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«LA MUERTE SE ESTÁ FUMANDO MIS CIGARROS»

En algún lugar de la provincia de Valladolid

6 de septiembre de 2012, 23:04

Conducía extrañamente calmado. Con su seguro de vida sedada en el maletero y ninguna prisa por llegar, Servando Garay había dado unas cuantas vueltas hasta asegurarse de que nadie le seguía antes de dirigirse al lugar en el que había estado malviviendo semanas antes de que empezara el secuestro y donde tenía dispuesto un espacio «bien acondicionado» para su invitada.

No lo habían planeado así, ni mucho menos, pero a veces el destino no es equitativo repartiendo los triunfos. En aquella partida cuyo fin estaba ya cerca, todos parecían caer en sus manos y el Chimuelo había demostrado sobradamente que sabía bien cómo jugarlos. Y, si venían mal dadas, no se arrugaba a la hora de romper la baraja si había que romperla.

Ya le había pasado antes algo similar.

Cuando se planteó empezar con el negocio de los secuestros, no pretendía conseguir la exclusividad, pero lo que no estuvo dispuesto a permitir en ningún caso fue que otro lobo foráneo mordiera una sola oveja de las que pastaban en su territorio, perfectamente delimitado en los estados de Guerrero y Michoacán. Ganarse el respeto de los demás no fue tarea sencilla pero tenía asumido que era un paso ineludible. Así, no aceptó la propuesta de los Beltrán Leyva de compartir los beneficios, para eso ya pagaba tributo a los Zetas. Por un golpe del azar se enteró de que los hermanitos le habían enviado cuatro pelones para que le hicieran cambiar de opinión. No se arrugó. Los encontraron desmembrados a golpe de motosierra en dos cubos de basura en un parque de Zihuatanejo. Para que los pacos se entretuvieran recomponiendo los cuerpos, en uno metieron los troncos y en otro las extremidades. Las cabezas aparecieron en las puertas de sus familiares algunos días después, tal y como establecía el manual del narco.

Esa noche nada había salido como habían previsto, pero la situación no podía ser más favorable para sus intereses.

La suerte es para quien la busca.

No se precipitó al escuchar los dos disparos y tampoco intervino de inmediato conforme veía al poli saltar la valla en plan Charles Bronson. Casi no podía dar crédito a sus ojos, pero asistió entre bambalinas a la escena final y supo esperar pacientemente el momento de actuar. Volarle la cabeza le resultó gratificante a pesar de que se manchó el rostro y parte de la ropa. Un asco. Apenas tuvo oportunidad de intercambiar algunas palabras con el vasco, de alguna forma él entendió que la fortuna tiene que dar la espalda a unos para sonreír a otros y asumió dignamente el papel que le tocó interpretar. Admiraba su forma de adaptarse a las circunstancias.

Encontró a la niña maniatada en un radiador de la cocina y sintió algo similar al orgullo al verla con el bozal puesto, ese artilugio que él mismo había diseñado y manufacturado con esmero para impedir que las personas ladraran. Lo que no se esperaba era encontrarse al otro tipo del sótano, con la cara destrozada y dos tiros en la espalda. Sin tiempo que perder, la llevó en volandas hasta el maletero del coche y puso asfalto de por medio. En cuanto vio la oportunidad se paró en una zona deshabitada y poco iluminada, sacó el neceser de la guantera y le inyectó la ampolla de midazolam. Luego condujo hasta su guarida, pensando en lo mucho que le gustaría pasar una temporada larga en el Cerro Nube, al sur de Oaxaca, alejado de todo, como aquella vez en la que se vio obligado a desaparecer.

Servando Garay apagó las luces, descendió del vehículo con el motor en ralentí y permaneció estático durante unos minutos para cerciorarse de que la calma que solía reinar en aquel apartado emplazamiento seguía intacta. El Chimuelo se percató de que las temperaturas habían descendido de forma dramática mientras cubría el coche con las ramas y la hojarasca que tenía acumuladas para tal propósito. A continuación cargó con la niña y, prácticamente a oscuras, entró por el boquete que había practicado en el maltrecho vallado metálico que cercaba el perímetro. No alcanzaría los cincuenta kilos, pero le costó ríos de sudor bajarla hasta allí. No se sintió aliviado hasta que conectó el generador y pudo sentarse a horcajadas en la gruesa tubería que salía del depósito. Necesitaba concederse un pequeño respiro. Agarró la botella de Gusano Rojo que había previsto para festejar la ocasión y bebió directamente de ella. El mezcal le calentó el esófago y, sin saber muy bien por qué, empezó a silbar Altar de muertos entre trago y trago. Ponerse un poco a tono no le vendría mal para afrontar la siguiente tarea. Había decidido subir las apuestas y qué mejor momento que aprovechar que la niña estaba inconsciente para «redactar» el mensaje que iba a enviar a la familia.

Como enseña el maestro, ejecuta el aprendiz.

Comisaría de distrito de las Delicias

El improvisado y precipitado dispositivo de cierre de carreteras no había funcionado. En los controles de la Guardia Civil se habían practicado identificaciones selectivas en busca de un sospechoso de rasgos latinoamericanos, pero, en la medida en que seguían sin obtenerse resultados a las dos y media de la madrugada, se amplió el rango a casi cualquier ser humano capaz de conducir un vehículo. El único testimonio válido era el de una mujer septuagenaria que, desde la ventana del dormitorio, situada a unos cuarenta metros del lugar de los hechos, aseguraba haber visto a un hombre que salía de la casa con una niña en brazos. Le llamó la atención el comportamiento de ella, pero resolvió que debía de tratarse de una de esas jovencitas revoltosas de ahora. No obstante, su campo de visión iba acorde con la agudeza visual —escaso— y su declaración no aportó nada más. La Policía Científica ya estaba trabajando sobre el terreno y, aunque evitaban sacar conclusiones precipitadas, era más que evidente que Margarita había estado retenida en aquel sótano.

Media hora más tarde, tras la dilatada conversación telefónica que mantuvo con Fajardo, Sancho convocó en la comisaría a los miembros del Grupo de Homicidios de Valladolid. El último en llegar fue Botello. Arrastraba muestras evidentes de perplejidad, como si no alcanzara a entender la naturaleza de los acontecimientos que acababan de suceder. El inspector Sancho cerró la puerta, bajó las persianas antes de dirigirse a ellos y los miró a todos sin decir nada. A todos no, faltaba Garrido. No habló, no porque no tuviera nada que decir, sino porque las palabras no querían salir de su boca y sospechaba que, si lo conseguía, estas iban a ser fabricadas de forma harto defectuosa por sus cuerdas vocales.

Y la garra, la maldita garra ensañándose con su estómago.

Así que se concedió unos instantes mientras sus compañeros soltaban improperios, sembraban el aire con injurias y blasfemias, se desahogaban contra el mobiliario o liberaban la rabia en forma de lágrimas, densas y amargas, rebozadas en cólera y rellenas de frustración. Se fijó en la actitud de la inspectora Robles, apoyada en la mesa en la que se solía sentar Garrido, con los brazos cruzados sobre el pecho y la expresión blindada. Se percibían signos de dolor, pero principalmente en su semblante se reflejaba enfado. Un cabreo sincero, un torrente de furia contenida; malsana.

Sancho carraspeó varias veces y el sonido ambiente fue disminuyendo al tiempo que las miradas confluyeron en los irritados ojos del pelirrojo.

—Toca joderse —arrancó al fin—. No queda otra porque, cuando a uno le joden vivo, primero, se lo come; luego, reacciona. Esta noche toca zamparse esta mierda entre todos. Cada uno la parte que le toque o, mejor aún, cada uno que se trague todo lo que pueda tragarse, así facilitará la labor a algún compañero. Ahora no corresponde buscar culpables ni sacar los malditos «y si» que siempre llevamos en la cartera. Sabemos que Garrido estaba allí por casualidad, que fue a ver a un excompañero, un tal Parrado, y que el destino quiso que fuera a hacer una comprobación rutinaria en el lugar donde tenían retenida a Margarita Zúñiga. Todavía no hemos identificado a ninguno de los dos sujetos, supongo que mañana mismo tendremos algún resultado. También estamos hurgando en el registro de propiedad de la vivienda a ver si sacamos algo. Matesanz ha hecho la primera inspección ocular del escenario. —Sancho le cedió la palabra con un movimiento de las cejas.

—Habrá que contrastar la teoría con los resultados de balística —introdujo el subinspector—, pero todo apunta a que el arma con la que han matado al del sótano es la que portaba el tipo del jardín en el momento en que Garrido le disparó. Una Beretta de 9 mm Parabellum.

—¿Sabemos cómo está ese cabrón? —preguntó Montes.

—Lo están interviniendo —contestó Sancho—, ha perdido mucha sangre y no saben si saldrá de esta; esperemos que sí y pronto, porque tiene un montón de cosas que contarnos. Sigue —le indicó a Matesanz.

—También parece claro que el impacto que recibió Garrido en la cabeza fue realizado a bocajarro por una tercera persona con un arma distinta, de calibre mayor, un revólver del 357 o un 38 especial, me atrevería a decir, por la violencia de la lesión y porque no se ha encontrado la vaina. Por la declaración del herido que tomó el agente Navarro, debemos pensar que la empuñaba el mexicano, que es el único que nos falta en la ecuación.

—Habrá que resolver esa incógnita pagándole con la misma moneda —profirió Gómez—. Yo mismo trincharé a ese puto sudaca si hace falta.

—Sudamericano —corrigió Sancho sin más—, y ya habrá tiempo para conjuras. Ahora es momento para la serenidad. Tenemos que estar tranquilos porque de otra manera no vamos a ser capaces de pensar y ese tío nos va a volver a joder. Os recuerdo que sigue teniendo a la niña o, lo que es lo mismo, sigue teniendo la sartén por el mango, el aceite y los huevos —dijo recordando la frase de Fajardo.

—Una vez, al principio, estando con Garri en un operativo de seguimiento —empezó a contar Matesanz, con la mirada en el suelo y la voz apagada—, nos quedamos los dos dormidos en el coche. Fuera hacía un frío de cojones y teníamos la calefacción a tope, ya sabéis, demasiado café malo y escasas horas de descanso. El caso es que el prenda se puso en movimiento y, claro, lo perdimos. Días después lo pillamos en un puticlub cerca de Tomelloso, pero eso viene a cuento. Cuando Garri me despertó, porque era mi turno de vigilancia, me dijo: «Patricio, la hemos cagado». El cabrón estaba seguro de que el tío se había marchado, pero apenas me había quedado dormido media hora. En cuanto nos agarró Mejía por banda nos cayó una gorda, como es lógico, y luego tomando una birra me dijo: «Tengo la puta virtud de estar en el sitio equivocado en el instante menos propicio». Y eso es precisamente lo que le ha pasado.

Botello luchó por contener las lágrimas. Matesanz levantó la cabeza y prosiguió.

—Hace un par de días me confesó que estaba angustiado por la familia de Margarita. Ya sabéis que Garri se quedó viudo hace unos años y que tenía una hija y una nieta, Silvia, de trece o catorce años. Temblaba solo de pensar en la situación por la que está atravesando esa familia y no sé si os habíais dado cuenta, pero estaba trabajando muy duro en el caso. El jefe tiene razón —certificó mirando a Sancho—. Hoy toca joderse, pero mañana todos debemos tener una única idea en la cabeza: devolver a esa niña a sus padres. Eso es lo que nuestro compañero habría querido.

Tras un silencio cargado de gestos y muecas, Carmen Montes recogió el testigo.

—Yo no conocía mucho a Garrido, ya sabéis que no era un hombre precisamente extravertido ni simpático. Pero a raíz de trabajar codo con codo en la investigación del entorno empresarial de la familia he podido constatar que era un auténtico profesional. Amaba este maldito trabajo —apostilló—. Y es cierto, estaba obsesionado con encontrar algo en esos números que nos llevara a los secuestradores. Se llevaba montones de papeles a casa y cuando nos veíamos al día siguiente tenía un careto que no me hacía falta preguntarle qué tal había dormido. Esta misma mañana —la agente hizo una pausa al percatarse de lo rápido que se puede pasar de estar vivo a dejar de estarlo— me dijo que, si no se podía demostrar que hubiera una motivación económica, la elección de la víctima debía responder necesariamente a motivos personales. Una venganza por algún motivo que se nos escapa, no sé. Por eso creía que no se estaba haciendo todo lo necesario por quitarle la careta al concejal. Lo siento, inspectora, pero es lo que él pensaba y me he sentido en la obligación de decirlo. Un asunto personal —remarcó.

A Sancho le parpadeó una luz en el hipocampo, donde se almacenan los recuerdos, pero la voz de Sara Robles hizo que se fundiera el filamento.

—Has hecho lo correcto, Carmen —intervino la inspectora por alusiones—, y te lo agradezco. Tomo nota, aunque yo ya no sé por dónde buscar, sinceramente. No he encontrado ninguna conexión en el caso «trituradora» con redes internacionales, es más bien regional. Sin embargo, me comprometo a darle las vueltas que haga falta.

—La motivación —barruntó Sancho recuperando las palabras de la agente—. Tenemos que averiguar los motivos por los que un mexicano con el historial de Garay aparece en Valladolid. No parece muy probable que haya venido a montarse una sucursal de secuestros en nuestra ciudad, habría elegido otra, eso está claro. ¿Por qué en Valladolid? ¿Por qué Margarita Zúñiga? ¿Por qué un mexicano?

—Asumen demasiados riesgos, luego el premio que buscan debe ser gordo —intervino Botello.

—Puede que solo sea la distracción —conjeturó la inspectora.

—Explícate —dijo Sancho con marcado interés.

—Para que lo entendamos todos: es como si un equipo de tercera división fichara a Iniesta, por ejemplo. Sus rivales dejarían de fijarse en lo habitual, no analizarían su juego, si por las bandas o al pelotazo, porque, coño, tienen a Iniesta. Cubramos a Iniesta y olvidémonos del resto. Pues igual. Estos tienen a Garay, un mexicano experto en el asunto que enseguida hemos identificado porque quizá a ellos les interesaba mucho que supiéramos que cuentan con el Iniesta de los secuestros.

—No sabía que te gustaba el fútbol, jefa —comentó Gómez.

—No me gusta, pero Iniesta me cae bien.

Matesanz buscó al pelirrojo con la mirada. Asentía como un perro de salpicadero cuando le sonó el teléfono. Era Herranz-Alfageme.

—Sancho. Ya. Sí, estamos todos aquí. Entiendo.

Silencio.

—Muy bien, yo me encargo. Buenas noches.

Sancho se rascó la barba y se frotó la cara haciendo especial hincapié en aliviar el picor que se le acumulaba bajo las pestañas. Su organismo le mandaba señales inequívocas con un único mensaje: descansar.

—Tengo que marcharme al Anatómico Forense. A partir de mañana montarán la capilla ardiente en no sé dónde me ha dicho el comisario y ya sabéis: pompas fúnebres, medalla de reconocimiento y… —omitió lo siguiente que le pasó por la cabeza—. Mañana nos vemos. Tratad de dormir o no, me da igual, pero que mañana nos funcione a todos el tarro.

Al subir al coche se sobresaltó cuando sonó inesperadamente Livin’ on the edge, de Aerosmith. Le pareció una pésima broma macabra y fue cuando se dio cuenta de que tenía las manos agarrotadas.

Había estado demasiado tiempo con los puños apretados.

We’re livin on the edge,

you can’t help yourself from fallin’,

livin’ on the edge,

you can’t help yourself at all,

livin’ on the edge,

you can’t stop yourself from fallin’,

livin’ on the edge.

En algún lugar de la provincia de Valladolid

La niña se estaba espabilando. Había tenido que aguardar casi dos horas a que se le pasara el efecto de la anestesia, pero gracias al mezcal y su inagotable repertorio de canciones populares había conseguido amenizar la espera. Quería evitar que sufriera un colapso al ponerle la morfina, como le ocurriera con aquel empresario de Chilapa cuyo nombre no llegó a memorizar jamás.

Desplegó el neceser de tela en una esquina de la manta sobre la que había tumbado a Margarita. La había cubierto con otra igual de andrajosa, porque cuando la sacó de la casa no llevaba ropa de abrigo y allí dentro la temperatura, aunque era estable, no superaba los doce grados. Hacerse con el material que requería le había resultado tan sencillo como lo era en su patria. Mismo procedimiento: localizar una farmacia en un pueblo perdido; esperar hasta altas horas de la madrugada; entrar y salir con el clásico botín del heroinómano apremiado. Aquello lo hizo pocas semanas después de que el vasco le incluyera en sus planes porque intuía que, más pronto que tarde, lo iba a necesitar.

La niña todavía llevaba puesto el bozal y no pensaba quitárselo por si terminaba de despertar, aunque, allí abajo, gritar era como enviar una carta sin sello ni destinatario: inútil. Además, las correas no le molestaban en absoluto para llevar a cabo la amputación. Con la yema de los dedos comprobó que el cutter estaba bien afilado y seguidamente exprimió el zumo de dos limones en el cuenco. Hubiera preferido utilizar dos verdaderas limas mexicanas, pero en la tienda solo tenían esas piezas amarillas e insulsas que en Europa denominan limón. Con ello conseguiría cortar la hemorragia y al mismo tiempo cumpliría su función cicatrizante y desinfectante. O eso esperaba. Servando Garay pinchó la aguja subcutánea en la ampolla de morfina y absorbió el mililitro del analgésico, suficiente para que ella no sintiera más que una ligera molestia. O eso pensaba, porque era un hecho incuestionable que una vez que el opiáceo recorría el organismo apenas se revolvían durante la operación. Le levantó ligeramente la camiseta para clavarle la aguja en el deltoides, presionó con lentitud el émbolo y el contenido fue desapareciendo del estrecho cuerpo de la jeringuilla para aparecer en el estrecho cuerpo de la adolescente.

Aguantó pacientemente mientras se entretenía bañando la hoja retráctil en el zumo de los cítricos. Cuando notó que Margarita se sumergía de nuevo en un estado hipnótico ejercitó la mano antes de proceder. Con la mano izquierda estiró el pabellón auricular y con la derecha marcó el corte.

Un único tajo, firme y sereno, fue suficiente.

N-601

Conducía exangüe. Ni el agua, ni los caramelos, ni el chicle fueron eficaces enmascarando el sabor de la bilis que Sancho notaba adherido al paladar. Previamente, se había sugestionado frente a la puerta de la sala del Instituto Anatómico Forense, pero la garra cobró vida al enfrentarse con la cadavérica imagen de su compañero, desfigurado, como un rostro de cera mal copiado, pésimamente rematado. Las náuseas le invitaban a apartar la vista pero sostuvo la mirada en el cuerpo sin vida de su compañero hasta que Villamil volvió a cubrirlo. No cruzó palabra con él y tampoco el doctor hizo comentario alguno, sabedor de la vacuidad del verbo en aquellas circunstancias. Solo intercambiaron muecas cargadas de conmiseración y aquiescencia, y en ese estado irreflexivo se dispuso a regresar a casa sin saber muy bien a qué.

El reloj marcaba las 4:38 de la madrugada cuando se detuvo en el arcén de la autovía, a la altura de ningún sitio, con la desatención puesta en la espesura y los labios moviéndose de forma inconsciente sin pronunciar un solo fonema.

«Un asunto personal».

Lo había dicho Montes rememorando la teoría de Garrido: «Un asunto personal».

Y antes se lo había dicho Sonsoles, la agente que le informó de las llamadas recibidas de un supuesto amigo: «Un asunto personal».

Pero mucho antes aún se lo había dicho el Chupao: «Algún día, tú y yo, Urtzi. Porque tú y yo tenemos un asunto personal que resolver».

Aquello sucedió en el año 2000 en el calabozo de la comisaría de San Sebastián donde estaba adscrita su unidad dentro de la Brigada de Información. El Chupao, así le llamaban, fue uno de los grandes logros de Sancho durante su etapa en el País Vasco. Empleó bastantes meses en ganarse la confianza de uno de los integrantes del núcleo duro del Comando Donosti, encargado de buscar candidatos para llenar las «cárceles del pueblo» y de llenar las arcas de la organización a través de las extorsiones a empresarios y los secuestros.

—¡Hay que joderse! —verbalizó al fin.

Repitió la misma frase hasta que se agotó el aire dentro del habitáculo y tuvo que salir fuera para compartirla con el mundo exterior.

Una y otra vez, como un mantra axiomático.

Extenuado, arremetió violentamente contra la carrocería del A4 y solo paró cuando notó que el dolor en puños y pies superaba los límites de lo irracional. Jadeaba, pero no por el cansancio. En el exterior también se había enrarecido el aire. No podía respirar, pero todo empezaba a cobrar sentido.

«Maldita sea mi puta vida… Era él, joder, era el Chupao. Aitzol…, ¿cómo se apellidaba? ¡¡Aitzol!! Su puta madre. Habrá salido de la cárcel y tenía que saldar esa cuenta pendiente. Me habrá reconocido por el puto vídeo que grabó Augusto Ledesma. Otra vez tú, hijo de puta, otra vez tú. Maldita sea mi puta vida… Garrido, joder. Pero, claro, el Chupao debía esperar a que me incorporara a mi puesto tras la suspensión, por eso llamaba tanto a comisaría y por eso dejó de llamar cuando regresé. Porque el muy cabrón todavía tenía un asunto que resolver conmigo; un asunto personal. Porque logré engañarle y le conseguí alojamiento en…, joder, no recuerdo dónde lo encerraron. ¿Y todo esto lo ha montado para joderme? No, no puede ser. Lo que no puede ser es que se trate de una puta coincidencia. No, no lo es. Nunca lo es. Seguro que no. Pero… ¿por qué secuestrar a una niña? ¿Por qué? Porque es su especialidad, joder. Y se ha ocupado de distraernos con el puto mexicano, el Iniesta de los secuestros, manda cojones. Por supuesto, es lo que mejor sabe hacer el cabrón y se ha llevado por delante a Garrido. Porque se trata del cabrón del Chupao, de eso no hay ninguna duda; es él. ¿Cómo cojones se apellidaba? Aitzol ¿qué? ¡Me cago en mi vida! ¡¿Y quién era el mierda de su socio?! ¿Y por qué se lo ha cepillado? ¿Qué ha pasado esta noche en esa casa? Algo no ha salido como él esperaba. Tengo que averiguarlo. Tengo que saber qué ha pasado y dónde está la niña. ¿Qué hora es? No. Ahora no me dejarán pasar a verlo. Mierda puta, necesito saberlo. Mañana me lo vas a contar, por mis cojones que me lo vas a contar desde el principio aunque tenga que arrancarte las palabras a hostias. No se te ocurra palmarla, cabrón, que me lo tienes que contar todo. Me cago en mi puta vida… ¿Cómo pensabas castigarme? No te mueras, hijo de puta, aguanta un poco, que me tienes contar quién es ese cadáver y dónde está la niña. ¿Dónde la tiene tu socio el mexicano? Me lo vas a contar, claro que sí. Me vas a devolver a esa niña por mis cojones, hijo de puta. Pero Garrido ya no vuelve. Maldita sea mi puta vida… Cabrón, has montado toda esta mierda para joderme y te has llevado por delante a otro. Me importa tres cojones que no le hayas disparado tú, pero vas a pagar por ello. Mañana me lo vas a contar todo bien clarito, cabrón. No ha sido una coincidencia, ¿verdad? Tenías que saldar esa cuenta conmigo… Un asunto personal».

En algún momento Sancho tomó conciencia de que sus interrogantes no encontrarían respuesta esa noche. Sabía que no iba a poder conciliar el sueño, así que deseó que Ólafur todavía estuviera despierto, borracho a poder ser, para aguantar la deyección verbal que estaba a punto de reventar en el cráter de su cavidad bucal. Se subió al coche. No podía borrar de su mente la imagen de Garrido postrado en la camilla metálica, la expresión de Villamil antes de practicar la obligada y dolorosa autopsia, y la cara del Chupao. Por suerte, pocos minutos más tarde estaba entrando en la urbanización. Le costó dar con las llaves de casa. Todo estaba oscuro y, sin embargo, al final del pasillo detectó tímidos destellos, resplandores intermitentes que se reflejaban en las paredes del salón.

—¿Ólafur?

Nadie respondió, pero un sonido que no fue capaz de identificar precedió a la desaparición de los centelleos.

Encendió la luz y volvió a pronunciar su nombre, esta vez más alto.

—Aquí, en el salón —escuchó.

La voz era la del islandés, pero sonaba extraña, como agrietada. Olía a humo de tabaco estancado.

Las retinas de Sancho reconocieron el lugar, pero no así la composición: sobre la mesa, su portátil, un montón de papeles, dos ceniceros rebosantes de colillas y dos botellas sobre la mesa: una de Four Roses, vacía, y otra de Jameson, mediada. Sentado en su sofá amarillo de pensar reconoció a Ólafur Olafsson con la cabeza escondida entre las piernas mientras se masajeaba el cuero cabelludo con notable ensañamiento.

—¡¿Qué cojones pasa?! —quiso saber el pelirrojo, bastante más alterado que desconcertado.

—He comprado tabaco —respondió sin cambiar de postura.

—Si abres una ventana lo mismo tardas en morir un poco más.

—«La muerte se está fumando mis cigarros».

Sancho no abrió la boca.

—Es una frase de Bukowski, yo estoy tratando de revertir el proceso. Me estoy fumando la muerte.

—¡Me cago en mi puta vida! ¡Hoy no estoy para más hostias! Te prometo que no aguanto un gramo más de mierda. Dime, ¡¿qué cojones está pasando aquí?! —vociferó.

Ólafur sacó la cabeza y se giró. Tenía la esclerótica enrojecida pero demasiado húmeda para tratarse de un efecto de la ingesta alcohólica. Sancho nunca había visto esa expresión en el islandés; ciertamente, parecía desvencijado.

—¿De verdad quieres saberlo?

Sancho dio un paso adelante e hizo prisionera la botella de Jameson. Un trago largo y un silencio prolongado sirvieron de confirmación.

Ólafur asintió.

Acto seguido estiró los brazos para abrir la tapa del portátil y orientar la pantalla hacia el pelirrojo. Apretó una tecla. En la pantalla apareció una imagen congelada de un vídeo rodado en blanco y negro. Luego acarició el panel táctil del teclado para llevar el cursor hasta el principio del vídeo.

El islandés le pidió con la mirada que ratificara su deseo de verlo.

Sancho bebió.

—Lo siento mucho, amigo mío —musitó Ólafur.

La exigua luz que emanaba del monitor se proyectaba sobre el gesto contraído del inspector. Según iban transcurriendo los segundos de la filmación, el semblante se descompuso en incredulidad, luego en negación y rechazo para mutar definitivamente en la más absoluta repulsión. Tal aborrecimiento se hizo presente en una única arcada; tangible en el vómito.

Sancho se desgarró las cuerdas vocales al tiempo que arrojaba la botella de Jameson contra la pared. Antes de que esta se hiciera añicos, él ya se había roto por dentro.

Tapándose la cara con ambas manos se deshizo en una llantina infantil sin posibilidad de consuelo. Infantil, como la protagonista de aquel vídeo atroz rodado en blanco y negro.