tres

LA CHICA DE MADRID que venía a pasar las fiestas a casa de un cuñado, hablaba de su veraneo en San Sebastián con descuido y confianza. Decía San Sebas.

—Mira que no haberte visto, mujer, en San Sebas; si allí nos conocemos todos. ¿Qué plan hacías tú? ¿Ibas al Cristina?

Goyita le envidiaba aquella desenvoltura. Ella otros veranos había ido a un pueblo de Ávila, donde tenían familia, y este año de San Sebastián se traía una impresión pálida y sosa que ahora, al hablar con su amiga del tren, la desazonaba. Le parecía que no había estado allí, que se venía sin conocer la ciudad excitante y luminosa que le descubrían las palabras de la otra.

—¿Al Cristina, cómo? ¿Al Hotel Cristina?

—Sí, a las fiestas de tarde y de noche. Es lo único que se pone un poco medio bien.

—No, yo no he ido. Habría que vivir allí, me figuro; no sabía que dieran fiestas. ¿Estabas tú en el Hotel Cristina?

—Sí, claro. Creí que te lo había dicho. ¿Tú?

—No. Nosotros no. Nosotros en la Pensión Manolita, una que hay en la calle de Garibay, que tiene dos tiestos en la puerta.

La chica de Madrid era rubia y llevaba el pelo muy corto peinado con flequillo a lo Marina Vlady. Decía que era más cómodo así para nadar. Hablaba de yates y de pesca submarina, de esquís acuáticos. Goyita no sabía nadar; se sentía a disgusto recordando el trocito de playa donde tenían ellos el toldo, un triángulo de arena limitado por piernas desnudas, por bolas de Nivea y bañadores; sus baños ridículos en las primeras olas junto a los niños de cinco años que echan barquitos, los gritos de júbilo cuando el agua le salpicaba más arriba de la cintura. Quería cambiar de conversación, salvar algo de su veraneo, que no se le viniera todo abajo.

—Al Tennis fui dos tardes y lo pasé muy bien. El último día estuve todo el rato con un chico mejicano que era majísimo. La rabia que lo conocí al final, ya cuando faltaban dos días para venirnos. Estaba bastante en plan.

—Qué rollo los hispanoamericanos, chica, qué peste. Parece que los regalan. Y luego se te ponen de un tierno. ¿A que se llamaba Raúl o Roberto o algún nombre por el estilo?

—No. Se llamaba Félix.

Esto del mejicano había sido lo único un poco parecido a una aventura y Goyita se complacía en aumentarlo. Le esperó en la estación asomada hasta el último momento, y todavía cuando el tren arrancó pensaba que le iba a ver entrar con un ramo de flores y echar a correr a paso gimnástico tendiéndole la mano hacia la ventanilla. Hasta se le vinieron las lágrimas a los ojos de tanto escudriñar la puerta con este deseo, y las luces del andén se le alejaron temblando de llanto y sirimiri. Sabía muy bien que no la iba a escribir mandándole una foto que se hicieron juntos, ni se iban a volver a ver ni nada; y además tampoco le importaba demasiado que fuera así, pero se esforzaba por convencerse de lo contrario. Más que nada para justificar de alguna manera aquellos dos meses, y la ilusión que había puesto en ellos antes de ir; y sobre todo por poderle contar algo romántico a su amiga Toñuca. Había preguntado por ella en cuanto bajó del tren:

—Mamá, ¿ha vuelto Toñuca?

Lo tuvo que repetir varias veces. La madre contaba que José Mari había vuelto del campamento, que la criada se había despedido en el momento más inoportuno; hablaba de una tarjeta postal perdida. Logró que la hicieran caso cuando ya bajaban por la Avenida de la Estación.

—¿Cómo dices?

—Toñuca, que si ha vuelto.

—Sí, creo que el otro día te telefoneó.

—¿Qué le dijisteis?

—Yo no me puse.

Cuando llegó a casa, no sabía qué hacer, parada en mitad de su cuarto que le parecía desconocido y más grande, con la hoja del calendario marcando el diecisiete de julio. Dejó la maleta sin deshacer y le entraron unos deseos irresistibles de bajar a la calle. Ya era casi de noche. Acababan de encender las bombillas de colores de unas guirnaldas tendidas de lado a lado sobre la gente que paseaba. Se encontró con un militar conocido de por la primavera. No se acordaba de su nombre.

—Hola, chica.

—Hola.

Echaron a andar juntos entre la gente. Le parecía que se había colado en la ciudad por una puerta trasera. Otros años había vuelto del veraneo mucho antes de que fueran las fiestas y había esperado a las amigas consumida de impaciencia. Ellas traían reciente el moreno de los brazos y los relatos de sus excursiones, la miraban con gesto de desconocerla. Sin embargo, era casi peor llegar la última, como ahora, y encontrarse con todo lo nuevo en marcha, no saber cómo hacer para reanudarlo. El militar le preguntó que si había estado en los toros.

—No. Acabo de llegar de veraneo.

—Yo tampoco. No debe haber sido nada del otro jueves. La ganadería esa va de capa caída.

Goyita miraba a los grupos de chicas cogidas del brazo. Las veía cruzar de una acera a otra; separarse, juntarse, echarse a reír.

—Oye, ¿tú conoces a mi amiga Toñuca, una que es un poco pelirroja?

—¿Pelirroja? No sé, no me doy cuenta.

—Sí, hombre; si me parece que fue ella quien nos presentó. Una así chatita, de buen tipo.

—Ah, sí, ya. ¿Qué es? ¿Que la estás buscando?

—Sí.

—Pues estará en el casino. ¿Por qué no vas?

—¿Al casino? No, hombre. He bajado sólo un momento, ya ves, de trapillo. Todavía huelo a tren. Si no la encontramos en esta vuelta, me subo a casa.

La gente daba la vuelta al llegar a la última manzana de la calle donde se acababan los arcos de luces. El militar la miraba.

—Anoche no estabas tú en el baile, ¿verdad? No te vi.

—¿Pero no te estoy diciendo que acabo de venir?

—¿Venir de dónde?

—De San Sebastián.

—Ah, qué suerte, tú. Estaría estupendo.

—Sí. Oye, ¿y el baile de anoche qué tal? ¿Divertido?

—Yo me fui temprano. Había demasiada gente. Esa amiga tuya sí que estaba. Oye, pues tú de San Sebastián vienes más guapa.

—¿Y es el primero de noche que ha habido?

—Creo que sí. El del aeropuerto es a la semana que viene. Debe de estar bien. Anda difícil lo de las invitaciones con tanta gente como ha venido este año…

También, en casa, durante la cena comentaron lo mismo. Que cuánta gente. Que más gente que ningún año, que en ningún sitio se cabía. José María, el hermano, que acababa de volver del campamento, le contó que Toñuca tenía en casa unos franceses y que andaba todo el día con ellos de acá para allá. Que estaba muy moderna. Luego se puso a relatar sucedidos del campamento. De uno vasco que le llamaban Marco Bruto. Menudo elemento, de los buenos elementos de allí. El último día, que estaba un poco bebido, se subió a unos cajones y empezó a echar un discurso metiéndose con los militares. Madre, qué risa. Ponía la misma cara del teniente, y le imitaba igual, los gestos, todo. Goyita preguntó si era uno alto, con la mandíbula saliente. Ella le conocía. Acompañaba a Isabel Segarra por el invierno. Cuando en esto viene el teniente, y todos a hacerle señas para que se callara. Si es otro se la carga, pero él tenía salidas para todo. Le vio y se queda tan fresco. Va y le dice. «Teniente, ¿le gusta a usted el circo?». A Pitilín, la pequeña, le hizo mucha gracia el nombre de Marco Bruto y la segunda vez que lo dijeron se le atragantó la comida de risa. Tosía y la madre le daba en la espalda golpes como azotes. Don Gregorio dijo que la juventud de ahora no tenía respeto por nada ni por nadie. Goyita miraba el borde de la sopera y el cucharón asomando. Le costaba trabajo pensar que estaba en casa. Se levantó sin tomar el postre y telefoneó a Toñuca. No estaba. Cenaba con sus amigos fuera de casa. Le dijo su madre que al día siguiente se iban en excursión a Toledo.

—Que no me llame ya. Dígale que he vuelto. Estoy cansada y me voy a acostar.

Tardó en dormirse. A la mañana siguiente, bastante temprano, la llamó la chica de Madrid. Salieron juntas. Por la tarde fueron al casino. Era enorme la cantidad de caras desconocidas. El salón de té lo habían decorado en tonos amarillos. Se sentaron en la mesa de Mercedes, Isabel y chicas mayores. Hablaban de dos en dos con risas y misterios y casi no las hicieron caso. A la nueva la miraron con recelo. Goyita pidió un gin-fizz y se puso a mirar los dibujos dorados de las paredes. Cantaba la animadora, una rubia muy llamativa, y hacía calor. Isabel, mientras se empolvaba la nariz daba pataditas en el suelo y cantaba también acompasándose con la voz del micrófono: «Imposible - ya sé que tu destino - nos separa - pero déjame amarte…». Le preguntó a Goyita que qué tal por Santander.

—Ha sido en San Sebastián donde hemos estado.

—Ah, creí que en Santander. En San Sebastián estuvimos nosotros el año pasado. Bueno, en Zarautz, pero íbamos mucho. Tú vienes bien morenita.

—Sí.

No las sacó nadie a bailar.

Cuando salieron, la de Madrid le dijo a Goyita que cuántas mujeres, que todo eran mujeres, que así era imposible ligar un plan divertido.

—Y luego estas amigas tuyas, no sé, son como viejas.

—¿No te gustan?

—No sé qué decirte. Parecen de señoras las conversaciones que tienen.

—Mi más amiga no está hoy —se excusó Goyita—. La conocerás mañana o pasado. Ésta te encantará. Es un cielo.

A su descontento se empezó a añadir la responsabilidad que sentía de divertir a la amiga de Madrid. Al día siguiente la llevó a ver la catedral.

—Impone. Es enorme de grande, una de las de más mérito de España, ya lo habrás oído decir.

Subieron a la torre y volvieron muy cansadas. A Goyita le apretaban los zapatos. En la terraza de un café de la Plaza Mayor se encontraron con Toñuca y sus amigos extranjeros. Se sentaron con ellos. Goyita en seguida notó que la de Madrid le era simpática a Toñuca.

—Mira que llevarla a ver la catedral, mujer, a quién se le ocurre. La tenemos que divertir de otra manera. Con las ganas que tiene.

—Hija, si es que estoy despistada todavía; no sé ni siquiera la gente que hay; es un lío venir del veraneo tan tarde. No te centras —se excusó Goyita.

—Nada, nada, que no tiene perdón llevarla a ver la catedral.

—Sí, verdaderamente —dijo la de Madrid—. A mí todo me parece igual lo que construían en aquel tiempo. Venga bóvedas y más bóvedas.

A uno de los chicos franceses le hacía mucha gracia lo de prisa que hablaba.

—Sus cabellos son rubios —dijo—. En cambio tiene mucha característica vivacidad española.

Hablaron de Madrid. Ellos iban a ir a Madrid después de las fiestas. Toñuca sabía algunas palabras de francés y servía de intérprete en los momentos de mucho lío. Se reía. Se reían todos menos Goyita, que estaba a disgusto. La de Madrid dijo que de Madrid al cielo, y que ella les acompañaría cuando fueran allí.

—¿Tú qué prefieres, el ambiente bohemio o los sitios finos? Porque a los franceses a cada cual le da por una cosa.

Goyita antes de las dos se levantó y cogió su bolso.

—Pero ¿te vas tan pronto?

—Ya sabes que a mi padre le gusta comer a punto.

—Mujer, estamos en ferias.

—Sí, pero él no mira eso.

—Bueno, mona, pues luego te llamo. A tu amiga la acompañaremos nosotros.

Le dolía la cabeza y se echó la siesta. Vino José María a hablar con ella un rato. Las había visto en la Plaza y le preguntó que quién era la chica nueva.

—Una amiga mía, ¿por qué?

—Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba.

—Anda, déjame en paz, ¿no ves que quiero dormir un poco?

—Pero yo no entiendo, ¿qué he dicho para que te enfades?

—Si no estoy enfadada, déjame.

—Entonces, ¿cuándo me presentas a tu amiga? Mira que la noticia que te doy a cambio es muy buena.

Goyita se quedó callada con los ojos en el techo, en las rayas de luz y sombra que proyectaba la persiana. Vio alargarse y borrarse la sombra de un vehículo que rodó en la calle. Luego otro detrás. Automóviles.

—¿Qué es? Dímelo, anda, lo que sea. Valiente bobada será.

José María se puso a mirar un libro. La vio de reojo incorporarse sobre los codos:

—No es bobada. Bien que te importa.

—Deja eso ahora, no seas. Dímelo. Te presento a Marisol cuando quieras.

—Vaya, el nombre no está mal. ¿Me la presentas seguro?

—Que sí.

—Pues está aquí Manolo Torre.

Goyita le miró desconcertada, como queriendo descifrarle la expresión. Se le vino mucho calor a la cara.

—Mentira. Qué mentiroso eres.

—¿Mentiroso? Bueno, como tú quieras.

—Claro que sí. Lo habrían visto mis amigas.

—¿Por qué lo van a haber visto? Ha venido a la corrida de hoy con su tío.

—¿Lo sabes tú?

—Naturalmente; eres tonta. ¿No ves que he estado tomando unas cañas con él en el Postigo? Como no me dejas contártelo. Goyita volvió a tumbarse. Se puso los brazos detrás de la nuca.

—¿Y qué se cuenta el niño? ¿Por dónde ha andado este verano?

—Creo que en El Escorial. Traía una chaqueta… ¡Madre mía!

—¿Por qué? ¿Cómo era?

—Así como de chica, jaspeada, más rara. Me preguntó por ti.

—Hombre, qué acontecimiento. Ya lo puedo apuntar en mis memorias.

—Ah, eso allá tú si lo apuntas o no; pero no me vengas ahora con que no te importa que haya venido.

Se había acercado a la ventana y miraba entre las rayas.

Vio destellar el sol de la siesta en el techo de un automóvil que desapareció velozmente.

—Pues no te digo que no; cuantos más chicos vengan, a más tocamos. Eso desde luego. ¿Te dijo si se piensa quedar muchos días?

—No. No me dijo nada.

Goyita se puso un brazo por los ojos.

—Venga, hombre, déjame dormir. No levantes la persiana ahora.

—Si es que estaba mirando. Ha pasado el coche ese amarillo que te dije; seguro que es extranjero. Está lleno de americanos el Gran Hotel. Otro imponente, oye, ¡qué cochazo! Deben de subir ya para los toros.

—No me interesa —dijo Goyita con los ojos cerrados—. Vete a mirarlo desde el comedor.

Luego, cuando se fue su hermano, alargó la muñeca para ver la hora y se echó fuera de la cama. Las cuatro y cuarto. Se apoyó en la coqueta, delante del espejo. No se oía nada por la casa; en la calle un rumor amortiguado y superpuesto de claxons alejándose. Con la barbilla en las palmas de las manos y la ceja izquierda ligeramente levantada, estuvo un rato espiándose la expresión del rostro plano y vulgar. Luego dijo en voz lenta, parecida a la de los doblajes de las películas: «Te he echado tanto de menos, tanto…». Volvió a mirar la hora, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo. Cruzó enfrente y empujó otra puerta. Era el despacho de su padre, un despacho de adorno, para ninguna cosa. Olía a puro apagado y estaban bajadas las persianas. Fue al teléfono y marcó un número. Tardaban en ponerse. Se echó la blusa para abajo. Se miró los hombros y el escote.

—Diga.

Escondió la cara contra el rincón de la pared.

—Oiga, por favor. Don Manuel Torre.

Hablaba muy bajo, mirando para la puerta cerrada.

—¿Cómo dice? ¿Quién?

—Señor Torre. ¿No es ahí el Nacional?

En el Hotel Nacional habían puesto barra de cafetería. Estaba lleno de gente.

—Voy a ver. Espere.

Zumbaban los túrmix, subían y bajaban las manivelas negras de la cafetera exprés. El botones dejó abierta la puerta de la cabina: «Señor Torre… señor Torre…». «… ¡dos para leche!»

—Han dejado esto demasiado cubista —le estaba diciendo Manolo Torre a un limpiabotas conocido que acababa de hacerle el servicio—. Me gustaban más las sillas de antes.

—Pero así es más negocio. Menudo.

El botones se asomó al arco que daba al comedor. Le vio sentado con otro, vestido de aviador, y al limpiabotas, al lado de la mesa, que cogía la propina sonriendo. Lo menos cinco pesetas. Vaya señorito rumboso que era.

El aviador cogió un retrato que estaba encima del mantel al lado de las tazas de café. Le dijo a Manolo:

—Bueno, entonces qué. ¿Quedamos en que te gusta?

—Es una monada, chico, desde luego. Le doy diez.

—Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Yo de meterme en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar.

—Que sí, hombre, que estamos de acuerdo. Y que debe ser lista la chavala. Mira que pescarte a ti. Se puede creer. Lo que menos me podía figurar cuando has dicho que me querías contar una cosa.

Se acercó el botones:

—Le llaman al teléfono.

—¿A mí? ¿Quién es?

—No ha dicho.

—Vuelvo en seguida, Ángel.

—Sí, oye tú, date prisa, que decidamos lo que sea, porque se nos va a hacer tarde.

—No, hombre. Con la moto estamos en seguida. Si además no hay nada que decidir. Tú te vienes conmigo a la barrera y tu entrada para mi tío.

—Bueno anda, pues despacha pronto.

Se quedó solo el aviador, mirando alejarse al otro entre las mesas. De la de al lado se levantaron una mujer morena con un traje de seda brillante muy estrecho y un señor canoso.

«Estupenda tarde, desde luego; hoy vamos a ver cosas buenas», iba diciendo el señor, que salía delante mordiendo su puro. Ella se demoró un poco estirándose el vestido por las caderas. Al pasar al lado del aviador, le tropezó la silla y se inclinó hacia él imperceptiblemente.

—Adiós, Ángel, orgulloso —le murmuró.

Atufaba a perfume francés. Un instante le sostuvo él la mirada entre pestañas y le mandó alargando el cuello una bocanada de humo con gesto de beso. Unos pasos más allá, el señor del puro le plantó la mano, a ella, en el brazo desnudo, muy cerca del sobaco.

Ángel volvió los ojos a la fotografía que había quedado encima de la mesa. Sacó la cartera, pero antes de guardarla todavía la volvió a mirar. La chica estaba de perfil y se le veían unas pestañas larguísimas. Abajo ponía la firma «Gertru», en letra redondilla esmerada. Se le pusieron ojos soñadores, de codos en la mesa, esperando al amigo. Por la ventana se veían los soportales de la plaza, en primer término, y más allá el sol durísimo contra los adoquines. Pasó un autobús naranja atestado de personas que iban a los toros.

—Venga, ya estoy. Cuando quieras —dijo Manolo llegando.

—Has tardado poco. ¿Quién te llamaba?

—No sé. Han colgado cuando me he puesto. Alguna equivocación.