seis

LA PENSIÓN AMÉRICA era una casa estrecha con desconchados debajo de los balcones. Se llamaba abajo, y abrían la puerta tirando de una cuerda desde el primer piso; tenía platos de cobre en la pared a derecha e izquierda, según se subía. Yo, durante varios días no fui más que para dormir, temprano, como era mi costumbre, y solamente vi a la mujer de pelo gris que me sostenía la cuerda de la puerta y me miraba subir los primeros peldaños desde el final del tramo; había cambiado con ella las palabras indispensables para el alojamiento. Me dio una habitación muy grande donde parecía navegar la cama sobre el piso fregado de la madera. Era una cama de matrimonio; blanqueaba vagamente el embozo de las sábanas bajo una luz escasa en el centro del altísimo techo.

Una noche me dio pereza salir a cenar a la calle porque me había pasado la tarde leyendo en mi cuarto y pensé tomar un bocado en la misma pensión. Salí al pasillo. No había nadie. Todas las puertas estaban cerradas menos una, al fondo, por cuya abertura salía a los baldosines el resplandor de dentro tendido en una raya gruesa y oblicua. Empujé la puerta; era el comedor, una habitación más bien pequeña con mesas preparadas. Al pronto no vi a nadie; luego, mientras entraba, sentí una presencia a mis espaldas y me volví un poco sobrecogido. La puerta, al empujarla, me había ocultado una mesa más que estaba en el rincón. Sentada a ella había una chica pálida con el pelo oxigenado peinado muy tirante y grandes pendientes de bisutería en forma de aro. Había apartado un poco su cubierto y estaba acodada con la cara descansando en la mano izquierda. Los ojos levantados, me miraba sin pestañear. Yo di las buenas noches y aparté una silla para sentarme.

—Hola —saludó ella familiarmente, con un movimiento de la cabeza.

Me senté. Al principio miraba obstinadamente el mantel manchado de vino tinto. Luego levanté los ojos y ella me seguía mirando. Su rostro completamente vulgar, parecido al de otras chicas rubias que había visto muchas veces, me produjo una sensación de sosiego y somnolencia. Se sonrió.

—¿Eres nuevo?

No contesté inmediatamente. Sobre la pared, detrás de su cabeza, se agrandaba la sombra de la lámpara de cristal con sus tubitos opacos y movedizos colgados circularmente como flecos.

—¿Nuevo? No, no. Ya he venido hace días.

De una puertecita que había a la derecha medio camuflada entre dos altos aparadores oscuros, salió la mujer del pelo gris y vino olor de guiso y un chirrido de aceite en sartén. Pasó por delante de mi mesa y se quedó mirándome con expresión atónita. Me preguntó que si iba a cenar y le dije que sí.

—Pero esa mesa estaba ocupada. Si va a cenar todos los días, le pongo una para usted.

—No, todos los días no. Por de pronto hoy. Creo que terminaré antes de que vengan las personas que la ocupan. Tardo poco en comer.

No se movía ni dejaba de mirarme.

—Yo ya digo, es que esa mesa, claro, ahí se pone siempre don Ernesto con el chico; si fuera usted a cenar siempre, le ponía una. Ya con sus botellas y cosas y todo…

—Ya le dije el primer día que no pensaba comer ni cenar aquí, pero ¿no me puedo poner en otro sitio?

—Sí, hombre, siéntate aquí conmigo —interrumpió la chica rubia.

Los dos miramos hacia su mesa. Había hablado sencillamente, con cierta autoridad, y ahora estaba retirando su bolso de encima del mantel para hacerme sitio.

—Lo que es como te metas en discusiones con ella, no acabáis en toda la noche. Anda, ven. Ponga usted aquí su cubierto, Juana.

La mujer nos miraba alternativamente, de pie entre las dos mesas, y parecía que se concentraba en esperar mi decisión. Cuando vio que me levantaba y me sentaba enfrente de la chica, me colocó el cubierto sin decir nada y desapareció. Volvió a estar todo en silencio. Ningún crujido ni voces revelaban la presencia de personas al otro lado de la puerta que daba al pasillo.

—Muchas gracias.

—Hijo, de nada. Lo hago por egoísmo, porque no puedo con las monsergas.

Tenía la mano rodeando un vaso de vino y reconocí las uñas afiladísimas laqueadas de rojo. La noche que llegué no tenía sueño y me asomé varias veces a la ventana de mi cuarto que daba a un callejón trasero. Mirando los perfiles de las casas, tenía una prisa nerviosa por dormir y que se hiciera de día, porque se borrara aquella luna apepinada y vacilante que parecía un barco, y el cuarto y el callejón y yo mismo nos hiciéramos reales y tuviéramos nuestro sitio a la luz del sol. Una de estas veces que me asomé, tuve un susto. Al nivel de mi ventana, un poco a la izquierda, tan cerca que hubiera podido tocarlo, sobresalía el brazo blanco e inmóvil de una mujer, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo. Eran estos mismos dedos que ahora sobaban el vaso de vino.

—¿Dónde te metes? —me preguntó—. No te había visto nunca.

Hablaba en voz un poco baja, como si alguien fuera a oírnos. Yo al principio no noté que estaba bebida. Le hablé sin levantar los ojos de su mano, le dije que tenía mi habitación al lado de la suya. Me resultaba fácil tutearla como ella hacía.

—¿Al lado? Qué risa. ¿Es que me conocías ya?

—No te había visto hasta esta noche.

Me obligó a mirarla. Se inclinó de codos hacia mí. Entonces vi el brillo lechoso y mortecino de sus ojos, la mueca tirante con que se reía.

—Eso sí que tiene gracia —dijo—. ¿Es un acertijo? A mí me gustan los acertijos y tú me intrigas. Quieres que me interese por ti.

Le conté lo de la noche que le había visto las manos en la ventana y se rió mucho. Dijo que qué romántico. Me espiaba la expresión y yo no me reía.

—Me gustas tú porque cuentas las cosas sin chunga —dijo—. Parece mentira lo serio que eres. No se lo puede una ni creer.

Le salía una luz turbia mirándose la mano izquierda levantada en el aire.

—Qué emoción, conocerme por las manos, chico. No me había pasado nunca.

Luego me preguntó que si tenía novia y le dije que no.

—Me alegro. No me gusta alternar con los chicos de novia. Casado ya no me importa. De eso no te pregunto.

Durante la cena bebió sin cesar. Me contó que era la animadora del casino; que ya hacía años que tenía ese oficio y me explicó cómo era el traje de lentejuelas con el que había debutado en un café de Cáceres, que todavía lo guardaba porque le estaba muy bien. Se llamaba Rosa, pero en los carteles le ponían Rosemary. Me preguntó cómo me llamaba yo. Era de un pueblo de Madrid. Me habló mucho rato del río de su pueblo, un río hermosísimo, y de los baños que se daban en el verano sus hermanos y ella. Cuando terminamos de cenar, se quedó en silencio con la cara apoyada en las palmas de las manos. A mis espaldas estaba el balcón abierto. Era una noche muy clara; se veía enfrente el caserón grande que estaba en la esquina de la curva que bajaba hacia el río, con sus rejas cruzadas en las ventanas. Tenía curiosidad por aquel edificio y le pregunté a ella que si era la cárcel.

—Qué va. La cárcel no. Me parece que es el manicomio. Ya ves, yo vine aquí porque necesito ahorrar y me dijeron que era barato, ¿verdad?; pues luego me alegré cuando supe lo del manicomio. Siempre es mejor tenerlo cerca, ¿no te parece?, por si acaso, que de tanto ir de acá para allá y unos y otros, no tendría nada de particular, pero nada, que un día… Oye, yo he bebido mucho —dijo sin transición—. Estoy mareada.

Se restregó los ojos y los dejó escondidos descansando en la mano.

Habían entrado otras personas en el comedor y nos miraban. Yo me empecé a encontrar a disgusto y se lo dije a ella.

—Que nos miran, ¿verdad? —dijo en voz alta y destemplada—. No, si no me extraña. Aquí la animadora, lagarto, lagarto, y los que van con ella igual, cosa perdida. Anda, vámonos, que miren a su padre. Me acompañas a mi cuarto y así te enseño fotos del río de mi pueblo. Nos metemos los dos en mi cuarto, nos sentamos en la cama, ¿quieres?

Apuró el último vaso del vino y se levantó. Yo hice lo mismo. Salió al pasillo delante de mí; andaba con paso inseguro sobre sus altos tacones.

Esperé a que abriera la puerta de su cuarto y diera la luz. Encima de la cama, medio deshecha, había un kimono rojo. Lo apartó para atrás.

—Siéntate aquí. ¿Dónde tengo las fotos ahora? Ah, sí, aquí. Tú las miras y yo me tumbo un poco, luego si se me pasa el mareo salimos. Me gusta estar contigo, Pablo. Te llamas como un chico de Guadalajara —se reía apoyando la cabeza en la almohada—, uno que era linotipista. ¡Ay, ya no hablo más, me da todo vueltas!

Me dio el grupo de fotos. Delante de unos árboles que se veían al fondo había varias muchachas con trajes de verano. Estaban muy chiquitas y no se veían bien.

—¿Eres tú alguna de éstas?

Se incorporó y dijo que no, que era su hermana Vale, que se parecían mucho. Me señalaba una cualquiera de las cabecitas con la uña puntiaguda del meñique, acercando su cara a la mía. Luego se volvió a tumbar. Todas las fotos estaban hechas en el mismo sitio y eran parecidas; las miré despacio una por una sin decir nada. Luego se las metí en el bolso abierto. Ella se había puesto una mano por los ojos.

—No me pongo mejor, oye, qué mal ahora, qué dolor de cabeza, tengo una náusea… no vamos a poder salir.

—No te preocupes de eso, no hables, a ver si se te pasa.

Me levanté y le quité con cuidado los zapatos, luego quité las cosas de encima de la cama y la tapé con la colcha, le puse sobre la frente un pañuelo mojado en agua fría. Ella se dejaba hacer sin abrir los ojos.

—Qué bueno eres, qué bueno, no hay nadie como tú; tú no te aprovechas de verme borracha.

Lloraba silenciosamente con los ojos cerrados y las lágrimas le formaban regueros por el maquillaje.

—No hables, no te muevas; tranquila.

—Por Dios, cuando te vayas que no te vean salir. Haz poco ruido, no sabes cómo son, que no te oiga nadie, tú de puntillas.

—No me oirán, no llores, anda, ¿te apago?

Todavía estuvo diciendo cosas durante algún rato, cada vez más incoherentes, hasta que se durmió y yo me fui a mi cuarto.