Capítulo 8
RACHEL, una vez en casa, quería hacerse un ovillo y morirse de vergüenza. Se tumbó en la cama y se acurrucó. No solo no se había disculpado con Nikolai, sino que, gracias a Libby, él había averiguado que se había acostado con André hasta hacía poco. Prefería no imaginarse el concepto que tendría Nikolai de ella.
Se dio un baño con la esperanza de relajarse, pero eso había dejado de dar resultado hacía años. Se quitó el gorro de baño y se puso el albornoz. Una vez en el pasillo, oyó que llamaban a la puerta y, aunque pensó en no contestar, sabía que la habían visto a través del cristal. Pensó que podría ser su madre y dejó escapar un suspiro de cansancio.
Sin embargo, era Nikolai.
–Libby se olvidó de darte las llaves de la escuela de danza y yo le dije que no me importaba traértelas –él se las entregó–. También hay un horario de clases.
Ella no quería ni oír hablar de llaves y horarios.
–Lo siento –ella soltó las palabras que había estado conteniendo toda la semana–. Fui una majadera cuando me contaste…
–No pasa nada.
–Sí pasa. Iba a pedirle a Daniil tu número de teléfono, pero estabas allí.
Él le concedió la sonrisa que ella había llegado a creer que no volvería a ver jamás, pero no pudo devolvérsela.
–Estoy muy abochornada –reconoció Rachel.
–¿Por qué?
–Porque… –ella miró por encima del hombro de Nikolai como si Dios pudiese estar detrás de él para juzgarla–. Ya lo sabes.
–¿Estás abochornada por el atractivo André? –él se rio y ella asintió con la cabeza–. Él es el fraude, Rachel, no tienes que abochornarte de nada. ¿No vas a dejarme entrar?
–Ah…
Estaba asombrada de que él estuviese en su puerta, y mucho más de que quisiera entrar, claro. Se apartó y le pareció que él estaba fuera de lugar en su pequeño recibidor, pero que también era muy bonito.
–¿Querías mi número de teléfono? –le preguntó él para que quedara claro.
–Sí –Rachel asintió con la cabeza–. Solo para disculparme.
–Entonces, ¿no esperabas que volviera a pedirte que salieras conmigo?
–No –ella negó con la cabeza–. Creía que te marchabas al extranjero.
–¿Estás segura de que no querías que te pidiera que salieras conmigo?
–Muy segura. En cualquier caso, te marchas este lunes no, al siguiente.
–Creía que no te gustaban las relaciones profundas.
–No me gustan –reconoció ella.
–¿Y si te dijera que tengo entradas para El pájaro de fuego?
–¿Lo dices en serio?
–Siempre soy serio.
Aunque no tanto cuando estaba con ella.
–¿Cuánto?
Nikolai no contestó.
Después de marcharse de casa de Daniil, había pensado en volver a su yate, cambiarse y salir. Se había sentido más ligero. Que sus amigos ya lo supieran le había quitado un peso de encima y estaba deseando que Sev y Naomi volvieran de la luna de miel para ponerse al día con sus amigos.
Londres estaba precioso. Hacía buen tiempo, las faldas eran cortas y las piernas, largas. Además, había llegado el momento de quemar la ciudad. Tenía algunos amigos en Londres. Quizá pudieran ir por el yate para pasar la noche como a él le gustaba, de forma desenfrenada. No había tenido una fiesta desde que estaba allí y eso era algo inusitado para él. Había estado demasiado ocupado pensando en Rachel.
Entonces, había pensado en ella mientras iba conduciendo y esa noche desenfrenada había dejado de apetecerle. Quería que ella también conociera el alivio de que otra persona lo supiera. Era algo que no podía describir bien, pero cuando se lo había contado a Yuri, el mundo no solo había seguido girando, había girado más resplandeciente. Además, ese día, con la revelación de Daniil, con la aceptación de un amigo que lo sabía, había resplandecido más todavía.
Aunque iba a quedarse poco tiempo allí, quería que Rachel conociera esa sensación y había hecho una llamada para conseguir las entradas más solicitadas de la noche londinense.
Rachel no podía creérselo.
–¿Te las ha proporcionado Anya?
–No. No le pido nada a Anya.
–¿Por qué?
–No lo haría jamás, sencillamente. Así somos con los niños con casa.
–¿Los niños con casa?
–Los que tienen padres –le explicó Nikolai–. Bueno, ¿quieres venir al ballet o no?
–Quiero –contestó Rachel con una sonrisa.
–Entonces, tenemos que marcharnos.
–¿Ya? –le entró pánico al darse cuenta de la hora que era y de que seguía con el albornoz puesto–. Tengo que vestirme.
–Entonces, vístete, pero… –él la agarró de la cintura con una mano cuando fue a darse la vuelta–. Me gusta esto…
Le tomó la cara con la otra mano y le pasó el pulgar por la mejilla.
–¿Qué?
–Las cosas marrones.
–Se llaman pecas, Nikolai –entonces, se ruborizó al darse cuenta de que no estaba maquillada–. Además, ellas no van a ir al ballet.
–Es una pena.
–Tú llama un taxi mientras me cambio.
Rachel fue a su dormitorio y abrió el vestidor. Tenía mucho donde elegir. Le encantaba el color y destacar, pero esa noche prefería algo distinto y eligió un sencillo vestido negro. Abrió el cajón, sacó algo discreto, unas bragas de encaje de color crema y un sujetador a juego, y se quitó el albornoz.
–Tienes que darte prisa –le avisó él desde el otro lado de la puerta mientras se ponía la ropa interior.
–Es lo que hago.
Ella intentó que no se notase la ansiedad en su voz y también hizo un esfuerzo para no decirle que entrara. Le desconcertaba que estuviese en su casa, le daba vértigo que hubiese conseguido entradas para El pájaro de fuego y también notaba perfectamente el deseo. Efectivamente, no quería una relación profunda, pero anhelaba pasar cada instante con él.
Se sentó ante el tocador, tomó su cosmético mágico y, entonces, pensó en lo que él había dicho. Nunca salía sin maquillaje, pero esa noche saldría sin ese cosmético. Se coloreó un poco las mejillas, se pintó los ojos y se recogió el pelo con unas horquillas. Se puso unos zapatos color carne y salió. Él la miró detenidamente y ella sintió un cosquilleo en la piel. Nunca se había vestido de una forma tan discreta desde que lo conoció y, aun así, la desnudó con la mirada.
–Vámonos –dijo él.
–¿Ya ha llegado el taxi? –preguntó ella mientras guardaba el pintalabios y las llaves en el bolso y se perfumaba.
–Mi chófer está esperándonos.
–¿Tu chófer?
–Bueno, el de la empresa que utilizo cuando estoy en Londres.
Rachel, mientras se montaba en un coche muy lujoso, pensó que no sabía nada de él y le hizo una pregunta.
–¿Dónde estás cuando no estás en Londres?
–Por aquí y por allá.
–Pero ¿dónde está tu… base?
Él no contestó, pero ella no se ofendió. Al fin y al cabo, había infinidad de preguntas que ella tampoco contestaba.
–No puedo creerme que vayamos a ver a Anya en la última representación que hace en Londres –estaba apasionada y era contagioso–. ¿Has estado alguna vez en el ballet?
–Nunca –reconoció él.
–Va a gustarte.
–¿Escribirás algo?
–Sí –Rachel asintió con la cabeza–. Es más, siempre lo escribo en cuanto llego a casa, mientras lo tengo fresco en la cabeza.
Entonces, él tomó la decisión. Esa noche, le enseñaría su base, como la había llamado Rachel. Esa noche, la invitaría a su casa.
El coche se paró delante del teatro y les abrieron la puerta. Él observó que Rachel se pasaba las manos por los muslos después de bajarse, como hacía siempre. Estaba empezando a conocerla, para bien, y eso era algo que solía evitar.
Llegaban tarde. La campanilla ya había pedido al público que ocupara sus asientos y los llevaron apresuradamente.
–¿Cómo has conseguido las entradas? –le preguntó Rachel mientras entraban en el rebosante teatro.
Todavía no podía creérselo. Ella, con todos sus contactos en el mundo de la danza, no había conseguido entradas para esa noche. Entonces, cuando el acomodador los llevó a sus localidades y se sentó al lado de una duquesa, miró perpleja al hombre que tenía al lado. Ella sabía que eran los asientos que se reservaba el teatro por si alguien de la realeza, un dignatario o un multimillonario que estaba de paso decidía de repente, a las seis de la tarde, que quería ver la obra que se representaba. Eran los asientos en los que, cuando estaba actuando, sabía que podría ver a una princesa.
–Nikolai… –susurró ella–. ¿De dónde has sacado las entradas?
–No hagas preguntas –contestó él mientras se apagaban las luces–. Limítate a disfrutar.
Y disfrutó. Anya, Tatiana, como se llamaba esa noche, estuvo impresionante. Su cuerpo espigado era perfecto para el papel y cuando ejecutó una serie de fouettés, fue como ver una espiral de líquido dorado. Ya la había visto bailar muchas veces, pero esa noche estuvo… eléctrica, como una pluma llevada por la brisa. Sabía que esa noche Anya estaba entregando todo lo que tenía y que el público estaba viendo cómo les ofrecía su corazón.
Normalmente, el descanso se recibía con agrado, pero esa noche el público estaba deseando volver a sus asientos. Ella estaba ansiosa, quería que la representación empezara otra vez, pero, aun así, estar hablando con Nikolai, que le contaba la infancia de Anya, estar con él sin más, era una felicidad incomparable.
–Solía practicar en la cocina –le explicó él, que también estaba impresionado–. Su madre era la cocinera del orfanato y, cuando Anya iba allí para pasar las vacaciones, no descansaba, practicaba todo el rato.
–Es deslumbrante –comentó Rachel.
–¿No tienes envidia?
–No –Rachel sacudió la cabeza–. Me encanta verla, como a cualquier bailarín o bailarina de su categoría, pero sé que jamás habría podido bailar como Anya.
–¿Por qué?
–Por mi estatura. Me perjudicaba, en las clases del pas a deux, nadie quería poner en peligro las espaldas de los muchachos…
–Eres diminuta.
–No en comparación –replicó ella–. Siempre acepté que no sería solista. Libby sí podría envidiarla –añadió Rachel sin malicia, constatando solo una realidad–. Ella siempre quiso ser la…prima ballerina.
–¿Cuál era tu papel favorito?
–Todos. Nunca llegué a ser Odette, pero sí fui una de las princesas cisne durante un par de temporadas. El vestuario era precioso –Rachel suspiró al acordarse–. Era un remolino de plumas blancas y yo me sentía en la gloria. Entonces, volví a ser uno de los cisnes normales, ¡un cisne feliz! Me encantaba tener la posibilidad de bailar. Todo el mundo tiene distintas formas de estimularse y de intentar llegar a ser la prima ballerina. Libby tenía….
–¿Cuál era tu estímulo? –le preguntó él.
Rachel lo pensó un instante antes de contestar.
–La vía de escape –reconoció ella–. Me encantaba la vía de escape que me proporcionaba la danza.
–¿Y sin ella? –preguntó Nikolai mientras sonaba la campanilla para que volvieran a sus asientos.
Ellos no le hicieron caso durante un momento. Rachel estaba absorta, estaba pensando qué haría sin la vía de escape que le había proporcionado el mundo de la danza. La danza la había guiado desde que tenía cinco años y, en ese momento, tenía que guiarse a sí misma. ¿Qué haría sin esa vía de escape?
–Tengo derecho a permanecer en silencio –contestó ella con una sonrisa que no llegó a sus serios ojos verdes.
–Lo tienes.
Era un consuelo. Él no la presionaba, no exigía que le mostrara sus rincones más sombríos. En cambio, le tomó una mano, volvieron a sus asientos y ella volvió a enfrascarse en otro mundo, aunque no del todo. Podía notarlo al lado de ella, podía notar la calidez de su muslo y de su mano, que ella agarró durante una parte apasionante de la representación. Él también se la agarró con fuerza y ella sintió que algo le atenazaba las entrañas.
–No quiero que termine –comentó ella cuando terminó.
Él le soltó la mano y todo el público se levantó entre vítores mientras el telón subía y bajaba. La ovación era ensordecedora y Tatiana hacía reverencias y recogía algunas de las flores que le lanzaban. Entonces, en una pausa de los aplausos, Tatiana se quedó quieta y levantó la mirada. Fue la única vez en toda la noche que pareció quedarse petrificada, pero se repuso enseguida, hizo una reverencia más y desapareció.
–¿Quieres ir a verla? –le preguntó Nikolai.
Ella sabía que, dados los asientos que ocupaban, eso no sería ningún problema.
–No –había pasado la tarde y la noche con él y rodeados de otras personas y lo que quería de verdad era estar a solas con él–. Quiero estar contigo.
Lo tenía justo detrás mientras se abrían paso entre la multitud y podía sentir sus ojos clavados en ella. Entonces, él volvió a tomarle la mano. ¿Cómo podía ser tan excitante ir de la mano?
Salieron a la calle, donde les esperaba el chófer, aunque ella habría preferido un beso… y él.
Sin embargo, se montaron en el coche y se sentaron separados porque era más prudente, aunque su cálida mano seguía agarrando la de ella.
–¿Adónde vamos? –preguntó Rachel mientras el coche avanzaba entre el tráfico hacia la Isle of Dogs, en vez de ir hacia la casa de ella.
Se preguntó si habría reservado una habitación en un hotel y sintió una punzada de pánico ante la idea de pasar otra noche despierta y de la batalla consiguiente por la mañana. Se sentía más segura en su piso, podía dejar encendida la luz del recibidor…
–Nikolai, tengo que volver a casa, tengo que escribir mi…
–Quiero llevarte a mi casa –la interrumpió él.
Se bajaron del coche y ella vio un grupo de personas que sacaba fotos de un yate que estaba impresionantemente iluminado.
–Al parecer, los rusos andan por aquí…
Ella empezó a hacer un chiste, pero se calló cuando se dio cuenta de que él no estaba llevándola a un hotel o a un pequeño apartamento. Efectivamente, los rusos andaban por allí y la casa de Nikolai era un superyate.
Subieron la rampa enmoquetada y unos tripulantes estaban esperándolos para recibirlos. Era como un hotel de lujo flotante con cuatro alturas. Recorrieron la cubierta principal y llegaron al salón. Aceptó la bebida que le ofreció un mayordomo, quien le dijo a Nikolai que les servirían la cena enseguida y desapareció.
–¿Cómo ha conseguido esto un huérfano? –preguntó Rachel con su indiscreción característica–. Me refiero a los asientos reservados y a un superyate.
Nikolai sonrió y sacudió la cabeza.
–No pienso decírtelo.
–Me lo dirás. Recuerda que soy perseverante.
Sin embargo, a él no iba a persuadirlo.
–Enséñamelo –le pidió Rachel–. ¿Qué hay encima?
Subieron a la cubierta superior, donde estaban los camarotes de los invitados, una sala de cine, un bar y un salón de baile.
–Me imagino que habrás dado más de una fiesta.
–Muchas –reconoció él.
Y muchas mujeres, dio por supuesto ella.
–¿No te preocupa?
–¿El qué?
–Que la gente solo te quiera por… –Rachel se encogió de hombros–. Bueno, por todo esto.
–¿Por qué iba a preocuparme? Me viene bien. No quiero que nadie se quede cerca mucho tiempo…
Había un comedor impresionante al aire libre con estufas y, a pesar del fresco y de llevar los brazos destapados, ella tenía calor.
–Podemos cenar aquí si lo prefieres.
A ella le pareció raro. Subieron a la última cubierta, donde había un solárium con un jacuzzi, un gimnasio y un cuarto de masajes, todo dispuesto y esperando a que lo usaran a su antojo.
Era precioso, lo era de verdad, pero también era como estar toda la vida de gira… una especie de soledad extraña.
–¿Tienes un capitán? –preguntó ella.
–Yo soy el capitán.
–Me refiero a uno de verdad.
–Yo soy el capitán de verdad –él sonrió ante la leve turbación de ella–. He gobernado barcos mucho más grandes que este. Aquí tengo un contramaestre, un par de ingenieros…
–¿Y un cocinero?
–Un cocinero jefe y un ayudante –contestó Nikolai.
Rachel pensó que ese era su mundo propio.
–¿Dónde está la sala de control? –preguntó ella.
–Te llevaré al puesto de mando.
Volvieron a la cubierta principal. A él le gustaban sus preguntas y que se sentara en uno de los asientos de cuero mientras miraba todos los mandos e indicadores. Quería que lo viera en todo su esplendor, a la luz del día y navegando, y le hizo una oferta.
–Si quieres, podríamos salir a navegar unos días. Volveremos a tiempo para el bautizo.
–No puedo ir al bautizo –le recordó ella.
–Bueno, pues a la boda a la que tienes que asistir. ¿Qué te parece?
–No creo…
Ella se rio solo de pensarlo, pero luego se quedó en silencio. Era la mejor oferta que le habían hecho en su vida. Había viajado mucho gracias a su profesión, pero la idea de pasar una semana navegando y rodeada de todo tipo de lujos era muy tentadora. Además, la idea de pasar más tiempo con él debería ser definitiva, pero eso implicaría compartir una cama. Desde luego, podía pasar una noche fuera de vez en cuando, pero no una semana entera. Por eso no podía mantener una relación sentimental.
Le desgarraba negarse, pero lo hizo.
–Tengo que hacer muchas cosas esta semana –siguió ella–. Le prometí a Libby que la ayudaría.
Los dos sabían que Libby podía encontrar a otra persona, pero Nikolai decidió no insistir… por el momento. Se dirigieron hacia el salón principal.
–¿Qué hay ahí arriba? –preguntó ella cuando pasaron al lado de una escalera.
–Te lo enseñaré más tarde –contestó Nikolai.
–Vaya, es la escalera al cielo, ¿no? –comentó ella mientras iba a subirla.
–Más tarde.
Ella desobedeció al capitán, subió y abrió la puerta. Efectivamente, era el cielo. Las luces eran como estrellas encima de la cama enorme y las paredes eran de cristal. Jamás había visto un dormitorio tan maravilloso. Él la siguió y miró la vista que estaba viendo ella.
–Cuando estás en el mar, y está tranquilo, te sientes como si estuvieses flotando en el agua.
Ella quería comprobarlo y él lo sabía. La rodeó con los brazos y se quedó detrás de ella, que podía notar su cuerpo fibroso y la fuerza de sus brazos, y quiso algo más. Él bajó la cabeza, le dio un beso en la oreja y le habló.
–Ven a navegar conmigo.
Sin embargo, a ella no le daba miedo solo la oscuridad, era la idea de apegarse a él y que él se marchara.
–No puedo.
Él estaba besándole la mejilla y ella quería darse la vuelta para buscar su boca. Se apoyó en él y notó la erección en el trasero. Entonces, él bajó las manos a su abdomen y la estrechó más todavía contra él. Sin dejar de besarle la mejilla y la oreja, sus diestras manos subieron hasta los pechos. Le encantaba el contacto firme y minucioso a través del vestido. Estiró el cuello para que sus bocas pudieran encontrarse y él le levantó el vestido e introdujo una mano debajo de las bragas. Casi no podía besarlo del placer que sentía y se arqueó para sentirlo más adentro. Quería inclinarse hacia delante, apoyarse en el ventanal y que la tomase por detrás. Se bajó las bragas, pero Nikolai le dio la vuelta. Fue a besarlo en la boca, pero él habló.
–¿Por qué te niegas cuando los dos sabemos que quieres? –preguntó él.
–Quiero…
Rachel dejó las bragas en el suelo y besó sus labios apretados.
–Rachel…
Ella pensó que él también era perseverante. ¿Cómo podía intentar mantener una conversación cuando estaba así de excitado?
–No quiero hablar.
Acabaría esa conversación a su manera y fue a bajarle la cremallera. Ella siempre llevaba las riendas en la cama, pero no esa noche. Él le apartó la mano.
–Túmbate en la cama –le ordenó él con voz grave.
La besó apasionadamente y la empujó con el pecho hasta la cama. Ella supo que la tumbaría y le costaba respirar al ver la sombra del deseo en sus ojos, sabía que iba a tomarla sin consideraciones. Ella también lo deseaba sin reparos, estaba derretida entre las piernas, pero los recuerdos le daban vueltas en la cabeza.
–No, la cama no…
Nikolai se detuvo, podía ver el destello de miedo de sus ojos y no lo entendió por un instante. Entonces, se acordó del pequeño desencuentro que ocurrió la última vez que estuvieron en la cama y entendió que no quisiera estar debajo de él.
Rachel se dio cuenta de que había provocado al tigre sin decirle sus reglas. Estaba a punto de gritar, estaba a punto de arruinar esa noche perfecta con un grito de miedo que él no se merecía.
Entonces, el grito se extinguió en su garganta y se quedó boquiabierta cuando él la levantó con destreza y ella lo rodeó con las piernas. El alivio le brotó de la boca mientras la besaba como no la habían besado jamás. Entró y ella le tomó la cara entre las manos mientras dejaba que la moviera. Tenía las manos en su trasero y la movía al ritmo de ellos, porque eran uno.
A Nikolai le encantaba la agilidad de Rachel, la flexibilidad de sus muslos, que se abrían fácilmente para él, y cómo lo recibía. Le dijo en ruso que algún día la tomaría lenta y prolongadamente y ella le respondió con el cuerpo, se cruzó los tobillos por detrás de él. Rachel dejó de besarlo, él la agarró de la cintura y ella se arqueó hacia atrás a medida que aumentaban el ritmo. Él quería tenerla desnuda y ella también quería quitarse la ropa para mostrar su piel ardiente.
Rachel notó que Nikolai se ponía tenso incluso antes de que dejara escapar un grito, lo oyó y correspondió con un sollozo. Nikolai explotó dentro de ella, que lo recibió con unas profundas palpitaciones de anhelo. Él la besó y ella supo que lo anhelaría siempre. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar mientras él volvía a dejarla en el suelo con delicadeza. La desvistió lentamente, la tumbó en la cama y se tumbó con ella.
–¿Quieres cenar?
Rachel se rio por la tentadora propuesta, pero cenaron langosta y champán en la cama.
–¿Dónde está mi caviar? –preguntó ella en tono lastimero mientras fingía buscarlo–. El servicio es espantoso.
Entonces, oyó algo que no había oído hasta ese momento. La risa profunda y natural de Nikolai. Era tan deslumbrante como un relámpago y, sin embargo, tuvo ganas de llorar porque el trueno llegaba después del relámpago y ella no quería contar el tiempo que pasaba hasta que llegara, hasta que él se marchara.
Se llevaron las bandejas y se quedaron solos con la noche. Nikolai se dio la vuelta para pulsar un interruptor y ella miró el techo mientras se apagaban las estrellas. Era una oscuridad distinta a la que estaba acostumbrada. La luna se reflejaba en el agua y hacía sombras en el techo, pero eso no la tranquilizaba y, además, se sentía desorientada con el leve balanceo del yate.
Él le pasó un brazo por encima del de ella y notó su tensión.
–¿Te pasa algo?
–Yo… –Rachel buscó una excusa–. No he escrito la reseña sobre el ballet. Debería esbozar algunas cosas…
–¿Por qué no la escribes entera ahora? –le propuso Nikolai–. Utiliza mi ordenador.
–¿De verdad?
–Claro.
Él no tenía que encender las luces y ella lo oyó cruzar la habitación y volver a la cama con su ordenador portátil. Se lo entregó, ella lo encendió y se quedó pensando en El pájaro de fuego iluminada por el resplandor de la pantalla. Tenía mucho que escribir, tenía que expresar muchas cosas antes de que las olvidara. Intentó transmitir la actuación de Tatiana, la magia de su ligereza, que había girado como si fuese líquido dorado, que había parecido que, esa noche, el príncipe la había amado más todavía y que Tatiana se había entregado plenamente.
Volvió a leerlo y los párpados empezaron a caérsele. Era agradable trabajar con Nikolai dormido al lado… era, incluso, relajante. Demasiado relajante, porque un rato después oyó que el ordenador chocaba contra el suelo y se dio cuenta de que se había quedado dormida.
–Déjalo… –susurró Nikolai cuando fue a recogerlo.
Lo dijo con amabilidad, eran las cuatro de la madrugada, pero, sin el resplandor del ordenador, volvía a estar a oscuras y con el brazo de él por encima. Si hubiese dejado el ordenador abierto, habría algo de luz.
Nikolai le puso la mano en el abdomen y ella lo miró. Se resistía a quedarse dormida, aunque le gustaría dejarse llevar y soñar para escapar de la oscuridad, pero sabía que, si él bajaba la mano, si la tocaba cuando estaba dormida, podría gritar. Tenía que quedarse despierta, pero le aterraba quedarse despierta en su yate y en la quietud de la noche. Las vistas panorámicas significaban que la oscuridad también era panorámica, que las sombras se balanceaban al compás del agua. Sintió náuseas.
¿Cómo podía levantarse y explicarle a un hombre que estaba aterrada por la oscuridad? Quizá él hubiese notado su pánico porque se acercó un poco más a ella, quien notó su incipiente erección en el muslo. Pronto la desearía otra vez. ¿Cómo podía explicarle a un hombre con el que acababa de hacer el amor apasionadamente que, en la oscuridad, una simple caricia podría hacer que gritara? Decidió que no podía, que, sencillamente, no podía.
Se zafó de su abrazo, se levantó de la cama en silencio e intentó encontrar su ropa. El yate se inclinó un poco, o quizá fuese su estómago, pero se encontró de rodillas palpando en la oscuridad para encontrar el vestido. El pánico empezaba a adueñarse de ella y solo quería vestirse y marcharse a casa. Encontró el vestido y un zapato cuando oyó la voz de Nikolai.
–¿Qué haces?
–He pensado que podría marcharme a casa…
–¿A casa?
–Tú te marchaste –le recordó ella.
–Ya hemos hablado de eso y sabes el motivo.
El tono tranquilo de su voz solo consiguió que sintiese más pánico.
–Quiero irme a casa.
–Es noche cerrada.
–¡Ya lo sé!
Era el momento que menos le gustaba del mundo.
–Rachel…
Él empezó a decir algo, pero el rugido del pánico le impidió oírlo.
–Nikolai –ella se levantó con el vestido en una mano y soltó la verdad que nunca había dicho–. ¡Tengo miedo de la oscuridad!