Epílogo
RACHEL, no consigo entenderlo.
Libby estaba atónita, pero, claro, su mejor amiga acababa de decirle que se había fugado, que estaba en el mar y que estaba a punto de casarse.
–¡Dentro de diez minutos!
–¿Nikolai y tú?
–Sí. El oficiante acaba de llegar…
–Pero ¿dónde estáis?
–En el sur de Francia –contestó Rachel.
–Quiero estar allí.
–Ya, y mi madre se ofendería y, si viniera, se empeñaría en que viniera tía Mary y Shona…
–Lo entiendo –reconoció Libby riéndose.
–Seguramente, Nikolai tiraría a André por la borda para que fuese pasto de los tiburones. Creo que es más sensato dejarlo así.
–¿Qué llevas puesto?
–Es un disparate y creo que vas a intentar disuadirme. ¿Te acuerdas de aquel vestido de El lago de los cisnes que me gustaba tanto?
–El que te perdieron.
–No me lo perdieron –reconoció Rachel–. ¡Apareció en mi bolsa!
Efectivamente, podía ser mala, pero lo hacía para bien.
Se levantó delante del ordenador y Libby se quedó boquiabierta cuando la vio.
Rachel llevaba su vestido favorito, pero con las piernas desnudas y el pelo suelto y rizado. Tenía los labios pintados de color coral y no llevaba el cosmético que le tapaba las pecas, pero Libby se quedó boquiabierta por su sonrisa.
Nunca había visto a su amiga contenta de verdad o tan relajada.
–Nikolai está hecho para ti.
–Desde luego.
–Me alegro mucho por ti.
–Y yo me alegro mucho por mí.
Se despidieron y Rachel salió del dormitorio principal para dirigirse a cubierta.
Nikolai la había tenido recluida todo el día y, en ese momento, entendió el motivo. No le gustaban especialmente las flores y la cubierta estaba llena de plumas blancas que ondulaban por la brisa mientras se acercaba a él acompañada por un arpa, que esa vez sonaba muy bien. Su amor era un amor íntimo y profundo y, ese día, lo celebraron entre los dos.
–Estás muy guapa –le dijo Nikolai a su cisne feliz.
–Tú también.
Él llevaba un traje oscuro, el traje prêt-à-porter que había llevado el día que se conocieron, pero así había ido cuando lo amó la primera vez. Aunque, en ese momento, no llevaba gafas de sol, no tenía que ocultar nada.
Fue una ceremonia corta, pero rebosante de amor.
–Eres lo mejor que me ha pasado en mi vida –le dijo Nikolai mientras le ponía el anillo–. Te amaré para siempre.
Entonces, ella se acordó de Yuri, el hombre que había sido como un padre para Nikolai y que había amado tanto a su esposa incluso después de que ella muriera. Pensó en lo maravilloso que sería pasar todos los días, hasta el último, al lado de Nikolai, y conocerlo un poco más cada día. Por primera vez, se sintió como Odette.
Entonces, le tocó a ella ponerle el anillo a él, que se quedaría allí para siempre. Además, no tenía que reprimir lo que quería decir porque, en ese momento, ese playboy sí quería oír esas dos palabras.
–Te amo.
Ya estaban casados, ya eran una familia. Besó al novio y le supo a gloria.
Después, en el salón descubierto, vieron el vídeo y él, por fin, la vio bailar. Comieron langosta con un montón de caviar y bebieron vodka aromatizado con jengibre. Entonces, el mayordomo llevó la tarta. Tomaron el cuchillo entre los dos y cortaron el azúcar glaseado. No había mazapán, pero sí se derramó una masa grisácea. ¡Era helado de regaliz! Había merecido la pena esperar y se besaron bajo las estrellas con las lenguas negras. Ella miró esos ojos grises que habían derretido el más duro de los corazones.
–Mi rompehielos –susurró ella.
–Para siempre.