Capítulo 9
LAS estrellas volvieron a brillar, la luz inundó la habitación y ella volvió a respirar.
Nikolai pensó que siempre tenía la piel blanca, pero que nunca había estado tan pálida. El pánico que veía reflejado en sus ojos le recordó a él mismo cuando, hacía años, se despertaba aterrado por los recuerdos.
–Vuelve a la cama.
–No puedo.
–Dejaré encendidas las luces.
–No quiero quedarme dormida.
–¿Tienes pesadillas?
Estuvo a punto de mentirle, de asentir con la cabeza, pero nunca le había mentido y le dijo una verdad a medias.
–No me gusta compartir una cama –ella sabía que eso no tenía sentido–. No me gusta dormir con alguien.
–No tenemos que dormir.
Él vio que ella cerraba los ojos mientras daba por supuesto que él volvía a la carga, pero no estaba proponiéndole que volviera a la cama para un maratón sexual.
–Si vuelves a la cama, te contaré cómo un huérfano como yo ha conseguido todo esto…
Él hizo que sonriera. En medio del pánico, la provocaba con sus propias palabras y la alejaba del miedo.
–Dijiste que no me lo contarías nunca.
–Incumpliré mi regla por ti.
Y siempre había sido una regla para él. Nunca llegaba tan lejos con nadie como para tener esa conversación. Sin embargo, los tiempos estaban cambiando y pronto les contaría su historia a sus amigos. Quería que Rachel la oyera primero.
–Vamos…
Él le tendió la mano y ella la tomó y volvió a la cama. Había agua con gas muy fría al lado de la cama y él le sirvió un vaso. Dio un sorbo y se sintió un poco mejor, sobre todo, por el tono tranquilizador de su voz grave.
Él no le preguntó nada más y ella lo agradeció. En cambio, le habló de sí mismo.
–Tenía catorce años cuando me escapé. Tomé el transiberiano hasta Vladivostok. Era una liebre…
Ella frunció el ceño.
–Un polizón –le explicó él.
–Pero está lejísimos. ¿Cómo es posible que no te encontraran?
–Los pasajeros me ayudaron. Me escondían cuando llegaban los inspectores y me daban comida. Suele pasar en esos trenes. Acabaron encontrándome y me bajaron. Esperé dos días hasta el tren siguiente y llegué a Vladivostok, el puerto más grande de Rusia. Siempre había sido mi sueño. Pasé días observando los barcos y elegí uno en el que me embarcaría.
–¿Como polizón?
–Sí.
A ella se le puso la carne de gallina solo de pensarlo, dejó el vaso de agua y se puso de lado para mirar su maravillosa boca y escuchar sus palabras.
–Bueno, elegí el barco y me escondí en la bodega. Tenía algunos víveres, pero, cuando se acabaron, me escabullía por la noche para buscar comida. Estuvieron a punto de encontrarme cuando descargaron en Japón, pero conseguí esconderme en una tubería mientras cargaban más mercancía. Después de que el capitán revisara el barco, zarpamos otra vez y salí. Todo iba bien hasta que llegamos al Mar de China, donde había piratas…
Rachel abrió los ojos como platos.
–Es algo corriente. Esperan a que bajes la velocidad para entrar en un canal y se acercan en lanchas rápidas. Iban armados.
–¿Qué querían llevarse? ¿La carga?
–No. Esos querían dinero y joyas. Querían que abrieran la caja de seguridad y llevarse todo el dinero de las nóminas. Robaron a la tripulación y les dispararon. Cuando salí, el capitán, Yuri, estaba vivo, pero malherido.
–¿Le sorprendió verte?
–Un buen capitán no se sorprende por nada. Sin embargo, se enfadó. Luego me enteré de que se preciaba de revisar bien el barco antes de zarpar. Los polizones son un problema enorme.
–Como la mujer a la que ayudaste a dar a luz.
–Sí. Eso fue años después, pero los problemas son los mismos. Si los encuentran, tienen que repatriarlos y el barco paga los costes. En cualquier caso, aunque Yuri se enfadó, pudo ponerme a trabajar. Solo habían sobrevivido algunos tripulantes y yo podía ayudar. A sus órdenes, pudimos volver con el barco a Vladivostok. Yo estaba aterrado de que fuese a entregarme, pero nos hicimos amigos durante el trayecto y, una vez allí, me ofreció parte de la carga, un montón de pantalones vaqueros, que recuperaría con el seguro. Podría haberme forrado.
Rachel sacudió la cabeza para indicarle que no lo entendía y él se lo explicó un poco mejor.
–Podría haber conseguido una fortuna en el mercado negro, pero, en vez de eso, le pedí que me enseñara todo lo que sabía sobre la navegación.
–¿Te lo enseñó?
–Todo. Fui marinero durante un par de años, pero él tenía un contacto y me fui al norte para trabajar en un rompehielos. Fue una temporada fantástica. Pagaban bien y me aclaré las ideas. Son unos barcos tan potentes que navegan sobre el hielo y lo aplastan. Es impresionante, pero no son estables fuera del hielo, por la quilla…
–Quiero montar en un rompehielos.
–Te…– él hizo una pausa y sonrió al pensarlo–. La potencia, el tamaño, la velocidad… Algunas veces miras atrás, al camino que has abierto y, aunque estás en el más grande y potente de los barcos, te sientes diminuto. Todavía me encanta el tiempo que paso en ellos.
–¿Es solitario?
–No. Hay películas, comes con la tripulación… Es una vida distinta. Además, si quieres, puedes estar solo. En cualquier caso, después de pasar un tiempo en el rompehielos, volví a Vladivostok y me encontré otra vez con Yuri.
–¿Cuánto años tenías entonces?
–Veinte.
Ella no podía creerse todo lo que había hecho siendo tan joven.
–Entonces, empezó el trabajo de verdad. Empecé a estudiar. Tenías que pasar un año en el mar para subir de categoría. Yuri me lo enseñó todo. Aprendí derecho marítimo, nóminas, aduanas, el cuaderno de bitácora, los trámites y la pesadilla que son los polizones. Llegué a contramaestre y necesitaba más tiempo de navegación y hacer unas prácticas para aspirar a ser capitán. Lo hice y acababa de recibir el título de capitán cuando Yuri me dijo que estaba muriéndose y que quería hacer un último viaje.
–¿No tenía familia?
–Era viudo y no había tenido hijos. Decía que yo era como un hijo para él y yo lo consideraba mi familia. Adopté su apellido cuando cumplí dieciocho años.
Había tenido razón al sentirse fascinada por él, podría escucharlo toda la vida.
–Bebimos y hablamos mucho durante ese último viaje y me enseñó algunas cosas más de la vida. Murió donde quería morir y lo enterré en el mar.
–No…
–Era lo que él quería. Era un buen hombre. Echó de menos a su esposa hasta el día que murió. Cuando falleció, descubrí que el contacto que había tenido en el rompehielos era en realidad uno de sus empleados. Era el propietario de dos rompehielos y del buque mercante en el que murió. Tenía millones y todo pasó a ser mío.
Rachel lo miró fijamente.
–Me lo dio todo.
–Te quería como a un hijo –comentó ella–. ¿Te alegras de no haberte quedado con los pantalones vaqueros?
Nikolai sonrió por la reacción de ella.
–Creo que no te das cuenta del dinero que podría haber ganado con ellos.
–Pero tú querías trabajar en un barco.
–Es lo único que he querido hacer desde que tengo uso de razón. Siempre pensé que mi padre tenía que haber sido marino. Nací queriendo navegar.
–Ahora son superyates.
–Sobre todo, pero también trabajo en un rompehielos dos meses al año. Hubo que desguazar el buque mercante. Fue muy doloroso, era un barco precioso… Entonces fue cuando me pasé a los superyates. Tengo tres. Vivo en uno y alquilo los otros dos.
–¿Todavía echas de menos a Yuri?
–Mucho. Era la única persona a la que le había contado lo que me pasó en el orfanato.
Ella parpadeó y él la observó.
–No quería contarlo, pero me aterraba la idea de que pudieran devolverme allí. Le conté que los otros chicos me maltrataban, pero él supo que era algo más. Me dijo: «Beris druzhno ne budet gruzno». Si compartes la carga, pesa menos.
–¿Tenía razón?
–Sí. Yo tenía mucha rabia acumulada y estaba desorientado. La carga era muy pesada y él era muy equilibrado y seguro de sí mismo.
Ella estuvo a punto de contárselo, casi sintió que podía contárselo, pero sentía una vergüenza más profunda, que podía haber disfrutado, que algunas veces había tenido un orgasmo. No, había cosas que no podría decir nunca.
Él vio que ella se debatía por dentro y que abría la boca y volvía a cerrarla. También se acordó de lo difícil que había sido para él contárselo a otra persona y no la agobiaría. Estaba empezando a amanecer y sabía cuándo dejar las cosas como estaban.
–Duérmete –dijo Nikolai–. Yo tengo que trabajar un poco.
Él se marchó y ella se quedó tumbada en su cama, pero tardó mucho en dormirse. Ocho noches más, ocho veces más que se dormiría, y luego él desaparecería.