinera del porche. Mete la mano a través de la reja, pero ten cuidado porque está mal atornillada al ladrillo. Las encontrarás a la derecha.

—Gracias.

—Por favor, avísame en cuanto sepas… cualquier cosa —divagó.

—Lo haré. Cuídate, Sancho.

—Lo mismo te digo.

Erika se mordió el labio inferior antes de volver a intentarlo ya dentro del taxi.

Misma locución; mismas maldiciones pronunciadas en alemán.

Algo no iba bien.

Polígono industrial de Íscar

—¿Sucede algo? —le preguntó Sara Robles al ver el semblante contrariado de su compañero.

—Me crecen los jodidos enanos. Otro asunto personal. Voy a tener que dar un salto por casa para verificar algo.

Sara sintió el impulso de calmarle, pero enseguida tomó medidas para que desapareciera de su mente.

—Aquí no vamos a encontrar nada —auguró ella.

—Empiezo a pensar que todo esto es una gran pérdida de tiempo.

—Solo si tuviéramos otras vías de investigación abiertas, pero no es el caso. Resuelve lo que tengas que resolver y prosigamos. Es domingo, los solteros no tenemos planes mejores —le animó.

—¡Sancho! —gritó Peteira. El gallego se acercó al trote—. Era Matesanz, te llamó, pero tenías la línea ocupada. El Raso de Portillo. ¡Carallo, qué pispo anduvo el abuelo!

—Álvaro, por tu padre…

—Este almacén cutre —le señaló en el listado—. Debe de estar cerca de la finca El Raso de Portillo. Matesanz lo conoce bien porque dice que es la primera ganadería de toros de lidia de España y ya sabes lo aficionado que es a la tauromaquia.

—Los toros —repitió apático.

—Los toros también mugen. Como las vacas, carallo, pero más fuerte. Matesanz dice que por allí andan sueltos, pastando. Pero espera, que hay más. Resulta que llamó al número y el tipo le dijo que llevaba sin ocupar desde que abrieron el polígono industrial de El Brizo, pero que hace dos meses se lo alquiló un tal Pedro, no recuerda el apellido, que le contactó por Internet. Le hizo una transferencia del valor de tres mensualidades y punto. ¿Te suena? Son demasiadas coincidencias, Sancho.

El inspector se giró hacia el BMW y se encontró con la mirada de Aitzol que observaba la escena desde el interior.

—Demasiadas coincidencias, efectivamente. Vamos para allá cagando leches.

Nada más subir al coche, el detenido detectó la tensión en los rostros de los policías y supo interpretarlo con acierto.

—Si tú cumples, yo cumplo —dijo—. Quiero hacer mi llamada, inspector —pronunció con acritud.

Sara miró por el retrovisor, sorprendida.

—Es parte del trato —adujo Sancho dejando su teléfono personal entre las manos del vasco. El vasco aguardó con impostado semblante bovino.

—Ni lo intentes. Si quieres intimidad búscate una cabina en cuanto cumplas la condena.

Aitzol Etxeandia musitó algunos fonemas antes de empezar a marcar con el pulgar. A los dos pitidos colgó y tiró el terminal a las piernas del pelirrojo.

—No puedo. Ahora no, luego…, ya veremos.

—Tú mismo. Tira por la de Segovia —le indicó a la inspectora.

Inmediatamente, Sancho le envió un wasap a Áxel Botello para que chequeara el número de teléfono al que acababa de llamar el detenido.

—Eres desconfiado, txakurra.

—El vino aguado y la confianza guárdatelos para Sancho Panza.

Cuando pasaron por el desvío de Megeces, el teléfono le vibró en la mano. Era Fajardo.

—Sancho.

—El mexicano acaba de llamar. Estamos en marcha —le informó.

—La puta madre…

—Precisamente, a la madre la ha citado en quince minutos en el aparcamiento de Leroy Merlin en el centro comercial Equinoccio. Hoy domingo solo abren los cines, así que allí no habrá un alma. Quiere cerciorarse de que va sola, como habíamos previsto. La cosa va para largo, me temo. A vosotros os quiero preparados en Zaratán. ¿Cuánto tardáis?

—Desde aquí a Zaratán, un cuarto de hora aproximadamente.

—¿Dónde estás?

—De paseo.

—Así me gusta, que te diviertas. Abrimos los equipos de transmisión, canal 10.

—Entendido —dijo al apretar el icono rojo con saña y en repetidas ocasiones.

—Tenía que ser ahora, tiene cojones la cosa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sara Robles.

Sancho tenía los dientes demasiado apretados como para que saliera alguna palabra de la boca.

—¡Sancho! —insistió ella.

—Después de la chapa que le he pegado para que no nos dejaran fuera del operativo no podemos fallar.

—¿A Zaratán, entonces?

—No. Me dejas en el almacén y te vas con Peteira a Zaratán. Ya hablaré yo con Fajardo.

—No es buena idea, Sancho.

—Tengo que ver ese sitio.

—No puedes entrar sin una orden.

—No entraré a no ser que tenga que entrar.

—Entonces nos quedamos los tres.

—No quiero que nos unamos tarde al dispositivo y darles la razón a Fajardo, a Travieso y a su reputa madre.

—Pero no sabemos qué nos vamos a encontrar allí dentro.

—¡Confía en mí! Si es la nave que andamos buscando, Garay se habrá marchado para controlar el lugar de la cita. Si encuentro a la niña cambiaremos la estrategia del dispositivo, ¿entiendes? De seguimiento a detención. Le trincamos en cuanto recoja el dinero y nos olvidamos del asunto. Todos a casa.

Sara aceleró como única muestra de disconformidad.

Avenida de Gijón (Valladolid)

Azucena agarraba vigorosamente el volante como si así fuera a sujetar su desbocado estado de nervios. Miró de reojo la mochila con el dinero antes de fijar su atención en los retrovisores, buscando indicios sospechosos en alguno de los coches que tenía a la vista. Movió la lengua dentro de la boca para combatir la sequedad.

—¿Siguen ahí? —quiso saber.

—Aquí seguimos —escuchó decir a Fajardo por el auricular que le habían colocado en la oreja derecha, oculto bajo su rubia melena—. Todo está bajo control. En cuanto aparque, apague el motor y aguarde instrucciones. Seguramente le haga esperar hasta que se convenza de que está sola. Tendrá que armarse de paciencia.

—Paciencia… ¡Santo Dios! —protestó Azucena—. ¡¿Paciencia?!

—Va a salir bien. Trate de tranquilizarse. Estamos con usted.

—Lo intento, bien sabe Dios que lo intento.

Estacionó el Audi Q3 color rojo misano efecto perla sin respetar las líneas blancas pintadas en el suelo. Notaba agarrotados los músculos de la espalda y trató de encontrar sin éxito una postura cómoda en el asiento de cuero. Acto seguido buscó el teléfono y lo agarró con las dos manos deseando que sonara en ese preciso instante; deseando que no sonara jamás.

«Paciencia», se repitió mentalmente.

Almacén de pinturas Sánchez

No les había resultado sencillo encontrar aquella nave de ladrillo siguiendo una carretera sin asfaltar, tapizada de baches. Sara Robles se despidió con una mirada colmada de incertidumbre antes de subirse en el coche del subinspector Peteira. Incertidumbre y algo más, como consecuencia de lo que solo ella y el pelirrojo sabían. Inmóviles, ambos observaron sin cruzar palabra cómo los neumáticos patinaban en el barro acumulado en el camino. Cuando lo perdieron de vista, le desató los cordones de las botas y se aseguró de que se percataba de la presencia del Colt Anaconda en la funda sobaquera bajo la cazadora vaquera. Con un fugaz movimiento de la cabeza le indicó la dirección a seguir y caminó tras él al tiempo que comprobaba el wasap de Botello.

«Tarjeta asignada a usuario desconocido», leyó.

Chasqueó la lengua sin importarle que el detenido se percatara de la onomatopeya de la frustración.

Frente a ellos, un portón de chapa metálica visiblemente deteriorada en la que se recortaba otra rectangular pensada para la entrada de personas. El pelirrojo afinó el oído, pero no registró ningún mugido, bramido ni nada que se le pareciera.

—¿Qué opinas? —preguntó Sancho paseando la mirada por la fachada.

Aitzol se encogió de hombros.

—¿Y qué, nos animamos a entrar, pues?

—Solo si nos invitan —dijo poniendo la mano sobre el picaporte recubierto de óxido—. Como es el caso —continuó diciendo cuando la puerta se abrió.

La luz que entraba del exterior se adentró tímidamente en la basta oscuridad que dominaba aquel indeterminado espacio. Su aliento, materializado en forma de vaho, desaparecía de inmediato delante de sus ojos como apólogo de un mal presagio. Sancho le hizo una indicación al detenido para que pasara delante de él y desenfundó el Anaconda.

—No se ve una miaja, la hostia, pero aquí parece que está el cuadro de luces —advirtió el vasco al tiempo que con un clic accionaba el encendido de la luminaria que colgaba del techo. Concretamente, de los dos primeros focos; esos que estaban orientados en una dirección nada habitual, de modo muy poco inteligente a no ser que lo que se pretenda sea deslumbrar a los visitantes. Concretamente, al único invitado de los dos —alto, de profusa barba pelirroja e inspector de Homicidios para más señas—, que no esperaba ese repentino flujo de más de mil lúmenes colisionando contra sus pupilas.

De forma instintiva, Sancho se giró hacia su derecha protegiéndose la cara bajo el brazo izquierdo. El palazo en la muñeca que le hizo soltar el revólver no le dolió tanto como sentir el cañón de un arma ejerciendo presión sobre su sien. Pero mucho menos aún que la contradictoria sensación que le invadió al reconocer a su espalda el marcado acento mexicano del comandante Chimuelo.

—No me hagas ninguna mamada, pinche rojito, o te vuelo la sesera en este preciso momento.

Residencia de Ramiro Sancho

Algo no iba bien.

Había examinado el perímetro de la casa.

Calma absoluta, silencio agorero.

Un tranquilo mutismo quebrado tan solo por algún tímido piar. Y el estómago empeñado en advertirla de que entrar con las llaves que tenía en la mano era una auténtica temeridad, una estupidez impropia de ella.

Silencio absoluto, calma agorera.

«¡Vamos, Erika! No seas niñata, entra de una vez. Se trata de Ólafur, joder, puede que esté en peligro. ¿Y qué vas a hacer si te encuentras dentro al arcángel? Mierda, mierda, mierda. La improvisación suele ser el primer acto de un trágico final. Ya, pero… ¿te vas a quedar sentada a esperar a que regrese Sancho? Tienes que entrar. Tienes que entrar, ahora».

Introduce la llave en la cerradura de la puerta de la cancela exterior. Ladridos; enérgicos pero distantes. Parálisis transitoria.

Análisis.

«Ya estás dentro, no puedes volver atrás. ¡Vamos, Erika! ¿Y esos ladridos? Parece que provienen de dentro de la casa. Sancho no me ha hablado de ningún perro. Lo que es evidente es que no son los de un perrito faldero. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡¿Dónde coño estás, Ólafur?! ¡Vamos, Erika, muévete!».

El corazón desbocado. Siguiente cerradura, misma fórmula, idéntico resultado. Penumbra. Ladridos, más enérgicos, menos distantes. Un largo pasillo por delante. Varias puertas, tres en la pared de la derecha, dos en la de la izquierda. Al fondo, un salón; antes, unas escaleras que suben. Aguza el oído en busca de sonidos delatores. Solo ladridos.

Análisis.

«Podría callarse el maldito perro, joder. No parece que haya nadie en casa. ¡¿Dónde mierda estás, Ólafur?! ¿Arriba? ¿Durmiendo? ¿Te has caído por las escaleras? No, la puerta está cerrada. ¡Mierda, mierda, mierda! Me dan ganas de gritar. No, sería una tontería, estoy desarmada. ¡Vamos, Erika, muévete!».

La sangre en las sienes. Avanza muy pegada a la pared contraria de donde podía partir la amenaza. Puerta abierta a la derecha; habitación vacía. Ladridos; mucho más enérgicos, mucho menos distantes. Puerta de armario cerrada. Siguiente reto: la cocina. Se cambia de pared y contiene la respiración. Se concede unos segundos.

Análisis.

«¡Venga, Erika, usa la cabeza! No va a estar ahí dentro haciéndose un sándwich o bebiéndose un vaso de leche. Entra y pilla un cuchillo o un algo que te sirva para defenderte. ¡Entra ya, niñata!».

Nadie. Suelta el aire. Cocina nueva, muebles modernos. Expositor de cuchillería sobre la encimera. La regla se cumple: empuñadura grande, hoja grande. Vuelve al pasillo. Ladridos; misma intensidad. Puerta de la derecha cerrada. Avanza siguiendo el camino que marca la punta del cuchillo.

Análisis.

«Venga, Erika. Termina de una vez, aquí no hay nadie. ¿Dónde mierda estás, Ólafur? Cuando te encuentre te vas a enterar, joder. Tres pasos más, solo tres».

Un tresillo rojo y unas botas viejas junto a un sofá que, a pesar del desgaste que evidenciaba, conservaba una amarillez que le hizo relacionarlo con el que citó Sancho por teléfono; donde vio tumbado al islandés por última vez. Nueva parálisis transitoria. La yugular late enérgica. Los ladridos cesan repentinamente. Mala señal. Siente la necesidad de gritar.

Análisis.

«Ahí es donde Sancho lo vio por última vez. ¿Sigues ahí, Ólafur? No puede seguir dormido. Dormido no. ¿Y si no estaba dormido? ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Averígualo! ¡Entra de una vez, Erika!».

Inclina el cuerpo para ganar en perspectiva. Efectivamente, hay alguien tumbado, pero no alcanza a distinguir si es Ólafur o no. Se aferra al utensilio de cocina antes de cambiarse de pared. Desde ahí sí puede verlo: un dogo argentino tras el cristal de la puerta de doble hoja que separa el salón del jardín. La observa, curioso, extrañado. De forma repentina, se levanta sobre sus cuartos traseros y araña el cristal con las pezuñas; ansioso, como ella.

Está al borde del colapso; Erika también.

Erika olvida el análisis y deja que lo irracional tome el mando pero, previamente a dar la orden al sistema nervioso concentra toda la ansiedad en las cuerdas vocales y la libera en forma de grito; feroz.

El corazón de Ólafur Olafsson está a punto de detenerse cuando se despabila a causa de los alaridos y ve una mujer de mirada alienada que se precipitaba hacia él blandiendo un enorme objeto punzante.

Nunca alguien estuvo tan cerca de perder la vida por perder el móvil.

Almacén de pinturas Sánchez

—¿A qué sabe la traición, txakurra? —le preguntó Aitzol apuntándole con el Anaconda.

Desarmado, le habían conducido a la segunda planta de la oficina construida en ladrillo como una estructura independiente dentro de la propia nave. Allí le obligaron a entregar las llaves de las esposas y, tras liberar al vasco, las utilizaron para amarrarle a una tubería vertical de buen grosor que descendía por la pared más alejada de la puerta. A pesar de que tenía el dorso de la mano derecha notablemente tumefacto y amoratado, Sancho no exteriorizó muestra alguna de dolor.

—Si ahora es cuando viene la charla, mejor pégame un tiro, porque no pienso darte bola, puto mierda.

—Órale cómo se rebela, tiene huevos el puerco rojito, güey —se mofó el mexicano.

Aitzol le hizo un gesto acezado que el mexicano entendió sin necesidad de intérprete.

—Dale, cabrón, tú mandas. Sílbame en cuanto quieras que suba con la máquina.

Servando Garay le tiró un beso al inspector, se guardó el arma por dentro del cinturón y bajó las escaleras canturreando El son de la negra.

—Tú mandas… —repitió Sancho—. Así que este era el plan desde el principio…, hacerme creer que ibas a colaborar con nosotros, ganarte mi confianza como hice yo en su día para luego traicionarme. Si pudiera hacerlo te aplaudiría.

Al vasco le rodeó un halo de triunfalismo que alcanzaba su máximo esplendor en la expresión de su cara.

—Ese era el fin último, aunque no estaba planeado así. Después de cobrar el secuestro yo debía encender uno de los teléfonos que teníais intervenidos, porque sabía que ibais a pillar al yonki que usó Gorka. Me sé el manual que usan los de Secuestros y Extorsiones antes de que lo redactaran —presumió destilando ínfulas.

—Siendo tan inteligente no me termino de explicar cómo coño has pasado tanto tiempo a la sombra, puto mierda.

Sancho pudo evitar que la culata del revólver le rompiera la nariz, pero el poco margen de movimiento con el que contaba no le permitió esquivar el golpe. De la brecha que se le abrió en la frente empezó a brotar la sangre.

—No podemos extendernos demasiado y de una forma u otra voy a lograr que me escuches. Mi premio consiste en demostrarte que todos somos manipulables. ¿Entiendes? Y me lo voy a cobrar. Esa noche habíamos previsto trasladar a la chica a otro lugar, así que avisé a mi socio y le desvelé dónde la tenía, porque mira si seré desconfiado que hasta ese momento no le conté dónde la tenía. Es más, ni Gorka sabía de la participación del Chimuelo ni el Chimuelo conocía la de Gorka —aseguró Aitzol equivocadamente, aunque aquello ya carecía de importancia—. A lo que iba. La segunda parte del plan establecía que esa noche yo encendería ese móvil y me sentaría a esperarte. Esa era la vía prevista para conseguir que recurrieras a mí, pero, mira, a veces el destino compensa el infortunio del pasado. Al escuchar los gritos del sótano ya sabía que la cosa no iba a acabar como lo había previsto, pero no imaginé que el maldito imbécil se la estuviera tirando. Le metí dos tiros, pero le hubiera metido dos mil a ese degenerado hijo de la gran puta. Acto seguido llegó la feliz intervención de Garrido —continuó acompañando las palabras con una mueca dolorosa al mover su hombro herido—. Y fíjate tú, sin pretenderlo, me resultó mucho más sencillo ganarme tu confianza, la hostia. Una estrategia muy parecida a la que tú seguiste al acercarte a mí de la mano de un camarada, txakurra.

—¿Y para demostrarme lo listísimo que eres has provocado el sufrimiento de una niña de quince años y el de toda su familia?

—Dieciséis años tenía mi sobrino Mikel cuando yo ingresé en prisión. Dieciséis recién cumplidos. Mi hermana estaba soltera y la pobre desgraciada curraba todo el santo día limpiando escaleras. Apenas podía cuidar de su hijo. Con catorce, Mikel empezó a meterse mierda, pero yo logré sacarle de ese mundo a base de hostias. Meses después vino a vivir conmigo y le mantuve alejado de todo, incluso del núcleo duro de la organización. Pero en cuanto entré en la puta trena todo se jodió. A Mikel no le quedó otra que volver a casa de mi hermana e inmediatamente después a las drogas. No duró ni un año. Me acordé mucho de ti cuando me dieron la noticia. De ti y de tu putísima madre. Ni siquiera me dejaron ir a su entierro.

—¡¿Me vas a cargar a mí con la muerte de tu sobrino?! —le gritó Sancho—. Si tanto necesitaba a su tío, ¡que su puto tío se hubiera apartado de ETA!

—¡No podía!

—¡Siempre hay elección! Pero tú no te atreviste y buscas la redención culpando a terceros… Eres basura. Puedes hacer conmigo lo que quieras, puto mierda, pero la vamos a encontrar viva, de eso estoy seguro.

Aitzol Etxeandia se rio.

—Yo no estaría muy seguro de ello. El Chimuelo dice que en el estado en el que se encuentra y la infección que tiene… Que conste que lo de cortarle la oreja ha sido iniciativa suya —añadió bajando el tono varias octavas—. Hace días que no come ni bebe. Vamos, que yo no me jugaría todos los amarracos en esa mano. No habrás pensado por un solo instante que la tenemos aquí, ¿no? —rio de nuevo—. Busqué este lugar solo para atraparte y, si te llegas a presentar con tus colegas, ahora estarían muy muertos. Esta es tu jaula y pronto será tu tumba. Te vas a ir para el otro barrio sin saber dónde está, txakurra.

—Yo tuve los cojones de ir a verte a comisaría, hablé contigo cara a cara saltándome el procedimiento. Dime dónde la tienes y déjame dar aviso. Luego me coses a tiros si quieres, pero deja de hacer sufrir a Margarita, es solo una niña.

A Aitzol le fue creciendo una sonrisa sardónica difícil de interpretar.

—A tiros, dice…

El vasco se metió los dedos en la boca y silbó.

—Mira tú, a mí eso de «Al pan pan y al madero pum» nunca terminó de convencerme.

El crujido de la estructura metálica deficientemente adosada al ladrillo anunció la llegada del mexicano. Los ojos de Sancho se fijaron en el nombre que venía impreso en el espadín.

Hacía no mucho que había escuchado decir a alguien que las motosierras de la marca Husqvarna eran las mejores del mundo.

Residencia de Ramiro Sancho

Jaap Keergaard todavía estaba tratando de administrar la sorpresa que le provocó ver cómo la mujer de la que debía haberse encargado Zadkiel entraba en la casa de su objetivo. Había instalado su puesto de observación en la vivienda de la acera de los impares que hacía esquina con la avenida principal de la urbanización. No tardó en concluir que su compañero había fracasado en la misión y, tras superar su perplejidad inicial, dio gracias a María por ello. Para colmo de fortuna la joven había dejado la puerta principal abierta.

«Muéstrame el camino, Madre, guíame por la senda de la sencillez, por causa del mal que me acecha», recitó Uriel.

Solo tenía que seguir la senda y eso hizo.

Nada más cruzar la puerta de entrada desenfundó la Piadosa y la cerró tras de sí suavemente, empujándola con el talón.

Se sentía amparado por un escudo de naturaleza divina.

No anduvo con miramientos ni cautela a la hora de recorrer las estancias de aquella planta. No dio con ella y cuando estaba dilucidando si subir a la planta superior o bajar a la bodega unos sonidos de vajilla le hicieron tomar la decisión. Abrió la puerta y aguzó el oído: platos y cubertería. Luz artificial.

Una senda iluminada.

Se notaba abrigado por una coraza de corte celestial.

Bajó el primer tramo con la Piadosa por delante, dejando atrás la precaución; amparado, abrigado, pero nada atento al ruido de unas pezuñas que descendían por las escaleras a tumba abierta. Al arcángel no le dio tiempo ni a girarse antes de que Karatu se abalanzara sobre su espalda haciendo que perdiera el equilibrio y se precipitara sobre un botellero premeditadamente colocado junto al último peldaño. Magullado por los cristales rotos, lo primero que vio tras incorporarse fue a la mujer de pelo rojo apuntándole con un arma.

—Ni te muevas.

Almacén de pinturas Sánchez

—¿Conoces narcotube o el blog del narco, txakurra?

Sancho no logró articular palabra.

—Es una web que utilizan los distintos cárteles en México para enviarse mensajes unos a otros. Cada uno tiene su firma propia que los identifica. Torturas de todo tipo y ajusticiamientos atroces en vivo. Millones de visitas. El Chimuelo te va a hacer más famoso que con el otro vídeo.

—Y tanto —refrendó Servando Garay—. Vas a quedar bien chido.

—¡Dime dónde tienes a la niña! —insistió el pelirrojo, desesperado—. Concédeme ese último deseo.

—En cuanto llegues al infierno se lo podrás preguntar a uno de los Cartwright —se mofó Garay mientras cambiaba de posición el pulsador de arranque de la máquina—. Te concedo el derecho a elegir si quieres que comience con los brazos o las piernas y el privilegio de ser el primero que la estrene…

Con el índice presionó varias veces el cebador inyectando la mezcla de gasolina y aceite en el carburador. Al tirar de la cuerda el motor de dos tiempos empezó a rugir.

—Aquí es donde yo me despido —anunció Aitzol—. Nunca me ha gustado la sangre y menos que me salpique en la cara. Jugador de chica, perdedor de mus.

—Entonces habrá que envidar y puede que mucho —contestó Sancho sosteniéndole la mirada como si así fuera a arañar algunos segundos más a la partida. El vasco asintió varias veces antes de dar media vuelta.

Agur. Todo tuyo —le indicó al verdugo desde la puerta.

—¡Vamos! ¡Ahora! —gritó Sancho.

El mexicano interpretó la orden correctamente. Levantó el espadín y presionó dos veces el acelerador. Sonaba como una motocicleta de trial antes de soltar el freno, rabiosa pero contenida. Servando Garay lucía una mueca delatora, a medio camino entre la ansiedad que le producía el momento y el disfrute que sabía que le iba a proporcionar. Porque aquella no era la primera vez que lo hacía. Recortó la distancia con su presa muy despacio. Guiaba la motosierra con soltura utilizando la mano izquierda sobre el agarre frontal mientras que con la otra sujetaba firmemente la empuñadura y el gatillo.

Sancho empezó a emitir un sonido gutural muy primario, como los lobos cuando se sienten acorralados, como si así fuera a amedrentar a la herramienta.

—¡Te va a dar igual, rojito! —le advirtió elevando el tono—. Si te resistes tendré que hacerte muchos cortes feos. Sentir cómo penetra la cadena en la carne una y otra vez no tiene que ser nada agradable.

El inspector cambió a modo alarido al tiempo que reculaba todo lo que podía contra la pared y tiraba de brazos lacerándose la piel de las muñecas con las esposas.

Los gritos agónicos de Ramiro Sancho se solaparon con el rugido del motor a ocho mil cien revoluciones por minuto, pero ambos sucumbieron ante los ciento sesenta decibelios de las tres detonaciones que se oyeron fuera.

Sancho activó la coctelera. Ingrediente primero: mexicano con motosierra dispuesto a descuartizarme a un metro y medio de distancia. Ingrediente segundo: sin posibilidad de escapatoria. Ingrediente tercero: los disparos han desviado su atención de forma momentánea. Conclusión primera: se requiere reacción inmediata. Conclusión segunda: hay que tomar la iniciativa con el fin de ganar tiempo. Conclusión tercera: Sara y Álvaro se han encargado del vasco. Receta: aprovechar el instante de confusión. Estirar la pierna para impactar enérgicamente en el plexo solar y robarle el aire. Cuando esté doblado, noquearlo golpeándole con el dorso del pie en la mandíbula.

El inspector se movió con presteza convirtiendo su colérico estado en potencia. Servando Garay se dobló por la mitad ejecutando una reverencia imposible de igualar. Sin embargo, dio tres pasos hacia atrás sin soltar la motosierra imposibilitando que Sancho le alcanzara con el pie en la cara. El mexicano no tardó en recuperar el aliento y, alzando la motosierra por encima de la cabeza con el índice hundido en el gatillo, arremetió contra su objetivo como si se tratara de un soldado tomando una trinchera enemiga con la bayoneta calada.

Sancho se bloqueó.

Tanto que ni siquiera advirtió la presencia de la inspectora Robles. La nube roja que surgió de la nada junto a la cabeza del mexicano hizo que saliera del trance, pero no comprendió la situación hasta que Garay cayó al suelo como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. La motosierra enmudeció y el exceso de oxitocina impuso la dictadura momentánea del silencio durante los segundos que empleó para comunicarse con la inspectora sin necesidad de pronunciar palabra.

—¡Sancho! —gritó Peteira al irrumpir en la oficina—. ¿Estás bien? Estás sangrando.

—Estoy bien. La llave de las esposas, rápido, la tiene él —dijo señalando al mexicano.

—¡Joder! No se te escuchaba nada con el ruido que había aquí dentro —se quejó Sara—. ¿Has podido averiguarlo?

—¡No! ¡¿Dónde está el otro cabrón?! —quiso saber el inspector Sancho.

—Herido, en las escaleras. Él disparó primero, no nos dejó otra opción.

—Avisa a Fajardo para que desmonte el operativo. Como imaginábamos, el pago del rescate era solo otro elemento de distracción.

Un reguero de sangre le guio hasta el último peldaño. La tez nacarada de Aitzol Etxeandia le proporcionó un diagnóstico que corroboró de inmediato al observar que el vasco se presionaba la ingle con ambas manos. La vida se le estaba escapando borbotón a borbotón por la vena femoral.

—Eres desconfiado, madero.

—No me hagas repetirte el refrán. Aquí se acaba todo, Aitzol. Dime dónde tienes a la niña.

El vasco quiso huir con la mirada, pero se topó con el techo. Tenía la frente perlada de sudor y los ojos se le estaban hundiendo en las cuencas en un naufragio fatal.

—Vamos, Aitzol, muestra algo de humanidad. Devuelve a esa niña a sus padres.

El vasco meneó la cabeza muy despacio.

—Lleva dos días sin alimentarse y está enferma, así que no sufrirá mucho más. Acarrearás su muerte mientras vivas, txakurra —dijo con un hilo de voz.

A Ramiro Sancho se le nubló la razón.

—¡Me vas a decir dónde está, hijo de puta! ¡Me lo vas a decir! ¡¿Dónde está la niña?! ¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?!

El inspector sellaba cada interrogante con los nudillos del puño izquierdo haciendo buena la sentencia de Pérez-Reverte: «No hay nada más peligroso que un español acorralado».

El rostro de Aitzol Etxeandia se fue deformando sin que este opusiera resistencia. Peteira sujetó del brazo a la inspectora Robles cuando hizo el ademán de intervenir.

—¡Me lo vas a decir! —se conjuró enajenado. Acto seguido subió las escaleras de dos en dos y las bajó de una en una para evitar que se le cayera la motosierra.

—Se acabó —le anunció Sara Robles.

Semblante reposado, granítico.

Mirada hueca, mate.

No hizo falta tomarle el pulso para saber que su corazón había dejado de latir y, de la misma forma que las aguas torrenciales arrasan con todo lo que encuentran a su paso, la vesania asoló cualquier brote de raciocinio que pudiera estar creciendo en el interior de Sancho.

Arremetió contra el cadáver con tal brutalidad que sus compañeros se vieron en la obligación de detenerle. Ellos no lo consiguieron; el agotamiento sí.

Arrodillado, con la frente apoyada en el suelo y los dedos entrelazados en la nuca, Sancho se deshizo en un llanto agostado y silente en un acto de contrición tan vivo como inútil.