Capítulo 5
RACHEL oyó que se marchaba y cerraba la puerta, se puso de lado y encendió la lámpara de la mesilla.
¡Malnacido!
Se tumbó de espaldas y se dijo que no debería haber esperado nada más de él. Al fin y al cabo, solo había sido sexo. Aun así, cuando la agarró de las caderas para bajar el ritmo, cuando se miraron a los ojos en silencio, ella había sentido una conexión. Había sido la primera vez que, casi, había confiado su cuerpo a otro. Se había entregado a él y había vislumbrado lo que se sentía al dejarse llevar, al relajarse entre los brazos de otro.
En ese momento, se sentía vacía y avergonzada de sí misma.
Intentó no torturarse, se dijo que no había estado con nadie durante años, aparte de André, pero la desaparición silenciosa de Nikolai degradaba lo que había pasado.
Se durmió intranquila hasta que oyó un pitido del teléfono, se despertó y leyó el mensaje: ¡Una niña!
También había una foto y miró la carita roja que asomaba entre una manta blanca.
¡Es preciosa! ¡Enhorabuena! ¿Tiene nombre?
Rachel escribió el mensaje y esperó la contestación.
Todavía no.
Mientras escribía otro mensaje para decirle que iría esa tarde, en horario de visitas, se dio cuenta de que estaba llorando. Se dijo a sí misma que eran lágrimas de felicidad, pero no era lo que sentía. Estaba feliz por su amiga y porque el bebé había llegado bien, pero estar sola en esa enorme cama y echar de menos a un hombre al que acababa de conocer ilustraba el embrollo que era su vida. Era un embrollo descomunal y no podía eludirlo.
Acababa de dejar su carrera profesional sin pensar gran cosa en su porvenir y había tenido una aventura de una noche con un hombre que, literalmente, iba y venía.
Una vez fue a ver a un psicólogo para intentar aclarar su sombrío pasado y no le gustó lo que oyó, que las mujeres con historias parecidas a la suya solían reaccionar de dos maneras, o desconfiaban de los hombres o eran promiscuas. Esa mañana se sentía como si hubiese conseguido las dos cosas.
Por eso, en vez de aprovechar la posibilidad de dejar tarde la habitación y quedarse desayunando en la cama, se metió la melena dentro de una gorra. Seguía derramando las lágrimas que había empezado a derramar. Hacía muchísimo tiempo que no lloraba y siempre lo había hecho en privado. Ni siquiera dejó de llorar mientras se vestía y hacía la bolsa de viaje. Entonces, mientras repasaba la habitación por última vez, vio sus gafas de sol debajo de la silla donde había dejado su chaqueta. Eran una bendición porque podría cubrirse los ojos mientras pasaba por recepción para dejar la habitación, pero las lágrimas seguían cayendo por debajo de ellas.
¡Maldito Nikolai!
¿Por qué había tenido que besarla de esa manera? ¿Por qué había tenido que mirarla a los ojos y pedirle más de lo que solía dar? Entró en el metro para volver a casa y pensó que era como si hubiesen quitado el tapón de sus sentimientos. Era como si esa noche se hubiesen desbordado todos los sentimientos que había ocultado cuidadosamente. Además, no era solo él, se dijo mientras entraba en su casa. Era su carrera profesional, la boda de su prima y la maternidad de Libby, algo que nunca conocería ella. Si no podía mantener una relación, menos podría criar a un hijo. Además, ¿acaso no eran los hijos quienes tenían miedo de la oscuridad? No eran sus madres.
Su casa no fue mucho consuelo. En una época, había soñado con los domingos indolentes, cuando no tenía ensayos o clases. Había sido el día en que su cuerpo podía reponerse de los rigores de la semana, un día en que podía quedarse en la cama y recuperar algo de sueño.
Ese domingo, sin embargo, lo pasó intentando aliviar los párpados hinchados con bolsas de té y, más tarde, preparándose para ir a visitar a Libby. Tenía que prepararse para ser la Rachel chispeante de siempre.
Se tapó las pecas con ese cosmético increíble, aunque no le sirvió de gran cosa con la punta de la nariz roja. Hizo lo que pudo para aclararse los ojos irritados y se aplicó una dosis doble de pintalabios de color coral. Su puso su vestido favorito, uno verde y cruzado, y unos zapatos de tacón para darse seguridad en sí misma. Se miró al espejo, forzó una sonrisa y vio la espantosa separación de los dientes. Al día siguiente pediría una cita para hacerse un aparato. Entonces, se acordó de que Nikolai le había dicho que por qué iba a estropear una boca tan impresionante. También se acordó del largo y lento coqueteo, de lo fácil que había sido hablar con él, que ella le había contado su idea del blog y que él, en vez de reírse, le había dado más ideas. Deseó, deseó con toda su alma, que él no hubiese sido tan bueno.
Pasó por la tienda de regalos del hospital y compró un ramo de flores muy grande y un globo rosa. Esa semana compraría un buen regalo para el bebé, pero, en ese momento, recorrió los pasillos del hospital privado hacia el ala de maternidad. Se quedó rígida cuando vio a André hablando con la recepcionista. Él se dio la vuelta, la vio acercarse y sacudió la cabeza.
–Libby no recibe visitas.
–¿Cómo? –exclamó Rachel–. ¿Pasa algo?
–Creo que todo está bien –contestó la recepcionista–. Es que tengo instrucciones de que no la molesten.
Rachel se quedó pensando en si debería explicarle que eran amigas íntimas, pero no estaba segura de que fuese a servir de algo. Entonces, miró hacia el pasillo, vio a algunos de sus compañeros acercándose y entendió que estuviesen prohibidas las visitas. ¡Pobre Libby! Era domingo y todos los bailarines que conocía irían a visitarla.
–¿Podría entregarle esto? –le pidió Rachel dándole el ramo de flores.
–Claro.
Se dio la vuelta para marcharse, pero André la llamó.
–¡Rachel, espera!
Ella deseó poder llevar puesto un cartel de No molestar, pero se detuvo, evitó poner los hombros rígidos y esbozó una sonrisa forzada antes de darse la vuelta.
–Acabo de oír la noticia de que has dejado la compañía –André se acercó a ella–. Estoy atónito, todos lo estamos. No diste ningún indicio…
–¿Cuándo podría haberlo dado, André? –preguntó ella–. ¿Durante una de nuestras conversaciones profundas y sinceras? Ah, es verdad, no tuvimos ninguna.
–Estás molesta por Shona…
–No.
Sí lo estaba, pero no por los motivos que él se imaginaba. André había mezclado sus mundos y ella detestaba que lo hubiese hecho.
–Lo estás –insistió él–. Nunca me imaginé que fueses celosa…
–No soy celosa, André –replicó ella en tono tajante–, pero… ¿mi prima? ¿No te parece un poco excesivo?
–¡Por el amor de Dios! Estás siendo absurda.
Ella no pensaba quedarse a discutirlo, pero la verdad era que le espantaba la idea de que fuese a casarse con su prima. Tendría que verlo, a su examante, en cada reunión familiar, en cada boda o en cada bautizo. Le enfurecía que a él no le pareciera un problema. Le enfurecía tanto que se marchó y lo dejó para que se reuniera con el resto de la compañía, de la que había sido su compañía. Ya no formaba parte de ese mundo, ya se lo había contado a Libby, ya era algo sabido y ella empezaba a asimilar que su carrera en el mundo de la danza, tal y como lo había conocido, había terminado.
Además, como no era el mejor de los domingos, por el pasillo se acercaba el error de la noche anterior, Nikolai. ¿Podía saberse qué hacía allí? Era la última persona que había esperado ver después de cómo había querido desaparecer de la boda.
Desgraciadamente para ella, estaba impresionante. Si el día anterior había estado bello, en ese momento estaba imponente. Llevaba unos pantalones de lino negros y una camisa ceñida, podría haber estado paseando por una calle de Milán. No se había afeitado y tenía un aspecto atractivamente sombrío, y también llevaba flores.
–Rachel –dijo él cuando ella pasó a su lado.
Había visto que ella hablaba con un hombre muy guapo y que se marchaba precipitadamente con un bufido. Era André. Lo sabía, sabía que habían sido amantes. Habían estado más cerca de lo que habrían estado unos amigos, su lenguaje corporal le había indicado que se conocían sexualmente y no le había sentado nada bien. No estaba acostumbrado a sentir celos, pero los había sentido cuando dobló la esquina y los vio. Sabía que no era quién para sentir celos, pero, aun así, la agarró del codo cuando pasó a su lado y dijo su nombre.
–¿Qué? –preguntó ella mientras se daba la vuelta.
Él vio sus ojos irritados y sus labios hinchados y, si bien no sabía si él era el causante de que hubiese llorado, sí sabía que su desaparición había sido muy desconsiderada.
–En cuanto a anoche…
–Perdiste la ocasión de tener una conversación hacia las cuatro de la madrugada –le interrumpió ella en tono cortante.
–Mira…
–No quiero mirar –volvió a interrumpirle ella.
No quería analizar la noche anterior y el llanto de esa mañana, no quería recordar la felicidad cálida de sus brazos y el frío gélido de esa mañana. Miró las flores que llevaba.
–No hacía falta… –comentó ella en tono sarcástico.
–No creo que el rosa sea tu color favorito –replicó él–. En realidad, no creo que te gusten las flores.
Ella estuvo a punto de sonreír a regañadientes porque tenía razón, pero consiguió evitarlo.
–Son para Libby –añadió él.
–Pues Libby no recibe visitas.
–Perfecto.
Su réplica la desconcertó, pero no pensaba quedarse para averiguar lo que había querido decir. Cuando Nikolai fue a entregarle las flores a la recepcionista, ella se dirigió al ascensor. Apretó el botón una y otra vez y rezó para que se diera prisa, pero ese no era su día de suerte.
El día fue de mal en peor porque André primero y Nikolai después llegaron y se quedaron uno a cada lado de ella, quien tuvo que montarse en el ascensor con los dos.
–Me han contado que el sábado por la tarde vais a ir a tomar unas copas –comentó André.
Él, naturalmente, no conocía al otro hombre que estaba en el ascensor, pero ella lo conocía demasiado.
–No –Rachel sacudió la cabeza–. No puedo este sábado y lo hemos dejado para el sábado siguiente.
Ella había cambiado la fiesta de despedida intencionadamente porque ese domingo era la boda y esperaba que André no pudiera ir.
–Rachel… –dijo André cuando se abrieron las puertas del ascensor–. Vamos a tomar algo y a hablar…
–No puede –intervino Nikolai.
André frunció el ceño y Rachel se puso más tensa cuando Nikolai siguió.
–Rachel y yo nos vamos.