doce
—ANDA, sécate los ojos.
Gertru cogió el pañuelo grande que olía ligeramente a tabaco y colonia Varón Dandy. Todavía tenía los dobleces de recién planchado. Se enterneció al llevárselo a los ojos.
—Pero de verdad, Ángel —dijo con voz quebrada—. De verdad que era una broma; que yo no quería avergonzarte delante de los amigos ni nada, que te lo has tomado al revés. Con la ilusión que me hizo preparar el paquete…
—No, Gertru, chiquita, no me lo he tomado al revés. Es que hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes?
Gertru escuchaba mirando los sofás de enfrente y la gente sentada. La voz de Ángel tenía un tono autoritario que le quitaba toda dulzura, ponía distancia entre ellos. Protestó todavía:
—Pero por lo menos que entiendas que era una sorpresa, una cosa que me salió de dentro. Ni lo anduve envolviendo bien ni nada, vine corriendo a traértelo con el mismo traje que tenía puesto en casa, en cuanto colgué el teléfono. Yo misma vine. Tienes que entender esto, por favor. Tienes que saberte reír cuando alguna vez te dé una broma.
—No me digas lo que tengo que saber hacer —cortó él con dureza. Y añadió acercándose un poco, porque ella se apartaba con gesto huraño—: Por Dios, es que se te ocurren unas cosas. Imagínate cuando bajé con los amigos y me dio el paquete el conserje. Vamos, que no sabía qué cara poner. Lo desenvuelvo, y el bocadillo de tortilla. Habrán dicho que soy un desgraciado, que me hago alimentar por ti. Además el conserje te conoce, se han enterado todos.
Gertru levantó unos ojos de niño con rabieta.
—Y a mí qué me importa, a mí qué me importa. Dijiste que llevabas dos tardes sin merendar, que no te había llegado el giro de tu madre. Me hacía ilusión, no tiene nada de malo, digas lo que quieras no tiene nada de malo.
—Bueno, ya basta. ¿Por qué sigues llorando? No te quiero ver llorar, ¿has oído? Si no te voy a poder advertir nada. Lo hago por tu bien, para enseñarte a quedar siempre en el lugar que te corresponde. Eres un crío tú. Anda, no seas tonta, pero serás crío.
Gertru se sonaba con los ojos bajos.
—Ángel está de riña con la novia —dijo Federico Hortal desde la mesa de enfrente, donde habían estado jugando a los dados.
Y se echó para atrás en la butaca, mirando en el aire una bocanada de humo. Se destacaba su figura delgada contra el metal de una vieja armadura que estaba al pie de la escalera. Sonaban amortiguadas las conversaciones y las risas como si se apagaran en la alfombra. Aquel rincón del hall del Gran Hotel con la escalera, la armadura y el tresillo grande venía retratado en las postales de la Dirección General de Turismo y por detrás ponía: «Teléfono. Baño en todas las habitaciones. Primera A».
—Riña de poco debe ser —dijo Ernesto—. Una riña de no soltarse las manos, vaya riña. Es una pareja que da sueño. ¿Lo dejamos o echamos otra?
Federico le quitó el cubilete.
—No, hombre, venga ya. Yo ya no juego más. Llevamos siete.
—Porque pierdes.
Luis Colina miraba el periódico.
—Le estará pidiendo explicaciones ella por lo de anoche —dijo alzando unos ojos maliciosos.
—¿Lo de anoche? No seas tonto. Pues sí. Como si lo de anoche fuera algo especial. Ni lo sabrá ella.
—¿Cómo no va a saberlo? Yo estoy seguro de que es por eso. Con lo arrepentido que venía a lo último, diciendo que era un miserable.
—Bueno, por el vino que tenía. Por desahogarse. Porque era la primera vez que volvía con nosotros de noche desde lo de la novia. Pero lo que yo le dije: «Temprano empiezas con los arrepentimientos. Qué vas a dejar para cuando te cases y tengas hijos y eso, que está peor irse de mujeres, si vas a mirar».
—Pues él decía que con qué cara salía hoy con ella. Yo creo que se lo está contando y que por eso riñen.
—Que no, hombre, que no. Que no le conoces.
—Es un león, desde luego, para las mujeres. ¿Os fijasteis Angelita? Se le dan de miedo —dijo Luis Colina con admiración.
Los otros no le hicieron caso.
—Pues a la chiquita esta yo no le veo nada. Tiene unos bracines que parecen palos.
—Hombre, no; es mona. Muy crío, eso es lo que pasa. Ya se pondrá en su punto. Es de las que se ponen en su punto después del segundo hijo. Qué dolor de cabeza, oye. Dos horas he dormido.
—Por ahora es de las que no deben dar ni frío ni calor.
—Eso creo, sí. Algo simplona. Yo también estoy cansadísimo.
—Y dice que se casa, eh, que no quiere esperar ni dos meses. Le ha dado fuerte.
Gertru le daba vueltas al pañuelo de Ángel, sin levantar los ojos del regazo.
—Te has quedado callada. Mírame.
—No me pasa nada.
—Que me mires.
—Déjame.
—Pero vamos, basta ya. ¿Qué va a decir mi madre mañana? Pues sí que le preparas un recibimiento. Como te vea con esa cara. Dame ya el pañuelo. La señora de Jiménez; vaya una señora de Jiménez que vas a ser tú. ¿Y cuándo lleves el anillo aquí?
—No, aquí no. Se lleva en la otra mano.
—A ver. En ésta. En este dedo. Vuélvete Así. Ya nos hemos casado. ¿Qué te parece?
—Bien —dijo ella, sonriendo.
Saludaron a Ángel. Se levantaron y saludaron con la mano.
—Eh, ¿pero os vais ya? —les llamó él, incorporándose. Se acercaron.
—Sí, arriba, a oír los discos de Yves Montand. ¿Venís luego vosotros? Hola, Gertru.
—Hola.
—No sé —dijo Ángel, mirándola—. A lo mejor. Íbamos a ir al cine. Lo que ella diga.
—Animaros, hombre.
—No sé lo que haremos. ¿A ti te apetece?
—A mí sí —dijo Gertru.
—No. Es que si no vais a venir, se lo decimos a Yoni, porque me parece que contaba con vosotros.
—¿Ah, pero por fin es guateque?
—Creo que sí. Dice éste que han avisado a algunas chicas. Ahora nos dirá Yoni.
—Hasta luego.
Subieron las escaleras con gesto cansino. En el estudio, Yoni le estaba haciendo un cóctel a Manolo Torre, en el pequeño bar. Federico se fue al lado del tocadiscos y se puso a sacar discos de sus fundas de papel y a mirarles los títulos.
—Oye, bárbaro. Tienes dos de Juliette Greco, ¿también son nuevos?
—También.
Los otros se acercaron al tocadiscos y miraron los discos, por encima del hombro de Federico.
—¿Te los ha mandado todos Spencer? —preguntó él.
—Todos.
—Pues oye, los vamos a ir poniendo.
—Como queráis —dijo Yoni—, pero os van a aburrir de tanto oírlos, como me ha pasado a mí. Yo esperaría un rato a que viniera la gente.
Les contó que venían muchos, que lo había organizado su hermana Teresa.
—¿Y con qué motivo?
—En honor de la francesa del 315, que se marcha mañana por fin. He visto que andan haciendo pastelitos y mandangas. Me toman el estudio por el pito del sereno.
—Si te traen a la francesita, no te quejes.
—De eso me quejo, claro. Me la tengo ya muy vista —se reía—. Demasiado. ¿Sabes que me regalaba un pasaje si me iba con ella?
—¿Qué dijiste?
—Que no. Que cuando tenga ganas de pasar una semana en plan, ya le pondré un cable.
Yoni hablaba con un acento descoyuntado y artificial. Les ofreció tabaco inglés de pipa, y mientras lo repartía canturreaba, llevando el compás con los hombros:
Chuchu chu baba
chuchu chu baba
chuchu chu baba
chu, chu, chu…
—Oye, ¿y este tabaco también te lo ha mandado Spencer?
—También. Con los discos. Y unas revistas de cine que están allí.
—Vaya con el americano. Ni que se hubiera enamorado de ti.
—Pues no andas tan despistado. Cosas más difíciles habría.
—¿Cómo? ¿Qué dices, Yoni? ¿Pero de verdad?
—Y tanto.
—Que‚ va, hombre. No vengas con cuentos ahora. Un tío bien simpático es lo que era. Siempre le sobraban veinte duros.
Al principio los discos franceses fueron escuchados con religioso silencio. A los que iban llegando, se les saludaba con la mano, o con gestos de que no interrumpieran. Colette, la chica Francesa del 315, traía pantalones y una blusa roja. Se fue derecha al bar, se sirvió un vaso de ginebra y se puso a beberlo apoyada en el respaldo de la butaca de Yoni, acariciándole el pelo de vez en cuando. Luego se sentó en el suelo con las piernas estiradas sobre la alfombra. Dejaba caer en la cara su pelo rubio y liso, mientras hacía sonar contra las paredes del vaso un trocito de hielo. Teresa, la hermana de Yoni, entró con las otras amigas por la puertecilla de atrás, que comunicaba con su apartamento. Traían bandejas de emparedados y las pusieron en una mesa adosada a la pared, retirando hacia el extremo algunas figurillas de barro.
—Te dije que dejaras libre esto —le gritó a Yoni.
Yoni se levantó, encorvándose hacia adelante. Alguien le había dicho que andaba como James Stewart.
—Eh tú, no fastidiéis —dijo acercándose—, que ese trabajo no está seco todavía. Hola, Estrella.
—Venga, no seas rollo. Si no te lo estropeamos. O ponlo en otro sitio, en el armarito. Te dije que lo tuvieras recogido.
—A ver, Yoni, qué cucada de imagen. ¿Es una virgen?
—No, es una cosa abstracta. Ten cuidado.
—¿Abstracta?
—Sí, guapa. Ten cuidado, no está seca.
—Pero esto es un cenicero, no lo querrás negar. ¿Lo vendes?
—Cógelo, si te gusta.
Colette no separaba los ojos del grupo que formaban Yoni y las casadas frívolas. Cuando se volvió a acercar a ella, le atrajo hacia sí fuertemente y se reclinó en su hombro:
—Oh, dis moi que tu m’aimes —le pidió lánguidamente.
Teresa, la hermana de Yoni, vino hacia ellos y se agachó a saludar a Colette. Yoni aprovechó para desprenderse. Teresa llevaba un escote exageradísimo y los ojos pintados con abéñula. Manolo Torre no separaba los ojos del borde de aquel escote, atento a que se volviera a levantar. Apuró la copa de coñac y se pasó dos dedos por el cuello de la camisa.
Cuando estaban acabando de poner los discos, vinieron Gertru y Ángel. Como la chica era nueva, y por consideración a Ángel, se levantaron casi todos. Gertru miraba alrededor, sin avanzar, con sus enormes ojos transparentes. Manolo Torre le dijo por lo bajo a Yoni:
—Vaya, ya nos hundió la niña. Yo la conozco, te prevengo que es de las que le cohíben a uno la juerga.
—¿A mí? —dijo Yoni con voz displicente—. Pues sí que me cohíbe a mí nadie nada. Con no hacerle caso…
—Pero que no se levanten todos, Ángel —dijo Gertru apurada.
—Venga, hombre, sentaros. Os presento a Gertru a todos los que no la conozcáis —saludó él, cogiéndola por el cogote y haciendo con la otra mano un gesto circular de hombre desenvuelto.
Mascullaron alguna cortesía sin mirarla de frente No sabían si volverse a sentar o no. Teresa vino y la estuvo besando.
—Ángel me ha dicho que querías ver la cocina de mi apartamento, para tomar idea para cuando os caséis.
—Sí, sí. Me encantaría —dijo Gertru.
—Desde luego es un sol. Luego vamos, si quieres. En cuanto meriende la gente un poco, te llevo, ¿eh, mona?
—Bueno. Muchas gracias.
Federico se acercó a Yoni.
—Oye tú, ¿va a haber baile luego, y eso?
—Supongo. Aquí cada uno hace lo que quiere. Ya sabes que esto siempre se lía.
—Digo por si van a venir más chicas. Chicas de aquí.
—Sí, creo que se lo han dicho a Isabel y a Toñuca, y a las catalanas, ¿por qué?
—Por Si podía yo avisar a una amiga mía.
—¿A Julia Ruiz? —preguntó Yoni.
—Sí. ¿No te importa? Me divierte porque me ha empezado a hacer confidencias de su novio. Por algo se empieza.
—Por mí trae a quien quieras. Con tal de que la dejen en su casa.
—Sí. Yo la conozco. La llamo ahora.
Se acercó al teléfono y marcó un número. Las conversaciones habían empezado a cubrir las palabras susurradas de Yves Montand.
Se puso de espaldas.
—¿Me hace el favor? ¿La señorita Julia? Ah, eres tú. Nada, ¿qué haces? ¿Le sigues guardando ausencias a ese novio fantasma…? Sí, pero bueno, debería arreglarlo de alguna manera para no dejarte vivir tan sola… Que no, bonita, que no te enfades tú… El tocadiscos eso es lo que se oye… Sí, en el estudio de Yoni. Tiene unos discos franceses, oye, fenomenales; a ti te encantarían. ¿Por qué no te das una vuelta por aquí…? Claro que me lo ha dicho él… ¿Y por qué? Algún día tiene que ser el primero. En estas fiestas pasadas, lo hemos rociado todo con agua bendita… No, ahora en serio, vente, te llamaba para eso… Bueno, pues con tu hermana… Sí, sí, yo se lo digo. Que se ponga.
Julia dejó el teléfono y fue a llamar a Mercedes, que estaba oyendo una novela por la radio.
—Te quiere hablar Federico Hortal.
—¿A mí?
—Sí, que te pongas. Quiere que vayamos al Hotel.
Mercedes salió al pasillo y Julia se quedó esperándola apoyada en el mirador. La tía Concha, a sus espaldas, cerró la radio y dijo con voz solemne: «Al Hotel de ninguna manera», luego volvió a abrirla. Julia no contestó. La gente pasaba deprisa, debía hacer frío; vio salir a doña Simona, la del tercero. Tardaba Mercedes y el murmullo de su conversación en el pasillo, que le llegaba, en las pausas del speaker, la enervaba. Imaginó la cara de complicidad que traería, y se arrepintió de haber estado más bien simpática con Federico. Encendieron las luces de la calle. Le daban ganas de escapar; se fue al cuarto de Natalia.
—¿Se puede?
—Sí, hola.
Natalia estaba echada en la cama con unos folios de papel y pinceles de colores.
—¿Qué haces?
—Un mapa de cultivos. ¿No habéis salido?
—No. A lo mejor salimos ahora. A ver, ¿qué es eso? ¿Espigas?
—Sí. Las espigas se ponen en los sitios de trigo, y racimos donde se da la vid. Está muy mal pintado.
—¿No te aburres aquí sola?
—Yo no.
—Los domingos se aburre una tanto…
—Lee algún libro. ¿Quieres que te dé algún libro?
—No, no. Si a lo mejor salimos.
Mercedes, cuando vino a buscarla, ya había convencido a la tía para que las dejara ir. Tuvo que discutir bastante con ella, decirle que era por Julia, que aquel chico le convenía mucho y que no se le podía decir siempre a todo que no, porque se iba a hartar, que había que aprovechar estos días en que Miguel y Julia habían dejado de escribirse para ver si a ella se le quitaba por fin de la cabeza la idea de aquel dichoso novio. Tía Concha había oído decir que Federico Hortal era un poco borracho, «… y si va a salir de Herodes para meterse en Pilatos» «Que no tía, qué disparate, si es un chico excelente, fíjate qué familia, no me vayas a decir ahora que no es un partido ese chico; y tiene verdadero interés, ya te conté lo que me dijo el otro día en el casino. Diferencia con ese memo, que nadie le conoce ni sabe quién es ni nada; una persona educada que se sabe presentar en cualquier sitio, no un chiflado. De beber ya te digo, no creo, pero aunque bebiera un poco, eso son cosas…» «Bueno, sí, está bien pero ¿al Hotel vais a ir?» «Es un día. Y Julia no va sola, tía, voy con ella. Es por lo que es, ya sabes que a mí tampoco me gusta mucho aquel ambiente.» «¿Cómo te va a gustar? Todo gente joven, solos allí, como cabras locas, sin ninguna persona de representación, metidos entre cuatro paredes. Desde luego, Si vais, que no lo sepa tu padre.» «Bueno, ahora es un poco distinto, ¿eh?, desde estas ferias ya van chicas de aquí, las dejan en sus casas. Chicas conocidas, Isabel, y muchas. Creo que ahora no es como antes; y también matrimonios. Otra cosa.» «Pero venir pronto. Dicen que algunas chicas hasta se quedan allí a cenar con sus novios y todo.» «Que no, por Dios, mira que son unas advertencias. ¿Cuándo hemos hecho nosotras eso? A las diez en punto estamos aquí.» «Antes, un poco antes.» «Antes no sé, tía, son las ocho menos cuarto entre que nos arreglamos y llegamos y todo.» «Si lo que no sé es la necesidad que teníais de ir. Bueno, en fin, a las diez. Pero en punto.»
Julia le preguntó lo que le había dicho a la tía para que las dejase ir.
—Nada, que nos apetecía, que estábamos toda la tarde de domingo metidas en casa —explicó Mercedes.
—Algo más le habrás dicho, porque si no…
Natalia las oía sin levantar los ojos de su mapa. Julia estaba sentada a los pies de la cama y se hurgaba en las uñas, se levantaba a tiras el esmalte viejo.
—Pero venga, muévete —dijo Mercedes con impaciencia—. Tenemos que arreglarnos. ¿Es que no te apetece venir?
—Sí, mujer, pero tenemos tiempo.
—No tanto tiempo; son menos diez.
—Vaya una ilusión que te ha entrado.
—¿Yo? —se señaló Mercedes con acento de víctima—. Por ti lo digo. Por ir contigo; mira tú a mí qué me importa. Porque me pareció que tú querías. Lo que es a mí…
Julia estaba medio arrepentida de ir. Por el camino no habló apenas, y andaba de mala gana, parándose. Su hermana se enfadó, le dijo que ni que la llevaran al patíbulo. Que se volviera, Si quería.
Cuando llegaron al estudio de Yoni, había ya mucho jaleo. Estaba la chimenea encendida; ceniceros y botellas esparcidos por la alfombra. Al principio no vieron a Federico, empotrado en una butaca del fondo con una copa de coñac en la mano. Las vio él y les hizo una seña, levantando el brazo libre, sin moverse de su postura. Ellas se habían parado a saludar a Gertru que estaba al lado de la puerta.
—Mírale —dijo Mercedes—. Está allí.
—Bueno, y qué pasa —se volvió Julia—. Ni que hubiéramos venido a buscarle. Estás más gorda, Gertru.
—Hola, ahora vamos. Mira, Julia, nos está llamando.
—Yo no voy —dijo Julia secamente—. Estoy bien aquí.
—Hija, mira que eres. Nos está diciendo no sé qué. Yo sí voy.
—Pues vete.
—Ahora vengo.
—¿Y tu novio? —le preguntó Julia a Gertru cuando se quedaron solas.
Ángel estaba de espaldas un poco más allá, en un grupo al lado del bar.
—Ahí, ¿no lo ves? Le está dando un recado a un amigo.
—Creo que os casáis pronto.
—Sí. Mañana viene mi suegra. Me va a llevar con ella a Madrid a escogerme el equipo.
—Qué estupendo. Estarás encantada.
—Fíjate.
Mercedes había llegado junto al sillón donde estaba hundido Federico, y hablaba con él apoyada en el respaldo. Miraron hacia acá y Julia desvió la vista. Buscó un hueco de pared para sentirse menos desairada.
—Es muy pequeño esto y hace calor, ¿no encuentras? —le dijo a Gertru.
—Sí, eso estábamos comentando antes Ángel y yo, que debían abrir alguna ventana. No sé para qué han encendido la chimenea.
—Ya, ya. Díselo a alguien que abran.
—No sé a quién.
—A tu novio, que se lo diga a los de aquí.
El vaho formaba una niebla en los cristales y detrás se dibujaban tejados, luces y ventanas de afuera, del otro lado de la calle. Gertru se quedó un poco callada, mirando la ventana con ojos distraídos. Le picaba el humo dentro. Todavía no era de noche.
—¿Y Tali? —preguntó.
—Mejor. Ya está buena.
—¿Ha estado mala? No lo sabía.
—Sí. Como ya no vas nada.
—Es verdad, pobrecina. Con lo que yo la quiero. ¿Está enfadada?
—No. No creo. Vamos, no sé.
—Me acuerdo cuando subíamos a la torre de la catedral —dijo Gertru sin apartar los ojos de la ventana—. Y cuando nos parábamos en los charlatanes. Lo pasábamos bien; a estas horas salíamos de clase. La tengo que llamar.
Vino Teresa para saber si quería ir con ella a ver la cocina de su casa. Que se viniera también Julia, que nunca había estado.
—… y os enseño la ropa que me han traído de Tánger.
Julia dijo que bueno y salieron las tres. Teresa llevaba a Gertrudis cogida por los hombros.
—Te rapto un poquito a este cielo de novia, tú, mala persona —le dijo a Ángel, al pasar a su lado.
Federico, mientras se servía la séptima copa de coñac de la tarde, le estaba diciendo a Mercedes:
—Pues, chica, creí que ya no veníais. Pero ¿y con el novio, en qué está?
—Yo qué sé en qué está. Que tendrán que dejarlo. Yo he dicho que no se casaban desde el primer día. Pero como ella es tan bruta, porque es brutísima, ha dicho por aquí meto la cabeza, y nada, hasta que se la rompa. A mí es que me pone…
—Mujer déjala —dijo Federico con pereza, estirándose—, no te lo tomes así.
—Pero cómo quieres que me lo tome. Si es que es verdad, hombre. ¿Tú crees que ella pide consejo ni dice una palabra a nadie? Nada, ni una palabra, ya ves, dos hermanas que duermen en la misma habitación desde chiquitas Pues nada, se puede estar muriendo de un disgusto que no me lo dice. Fíjate, ahora lo sé yo que está reñida con Miguel, y que seguramente es definitivo. Pues si le pregunto que si ha tenido carta, que sí, siempre que sí. Lo sé yo que hace más de un mes que no la escribe…
—¿Y tú por qué crees que no la escribe?
—Pues porque es un idiota, un cara. A mí me lo podía hacer.
Federico se desempotró trabajosamente de la butaca.
—Siéntate aquí —le dijo a Mercedes—. ¿Y ahora por qué no se ha acercado aquí contigo? ¿Adónde va con ésas?
—Lo hará por hacerte rabiar, por táctica. A mí muchas veces me parece que tiene interés por ti… Pero no, déjalo, si no me siento, ya me buscaré yo otra silla.
—No, hija, no te molestes, si no hay sillas. Fíjate cómo está todo.
Mercedes echó una mirada en torno. Todavía no se había fijado en la habitación. Vio parejas aisladas que bailaban por los rincones donde había menos luz, gente de espaldas en el bar y junto a la mesa de los emparedados; otros sentados por el suelo. La mayoría de las caras no las conocía.
—¿Aquello qué es? —le preguntó a Federico.
Había dos camas de madera en una esquina, encima una de la otra, como en los barcos, y en la de abajo se veían tumbadas algunas personas, las caras hundidas en lo oscuro, las piernas sobresaliendo, y se movían, alternadas de hombre y de mujer.
—¿Aquello? Nada, las literas de Yoni. Por si se queda él a dormir alguna noche, o amigos. Él trabaja de noche casi siempre, ya sabes. Pero ¿no habíais venido nunca?, ¿es posible?
—Nunca, yo por lo menos.
—Chica, qué atraso. Aquí es el único sitio donde se pasa bien y se conoce de vez en cuando a gente divertida. ¿Pero por qué no te sientas?
Mercedes se sentó. Era una butaca muy cómoda. Federico se agachó a coger una botella que había en el suelo y la destapó con los dientes. Le dio a ella un vaso vacío.
—¿Quieres beber?
—¿Qué es?
—Coñac.
—Huy, no. No me gusta.
—Venga, no seas cursi. Te tomas el primer sorbo con la nariz tapada. Verás qué bien sienta.
—Basta, basta, no me eches más.
Pasó Isabel bailando con uno de pelo cepillo.
—Hola, Isa.
—Hola, qué milagro, vosotras aquí.
—Ya ves.
—¿También está Julia?
—También, por ahí anda.
—¿Le estás pisando la conquista? —sonrió Isabel.
—¿Yo? Qué tontería.
—Sí, sí, fíate de las hermanitas. Bueno, hasta luego.
—Hasta luego.
Hubo un silencio. Luego Mercedes bebió el primer sorbo de coñac.
Se habían aburrido de los discos franceses. Estaban poniendo ahora un mambo muy estrepitoso. Lo coreaban con pataditas y palmadas las amigas y amigos de Teresa, sentados en corro alrededor de la chimenea. Colette y Yoni se aburrieron de bailar y se sentaron en aquel grupo. Ángel le pidió a Yoni que le presentara a su amiga.
—No vale, tú ya tienes novia —dijo Yoni.
—Sí, pero se ha ido a un recado. Me tengo que dar prisa para conocer a esta preciosidad. La francesa le miró sonriente, los ojos interrogativos. Se dieron la mano.
—Oye, aunque esté en plan contigo, ¿me dejas decirle que está de miedo?
—Díselo, no te va a entender.
—Entonces, mejor. Estás para comerte, preciosa. Para co-mer-te.
—Comment?
Dijo Manolo Torre que aquello era un tostón, que aquello no se animaba hasta que un tal Ramón cantase bulerías. «Convéncele tú, Estrella, de algo servirá que sea tu marido.» Estrella, de traje verde como una funda, gateó por la alfombra hasta el marido, rubio, alto, con pinta de inglés, que estaba sentado inmóvil mirando al fuego. Se le encendían reflejos en el pelo con las llamas, se le volvían a borrar.
—Tú, Ramón, te has quedado de un aire.
La mujer se puso en cuclillas a su lado, le abrazó por la cintura.
—Anda, mi vida, no defraudes a la afición.
—Es una pena que no quiera —repitió Manolo—. Lo hace de maravilla, de maravilla.
Estrella se volvió a su postura de antes y pidió un pitillo.
—Todavía no está bastante borracho —dijo—. Le ha dado tímida.
Le tendieron una cajetilla de Chéster y ella hizo un gesto de asco.
—Por Dios, estás loco, de eso no. A mí lo que me priva son los peninsulares.
Cuando volvió Teresa, aquel grupo de la chimenea se había hecho el más numeroso. Se acercó con Gertru.
—Qué horror, en un rato que no estoy cómo ha subido esto de tono. Déjame un sitio, Talo. Me he quedado para atrás. Que te corras un poco, hombre; no me hacéis ni caso. Ah, mira, Ángel, aquí te entrego a tu novia sana y salva; yo no quiero responsabilidades. Dadme algo de beber.
Julia, al volver a la habitación, se quedó apoyada en la pared, sin saber con quién irse. Se le acercó Luis Colina, que andaba de un lado para otro.
—Hola, no te había visto. ¿Has venido con Goyita?
—No. ¿Por qué?
—Creía que ibais mucho juntas, creía que erais muy amigas.
—Sí, somos bastante amigas, pero no la he visto. Yo he venido con mi hermana.
—¿Quieres bailar?
Julia vio a Federico bailando con su hermana. Tuvo miedo de que vinieran.
—Bueno.
Los miraba de reojo, esquivándolos entre las parejas. A Luis Colina le sudaban un poco las manos.
—Así que sales bastante con Goyita, ¿no?
—Un poco, más bien poco.
—Yo la llamo algunas veces por teléfono —dijo Luis—. Me parece que no le agrada mucho, no sé. ¿A ti te ha dicho algo?
—A mí no.
—Es que tengo mucho despiste con ella. Me gusta, pero no sé qué hacer. Las chicas sois unas criaturas tan raras, no se sabe nunca. Vamos, habrá excepciones, no quiero que te ofendas.
—Si no me ofendo.
—Pones cara de rabiosilla.
—Qué bobada.
Julia miraba por encima de su hombro, tratando de ocultar su aburrimiento. La habitación le parecía completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle. Deseaba irse.
—Pues sí, es un lío. Perdona, te he pisado.
—No. Ha sido culpa mía.
—Así que no te ha dicho nada de mí. No sé, tienes ojos de mentirosilla.
—No, hombre, que no me ha dicho nada. Que te conocía y eso. De pasada. Oye, hace un calor horrible. ¿Te importa que vayamos a beber una coca-cola?
Federico bailaba muy apretado, apretadísimo. Mercedes, entre el coñac que había bebido y aquella especie de pacto de confidencias que le ataba a él, no era capaz de protestar. Echó la cabeza hacia atrás para seguir bailando, y así, mientras hablaba, le era más fácil hacer fuerza disimuladamente para separarse un poco.
—Ahí la tienes —dijo, señalando a Julia con la barbilla—, ella tan tranquila, como si no le pasara nada, y yo todo el día preocupada, que ni como ni vivo, pensando en su dichoso asunto.
—Sí, claro, entre hermanas es natural.
—Si no es porque sea mi hermana. Me pasa igual con las cosas de todo el mundo. Tú no sabes cómo soy yo. Cuando uno es así, no lo puede remediar.
Mercedes hablaba a chillidos, unos más altos que otros. Llevaba un flequillo rizado, y al moverse le hacía cosquillas a Federico en el mentón.
—Pero déjate llevar.
—¿Bailo mal?
—No. No es que bailes mal. Pero haces fuerza. Tú deja que yo te lleve.
Mercedes dejó de hablar y él volvió a apretarla fuerte. Sentía ella contra su mejilla el roce de la solapa de príncipe de Gales, un botón de la chaqueta contra su estómago.
Manolo Torre le dio a Yoni con el codo:
—Oye, ¿esa chica está en plan con Federico?
—No, su hermana. No es que esté en plan, es que a él le divierte deshacer noviazgos.
—Oye, pues la que se le da como el agua es ésta. Mira, mira ahora. Si va bailando con los ojos cerrados, se le desmaya viva encima. Mira, hombre, no te lo pierdas.
Le cogió por el cogote para que inclinara la cabeza. Yoni se desprendió.
—No los veo. Allá ellos. A mí qué más me da. La hermana es esa otra. Esa de gris. Son de las que no vienen por aquí ni a tiros, no sé cómo han pisado hoy.
—Está mejor la de gris.
—De cuerpo sí. Si vistiera de otra manera. De cara allá se van. Para mí, ni en un saldo.
—Sí, son bastante amorfas.
—Gente estrecha, yo no sé, Federico. A una de estas hermanitas le das un beso y te has hundido. Te tienes que casar con ella.
—Bueno, con muchas chicas pasa eso —dijo Manolo—. Pero con no casarte…
Había venido mucha gente nueva y otros se empezaban a ir. Allí, alrededor de la chimenea, escuchando a aquel Ramón que había roto a cantar bulerías, había una fila de gente sentada y otra detrás de pie. A Gertru no la habían dejado ponerse al lado de Ángel porque dijeron que novios con novios era un atraso. De vez en cuando se miraban, cuando no les pillaban cabezas por medio. A ella le presentaron a un chico delgado y de algunas canas, Pablo Klein, alemán. Se sentó allí al lado, sin hablar en bastante rato, como ella, rozándola con la manga de su chaqueta de pana.
Todo estaba por el suelo. Pitillos, vasos, cáscaras. A la francesa sólo se veía un brazo. El otro lo tenía camuflado para atrás y Ángel, que le había pisado la mano con la suya sobre la alfombra, como por descuido, le acariciaba ahora el antebrazo, mirándola a los ojos cuando Gertru no le veía.
Quitaron la gramola porque ya no se oía en todo el recinto más que la canción y las palmas que la coreaban. Ramón se puso a zapatear, agitándose y chillando como epiléptico, y casi todos se vinieron para allí. Entre el barullo, Julia estaba buscando a Mercedes para que se fueran. Descubrió a Gertru y se agachó para preguntarle. Gertru no la había visto, no se daba cuenta, tardó en contestar. Levantó unos ojos de azaro e incomprensión y Julia vio que le había interrumpido una conversación con el chico alemán.
—Si no encuentras a tu hermana, no te apures, yo te acompaño —le decía todo el tiempo Luis Colina a Julia.
—No, hombre, si la tengo que encontrar. Tampoco es esto tan grande.
—Pero no tengas prisa, mujer. Vamos a oír otro poco a este chico. Es pronto. Estará por ahí. En la terraza.
—Bueno, en la terraza. ¿Qué va a hacer en la terraza a estas horas? ¿No ves que está cerrado por dentro?
Desde la terraza se veían los tejados de la Plaza Mayor. El cielo estaba muy estrellado y hacía frío. Dijo Mercedes que mejor meterse para dentro, que se iban a coger lo que no tenían, pero Federico no se movió ni contestó siquiera. Tenía la mirada cargada de coñac. Ella le puso una mano en el codo.
—Anda, no estés así.
—Así, ¿cómo?
—Así, triste. No te quiero ver triste.
—¿Triste yo? Tú estás mal, chica.
—No seas tonto. Tú haz lo que te digo. Hazte desear. Yo me la conozco, verás cómo te da resultado esa táctica. Y sobre todo no le digas que has hablado conmigo de ella. Si se lo dices, lo echas a perder todo. Pero no pongas esa cara, hombre, ¡ánimo!
Federico la miró. La veía borrosa. Ella le vio el brillo de los ojos al reflejo de las letras del Gran Hotel encendidas debajo de ellos, entre los tiestos de la azotea. Sintió azaro y apartó la mano de la manga de su chaqueta.
—Qué alto —dijo asomándose a la balaustrada, con un escalofrío—. Me da vértigo. Se ve la gente chiquitita chiquitita. ¿A ti no te da vértigo asomarte?
Ponía una voz infantil.
—A mí no —dijo él.
—¿Te das cuenta? Estamos encima de las letras.
—¿De qué letras?
—De esas que se ven desde abajo que dicen «Gran Hotel». Hace ilusión. Pero, oye, debíamos meternos. Dirán que dónde estamos.
—Yo estoy bien aquí. Sólo que se ha acabado la botella.
—Yo no quiero beber más. Me mareo. Tú no bebas tampoco.
—Eres una chica muy maternal. Otro vaso sólo.
Se acercaron a la puerta de cristal para entrar. Alguien les había cerrado desde dentro.
—Oye, no se abre, nos han dejado aquí —dijo Mercedes apurada—. ¿Por dónde entramos, tú? No se abre.
—Bueno, pues aquí quietecitos. No pasa nada. ¿Tan mal estás conmigo?
—No, oye, que debe ser muy tarde. No te vuelvas a sentar, hombre. Mira a ver si puedes abrir. Ven.
—Ya saldrá alguien —dijo Federico—, y entonces entramos nosotros. Anda, siéntate aquí, mira, en el tiesto. Y yo en el suelo.
—Por Dios, no, haz algo, hombre, qué horror. Si ya te decía yo que no salir, si no sé para que hemos salido. Voy a ver la otra puerta.
Estaba cerrada también. La empujó con la mano, con las rodillas casi dando patadas a lo último.
—Nada, no se abre.
—Llama y desde dentro te oyen —dijo Federico, sentándose en el suelo y cerrando los ojos.
Mercedes acercó la cara al cristal. Veía lo de dentro sin distinguirlo bien, confuso por el vaho de los cristales. Había dos figuras que no reconocía, muy juntas, sentadas de espaldas en el mismo sillón. Dio unos golpecitos tímidos y luego más fuerte. No oían.
—Ay, Llama tú, por favor, Federico, qué horror, Dios mío.
Le salió una voz casi de llanto. Él se puso más cómodo y al moverse le dio náusea.
—Pero parece que te he raptado, yo no te he raptado —dijo lento y estropajoso, cuando pudo hablar.
En aquel momento empezaron a oírse campanadas en el reloj de la plaza.
—Gertru, son las diez. Cuando quieras nos vamos. Eh, tú, Gertru, cariño.
Ramón se había cansado y estaba tirado en la alfombra con la cabeza en el regazo de su mujer. Quedaba menos gente. Gertru levantó los ojos bruscamente a la señal del brazo de Ángel.
—Sí, vámonos; cuando tú quieras.
Se levantaron.
—Les hemos tenido demasiado castigados —dijo Manolo Torre riéndose—; ahora los dejaremos irse juntos, pobrecillos, que hagan un poco el novio.
Ángel dio palmadas en algunos hombros.
—Hasta ahora —le dijo a Manolo por ahora vuelvo. No os vayáis.
Salieron a la calle. Gertru no decía ni una palabra. Le preguntó él que si le duraba el enfado de lo primero de la tarde y ella dijo que no. Que si se había molestado porque habían bailado poco.
—Que no. Pero por qué. Qué tontería.
—Esta gente es así. Son modernos. Hay que alternar con todos. Estando juntos lo mismo da, ¿no te parece? Estando yo con mi novia bonita.
—Claro; quién dice nada.
—No sé, me parecía que no te habías divertido. Oye, ¿quién era ese chico de las canas que se sentó un momento con Ernesto donde tú?
—Un profesor de alemán.
—¿Qué te decía? No lo conozco.
—Nada. Da clase en el Instituto. Le he estado preguntando que si conoce a Tali.
Ángel estaba muy cariñoso y eufórico. En un escaparate que tenía espejo se paró y puso su cara muy cerca de la de ella.
—Mira qué dos, lucero. ¿Que te parece a ti de esos dos?
—Quita, hombre, no seas…
—Arisca, algunas veces no hay que ser tan arisca.
—Oye, dice ese chico que por qué no termino el bachillerato —dijo ella de pronto, mirándole en el espejo.
—¿Qué chico?
—Ese profesor.
—¿Y a él qué le importa?
—No, hombre, yo digo también lo mismo. Es una pena, total un curso que me falta. Estoy a tiempo de matricularme todavía.
Habían echado a andar otra vez. Ángel se puso serio.
—Mira, Gertru, eso ya lo hemos discutido muchas veces. No tenemos que volverlo a discutir.
—No sé por qué.
—Pues porque no. Está dicho. Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra. Además, nos vamos a casar en seguida.
Anduvieron un poco en silencio.
—Cuántas veces tenemos que volver a lo mismo. Ya estabas convencida tú también.
—Convencida no estaba —dijo Gertru con los ojos hacia el suelo.
—Bueno, pues lo mismo da. Te he dicho que lo que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto.
Llegaron al portal de casa de ella. En el portal él le besó los ojos y le dijo que estaba muy guapa, que quitara el ceño, todo casi al oído. Ella se desprendió.
—Bueno, me subo.
—No, no te subas. Todavía no me has contado cómo era esa cocina que has ido a ver.
—Muy bonita.
—Dilo con una sonrisa, sin esa cara.
—Muy bonita, preciosa. Mañana te la dibujo.
—Si te gusta igual, la ponemos igual.
—Es imposible igual —dijo Gertru con los ojos animados repentinamente—. Debe ser carísima. Parece de revista, de esas que vienen con los postres pintados en colores. Es de bonita… no te lo puedes figurar.
—Y qué que sea cara. Mi madre nos la regala, no se va a arruinar por eso, que tiene mucho. Pero tú, a ver si aprendes a hacer cosas ricas, que yo soy muy goloso. Si no, no hay cocina.
Se volvió al Hotel silbando. Por los soportales de la Plaza se cruzó con Mercedes y Julia que venían discutiendo y andando de prisa. Le dijeron adiós. La Plaza estaba ya casi desierta.
—Al sereno le llamas tú. Y las explicaciones que te dé la gana las das tú —decía Julia—. Yo no he tenido que ver nada con todo esto.
—La culpa ha sido tuya —se defendió Mercedes—, que te comportas como una imbécil con ese pobre chico y me haces quedar en ridículo.
—¿Pero quién te pide nada? Tú te metes en lo que no te llaman. Qué asco, ni que fueras mi apoderado. Tengo veintisiete años, me basto sola.
—Es un chico estupendo, estupendo —le cortó Mercedes con vehemencia—. Tener un chico así y despreciarlo, no sé cómo no te enamoras de él.
Julia se paró.
—Asco le estoy tomando, ¿lo oyes?, asco. Era un amigo como otro, pero ya no le puedo ni ver, de tanto como me lo metéis por las narices.
—Porque no sabes lo que quieres. Porque eres una histérica.
—Tú sí que eres una histérica. Ponerte así por un borracho, que estaba como una uva. A ver quién ha hecho el ridículo esta noche. Tú o yo.
Cuando subieron la escalera de casa eran las once menos veinte. No habían vuelto a hablar.
—De lo de la terraza, no digas nada a la tía —pidió Mercedes con voz humilde, y sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
—Yo qué voy a decir. No pienso decir nada de nada. Te regalo a Federico envuelto en papel de celofán. Cásate con él, si tanto te gusta, que estás por él que te matas, hija, que eso es lo que te pasa. Cásate con él, si puedes.
Mercedes se echó a llorar.
—Después de lo que hago por ti. Encima. Encima de que me tomo todas tus cosas como si fueran mías. Si soy imbécil, si la culpa la tengo yo. Eres mala, eres mala.
Subían con unos escalones de diferencia. Mercedes delante, y sus sollozos se fueron haciendo ahogados y secos, sólo cuatro o cinco hasta desaparecer. A Julia le entró remordimiento de lo que le había dicho precisamente entonces, cuando la otra dejó de llorar, cuando la vio rígida y altiva, con la boca plegada, los ojos en el vacío, mientras se apoyaba en la pared, esperando a que abrieran la puerta. Tardaron. Esperaban como dos desconocidos. Mercedes se metió en cuanto abrieron, dándole un empujón a Julia con grosería, y ella supo el daño que la había hecho con sus palabras. Julia tenía carta. Se la dio Candela, sacándola del bolsillo del delantal con una sonrisa. No la pudo leer hasta después de la cena.
Ya habían cenado todos, y el padre les dijo unas palabras solemnes acerca de lo que nunca, bajo ningún concepto, debe hacer una chica decente. Ella apretaba el sobre en el bolsillo con la mano izquierda. Dijera lo que dijera, qué más daba, era la letra de Miguel. Si le pedía lo más disparatado, lo haría; haría lo que le pidiera. Por dos veces se encontró con la mirada de Mercedes a través de la mesa, unos ojos reconcentrados de soledad y rencor y le pareció más vieja que otras veces. Pero ella estaba alegre. La carta de Miguel la inmunizaba contra todo.
«Soy egoísta, qué egoísta soy —pensó después en el cuarto de baño, cuando ya la había leído por tres veces y había llorado de tanto gozo—. Me vuelvo dura con Mercedes, que no tiene nada, la pobre, que no sabe lo que es leer una carta así.» Se puso los bigudís lentamente. Le daba pereza entrar en la habitación a dormir. La ventana del cuarto de baño daba a un patio trasero y estaban las estrellas y un pedazo de luna encima del tejadillo de otra casa. Miguel la había besado muchísimo la última noche en el río, se besaron hasta que ya no podían más. Se alegraba de ese día y de ese recuerdo con toda su alma. Se acordaría siempre. Le daba pena de su padre y de Mercedes y de todos los de casa.
Entró de puntillas y se acostó sin atreverse a dar la luz. Era incómodo no tener una habitación para ella sola. Su hermana no se movía ni hacía ruido, pero esta noche conocía Julia que estaba despierta en que no la dejaba dormir a ella y le impedía sentirse libre con sus recuerdos. Se la imaginó contra el rincón, con la cabeza metida entre los brazos. «Si espero a mañana para hablarla es peor; se habrá enfriado la cosa y será peor. Ahora, ahora que estoy alegre. Es injusto que yo tenga tanta felicidad y ella sufra.» Buscó las palabras, trató de decirlas, pero no era capaz de abrir los labios. «¿Y si a lo mejor se ha dormido? ¿Y si no me contesta?» Oyó un suspiro, un sorber de lágrimas debajo del embozo.
—Mercedes, ¿estás dormida? Mercedes…
No tuvo contestación. Ser tierna no le salía. Recordó el Kempis: debía ir allí y abrazarla. Se levantó descalza.
—Perdóname, Mercedes.
—Anda, déjame, vete… —le contestó una voz terca.
—Perdóname, mujer —insistió con esfuerzo—. Ha sido la tensión de estos días. No he querido decir lo que te he dicho. ¿Por qué no te vas a poder casar con Federico? Con Federico y con cualquiera. Son cosas que se dicen por maldad. Sólo que me debías haber dicho que te gustaba.
Dio la luz pequeñita. Mercedes todavía no había sacado la cabeza del rincón, pero lloraba con hipos que le sacudían y se dejaba acariciar la cabeza por su hermana, sin oponer resistencia.
—Anda, llora, llora lo que quieras. No sé por qué soy tan mala contigo. Estabas muy guapa esta tarde con el traje azul.
Desde su cama, a oscuras, Tali oía el cuchicheo de las hermanas, a través del tabique.