dieciocho

LAS CLASES DE ALEMÁN, a pesar de ser mi única ocupación concreta durante el tiempo de mi estancia, las recuerdo como una música de fondo, como algo separado de la ciudad misma. Hacía todos los días el camino de ida y vuelta del Instituto, cruzaba el patio, avanzaba hacia la fachada gris de ventanas altas y asimétricas, subía las escaleras, pero nada de aquello me era familiar; coincidía siempre con la primera imagen que tuve de ello la tarde de mi llegada, cuando hablé con la mujer que fregaba los escalones.

Me aburrí de los paseos con las niñas y empecé a pasar lista y a poner faltas de asistencia, porque don Salvador me dijo que no estaban preparadas para tener disciplina de otra manera, que me rogaba que lo hiciera así. Por lo visto mis métodos extrañaban demasiado a todos. También me señaló un libro de texto que debía seguir en adelante.

Creo que más o menos por entonces fue cuando Emilio empezó a venir a esperarme a la salida de las clases y a hacerme confidencias de su noviazgo con Elvira. Vino dos o tres tardes, pero la primera no la diferencio de las otras. Empezó a hablar de repente, porque dijo que no podía más, que necesitaba apoyarse en alguien. Elvira le desconcertaba con sus arbitrariedades, no la podía comprender, y él se sentía inferior se atormentaba pensando si sería o no el hombre que ella necesitaba. Yo le dije que eso no se llegaba a saber nunca, y que si se querían no tenía sentido plantearse esos problemas. No sabía bien qué decirle; unas veces se creía seguro de que Elvira le amaba, y a lo mejor casi en seguida lo ponía en duda desesperadamente. Fuimos a pasear por calles cercanas al Instituto, por donde él me iba guiando con su brazo aferrado a la manga de mi abrigo, y repetía idénticas cosas.

—En el fondo soy débil, soy débil —decía—. No sé bien cómo soy. Si supiera lo que ella espera de mí, me volvería absolutamente de esa manera aunque tuviera que vivir siempre una vida fingida, diciendo palabras postizas. Me adaptaría a lo que fuera, te lo juro.

—Pero no pienses eso. Tú por qué tienes que cambiar de como eres. Elvira, si te conoce desde hace tanto tiempo, te tiene que querer como seas. Te lo tomas demasiado en serio. Ella es que tiene fantasías, que le gusta inventar complicaciones. No la admires tanto, sé duro con ella. Tú eres más verdadero que ella.

—¿Te parece?

—Por lo que dices…

Hasta que empecé a volver a casa de Elvira, toda mi breve historia con ella casi la había olvidado, era para mí un episodio concluido, imaginario. Se me hacía muy extraño pensar en todo el tiempo anterior a mi amistad con Emilio.

A casa de Elvira volví porque él me lo pidió. Le había tomado un gran afecto y me había dado cuenta de lo fácil que era animarle, subirle la moral. No sé cómo, tan rápidamente, se había convertido en mi mejor amigo. No le juzgaba, no me importaba que fuera mediocre o inteligente. Sólo veía su sinceridad y su vacilación, lo ansioso que estaba de compañía. Y contrastando con su afectación de algunas veces, me conmovía su humildad, como nunca la he visto mayor.

Me acuerdo de un domingo de sol que me estuvo leyendo versos suyos en el Parque municipal. Eran muy malos. Hablaban de sangre rusiente, latidos, floración y cosas así muy vagas. Mis críticas, completamente intuitivas, porque de poesía nunca he sabido casi nada, no sólo las escuchó ávidamente, sino que allí mismo en el banco del parque, apoyando los folios en las rodillas, se quería poner a corregir algunas cosas con arreglo a lo que yo le había dicho. Casi me hacía avergonzarme.

Otro día, en su casa, me estuvo enseñando algo de una novela que tenía empezada para un concurso literario y artículos recortados de periódicos. Los artículos eran bastante graciosos. En su cuarto tenía un dibujo de Elvira al pastel, el escorzo de un mendigo, con influencia picassiana.

Por entonces, un poco antes de las vacaciones de Navidad, le veía casi todos los días, o por lo menos me telefoneaba a la pensión. Por lo visto las cosas con Elvira le empezaban a ir cada vez mejor, gracias, según decía él, a la seguridad en sí mismo que yo le había inyectado con mi amistad y mis consejos. Realmente no eran consejos, sino opiniones y puntos de vista que él me arrancaba.

—Ahora siempre estoy tranquilo y tengo esperanzas. Sé que vivo, que tengo algo dentro que es mío, algo que me impulsa. A veces hasta me parece que yo solo sería capaz de dirigir el mundo con mi amor por Elvira. Y eso me basta.

Decía frases así, que se veía que había estado pensando antes; me figuraba yo lo que se habría complacido imaginándose de pie en el centro del mundo con una batuta en la mano, sublimando sus gestos de amor.

Volví por fin a casa de Elvira. Este primer día conocí a la madre, y a ella apenas la vi unos instantes porque en seguida se fue de la habitación, pero fue lo suficiente para comprender que algo estaba aún pendiente entre nosotros y que yo la volvería a desear, como la tarde del río y la vez que la besé en su cuarto. Tal vez no hubiera vuelto por la casa, si al día siguiente Emilio no me hubiera venido a buscar a la puerta del Instituto loco de entusiasmo.

—Tú me das la suerte, ¿no te lo digo siempre?, me la das, es así, no tiene dudas. Ahora ya está bien claro.

Apenas me había dado tiempo a separarme de unas alumnas que salían conmigo, y al principio no entendía nada, ni él me daba lugar a preguntarle. Luego, ya más calmado, me explicó que Elvira le había dicho que quería casarse con él en seguida, y que ya les había hablado a su madre y a Teo.

—Ella es así, no sé cómo no la conozco todavía. No se sabe por qué decide las cosas. Sabía yo que si alguna vez me empezaba a querer de verdad, estallaría así, de repente. Cambiaría todo de la noche a la mañana. ¿Sabes tú lo que es esto, Pablo? Ya se lo puedo decir a todos. Nos casamos en primavera o antes, no espero a sacar las oposiciones, ni nada. ¿Tú te das cuenta de lo que es?

Todavía no me daba mucha cuenta. Y tampoco me la di en mis siguientes visitas a la casa. Emilio, que con el primer entusiasmo se disculpaba aquellos días del estudio, me llevaba allí con él continuamente, me hacía quedarme a comer y cenar, cuando él se quedaba. Yo no sabía qué pretexto poner para rehusar, porque en el fondo me gustaba quedarme. Todos me insistían con mucho afecto; también Elvira, aunque algunas veces se enfadaba por algo que decía yo, y se iba del cuarto. Pero me pareció que estaba contenta, muy cariñosa con Emilio. Le besaba siempre delante de mí. A veces tenía una euforia agresiva y daba bromas a todos. Esas veces se metía también conmigo y me trataba con excesiva familiaridad. Parecíamos una familia. Yo no me explicaba cómo había llegado a pasar aquello de estar allí, sentado en el sofá de aquel comedor de la calle del Correo charlando, o mirando algún libro, con la confianza con que podría haber estado en mi casa. Me parecía que volvía a tener una casa, después de mucho tiempo.

—Para la primavera —decía Emilio, que siempre estaba haciendo planes— tenemos que llevar a Pablo a un tentadero de toros en la finca. Ya verás tú qué cosa tan interesante y tan bonita.

Los padres de Emilio tienen una finca, y ellos, cuando se casaran, pensaban ir a vivir allí.

—A Elvira le gusta —me explicó Emilio—. Podrá por fin poner un buen estudio y trabajar. Yo, al principio, me ocuparé del campo, claro, pero seguiré estudiando. Ella pintará mucho allí; a mí me interesa también el trabajo de ella tanto como el mío. Creo que tiene una vocación y que puede hacer cosas. También viajaremos.

Me hablaba mucho aquellos días de la libertad de la mujer, de su proyección social. Tenía muchos proyectos también acerca de reformas en la finca de sus padres, y todos muy ambiciosos. Quería poner regadío en algunos sitios y además hacer una piscina cerca de la casa y un campo de tenis. Parecía que estas cosas quedaban hechas apenas las decía, tanto entusiasmo ponía imaginándolas. La oposición no la pensaba abandonar, desde luego, porque Elvira quería que la hiciese. Teo podía venir a pasar largas temporadas con ellos.

—Y tú también, Pablo, por supuesto. Como si te quieres venir todo el verano, en cuanto acabe el curso. Serás nuestro mejor amigo siempre.

Yo, cuando Emilio me incluía en alguno de estos proyectos para la primavera o el verano, miraba los cristales empañados por el frío de la calle. Me parecía que para el tiempo bueno yo ya estaría en la ciudad y no podría ir con ellos a ningún sitio. Todavía no había podido librarme de la sensación de provisionalidad que me producía todo lo que iba viendo y haciendo en este viaje.

Llegaron los exámenes de diciembre y las vacaciones de Navidad. Estaba alborotado el Instituto porque las alumnas pedían las vacaciones desde el día primero y no era costumbre darlas hasta el ocho. Por lo visto todos los años había esta lucha sorda y no cedían ni los profesores ni las alumnas, que se dividían en dos bandos, el de las que acataban la ley y el de las rebeldes. Había entre ellas desorden y discordia, y se insultaban unas a otras con letreros en las paredes y en la pizarra. Yo, antes de que la situación fuese más tirante, hice el examen trimestral y me despedí. Me parecía que no dejaba nada en aquellas aulas.

Una tarde volví con mis libros al café de la calle Antigua, pero no tenía paz para estudiar y desistí. Me puse a andar por las calles. A casa de Elvira no quería ir. Llevaba varios días sin verles con el pretexto de un catarro que tuve, y quería que estos días de ausencia me sirvieran para desacostumbrarme de la inercia de caer siempre por allí al atardecer. Me di cuenta de que estaba andando por calles cercanas a la casa, y di la vuelta bruscamente. Me metí por los soportales de la Plaza Mayor, mirando escaparates. Salí a la calle del casino. La ciudad se me hacía, de pronto, terriblemente aburrida; me ahogaba. En la puerta del casino había un cartel que decía: «Exposición de esculturas de Juan Campo». Juan Campo era Yoni; hacía mucho que no sabía nada de este grupo de gente. Como no tenía nada que hacer, entré.

Para la exposición habían habilitado el salón de té. Yoni estaba hablando con Elvira junto a una de las esculturas, y no había nadie más. Me miraron los dos en cuanto aparecí en la puerta. Yoni se había dejado barba. Me acerqué a saludarles; él no sabía que Elvira me conociera a mí.

—¿Éste? —dijo Elvira de buen humor, sin soltarme la mano que yo le había tendido—. ¡Pero si es una peste! Está todo el día metido en casa con Emilio y Teo. ¡Le han tomado un amor! Por cierto, hace días que no vas; has estado enfermo, ¿no?

—Sí, un poco.

Me miraba a la cara, como respaldándose en la presencia de Yoni. En su casa no nos mirábamos casi nunca. Me separé de ellos y me puse a dar una vuelta por allí. Les oía hablar y reírse. Cuando lo terminé de ver, me fui a despedir, pero ellos también se iban, y salimos los tres juntos. Elvira le dijo a Yoni que le había gustado mucho la exposición en conjunto, que había mejorado bastante desde las últimas cosas que le enseñó a ella. Le hablaba muy familiarmente, como si quisiera hacer alarde de su amistad con él.

Yoni nos invitó a subir un rato con él al Gran Hotel y tomarnos una copa en su estudio, si no teníamos que hacer otra cosa.

—Gracias —dije yo—, pero no me encuentro bien y me quiero ir a casa a acostarme. Otro día.

Elvira me insistió. Que si iba yo, iba también ella, que era sólo un ratito, que no estaría tan malo. Me volvía a mirar como antes.

—Al catarro con el jarro —dijo Yoni—. Tengo coñac francés.

—Bueno —acepté sonriendo—, para celebrar lo de tu exposición. Un brindis y me voy.

—Claro, hombre. Como si te quieres acostar allí, en una de mis literas.

Cruzamos la Plaza. Le dijo Yoni a Elvira que si la veían acompañada de dos hombres que no eran Emilio, y en pleno luto, que la iban a criticar.

—Que digan misa —exclamó ella con voz alegre, moviendo el pelo hacia atrás—. ¿Tú quieres que les dé más que hablar todavía? ¿Que me coja de vuestro brazo?

—Hombre, claro que quiero —dijo Yoni—. ¿Tú, Pablo?

Traté de sacar el tono frívolo que ellos empleaban.

—A nadie le amarga un dulce —dije.

Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza. Elvira nos cogió del brazo y los dos nos juntamos contra ella. Era casi tan alta como yo. Hacía frío. Yoni le cogió la mano de su lado y se la metió con la suya en el bolsillo del abrigo.

—Oye, eso ya es mucho —se rió ella—. Nos van a querer casar, como hace dos inviernos. ¿Sabes, Pablo, que hace dos inviernos nos quería casar la gente a éste y a mí?

Me oprimía el brazo para hablarme. Tenía los ojos brillantes de alegría.

—¿Casaros? ¿Por qué?

—Ah, pues porque algunas tardes iba por su estudio a pintar allí. Fíjate qué delito. Que estábamos en plan, decían, ¿verdad, tú?

Yoni se rió.

—Bueno, un poco en plan sí que estábamos.

—Calla, tonto, qué íbamos a estar.

En el estudio de Yoni yo no hablé nada. Me sentía incómodo, desplazado. Tomé dos copas y estuve poniendo unos discos, mientras ellos bromeaban y pajareaban por allí. Luego fueron languideciendo también, como si mi silencio les secara. Me despedí. Elvira dijo que ella también se iba.

—Pero, mujer, espérate un poco. Seguramente vendrá Emilio por aquí —la animó Yoni—. Y si no, le llamamos.

—Hombre, vaya unos planes que me preparas. A Emilio me lo tengo ya demasiado visto. No, de verdad, me voy. Si viene, le dices que me he ido a casa —dijo luego, corrigiendo el tono—. Adiós, Yoni, majo. Y enhorabuena.

De pronto, ya estábamos los dos solos en la calle. Empezamos a andar en una dirección cualquiera. No hablábamos.

—¿Adónde vamos por aquí? —preguntó ella por fin.

—Yo a mi pensión.

—¿No te vienes un rato a casa?

—No.

Seguimos. No torció por el camino que la debía llevar a su casa. Íbamos hacia mi barrio. Se me cogió del brazo, como un rato antes. Se apretó contra mí.

—No te molestará, verdad, que te acompañe un poco…

—¿Por qué iba a molestarme?

—No sé, porque eres raro, nunca se sabe lo que te gusta y lo que no.

Pasamos la Plaza del Mercado, subimos la cuesta de la cárcel.

—Pablo —dijo de pronto.

—Qué.

—Nada, que qué callados vamos. ¿Tú vas a gusto sin hablar?

—Yo no, porque voy violenta sin saber lo que piensas. ¿Qué piensas? No estarás enfadado conmigo.

—No, mujer…

—Pues, ¿qué piensas?

—Pero de qué.

—De mí, de que te acompañe y eso.

—Nada, lo encuentro normal. Eres una chica libre, ¿no quedamos en eso cuando hablamos la última vez?

Se soltó con rabia.

—Te ríes de mí, siempre te ríes de todos. De Yoni, y de Emilio, y de mi hermano. Vienes a casa a mala idea, para estarnos mirando a todos y luego burlarte. Por eso no me gusta que vengas. Te crees un ser superior.

No contesté. Me aburría. Empecé a andar más de prisa.

—No vayas tan de prisa. Di algo.

—Qué voy a decir, que estás loca, que no dices más que tonterías.

Se echó a llorar.

—Es que me pones nerviosa, no sé lo que me pasa contigo. Perdóname.

—Pues no vengas conmigo, yo no te he pedido que vengas.

Me paré. Habíamos llegado a mi pensión. Se me volvió a coger del brazo.

—¿Me dejas que suba a ver tu cuarto? Anda, así hacemos las paces.

—No tenemos que hacer ningunas paces. Están hechas. Adiós.

—Anda, déjame subir. Me fumo un pitillo contigo. Tengo ganas de subir.

—No. Elvira, mejor no.

Se le encendieron los ojos con coquetería.

—Parece que tienes miedo de mí.

La cogí por los hombros, la sacudí hasta que la hice daño.

—Eres una insensata, tú eres la que debía tener miedo. No sé a qué juego quieres jugar conmigo. Vete a casa.

Todavía se reía.

—¿Te crees que no soy capaz de subir a tu cuarto?

La cogí por un brazo.

—Elvira, si subes esta noche a mi cuarto, no vuelves a salir hasta mañana de madrugada, ¿entiendes? Anda, sube. Ahora verás.

Los labios le temblaban. La empecé a empujar hacia la escalera.

—Bruto, qué bruto eres, déjame.

—No quiero.

—Ah, ahora no quieres… ¡Venga, sube!

Vino la mujer de la pensión con unos paquetes, y abrió con la llave.

Se quedó esperando a ver si parábamos o no. Nos miraba con ojos fijos.

—Deje abierto; ahora iremos —dije yo.

Elvira lloraba como una niña.

—Qué vergüenza, qué vergüenza —dijo cuando se metió la mujer—. Si lo supiera Emilio esto que me has hecho, tratarme como a una fulana, hacerme pasar esta vergüenza. Tú te crees que yo soy como la animadora; ya me lo dijeron las chicas, que vivías aquí con la animadora, cuando estuvo, pero yo no me lo quise creer. Se ve que es lo único que ves en las mujeres. Te has creído que soy como ella.

—No —dije—. No eres como ella. Ella estuvo en mi cuarto muchas veces y yo en el suyo, pero no era como tú. Era directa y sincera. Si hubiera querido acostarse conmigo, me lo habría dicho.

Elvira lloraba ahora a lágrima viva, con sollozos de total desamparo. Le di mi pañuelo.

—Anda, vete a casa, que es tarde. No te preocupes por lo de Emilio, porque a nadie le pienso decir nada. Pero vete.

Aquella noche no dormí casi, y a la mañana siguiente muy temprano hice mi maleta, pagué la pensión y eché a andar hacia la estación por las calles desiertas, lechosas de una niebla muy fría que desvaía la luz todavía encendida de los faroles. El primer tren para Madrid salía a las ocho de la mañana. Pasé por delante de la casa de Emilio y levanté los ojos a su ventana cerrada. Todavía no sabía bien adónde iría, pero sabía que no iba a volver. En Madrid me quedaría algo de tiempo y desde allí escribiría a don Salvador y tal vez a Teo y a Emilio, inventaría alguna historia.

Después de sacar el billete entré en el bar de la estación y dejé mi maleta en el suelo. Tenía las manos entumecidas. Pedí un café solo. A mi lado me sonrió un rostro conocido.

—Don Pablo, qué alegría. He venido a despedir a mi hermana, que por fin, ¿sabe?, se va a Madrid. El novio le ha encontrado allí un trabajo, pero mi padre no sabe nada todavía, se cree que vuelve después de las Navidades. Se lo tendré que decir yo cuando sea.

Era Natalia, mi alumna de séptimo. La invité a café con leche.

—Julia ahora viene. Está comprando unas revistas. ¿Usted también va a Madrid?

—También.

—Fíjese, qué bien lo de mi hermana; está más contenta…

Vino la hermana y me la presentó. Estuvimos los tres desayunando. Empezaba a entrar en reacción, pero me dolía mucho la cabeza. Julia dijo que me conocía de vista del casino. Luego no sabíamos de qué hablar.

—Usted ahora —le dije a Natalia—, a ver si arregla con su padre lo de la carrera. Que se entere su hermana en Madrid de los programas de esa carrera que quiere hacer y lo va usted sabiendo para el año que viene. No se desanime, mujer, por favor.

—No, no, si cada vez estoy más decidida.

Subimos juntos al tren, pero Natalia se bajó en seguida. Era casi la hora de la salida. Julia y yo nos asomamos para verla desde el pasillo, en dos ventanillas contiguas. Estaba de pie muy quieta en el andén y nos miraba alternativamente, sonriendo. Luego bajó los ojos. El andén estaba casi desierto. Empezaba a levantar un poco el día.

Sonó una campana y el tren arrancó.

—Adiós —dijo Natalia, cogiendo la mano que su hermana le tendía.

Yo también saqué la mano y se la di. Empezó a andar un poco con nosotros al paso del tren, siempre mirándonos y sonriendo. Me miraba a mí, sobre todo, los ojos llenos de luz en la pequeña cara, subido el cuello del abrigo.

—Que tenga suerte —le dije, agitando el brazo.

Ella echó casi a correr, porque el tren iba más de prisa.

—Pero usted vuelve, ¿no?

—Oye, a Mercedes le he dejado una carta encima de la cama —dijo la hermana, de pronto, con urgencia—. Creo que la verá, pero si no la ve, dásela tú.

—Bueno…

El tren ya iba a rebasar la pared de la estación. Natalia corría con cara asustada.

—Vuelve usted después de las vacaciones, ¿verdad…? A ver si no vuelve —dijo casi gritando.

No le contesté ni que sí ni que no. Seguí diciéndole adiós con la mano, hasta que la vi pararse en el límite del andén, sin dejar de mirarme. Se le caían las lágrimas.

—Adiós, adiós…

Habíamos salido afuera. Sonaban los hierros del tren sobre las vías cruzadas. Con la niebla, no se distinguía la catedral.

Madrid, enero de 1955-septiembre de 1957.