ocho

RECIBÍ UNA CARTA de Elvira. Tenían confundidas las señas de la pensión, y comprendí por la fecha que me llegaba con retraso y por casualidad. Era una carta muy sorprendente. Primero hablaba bastante de ella misma, de que solía obrar por impulsos y de que necesitaba desahogarse cuando algo de lo que había hecho o dicho le parecía incompleto o inadecuado, le hacían sufrir las cosas dejadas a medias. Con este preámbulo llegaba a aludir a nuestra conversación en el pasillo del día que fui a visitarles, la cual —decía— por culpa de las circunstancias y de su estado de nervios había sido sencillamente grotesca, pero al mismo tiempo le había dejado la sensación de algo extraño y alucinante presentido muchas veces, de algo que no se podía repetir, un momento que valía por muchos días iguales de hastío y desesperación. Que ella era intuitiva en todo, también en su obra «decía a su obra» sin especificar más, «pensé que con el deseo de intrigarme», y que apenas cruzada la palabra conmigo había sabido que nos parecíamos en muchas cosas y que podíamos llegar a tener una amistad distinta de cualquier otra. Aun a riesgo de parecerme absurda, me confesaba que pensaba continuamente en esta conversación que tuvimos en el pasillo, y también con rabia en el papel ridículo que a ella le había tocado. Terminaba diciendo que había escrito la carta de un tirón y que no quería releerla. La carta, dentro del tono intencionadamente poético y confuso, era casi una declaración de amor.

Estuve dos días sin saber qué hacer. Para orientarme en mi comportamiento necesitaría haber vuelto a ver a Elvira, volver a oír su voz por lo menos, porque ni casi de su voz me acordaba. Una nueva visita a la casa me producía timidez, y en cuanto a escribir, las veces que intenté hacerlo me veía sumido en tal perplejidad que no lograba poner ni siquiera el encabezamiento. Por fin un día me decidí a llamar por teléfono para probar fortuna, con la esperanza de que cogiera ella el aparato, y mientras oía el ruido de la llamada me latía con fuerza el corazón como ante una puerta desconocida. Se puso Teo y fingí haber telefoneado para preguntar por el asunto del Instituto. Se alegró. Precisamente el día anterior había hablado con el director nuevo, el cual estaba conforme en aceptarme para el puesto de alemán vacante hasta que salieran las oposiciones que se calculaban hacia Semana Santa. Que podía ir a hablar con este señor a la secretaría del Instituto cualquier día laborable para que nos pusiéramos de acuerdo en los detalles. Se despidió cortésmente, como quien da por cancelado un asunto enojoso, y me dijo que tendrían gusto en volverme a ver por allí. «Salude a su hermana», dije yo antes de colgar.

El asunto de la carta de Elvira se había vuelto para mí como una cuenta pendiente y empecé a encontrarme a disgusto en todas partes. Para librarme de esta obsesión me dio por pensar que si la carta se hubiese perdido —cosa muy posible porque no traía remite— todo hubiera seguido como antes y yo no quedaba obligado a nada. Me pareció una solución maravillosa. «Se ha perdido —decidí—. Como si se hubiera perdido». Y me alegré. También ella seguramente se habría arrepentido ya de escribir lo que escribió, y se alegraría si supiera que no había llegado a mis manos.

Una mañana fui al Instituto para hablar con el nuevo director. Era un hombrecito calvo, de expresión irónica y bondadosa, y, contra lo que había temido, la entrevista con él fue semejante a una conversación entre viejos conocidos y pude hacerle toda clase de preguntas sin sentir violencia. Él me enteró de que la vacante de alemán que yo ocuparía pertenecía al Instituto femenino, porque los alumnos estaban separados por sexos y tenían distintos horarios y profesorado. Las clases de las chicas eran por la tarde, y a mí me correspondían sexto y séptimo, que eran los cursos que daban idiomas. Le presenté algunos certificados que llevaba acreditando que había enseñado en otros pensionados extranjeros y apenas les echó una ojeada rápida. «No hace falta —dijo—; ya sé yo que don Rafael sabía escoger sus profesores.» Firmé unos papeles y me enseñó los horarios para consultarme si me convenían los días y horas que me iban a corresponder. Yo le di las gracias y le contesté que me era indiferente porque disponía absolutamente de mi tiempo.

—¿Cómo? —se extrañó—. ¿No tiene ningún quehacer? ¿Ni clases particulares?

—Nada. No, señor. Clases puede que coja alguna más adelante, aunque no sé si merece la pena o no, total hasta la primavera.

—¿Sólo hasta la primavera se queda usted? ¿Las oposiciones, no las ha firmado?

—No, señor.

—Pues es una pena, debía animarse, una persona con costumbre de enseñanza como usted. Ya sabrá que el plazo de admisión dura todo el mes de enero, de aquí a entonces tiene tiempo de decidirse.

Le dije que tal vez lo pensaría.

—Claro, hombre, hasta enero —se reía— igual le toma usted cariño a esto, igual se echa novia.

Me puse de pie.

—No le digo que no, todo pudiera ser.

La entrevista había sido en una sala de visitas con sofás colorados y un retrato de Franco en la pared. Me acompañó hasta la puerta por el corredor vacío, de madera. Al final un reloj de pared marcaba una hora atrasada, a través de la esfera borrosa. Nos despedimos hasta primeros de octubre, que era cuando empezaba el curso, y se ofreció a mí para cualquier cosa que necesitara.

—Si decide lo de las clases particulares yo le puedo buscar alguna, y lo mismo lo de la oposición, si quiere que le oriente.

—Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Hasta pronto —le saludé ya bajando por la escalera.

Esto de que no tuviera nada que hacer en todo el día y que sólo contara con las clases del Instituto también le intrigaba mucho a Rosa.

—¿Te has enterado de lo que te pagan? —me preguntó aquella tarde.

—No. No creo que sea gran cosa.

—¿Cómo? ¿No te lo ha dicho ese señor?

—Se me ha olvidado a mí preguntárselo.

—Pero, chico, tú andas mal de la chimenea.

Nos habíamos hecho muy amigos desde la noche que se emborrachó en la pensión y alguna otra vez habíamos comido juntos en la mesa y había venido conmigo a mis paseos. Siempre me insistía mucho para que fuera a oírla cantar al casino y por fin una noche fui. Esa noche me volví a encontrar a Emilio del Yerro.

El casino era una fachada antigua por delante de la cual había pasado muchas veces; las noches de fiesta le encendían unas bombillas que perfilaban el dibujo de los balcones.

Tenía yo la idea de sentarme en un rincón apartado y tomarme un refresco tranquilamente mientras escuchaba a Rosa y esperaba que terminase su trabajo, pero de la primera cosa que me di cuenta al entrar fue de que no existía ningún lugar apartado, sino que todos estaban ligados entre sí por secretos lazos, al descubierto de una ronda de ojos felinos. Muchachas esparcidas registraron mi entrada y siguieron el rumbo de mi indecisa mirada alrededor. No tocaba la música y no vi a Rosa. Había mesas por todas partes, totalmente ocupadas, un silencio ondulado de cuchicheos y redondeles de luz en el centro de la pista vacía. Comprendí que tenía que andar en cualquier dirección afectando desenvoltura. Vasos, botellas, adornos, largas faldas pálidas fueron quedando atrás en una habitación amarilla. Al fondo había una puerta con cortinas recogidas. La traspuse: era el bar. Me asaltó un rumor de voces masculinas. No habría más de tres mujeres entre los hombres que fumaban en grupos ocultando el mostrador, y una de ellas era Rosa, en el centro de un corro de chicos vestidos de etiqueta. Daba cara a la puerta y se apoyaba en un alto taburete. Me vio en seguida y me llamó levantando el brazo desnudo.

—Mira, ven, Pablo, te voy a presentar a unos amigos.

Los chicos me miraron y uno de ellos era Emilio. Se puso muy contento y me pasó un brazo por la espalda con familiaridad. Que qué casualidad, que dónde me metía, que se había acordado de mí tantas veces. Pidió un whisky para mí sin consultarme. Cuando Rosa salió a cantar, me quedé con todos.

—Ahora ya sí que tenemos que armarla —les dijo Emilio a los demás—. Ahora que ha venido este amigo, yo quiero que se divierta. Luego, cuando salgamos de aquí tenemos que armarla. Al Lampié ¿os parece?, está abierto hasta las cinco y media de la madrugada. Vas a ver qué aguardiente con guindas —hablaba nerviosamente y hacía gestos como para acapararme y aislarme de todos.

Un tal Federico me empezó a llamar el filósofo, no sé por qué, y a dirigirme una serie de ironías que los otros amigos apoyaban con risas. Me era antipático, en todo lo que decía, su tono de gracioso oficial.

—Yo creo que el amigo ya sabe divertirse por cuenta propia —dijo—. La rubia le ha estado esperando toda la noche.

No contesté. Dije que me salía hacia la pista, que si querían venir ellos. Empezaba a oírse la música.

—Claro —insistió Federico—. Cada uno ha venido a lo que ha venido. Él tiene prisa por oír cantar a la rubia.

Ya me apercibí de que estaban todos algo bebidos, pero su insolencia me molestaba.

—Regular de prisa —dije secamente—. Es asunto mío.

—No nos sirve. Se pica —les dijo Federico a los otros—. No lo podemos meter en nuestro club.

—Bromean, bromean todo el tiempo. No les hagas caso, por favor —me dijo Emilio con voz suplicante—. Salimos, si quieres.

Su brazo en mi hombro me lo sentía igual que una mampara.

—Venga, déjanos disfrutar un poco del amigo, parece que te lo quieres comer. Otro whisky, oiga.

Había un militar de granos que estaba un poco aparte y que desde que había oído los primeros compases de la música miraba hacia las cortinas de la salida con ojos impacientes. Parecía que tenía poca confianza con los otros. Le llamaban Luis Colina, con nombre y apellido.

—Vamos afuera —dijo con una risa—. Hay que bailar. Tenemos a las chicas muy solas.

—Vete tú. Para mí las niñas esta noche están de más. Ya me doy por cumplido. Hay que hacerse desear.

—Sí, oye, se empalaga uno un poco. Vienen demasiado bien puestas, te dan complejo de que las vas a arrugar.

—Niñas de celofán.

—Niñas de las narices. Para su padre. Las que están de miedo este año son las casadas. ¿Te has fijado, Ernesto?

—Venga, si empezáis así… —insistió el militar.

—Pero vete tú, ¿para qué te hacemos falta?

—Además que vengan ellas aquí. Se acostumbran mal. No se hacen cargo de que uno necesita alguna vez servicio a domicilio.

—Es verdad. Parecen reinas, chico.

Uno había empezado a bostezar y se rió en mitad del bostezo, apoyando con el codo en movimientos insensibles las últimas palabras, como si le hubieran parecido geniales.

—… eso, eso, reinas.

—Bueno —repuso Emilio—. ¿Entonces qué hacéis?

—Yo me quedo —dijo uno—. ¿Tú, Federico, qué dices?

Se miraron indecisos. Tenían los ojos empañados, rojizos y los cuellos de pajarita reblandecidos de sudor.

—Terminar este cigarro, por lo menos, y lo que queda del vaso. Un respiro, digo yo: las cosas con calma.

Salí con Emilio y Luis Colina. A Emilio se le había puesto una expresión taciturna. Las muchachas de la habitación amarilla levantaron la cabeza a nuestro paso y una de vestido de flores noté que me miraba fijamente; por fin me saludó con una sonrisa.

—Hombre, Goyita Lucas —dijo el militar—. Os dejo.

Estaba medio empotrada contra la pared en una mesa de chicas solas, y cuando se acercó nuestro compañero para sacarla a bailar, le vi una cara de hastío. Nos adelantaron, saliendo, y ella me rozó con el velo de su vestido largo. La miré, de cerca.

—Cuánto tiempo sin verte —me dijo.

—Sí, ya ves.

—Hasta luego.

Luis Colina era más bajo que ella. Cuando se abrazaron para bailar, vi que me miraba todavía por encima de la hombrera con galones dorados.

—¿De qué la conoces? —me preguntó Emilio.

—Del tren, cuando vine. Hasta ahora mismo no me he dado cuenta. Vino todo el tiempo en mi vagón, pero no sé si llegamos a cruzar la palabra.

—Claro, pero en una fiesta, todos somos amigos —dijo Emilio.

Fumaba mirando para el suelo y le sonaba una voz apagada. Al otro lado de los que se movían bailando, Rosa cantaba sobre una tarima, entre los músicos de uniforme azul. Me parecía completamente un ser de mentira con tanta pintura y los gestos afectados que hacia delante del micrófono.

—¿Has vuelto por casa de Elvira? —me preguntó Emilio.

Nos habíamos apoyado en el quicio de una puerta, al borde de la pista de baile.

—No. No he vuelto.

—Dirás que soy un frívolo —dijo como dolido, detrás de una breve pausa.

Me volví hacia él.

—Un frívolo, ¿por qué?

—Porque sí. Porque si quiero a Elvira y sufro por ella, no debía estar aquí haciendo el estúpido con esta gente, y de broma, y bebiendo. Pero es que a veces, chico, de tanto pensar en la misma cosa se vuelve uno loco.

—No sabía que quisieras a Elvira.

—¿Ella no te lo ha dicho?

Le miré extrañado.

—¿Ella? Pero si sólo la he visto aquel día.

—Sí, pero precisamente aquel día… ¿Aquel día no te dijo nada?

—Nada, ¿por qué me lo iba a decir?

—Tienes razón, no sé. Hace cosas tan fuera de lo corriente. Me tiene loco. Lo mío con ella es de novela, te lo juro, de novela de Dostoyevski.

Nos interrumpieron dos chicas que se pararon a saludar a Emilio.

A él se le cambió la cara y sacó un tono optimista y dicharachero. Una de ellas tenía un gesto receloso y apenas hablaba. La más parlanchina le recordó a Emilio que había sido su pareja en no sé qué carnavales y decidieron que eran viejitos ya, y que eran como hermanos y muchas otras efusiones. La mano en la manga, le propuso que bailaran y él se dejó invitar complacido.

A la otra chica, cuando se quedó sola conmigo, le noté una gran timidez. No hablábamos; nos limitábamos a mirar la pista en línea recta. Ella seguía el compás de la música tamborileando con los dedos en el marco de la puerta. Le dije que si quería bailar y no me contestó, pero supuse que había aceptado y la cogí por el talle. Entonces vi que era coja. Una de las caderas se la movía esforzadamente debajo de los vuelos de tul, como un mecanismo que la desarticulaba. No la pude mirar ni una vez. La sentía cambiar de lado la cabeza y asomarla alternativamente por encima de cada uno de mis hombros. Desde una barandilla que había arriba, a través del aire enrarecido y caliente, nos miraban rostros de gentes que movían la boca para hablarse. Cuando llegamos cerca de la tarima de los músicos, Rosa, que estaba en un descanso de la canción, se inclinó hacia mí.

—Vaya, veo que te diviertes.

—Sí. ¿Tardas mucho?

—Otras dos canciones y se termina esto. Me esperas en el bar, ¿sabes?, o arriba en la balaustrada.

—De acuerdo.

Nos alejamos. Todas las parejas de aquella banda habían estado pendientes de la conversación.

—¿Por qué has bailado conmigo? —me preguntó la chica desabridamente.

—No sé. Pensé que te agradaría bailar, ¿por qué lo dices?

—Porque no me gusta servir de plato de segunda mesa, eso conmigo no.

No entendía. La miré a los ojos, venciendo la timidez que me producía hacerlo. Su mirada alta y seria escapaba a otra parte.

—Pero eso es absurdo. Yo… Dime qué es lo que te ha molestado.

—Quita, no me aprietes tanto. Hacia un movimiento con la cintura hacia atrás. Yo no la estaba apretando en absoluto.

—Te creerás que todas somos como tu amiga.

—¿Mi amiga? ¿Quién? ¿Rosa?

—No sé cómo se llama ni me interesa tampoco. Estoy cansada. Haz el favor de acompañarme a la mesa.

Se soltó de mí y echó a andar entre las parejas que bailaban, con el cuerpo muy tieso. Yo la seguí… Vi que se detenía al llegar a una mesa que estaba al borde de la pista.

—Adiós, muchas gracias —dijo volviéndose.

Yo hice una ligera inclinación de cabeza, y un señor de gafas Truman sentado con otras personas mayores se incorporó con una sonrisa de cortesía.

—¿Es que te has cansado? —oí que le preguntaban cuando volví la espalda.

—Sí. Por mí nos podemos ir cuando queráis.

Avancé indeciso hasta alcanzar la puerta donde estuvimos apoyados con Emilio. Al poco rato volvió él con su pareja y fuimos los tres a una mesa donde había varias personas jóvenes. Estaban también el militar y Goyita, que habían vuelto a bailar. La pareja de Emilio, una chica llena de euforia, les preguntaba a todos que si podía contar con ellos, y a mí también me lo preguntó:

—Pero ¿para qué?

—Para irnos luego todos a casa de Lampié al salir de aquí, a tomar chocolate y aguardiente con guindas.

—Pero hay que organizarlo a base de chico y chica, por parejas —dijo el militar—. Si no resulta aburrido.

—Hombre, pues claro, vaya un descubrimiento.

Goyita dijo que ella tenía que ir con su hermano, que si no, no podía. Estaba sentada a mi lado y se abanicaba con un abanico blanco con figuras de toreros. Me preguntó que si yo iba.

En aquel momento sonaba una música muy rápida y alegre y los que estaban en la pista se copian de las manos y hacían una especie de corro, cantando y riéndose. Rosa llevaba el compás adelantando los hombros y los puños y decía en el micrófono «baa, baa, ba…».

—Bueno tú, no os decidís ninguno, ¿vienes o no vienes? —apremiaba la chica que había bailado con Emilio—. Hay que saberlo.

Yo dije que no estaba solo, que tenía que contar con lo que quisiera hacer mi pareja.

—¿Tu pareja? —se extrañó Goyita—. ¿Con quién has venido?

—Con aquella chica —dije señalando a Rosa con el mentón—. Según lo que ella diga.

Había terminado de cantar y se retiraba de la tarima.

—Si me permitís un momento voy a buscarla.

La organizadora puso una cara alarmada, que a duras penas conseguía sonreír.

—¿A quién vas a traer aquí? ¿A la animadora? Oye, no, esas bromas no. Gente de ésa no queremos.

—¿Por qué no, mujer? —intervino Emilio—. Es una chica muy simpática y nos puede divertir mucho… Pero Pablo, espera un momento.

Yo había echado a andar y Emilio me alcanzó en medio de la habitación amarilla. Me preguntó que por qué me iba sin terminar de decidir, y yo le dije que ya había decidido.

—¿Qué es lo que has decidido?

—Irme a la cama —le contesté—; me ha entrado sueño.

—No. Te has enfadado.

—No, hombre.

—Sí, te lo noto. Conmigo no te enfades. Yo no tengo más remedio que quedarme con ellas, ya has visto cómo le lían a uno. No te creas que no me iba yo mucho más a gusto contigo y con la animadora. Sobre todo por charlar contigo.

Me molestaba su tono humilde, de excusa. Le dije que no tenía por qué darme explicaciones de nada, que era muy natural que se quedase con sus amigas, igual que yo me marchaba con la mía. Se le puso una cara compungida.

—Si no es eso, hombre. Si es que lo siento de verdad. Me hubiera gustado que fuésemos todos juntos esta noche. Además, es que antes nos han interrumpido, y necesitaba hablarte. Estoy hecho polvo.

Le llamaron las chicas.

—¿Volverás al casino otro día? —me dijo, yéndose.

—Pues sí, seguramente.

Volví, efectivamente, otros días, pero ya nunca le encontré allí.

Darme una vuelta por el casino para oír cantar a Rosa se había convertido en una costumbre.

Muchas veces me limitaba a saludarla desde la balaustrada de arriba, y luego me iba a dar un paseo o a sentarme en un café; y otras, que la hablaba, a lo mejor me decía que aquel día le había salido un plan bueno y que no se lo fuera yo a espantar, pero siempre recibía su saludo efusivo desde el micrófono y se le dulcificaba, al verme entrar, la mueca rígida que tenía recitando sus lánguidas canciones. Estaba orgullosa de mi amistad, a pesar de lo sosa que era y de lo poco que hablábamos, y yo también agradecía su compañía silenciosa. Los días que la acompañaba a la pensión, siempre me pedía que la cogiera del brazo para que lo vieran los que salían detrás de nosotros. Decía medio en broma que era mi novia, que qué iba a ser de su vida cuando nos tuviéramos que separar. Lo que más le gustaba era darme consejos tiernos y maternales; sobre todo me preguntaba que si necesitaba dinero, y yo siempre le contestaba que no.

—Pues, hijo, yo a ti nunca te veo comer. A mí me parece que te alimentas del aire.

Me preguntó por mis planes, y yo le dije que no tenía ninguno, pero no se quería convencer. Que eso no podía ser, que si era posible que me pensara pasar la vida siempre así, de un lado para otro, sin tener cosa fija.

—¿Pues no vives tú también de esa manera?

—Ay, pero no te creas que es por gusto, a la fuerza ahorcan. Si tú ganaras cuatro mil pesetas y te casaras conmigo, verías cómo echaba raíces para toda la vida, y de cantar mambos, ni esto.

Una tarde de sol dimos un paseo en barca por el río, remando uno de cada lado. Era una barca vieja que se vencía de una parte y parecía que nos íbamos a hundir. Nos metimos por un canalillo muy estrecho donde los árboles empezaban a amarillear, y nos paramos allí un rato a fumar un pitillo. Dijo que ella de pequeña cantaba una canción que era de dos en una barca, pero muy romántica porque salía la luna: …no lejos de la orilla, ¡qué bien, mamá, qué bien!

Hacía gestos de chunga y la barca se balanceaba como un columpio. A la luz del día, Rosa tenía arrugas en la comisura de los ojos y de la boca y representaba unos treinta y cinco años. Por la noche estaba más guapa y más joven, pero languidecida, se volvía irreal; no tenía aquella risa brusca y estridente que me la hacía tan simpática a la luz del sol.

La tarde anterior a su marcha quiso que fuéramos de paseo por el barrio del Instituto para ver el sitio donde yo iba a trabajar.

—Uy, qué feo —dijo asomándose al patio—. Es muy triste. ¿Y aquí vas a venir todos los días?

—Ya ves.

—Bueno, ya me acordaré del sitio, feo y todo. Te voy a echar de menos. Seguro que me voy a acordar siempre de ti.

Aquella noche ya no tenía trabajo en el casino. Anduvimos por las calles de la catedral, y otra vez en el río, mirando las luces pobres que se meneaban sobre el agua en reguerillos. Fue una despedida lenta y deprimente. Al final estuvimos sentados en una terraza de la Plaza Mayor, tomando café. Yo tenía sueño. La gente que salía de los cines nos miraba al pasar, con ojos descarados. Hacía un poco de frío.

A la una le dije:

—¿Nos vamos?

—¿Tan pronto? Ahora da pereza moverse.

Hablaba con los ojos puestos en su taza vacía de café que inclinaba por el asa con dos dedos.

—Yo lo digo por ti, si te duermes tarde vas a perder el tren mañana, ¿no has dicho que sale a las ocho?

—Sí. ¿Y si lo pierdo?

Me miraba al decirlo.

—Tú verás.

Al llegar a casa nos paramos en el pasillo, casi a oscuras, entre las dos habitaciones. Hablábamos cuchicheando.

—Ya le dije antes a la vieja de aquí que mañana te cambie a mi cuarto. Estarás mejor porque es más grande.

—Bueno.

—Me gusta que te quedes en mi cuarto.

Le brillaban los ojos, como al borde del llanto. Luego sacudió la cabeza con un gesto afectado y me tendió la mano.

—Bueno, adiós, que es muy tarde. Y a ver si eres bueno. Me tienes que poner una postal de vez en cuando. Me cuentas qué tal te va, señor profesor.

—De acuerdo, Rosa, que tengas suerte.

Estábamos con las manos cogidas. Dijo, acercándose:

—Me figuro que me besarás.

Me incliné para besarla. Llevaba un carmín que sabía amargo.