catorce
«SI LLORAS porque has perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas», había leído Teo en un libro de pensamientos sobre la resignación y el dolor que tenía su hermana en la mesilla de noche. Dijo a su madre que comprara café bueno y se metió en su cuarto a preparar las oposiciones a Notarías.
—¿Ya no va a Madrid? —le preguntaban a Elvira sus amigas.
—No. Ha dicho que no necesita academia, que las piensa sacar lo mismo ahora.
Será que no quiere dejaros solas a tu madre y a ti.
—No sé.
—Chica, qué fiera, yo le encuentro un mérito enorme. Vaya fuerza de voluntad, con el ánimo que tendrá después de lo que os ha pasado.
—Dice que eso del ánimo es pretexto de vagos, que querer es poder.
—Ya ves, igual las saca. ¿Y Emilio?
—¿Emilio, qué?
—Que si las sacará Emilio.
—Ay, vaya preguntas, yo qué sé.
—Mujer, algo te habrá dicho, ¿no viene a estudiar con tu hermano?
—Eso parece, alguna vez lo veo que viene. En plan de consulta.
Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías. Casi todas estaban de acuerdo en que era la mejor salida de la carrera de Derecho, la cosa más segura. Otras, las menos, ponían algunos reparos.
—Hija, pero también, te casas con un notario y tienes que pasar lo mejor de tu vida rodando por dos o tres pueblos. Cuando quieres llegar a una capital, ya estás cargada de hijos, y vieja y no tienes humor de divertirte. Una paleta para toda tu vida.
—Sí, déjate de cuentos. Pero ganan muchísimo. Y si hacen buena oposición y tienen número alto, pueden empezar por capital, y entonces ya no te digo nada. A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso?
—Sí, sí, a los treinta años…
Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; sombrerito pequeño. Teniendo un circulo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroën.
Este notario joven tenía, en los sueños de muchas chicas el rostro impenetrable de Teo.
Teo era serio y poco sociable. Nunca había ido al casino ni se le había conocido novia. A las meriendas que alguna vez había dado su hermana no salía, ni llamaba a las chicas por su nombre, aunque las conociera bastante. Distante. Una especie de imposible. A Elvira era inútil sonsacarle algo de él de sus gustos, de la vida que hacía.
—Qué reservado debe ser Teo contigo ¿Verdad?
—¿En las cosas de los estudios?
—En todo.
—Pues sí —y Elvira hacia un gesto vago—. Le gusta hablar poco. En estas cosas de los estudios, yo lo encuentro natural. No vas a andar hablando de lo mismo todo el día.
—Ya ves, qué raro. Y, sin embargo, a ti bien te quiere. Dos hermanos más unidos…
Al irse, miraban de rabillo a la puerta cerrada del cuarto de Teo, que estaba en el ángulo, y taconeaban más despacio.
—A lo mejor le hemos distraído hablando tan fuerte.
—No, mujer, no creo.
—Le das recuerdos.
—De tu parte.
A Elvira cada vez le fastidiaba más que vinieran amigas. Le gustaba estar sola, tumbarse en la cama turca de su cuarto, sin hacer nada, con los ojos fijos en el techo, y cuando podía fumar algún pitillo sentía una enorme voluptuosidad. Se oía por el tabique el murmullo monótono del hermano que estudiaba en voz alta. Como diciendo oraciones. Conocía ella sus paseos hasta la puerta, luego hasta la ventana, y el ruido de la silla apartada para sentarse, apartada para volverse a levantar. Y las tardes que había venido Emilio, Elvira diferenciaba de la otra su voz más aguda y nerviosa y se imaginaba las figuras de los dos, sus actitudes; Teo con las gafas en la mano, el otro contra el cristal de la ventana —ahora tal vez se había movido o fumaban—, como estampados en un tapiz desvaído cuya fija contemplación la adormecía.
Una tarde oyó la puerta del cuarto de Teo y luego, de pronto, se abrió la del suyo, y Emilio entró sigilosamente y cerró detrás de sí.
—¿Qué haces, loco? ¿A qué vienes? —se sobresaltó Elvira, incorporándose sobre los codos, y echando las piernas abajo de la cama.
Emilio estaba muy agitado. Habló en voz baja sin avanzar.
—Elvira, porque no puedo más, porque necesito verte.
—Me ves todos los días.
—Pero así no me basta. ¿No lo comprendes? Siempre con los demás delante, sin poderte casi ni mirar para que no sospeche nadie. ¿Para quién fingimos, por favor, y para qué? Cada vez lo entiendo menos.
—Habías dicho que te bastaba eso.
—Había dicho. Pero esto no es un contrato. Resulta difícil, imposible, como lo habíamos dicho. Si por lo menos lo supiera Teo.
Había avanzado hacia la cama. Ella se levantó.
—Te he dicho mil veces que no soporto estas historias de los noviazgos familiares. ¿No me escribes y te contesto casi siempre? ¿Para qué más, ahora? Lo vas a echar todo a perder, lo van a notar todos. No haces más que inventar pretextos para hablarme a solas; me tienes todo el día nerviosa, intranquila. Habíamos dicho: esperar a que saques la oposición como si no pasara nada, ¿no habíamos dicho eso?
—Yo la oposición no la sacaré —dijo Emilio—. No la puedo sacar así. Necesito saber que me quieres, estar seguro; si no, ¿de dónde voy a sacar las fuerzas para estudiar? Estudio sólo por ti, ¿tú quieres que estudie, verdad?
—Claro que quiero.
—Mírame, lo dices como sin gana. No me quieres. Estás en la habitación de al lado, me oyes los pasos, como yo a ti, me ves un minuto a la hora de merendar, o a la de irme, un poco algún domingo y casi siempre ni siquiera eso, y estás tranquila, te basta. ¿O no estás tranquila?
—Claro que estoy tranquila. No volvamos con la historia de siempre. ¿Por qué no iba a estar tranquila? Sé que me quieres. Me basta. ¿Tú sabes lo que es pasarse a lo mejor tres años de novios formales, con la gente pendiente de si nos cogemos las manitas o nos las dejamos de coger? Anda, no; vete ahora, no me hagas pasar estos ratos tan malos.
—Elvira, eso de los tres años es porque tú quieres. Podemos arreglarlo de la otra manera que te dije. Casarnos en seguida, si lo prefieres, irnos a la finca de mis padres y preparar yo allí la oposición. Vivir solos en el campo todo ese tiempo, ¿no te gustaría?
Elvira se quedó con los ojos en un punto. Emilio había llegado a su lado y le tenía cogida la cara con las dos palmas, le retiraba el pelo hacia atrás.
—Sí —dijo—, sí; tal vez me gustaría. Ya veremos, vete ahora. El domingo hablaremos, anda…
Últimamente Elvira había exagerado la actitud distanciante, de rehuirle.
—No sé qué le pasa, está distraída, impaciente cuando la hablo. A veces me parece que no me quiere nada —le contó Emilio a Pablo, que era su único confidente.
Había ido una noche a verle a su pensión y dos tardes a esperarle al Instituto, siempre en momentos de total desaliento.
—No puedo dormir ni estudiar, ni nada. Si yo supiera seguro que no me quiere, la dejaría, pero es que con ella nunca se sabe. Dice que sí. Estoy lleno de dudas, quizá ella cree que me quiere pero necesitaría un hombre más seguro de sí mismo, más enérgico. Desde luego tiene mucho más temperamento que yo, nunca la entenderé del todo. ¿A ti qué te parece?
—Qué sé yo, no te puedo decir… ¿No os iba tan bien al principio?
—No, si no nos va mal. Pero la cosa nunca ha sido normal del todo. Ya el año pasado intentamos y lo tuvimos que dejar; cambia tanto de un día a otro.
—Pero lo de ahora es más serio. ¿No?
—Yo creo que sí. Me gustaría saber lo que ella piensa cuando está sola.
—¿Pero no te escribe?
—Sí, me escribe. Pero digo saber lo que le contaría de todo esto a un amigo, a ti por ejemplo, si la conocieras más, y le sonsacaras. Para mí sería maravilloso que tú pudieras hablar con ella, ¿por qué no lo procuras?
—Apenas la conozco, no tengo confianza…
—Con que volvieras un poco por la casa. Un día puedes volver conmigo si te da apuro solo.
—Si no es que me dé apuro…
—Es que tú podrías ayudarme mucho. Yo contigo hablo mejor que con nadie. Precisamente porque eres neutral, porque se sabe seguro que no vas a comentarlo con otras personas. Yo lo sabía, desde que te conocí, que te iba a buscar cuando te necesitara, tienes una inteligencia distinta a la de los demás.
Pablo hacía largos silencios. La noche que estuvieron en su pensión, Emilio, en un cierto momento, se tapó la cara entre las manos y se estuvo así hasta que el otro le preguntó que le pasaba.
—Es que me parece que te aburro con estas historias. Pero estoy tan indeciso.
—Que no, hombre, por Dios, si no me aburres, es que no sé qué decirte. Quizá sería mejor que no insistieras demasiado, que hicieras lo que ella te pide. Déjala, si se quiere sentir libre. Fíate de lo que te dice. No veo que haya tanto problema, el tiempo lo dirá todo. Tú déjala a su aire, que decida. Ya te vendrá a buscar.
Empezó Emilio a distanciar las cartas, que antes escribía a Elvira a diario. Los domingos, en vez de andar mendigando unos minutos de charla a solas con ella, no aparecía por la casa, y se iba con Pablo al cine. A Pablo le gustaba el cine Moderno, que se conservaba exactamente igual que él lo recordaba, con butacas de madera, y novios baratos comiendo cacahuetes. Le dijo a Emilio que allí había visto él con su padre películas de Heintz Ruthman y de Janet Gaynor.
—Y yo también, ya lo creo, tenemos los mismos recuerdos.
Descubrieron que eran exactamente de la misma edad, que habían nacido con unos pocos días de diferencia, y esto a Emilio le pareció un acontecimiento trascendental. Admiraba y quería a Pablo como a ningún amigo. Con él no se aburría en ningún sitio. Salían del cine de la sesión de las cuatro y se ponían a dar vueltas por los soportales de la Plaza Mayor, que a aquella hora estaba llena de soldados.
—A mí solo —decía Emilio— nunca se me hubiera ocurrido pasear en un domingo a estas horas por aquí.
—Yo vengo mucho. Está resguardado del frío y me gusta andar así, con la misma pereza que lleva esta gente, oír lo que van hablando, sin prisa.
—¿Por qué no escribes? Tú eres un gran poeta.
—No me mates, yo qué voy a ser un poeta.
—Sí —decía Emilio con entusiasmo—. Tú no encuentras vulgar ninguna cosa. Todo lo conviertes en algo que tiene vida.
—Si no te gusta nos vamos, nos sentamos en un café.
—Como quieras.
Los soldados se apelotonaban a cortarle el paso a los grupos de niñas que salían de casa cogidas del brazo y volvían igual, sin separarse, por muy grandes que fueran las apreturas. Otros se quedaban en silencio delante de los escaparates con maniquís que parecían puestos a secar detrás del cartelito CERRADO, pegados al cristal, como si fueran a sorberse toda la tienda vacía.
En el café, Emilio le hacía a Pablo el resumen de la semana.
—Tenías razón. Hasta estudio más.
—¿Estás animado? Me alegro. ¿Ves cómo no hay nada tan grave?
—Sí, hombre, es mucho mejor así, como tú dices. Además ahora, cuando la veo, está más cariñosa, se sienta a mi lado y me habla. No le importa que nos vean.
—¿Cuántas cartas le has escrito?
—Dos.
—Pues para esta semana sólo una.
—Bueno. No sé si va a notar que es táctica.
—Que no, hombre. Tú no le habrás dicho que yo te doy estos consejos, ni nada…
—Nada. No le he hablado de ti. Pero tienes que venir un día.
Acordándose de Pablo, como de un maestro, las cartas que le salían demasiado largas y apasionadas las guardaba y las sustituía por una cuartilla breve, casi frívola. Luego, de noche, en casa, antes de romperlas, las releía con desesperación. A veces, cambiándolas un poco, las convertía, a máquina, en pócimas alambicados y retóricos que se complacía en perfilar. Así se acostaba más satisfecho de sí mismo, con la sensación de no haber desaprovechado sus sufrimientos. Esas veces se veía como un ser privilegiado, capaz de complicaciones y desdoblamientos que otros no podrían comprender. Las cartas se las dejaba a Elvira en el tiesto del recibimiento, y ya nunca se las daba, como al principio, por debajo de la mesa del comedor a la hora de la merienda, acariciándole, de paso, la mano, fugazmente.
—Ahora estudio mucho mejor contigo, no sé por qué —había notado Teo—. Adelantamos mucho más, ¿no lo notas?
—Sí, puede que sí.
La criada les avisaba cuando era la hora de merendar, dando unos golpecitos en la puerta: «Señorito Teo, que esta punto el café con leche».
—¿Qué te parece si nos lo trajeran aquí? —llegó a decir Emilio algunas tardes—. Nos entretenemos menos.
—Sí, es verdad. Oye, como sigamos así, ven todos los días.
A la hora de la merienda, también solía haber otras personas en el comedor, gente que venía a acompañar a la madre, todavía con suspiros de pésame. Cuando salían ellos, Emilio se esforzaba por superar su propia circunstancia y, sobre todo si estaba Elvira, se mostraba ingenioso y divertido, siempre con el donaire en los labios.
—Es encantador este chico, Emilio, ¿verdad, Lucía? —le decían a la madre las señoras.
—Sí, muy simpático. Y, además, inteligente.
—¿Y con Elvira, qué hay?
—Por Dios, nada, se conocen desde pequeños.
Ya no venían tantas visitas y se iban pronto. La madre tenía poca conversación, Teo estaba siempre estudiando y Elvira no salía casi nunca.
—Total para qué va una a venir —comentaba alguna señora que coincidía con otra y salían juntas—. Parece que les molesta. Lo hace una por bien y yo creo que ni lo agradecen. La chica, nada, ni aparecer. Que era lo natural, al fin y al cabo, acabando de terminarse el rosario por el padre, como aquel que dice. Aunque nada más fuera por el qué dirán.
Elvira, cuando salía a la visita, estaba silenciosa; recorría con insistencia los retratos pegados debajo de la repisa.
—¿Y qué, Elvira, has vuelto a pintar?
—No.
—¿Cómo que no? —intervenía la madre—. Está terminando el retrato del padre Rafael. Lo pinta de memoria.
—Vaya, de memoria, qué mérito.
—Bueno, mamá, pero de aquí a que lo acabe. No trabajo nada.
—Yo no he visto nada suyo desde hace mucho tiempo. ¿Tienes algo de lo último por ahí?
—No, es todo malo.
—Para ti es todo malo. Nunca está contenta de lo que hace. Enséñales el bodegón.
—Que no, mamá, está sin rematar.
—Pues lo de la catedral.
La catedral estaba amoratada contra unas nubes color guinda. El bodegón era un poco más realista.
—A mí el melón, lo que más me gusta es la sombra del melón.
—Ponlo allí, un poco más lejos.
—Claro, se ve que está sin terminar.
—De esta pintura de estilo moderno hay que haber Visto mucha para que guste —comentaba la madre, cuando la chica retiraba los cuadros—. Lo que tiene ella es que es completamente original. Se sale de lo de siempre.
—Sí, desde luego, eso sí. —Lo lleva dentro lo de la pintura.
Una tarde llamaron a la puerta cuando estaban merendando. Elvira había querido llevar a Emilio a su cuarto para enseñarle un cuadro que había empezado, pero él dijo que se lo trajera allí, y lo tenían apoyado en el hueco del balcón.
—Le echas un color a los cielos, hija —dijo Emilio—, que parece el minio de la primera mano de las verjas.
Ella lo volvió contra la pared.
—Si es doña Felisa, la pasas aquí —le dijo la madre a la criada, que salía para abrir la puerta.
—Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos, ¿eh? —le advirtió Teo a Emilio, sorbiéndose lo último de la taza.
No era doña Felisa. Se oyó un cuchicheo en la entrada y vino la chica con una tarjeta. Elvira la cogió y se quedó quieta, mirándola. Se sentó y la dejó en la mesa. Emilio se acercó por encima de su hombro y la leyó en alta voz.
—Pablo —dijo levantándose muy eufórico—. Hombre Pablo. Me lo había dicho que vendría un día. Pasa, Pablo.
Le abrazó en la puerta. Elvira estaba de espaldas y no se movió. Le vio avanzar para saludar a su madre, inclinarse hacia el sofá donde estaba sentada.
—Les he dicho a los chicos tantas veces que le trajeran a usted. Basta que el pobre Rafael le conociera. Pero por lo visto no está usted mucho en casa. Teo le ha telefoneado alguna vez.
—Sí, señora; salgo bastante. Me gusta pasear.
—A su padre también le gustaba, era muy andarín su padre. Pero siéntese. A Elvira ya la conoce, ¿no?
Pablo dio unos pasos hacia Elvira y le tendió la mano.
—Sí, tengo ese gusto.
Luego se volvió y se sentó en una butaca, al lado de la madre.
—Pues nosotros ahora no le podemos atender como quisiéramos en estas circunstancias tan dolorosas que atravesamos. Ya se hará cargo y nos disculpará…
—Naturalmente, señora, si era yo el que estaba en falta con ustedes.
—Si el pobre Rafael viviera…
Empezaron las viejas historias. Vino Teo a sentarse allí cerca. Emilio se había quedado de pie detrás de la butaca de Pablo. Solamente Elvira, sentada en la mesa desordenada de la merienda, no formaba parte del grupo.
—Ofrécele a Pablo una taza de café —le dijo Teo.
Pablo estaba hablando de sus clases en el Instituto, decía que estaba contento, pero que encontraba muy inhóspito el edificio.
—¿Solo o con leche? —preguntó Elvira.
Y en los ojos que levantó él para mirarla, se vio ridícula como en un espejo, con la cafetera en la mano. Muy pequeña burguesa haciendo los honores.
—Pues a nosotros nos pillas con la cabeza como un bombo, chico —dijo Emilio—. Ya te dije el otro día lo que es una oposición. Aquí me vengo muchas tardes a estudiar con Teo, que es del gremio también, y Dios nos perdone a todos, ¿verdad, Teo?
Elvira puso la taza de café en una mesita cercana a la butaca. Con su cucharilla y su servilleta. «Gracias», le oyó decir, sin levantar los ojos. Lo que más irritación le producía era que fuera amigo de Emilio, sin que ella hubiese intervenido en este conocimiento. Se quedó de pie al lado de Emilio y se apoyó en su brazo para no sentirse desplazada. Él la miraba y ella le buscó la mano, trenzó los dedos con los suyos.
—Pues su papá creo que era un pintor excelente. Mi esposo lo consideraba mucho. ¿Murió hace mucho tiempo?
—En la guerra, en Barcelona, de un bombazo.
—¡Ay, qué espanto! ¿Usted lo vio?
—No. Yo estaba en Alemania.
Hubo un silencio, nadie lo rompía.
—Elvira también pinta —dijo Teo—. ¿Por qué no le enseñas a Pablo algo de lo tuyo? Seguramente él entiende de pintura.
—Sí, me gusta bastante. Una vez hice crítica de arte.
—Pero qué manía tenéis con que enseñe mis simples tentativas. Cómo le va a interesar a nadie una cosa así.
—Puede interesarle a usted lo que le digan los demás —dijo Pablo, volviéndose a mirarla—. ¿O es que le molesta que le ponga defectos otro que no sea usted misma?
Ella trató de sonreír pero le salió un tono agresivo.
—Es que no me hace falta, conozco bastante mis limitaciones.
—No, y que éste te lo decía como no le gustara —dijo Emilio—. No le conoces a éste. Le dice la verdad al lucero del alba.
Elvira se fue a la mesa y se puso a recoger las tazas de la merienda. Nadie le volvió a insistir para que enseñara sus pinturas y se pusieron a hablar de otra cosa. De viajes. De los viajes que Pablo había hecho. Ella salió con la bandeja de las tazas y no volvió en toda la visita.
Se echó en la cama turca de su cuarto, con la puerta cerrada y estuvo llorando de rabia mucho rato. Le estallaba la rabia contra todos y sobre todo contra sí misma. Luego se tranquilizó un poco y se puso a fumar un pitillo. Entreabrió la puerta. Del comedor venía el murmullo de una conversación animada y risas. Teo y Emilio no venían a estudiar. Apagó el pitillo, se miró en el espejo. Podía volver otra vez al comedor, pero le daba vergüenza. ¿Cómo iba a aparecer otra vez? Qué ridícula había estado, qué estúpida; delante de él se volvía una retrasada mental. Le estaría extrañando que no volviera. «Pensará de mí que me analizo, que tengo orgullo.» Decidió que le odiaba, que no le quería volver a ver. «Si por lo menos viniera Emilio a saber lo que me ha pasado. Me echaría a llorar en sus brazos, le diría que le quiero, que nos casemos pronto.» Pero Emilio no vino.
Después de mucho rato, más de una hora, Teo la llamó desde el pasillo. Se había quedado medio dormida de aburrimiento encima de la cama.
—Elvira, sal a despedir a Pablo, que se va.
Salió sobresaltada.
—Me había quedado dormida —se disculpó—. Tengo tanto insomnio ahora por las noches…
Y vio que era inútil decirlo, porque nadie le pedía explicaciones de su desaparición. Emilio y Teo tenían puestos los abrigos porque se iban a acompañar un rato a Pablo.
—He pasado un rato muy agradable con usted —dijo la madre—. Espero que vuelva.
—Gracias, señora. Volveré. Adiós, señorita.
Cuando se fueron, Elvira se quedó con su madre en el comedor.
—Pero si ya son casi las diez. ¿De qué habéis estado hablando tanto tiempo?
—De viajes, de política. Es amenísimo ese chico. A Teo se le veía encantado con él. ¿Tú por qué te fuiste?
—Me aburría. Yo lo encuentro pedante. Oye, mamá, ¿sabes una cosa?
—¿Qué?
—Que me voy a casar con Emilio.
—¿De verdad? ¿Sois novios?
—No somos novios, pero me voy a casar con él. ¿Qué te parece?
—Muy bien, siempre había notado que te quería. Pero tendréis que esperar a que sea la oposición.
—No. No vamos a esperar a nada. Nos casamos en seguida, en la primavera, o antes.
—Pero ¿por qué tan pronto? ¿Cuándo lo habéis decidido?
—Yo lo he decidido ahora, hace un rato. No digas nada todavía.
Emilio volvió con Teo y se quedó a cenar para que recuperaran el trabajo por la noche. Venían animados, hablando mucho. La cena fue distinta de las de otros días, la primera un poco distinta desde que se había muerto el padre. La madre miraba a Elvira, y ella a Emilio. Hablaron de Pablo todo el rato. Discutieron de cosas que habían hablado con él.
—Es estupendo —dijo Teo—. No me vuelvo a dejar engañar nunca por la primera impresión. Me he llevado una sorpresa tan grande con él. Sabe de todo, lo cuenta todo tan bien, qué agradable es. Y sobre todo tan sencillo.
—Ya te lo decía yo siempre —dijo Emilio—. Que era de lo más sencillo. Sabía yo que te sería simpático.
La madre dijo a Elvira le parecía fatuo.
—¿Fatuo? —dijo Emilio—. No, por Dios, cómo puedes decir eso.
—¿De qué le conoces tú tanto a ése? —le preguntó Elvira, después de cenar, en un momento que se quedaron solos—. No sabía que le conocieras tanto. —¿Por qué lo ibas a saber? Conozco a tanta gente. Nunca te lo digo con quién voy.
Hablaba con un tono indiferente, mirando el periódico.
—Pero yo lo quiero saber —dijo Elvira, violenta—. Mírame, habla conmigo. Saber los sitios donde vas y la gente que tratas. Me voy a casar contigo. ¿O ya no me voy a casar contigo? Hazme caso. Ven. Te digo que vengas.
Se lo llevó al sofá.
—¿No tienes miedo de que vengan y sospechen algo? ¿De qué podemos estar hablando ahora tú y yo? Fiera; pones cara de fiera, para pedirme cuentas.
Cuando vino Teo, Elvira tenía la cabeza reclinada en el hombro de Emilio. Teo los miró sin decir nada. Dijo que si se ponían a estudiar.
—Sí, chico, venga. Yo hoy tengo un ánimo —dijo Emilio levantándose.
Se fueron al despacho de Teo. A la media hora llamó Elvira a la puerta, y les pidió que la dejaran echarse en el diván de allí. Estaban diciendo un tema de Procesal.
—Mamá ya se ha ido a la cama, pero yo estoy desvelada. En mi cuarto me pongo triste. No os molesto nada, os lo aseguro. No os hablo.
Ponía un tono humilde.
—Pero te vas a aburrir —dijo Emilio.
—No, hombre, déjala.
—Me tumbo en el diván y no dijo una palabra. Hasta que…
—Te entrará sueño en seguida.
Teo se levantó y le puso una bata por los pies. El diván estaba en la parte oscura. Elvira miró la cabeza de Emilio inclinada sobre los libros iluminados, sobre el cenicero con colillas. Cerró los ojos.
—Gracias, Teo —dijo—. Hace frío. Esta noche va a caer escarcha.