cuatro
DURANTE DOS DÍAS ni siquiera retiré el equipaje de la consigna, tal carácter de provisionalidad había adquirido mi estancia.
Muerto don Rafael Domínguez, desaparecía el pretexto de mi viaje, aunque la verdad es que yo mismo me daba cuenta, paseando por las calles de la ciudad, de que en el fondo nunca había pensado, ni aun antes de emprenderlo, que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto más que el que se estaba cumpliendo ahora, es decir, el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad en la que había vivido de niño, y pasearme otra vez por sus calles, que sólo fragmentariamente recordaba. Casi todo lo veía como cualquier turista profesional, pero de vez en cuando alguna cosa insignificante me hería los ojos de otra manera y la reconocía, se identificaba con una imagen vieja que yo guardaba en la memoria sin saberlo. Me parecía sentir entonces la mano de mi padre agarrando la mía, y me quedaba parado casi sin respiro, tan inesperada y viva era la sensación.
No me fue difícil encontrar el barrio donde habíamos vivido aquellos dos inviernos, cerca de la Plaza de Toros. Ahora por allí estaban construyendo mucho, asfaltando calles y abriendo otras nuevas. Se levantaban las casas amarillas sonrosadas, lisas, con sus ventanas simétricas. La nuestra, un viejo chalet con jardín, la habían demolido. También encontré la catedral y él rió. El río estaba cerca de mi pensión. Bajaba en curva la calle de arrabal empedrada de adoquines grandes y se veían por la cuesta arriba camionetas y carros de arena tirados por una ristra de tres o cuatro mulas, su carretero al pie, avanzando lentamente al mismo paso de los animales. Crucé a la orilla de allá atravesando el puente de piedra, y caminé hacia la izquierda por una carretera bordeada de árboles hasta dejar lejos la ciudad. Luego la vi toda al volver, reflejada en el río con el sol poniente, como en tarjetas postales que había visto y en el cuadro que mi padre pintó, perdido como casi todos después de la guerra.
A mediodía me gustaba sentarme en las terrazas de los cafés de la Plaza Mayor, y me estaba allí mucho rato mirando el ir y venir de la gente, que casi rozaba mi mesa, escuchando trozos de conversación de los otros vecinos, tan cerca sentados unos de otros que apenas podían cambiar sus sillas de postura. Había mucha animación. Sobre todo muchachas. Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba por el sol. Se canteaban por entre las mesas del café y llamaban a otras, moviendo los brazos; se detenían a formar tertulias en las bocacalles. Venía la musiquilla insistente de un hombre que soplaba por el pito de los donnicanores con su cajón colgando donde los alineaba. Otro vendía globos. Los desplazaban con los empujones. En medio de la plaza tocaba una banda. Las rachas de música estridente a veces se apagaban en susurros o cubiertas por el ronquido de unos autobuses naranja que salían de debajo del Ayuntamiento cada cuarto de hora, despejando la gente aglomerada, envolviéndola en el humo de su cola negra.
Al tercer día de mi estancia todavía no había decidido ni quedarme ni marcharme, pero me entró curiosidad por conocer la familia de don Rafael. No fui a verles con ningún proyecto determinado; sin embargo, con el presentimiento de que esta visita me ayudaría a tomar alguna actitud.
La calle del Correo era estrecha, calle de iglesias y conventos, con árboles antiguos. Me quedé parado delante del portal, indeciso; y unas señoras que bajaron de un Cadillac rojo me pidieron que las dejara pasar. «Oye, ¿me he arrugado mucho?», preguntó la que iba delante. Eran tres. No había portería. Eché escaleras arriba detrás de ellas, acomodando mi paso al suyo porque no quería adelantarlas. Sus tacones se movían de un peldaño a otro y hacían variar la postura de sus cuerpos esforzadamente, como en los saltos de la cámara lenta. Llegaron al rellano y se detuvieron; una de ellas llamó en primera puerta.
—Por favor, saben ustedes, ¿los señores de Domínguez?
Se habían apartado un momento para dejarme paso y se volvieron hacia mí.
—Es aquí, en esta puerta —me miraban las tres con atención—. Donde nosotras hemos llamado.
Di las gracias y se hizo un silencio mientras esperábamos, pero de dentro de la casa venía un rumor de pasos y conversaciones.
Abrió alguien que estaba cerca de la puerta y ellas entraron con mucha confianza. Había grupos por todo el pasillo, personas que pasaban con sillas y otras que se despedían. A mí nadie me preguntó nada y di unos pasos sin rumbo fijo hasta el umbral de una habitación grande. «Por Dios, no se molesten, que no se mueva nadie por nosotras», entró diciendo una de las señoras que habían subido conmigo. Y oí sillas que se corrían. Eché una rápida mirada, sin atreverme a entrar. A la derecha había mujeres, alrededor de una mesa camilla, y a la izquierda hombres, sentados y de pie, o apoyados en respaldos. Una doncella salió con una bandeja de vasos, y me pareció que me miraba con curiosidad. Me dieron ganas de marcharme, camuflado entre un grupo de personas que se iba en aquel momento, y hasta me separé de la pared para hacerlo, pero luego vi que se estaban despidiendo de una chica de luto en la puerta y que yo también lo tendría que hacer. «¿Para qué has salido, mujer, Elvi? ¡Qué disparate! Anda, anda con tu madre, la pobre.» «Dijo mi hermana que a lo mejor vendría luego.» Ponían voz compungida, como declamando. Le dieron besos a la muchacha de luto. Ella se mantuvo un instante con la puerta entreabierta a la escalera, diciendo adiós; luego se volvió de cara a mí para cerrarla y se quedó con la espalda apoyada en los brazos cruzados, con un gesto de cansancio. Me miró sin parpadear. En ese momento estábamos los dos solos frente a frente, separados por el estrecho pasillo que bruscamente se había vaciado. Le sostuve la mirada y supe que iba a hablarme; esperé.
—¿Usted buscaba a alguien? —preguntó por fin, sin moverse ni ceder en la fijeza de su mirada.
—Seguramente a usted, por lo menos eso creo.
Hubo una pausa. Me turbé porque sus ojos brillaban demasiado, igual que con fiebre.
—¡Qué raro es todo esto! —dijo pasándose la mano por los ojos—. Por favor, no se mueva ni diga nada ahora, ¿quiere?
No me moví ni dije nada. De pronto había tenido la sensación de estar en el teatro. Su postura con la mano cubriéndole a medias el rostro, el tono misterioso y evocador de su voz, el ruido en la habitación a mis espaldas; todo me metía en situación. Hasta el perchero con sombreros colgados me pareció una decoración para aquella escena.
—No cabe duda de que usted es el del retrato —dijo sacando una voz lenta, pero decidida y volviendo a mirarme—. ¿Cómo es posible que venga precisamente hoy?
—¿Qué retrato? —me atreví a preguntar.
—Un retrato que tiene mi padre hecho en Suiza el año pasado con un grupo de gente, cuando el Congreso de Mineralogía.
Esperó, y yo asentí con la cabeza. Se acercó un poco. Cada paso, cada movimiento suyo me parecía que eran los que tenía que hacer, como si todo estuviese calculado.
—Esa fotografía hace tiempo que no la veía y anoche me desperté y la estuve buscando. Por una serie de razones que no puedo explicarle ahora, sentía mucha angustia y me llevé la fotografía a la cama para mirarla. Usted está al lado de mi padre. Nunca hasta ayer me había fijado, ni él me había hablado de usted, pero no sé; por un cierto gesto que él tiene allí, los dos juntos, me pareció que habrían sido amigos en ese viaje y me puse a imaginar el tipo de amistad que podría haber sido. Es rarísimo, pero me pasó así como se lo cuento. Me pareció que él vivía y que éramos amigos los tres. No pude dormir. Me moría encerrada en mi cuarto.
Ahora estaba casi junto a mí y ya no me miraba. Inclinó la cabeza contra las manos que había enlazado fuertemente. Lo que siguió lo entendí más confuso porque se puso a morderse los nudillos de los dedos, nerviosamente. Me contó que había estado a punto de ir a Suiza con su padre y que la noche anterior se desesperaba asomada al balcón de su cuarto pensando que eso ya nunca se podría remediar, que las cosas que podía haber hecho en aquel viaje ya nunca las haría y la gente que podría haber conocido ya no la conocería; y que pensando eso no se podía consolar. Que un viaje le puede cambiar a uno la vida, hacérsela ver de otra manera, y a ella ese año se la habría cambiado. Le pregunté que por qué no había ido, pero no me contestó directamente.
—Si usted no vive aquí —dijo—, no puede entender ciertas cosas. Hace poco que está aquí, ¿no?
—Tres días.
—Tres días —repitió—. No puede entender nada. Si le explico por qué no fui a Suiza se reirá, dirá que qué disparate, que eso no puede ser. Creerá que lo ha entendido, pero no habrá entendido nada. Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no! Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero.
Hablaba con rabia, con voz excitada, como si yo la estuviera contradiciendo. Había pasado de un tono a otro sin transición. Tuve miedo de que nos oyeran los de la habitación porque se había ido desplazando hacia el hueco de la puerta y estábamos seguramente a la vista de las personas de dentro. Incluso parecía que ella se gozase en alzar la voz como si con sus últimas frases quisiera desafiar a alguna de aquellas personas, o tal vez a todas ellas. Se me ocurrió decirle que seguramente sacaban las cosas un poco de quicio bajo el peso de su desgracia, pero en seguida sentí que me había equivocado tratando de consolarla por ese camino. Lo vi en sus ojos casi furiosos.
—Aquí tendría que estar usted hace diez días de la mañana a la noche, aquí en esta casa, a ver si se ahogaba o no se ahogaba, como yo me ahogo. Oyendo cómo le dicen a uno de la mañana a la noche pobrecilla, pobre, pobrecilla. Día y noche, sin tregua, día y noche. Y venga de suspiros y de compasión y más compasión, para que no se pueda uno escapar. Y compasión también para el muerto, compasión a toneladas para todos, todos enterrados, el muerto y los vivos y todos. «Usted, ¿qué cree?, ¿que un muerto necesita tanta compasión?» ¿que necesita de los vivos para algo? Por lo menos a él, que le dejen en paz, ¿no le parece?
Estaba completamente junto a mí. Me llegaba por el hombro. Miré su rostro enrojecido que buscaba el mío y no supe al momento qué contestar. Estaba azarado pensando que los de dentro se estarían enterando de nuestra conversación. Parpadeó y dijo separándose, con voz más baja, insegura:
—Perdóneme. No sé por qué le he dicho estas cosas. Ni siquiera le conozco. No sé lo que me ha pasado. Yo…
Y se echó a llorar con violentos sollozos.
Miraron hacia nosotros de todas partes. Dijeron «pobrecita», con un clamor apagado, y una amiga vino y se puso a acariciarle la cabeza, le obligó a reclinarla en su hombro.
—Vamos, Elvira. Tienes que ser fuerte.
Yo me fijé en las puntas de mis zapatos, que estaban muy deslustradas para una visita así, pero en seguida levanté la cabeza. Había venido un muchacho de pies grandes.
—Elvira, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué no te vas un poco a descansar, anda?
La tenía abrazada por los hombros y me miraba mucho a mí. Era delgado, el pelo un poco largo, y las patillas. Ella se limpió los ojos y levantó una mirada distinta.
—¡Qué tontería! —dijo, moviendo el pelo—. ¿Por qué me voy a ir a descansar si no estoy cansada? Mire —añadió, pero sin volver los ojos a mí—, le presento a mi hermano. Teo, este señor era amigo de papá. Atiéndele tú, por favor.
Hizo un saludo extraño, una especie de sonrisa al vacío, y se dio la vuelta. La amiga la siguió. Se abrió el circulo de mujeres que estaban alrededor de la camilla, y la dejaron pasar en silencio, como a una imagen santa.
Yo seguí a Teo a la otra parte de la habitación, donde había exclusivamente hombres. Al principio todos estaban pendientes de mí, y de cómo me sentaba, y si el silencio que se hizo con aquellos carraspeos de sillas hubiese continuado, su misma violencia me habría ayudado a encontrar un pretexto para marcharme, pero en seguida se reanudaron las conversaciones que nuestra llegada había interrumpido. Yo me senté en un diván, muy encajonado entre Teo y otro muchacho de chaleco, con cadena de oro colgando de bolsillo a bolsillo, que nos ofreció tabaco, sonriéndome con una particular amabilidad. Teo había oído hablar a su padre de mí, y sabía que era probable que viniera a dar una clase como auxiliar en el Instituto. Sin embargo, el telegrama que yo puse desde París diciendo que aceptaba en firme el ofrecimiento debía haber quedado en el Instituto sin que nadie lo abriera, porque según calculó él, por esas fechas su padre estaba ya moribundo. Me preguntó que de qué era la clase que me había ofrecido.
—En la última carta me hablaba principalmente de una vacante de alemán. Pero dijo que si yo aceptaba, ya lo veríamos cuando llegase. Por lo visto siempre había huecos de profesor auxiliar. Él sabía que para mí esto de la clase era un pretexto para pasarme un invierno en esta ciudad, que recuerdo con simpatía por haber vivido en ella de niño con mi padre.
Me aburría mucho este tema de conversación, pero procuré disimularlo para que no se trasluciera el súbito desinterés que me había entrado por todo este asunto del Instituto, hasta tal punto de que no lo sentía relacionado conmigo.
—Creo que el señor Mata será quien se quede de director ahora —dijo Teo—. Le hablaremos en este sentido. Usted tendrá la carta de mi padre, que en paz descanse, que puede servirnos como justificante ante él. Es persona de nuestra confianza. Si usted espera, a lo mejor viene por aquí esta misma tarde y yo les pondré en contacto para que hablen personalmente.
—No, por favor, si es lo mismo. Él tendrá otros compromisos, como es natural. Yo tengo tiempo de volver a cualquiera de mis trabajos de otros años. En ninguna parte ha empezado el curso todavía.
Toda la conversación con Teo tuvo un tono cortés y protocolario.
Me hizo muchas preguntas que me sentí obligado a contestar con el mayor detalle posible, debido quizás al estilo frío y judicial de su interrogatorio, y a las prolijas esperanzas que me daba abogando en favor de mi asunto.
En las pausas me sentía liberado y estudiaba el modo de despedirme sin parecer grosero. Me enteré de que el chico de la izquierda había abierto cierta polémica en un periódico local. «Claro —decía—, a eso ya no han sabido qué contestarme. Guardé todos los cargos de peso para este segundo artículo, y les ha sentado como un rayo. Se habían creído que podían sofocar así por las buenas la voz de un ciudadano libre. Pero no me conocen, no. Qué me van a conocer.» Le oía mejor que a los demás, debido a su vecindad y a que tenía la voz aguda. Dos veces se volvió hacia mí, como pidiendo mi asentimiento. De otros, por estar bastante hundido en el sofá, sólo veía piernas contra el borde de una silla, o en algún momento un poco de perfil. Un señor, que me parecía recordar del tren, le reprendió con tono enfático y paternal, le dijo que un día acababa mal, que qué cosas se le ocurrían. «Cosas de ímpetu juvenil, sí, eso ya, no te vayas a creer que yo no he sido como tú en mis tiempos, por eso te lo digo. Que el que más y el que menos, Emilio, todos llevamos dentro nuestro don Quijote. Pero esas quijotadas acaban con la reputación de uno.» El chico le escuchaba mirándose las bocamangas con una leve sonrisa superior.
Teo me preguntó cosas del viaje a Suiza y de la amistad que me había unido con su padre, y yo, mientras contestaba, no podía dejar de pensar en Elvira. La veía entre las otras personas agrupadas al extremo opuesto de la habitación, igual que si la mirase por unos prismáticos puestos del revés. El humo del pitillo me alargaba y alejaba la habitación, volvía casi irreales las cosas que estaba contando. Muy allá, en la pared de enfrente, había un aparador con espejo biselado y el espejo reflejaba múltiples cabezas que se movían.
Al final, Teo quedó en llamarme por teléfono, después de su conversación con el nuevo director, y me preguntó dónde me albergaba.
—En la pensión América. No sé si tendrá teléfono. Mejor que llame yo.
—¿América? ¿Dónde está eso? ¿Tú has oído la pensión América, Emilio?
—Es por allí cerca del Instituto —expliqué—. En un paseo ancho que baja. La noche que llegué estaba cansado y no tenía ganas de buscar. El nombre me hizo gracia.
—Ya sé dónde va a ser —dijo Emilio—. Tiene gracia, es verdad, pensión América, qué tendrá que ver en aquel barrio.
Y se sonrió. Tenía un rostro menudo, de cejas espesas. De pronto me pareció que había asistido a toda nuestra conversación y había tomado parte en ella. Cuando me levanté para irme, él se despidió también. Teo nos acompañó hasta la puerta, y se quedó en la ranura entornada hasta que desaparecimos escaleras abajo. Salimos juntos a la calle.
—Yo voy hacia allá; ¿usted?
Le dije que no llevaba dirección fija y esto pareció alegrarle. Decidió que iríamos juntos.
—Me llamo Emilio del Yerro —se presentó deteniéndose un momento para alargarme la mano—. Suelo tener bastante tiempo libre y me molesta que se aburra la gente que viene aquí. Si quiere usted podemos ser amigos. Mejor dicho, si quieres. Te voy a tutear.
—Sí, claro. Yo me llamo Pablo Klein.
—¿Parece que te vas a quedar aquí este invierno, no?
—Creo que sí. Depende.
—Sí, ya le he oído a Teo. Seguro que te quedas. Pues esto es aburrido para uno que llega nuevo, pero ya sabes, pasa como en todas partes, en cuanto te ambientas, lo puedes pasar estupendo. Dentro, claro está, de la limitación de una capital de provincia.
Le dije que yo no me solía aburrir en los sitios y él me cortó con viveza.
—Ah no, yo tampoco. Quien tiene un poco de vida interior no puede aburrirse, eso lo he dicho yo siempre. En cierto modo yo soy un solitario, un enamorado de la soledad. Pero me refiero a que aquí hay círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir, y esto se necesita muchas veces, ¿o no estás de acuerdo?
—Sí, sí.
Hablaba muy de prisa y me aturdía un poco.
—Estos mismos hermanos, particularmente ella, Elvira. ¿Tú ya los conocías de antes, no?
—¿A los hijos de don Rafael? No, no los conocía.
Pareció muy asombrado.
—Como ella se ha emocionado tanto al verte, y has dicho que viviste aquí de pequeño.
Hubo una pausa, pero yo no tuve tiempo de contestar nada.
—¿Y qué te ha parecido de ellos? —preguntó—. De Elvira, ¿qué te ha parecido?
—He hablado con ella poco rato, pero parece una chica de gran temperamento.
—Es extraordinaria, maravillosa —dijo con fuego—. Y Teo lo mismo —añadió un poco cortado porque yo le miraba—. Son de lo mejor de aquí.
Luego hablamos de viajes que le gustaría hacer. Hablaba él sobre todo, y muchas veces se anticipaba a mis respuestas. Me contó las alabanzas de la ciudad y dimos un paseo por calles que yo ya había recorrido.
—Son un remanso estas calles para el espíritu —decía—. Yo me conozco de memoria todos estos rincones.
Me habló de Kierkegaard, de Unamuno, de filósofos que habían vivido en ciudades pequeñas. Decía que leyendo las obras de Unamuno se le saltaban las lágrimas. Se veía que deseaba agradarme y hacer alarde de su cultura. Se había imaginado que yo era escritor y le decepcionó bastante cuando le dije que no lo era, que simplemente me interesaban los idiomas y tomaba notas para un trabajo de gramática general.
—Yo soy ante todo poeta —dijo con énfasis—. Además de esto intento preparar unas oposiciones a Notarías.
Y se rió de la ingeniosidad del contraste.
Empezaba a caer la tarde y las piedras de los edificios se doraban despacio, como una carne. Emilio me contó la leyenda de dos o tres de aquellos edificios y se jactaba de estas historias como de viejas glorias de familia. Íbamos a paso perezoso, deteniéndonos mucho. Por la calle de la catedral unos niños se disputaban en el suelo a mordiscos y patadas un pedazo de hielo que se había caído de una camioneta. El pedazo pasaba de mano en mano y chillaban sobándolo, queriéndoselo llevar a la boca para esconderlo de los otros; dos o tres veces se revolcaron en racimo, agitando piernas y brazos, y era cada vez más pequeño. Al final uno de ellos levantó los puños apretados y cuando los abrió brillaba apenas una esquirla que se consumió goteando. Lanzó un grito de triunfo, y los otros le miraron con desconsuelo las manos vacías.
Yo me paré a mirarlos y a Emilio le interrumpieron su discurso.
—Qué chicos —dijo con antipatía, subiéndose a la acera.
Luego vio que yo reía y me imitó, desconcertado.
—¿Te gustan los niños?
Hacía preguntas continuamente y me miraba con ojos ansiosos como si quisiera clasificarme, encasillarme.
—¿Qué niños? Según qué niños.
—Eres una persona rara —dijo después de un poco.
Languideció la charla y de pronto me pareció que no tenía ningún sentido nuestro paseo, que todo había sido forzado y postizo. En silencio volvimos hacia las calles del centro. Él estaba citado con unos amigos. Hablándome de ellos, sobre todo de un escultor que tenía su estudio en el ático del Gran Hotel, volvió a ponerse locuaz. Por lo visto daba reuniones en aquel estudio, y me quiso animar para que yo subiera con él a conocer a este grupo.
—Sobre todo por Yoni, te encantará. Ha viajado mucho. Es de lo más libre y original.
Le prometí venir con él otro día. Estaba un poco cansado de su charla y quería llegarme hasta la estación para retirar mi equipaje de la consigna. A la puerta del Gran Hotel, un edificio lujoso, nos despedimos.