diez

ELVIRA SE QUEDÓ SOLA. Se reveló el runrún de una charla en el cuarto de al lado. La voz de su madre. La de otra señora. Se tumbó en la cama turca. «Yo las envidio, Lucia, a las que son como usted —decía la visita—. Yo, cuando se murió mi hijo, ya ve la desgracia tan grande que fue aquélla, pues nada, ni un día perdí el apetito, fíjese, y cada vez me ponía más gorda. Que era una desesperación aquello, parecía que no sufría una.»

Elvira se fue al despacho de su padre. Anduvo un rato mirando los lomos de los libros a la luz roja de la lámpara. Olía a cerrado. A la madre le gustaba que estuvieran los balcones cerrados, que se notara al entrar de la calle aquel aire sofocante y artificial. «Es una casa de luto», había dicho. Elvira se asomó al balcón y respiró con fuerza. Se había levantado un poco de aire húmedo. Miró los árboles, la masa oscura de los árboles a los dos lados de la calle estrecha, iluminados de trecho en trecho por una luz pequeña y oscilante que quedaba debajo de las copas. Ya era casi de noche. El aire arrastraba algún papel por las aceras. Enfrente estaba la tapia del jardín de las Clarisas, alta y larga, perdiéndose de vista hacia la izquierda; un poco más allá blanqueaba el puesto de melones. Cerró los ojos, descansándolos en las palmas de las manos. Luego los escalones, el caño, la casa donde estaba la carnicería, la iglesia de la Cruz, la plazoleta, el andamio de la Caja de Ahorros. De niña, ¡qué grande le parecía la calle, los árboles qué altos! Y el misterio, el miedo de perderse, el deseo también. Los llamaban a voces desde el balcón, cuando estaban en lo mejor, cuando empezaba a hacerse de noche: «¡Niños, niños»!, y ellos estaban siempre más allá, escondidos en los portales, sentados en los salientes, en los bordes, en los quicios, contando piedrecitas o mentiras, sumidos en un mundo extenso e intrincado. Había una calle muy cerca de la casa por donde no se podía bajar: «No vayáis por ahí, de ninguna manera»; tenía un farol a la entrada, y en lo poco que se veía desde fuera era ancha, de casa bajas, sin nada de particular. Entraba poca gente por allí, algunas mujeres y hombres desconocidos, seres privilegiados que habían desvelado el secreto. «El barrio chino —dijo un día una niña bizca que vendía el cupón con su abuelo»—, el barrio chino, ja, eso es lo que hay ahí, ¿por qué lo miras?, y a Elvira le dio vergüenza estar apoyada en la tapia de enfrente, espiando algún acontecimiento maravilloso, separada de todos los niños, y le dijo a la chica: «Ya lo sé, ¿te crees que no lo sabía?»; pero todavía pasó mucho tiempo antes de que supiese que las paredes de aquellas casas no estaban decoradas como los mantones de Manila, y que la gente vivía pobremente, sin túnicas ni kimonos multicolores, que se llamaba el barrio chino por otra cosa, que sabe Dios por qué se llamaba así. Cuando venía el buen tiempo, cantaban una canción todos los niños, cantaban sobre todo aquella canción: «Mes de mayo, mes de mayo, mes de mayo primavera, cuando todos los soldados se marchan a la guerra…». La cantaban cogidos de las manos, cabalgando la calle inacabable. La terminaban y la volvían a cantar. Daban la vuelta cuando se acababa la canción. Niño y niña. Brincaban, crecían, volaban; a tapar la calle nueva, la calle que nacía. Los niños agarraban muy fuerte de la mano; corrían más de prisa y no las dejaban soltarse a ellas. Y a Elvira, cuando empezaba a cansarse mucho, le gustaba echar la cabeza para atrás y dejarse arrastrar como en un carrusel de caballos, oyendo cantar a los otros, y no sentía más que las manos de los niños que la cogían cada vez más fuerte. Era muy grande entonces la calle y estaba llena de maravillas.

—Señorita Elvira.

No quería abrir los ojos ni moverse. A lo mejor no la veían desde dentro.

—Pues en su cuarto no está. —(Era la criada.)

—Ya la veo. Está ahí fuera en el balcón —dijo la voz de Emilio.

A Elvira, en aquel momento, no le molestó que fuera yo el que venía. Le sintió salir y ponerse a su lado.

—Hola, ¿qué haces aquí tan sola?, ¿no está Teo?

—No sé nada.

—Le buscaba.

—¿Qué piensas? ¿Estás triste?

—Ni siquiera. Embobada. Me aburro, ¡si vieras cómo me aburro!

—Pero ¿por qué?, ¿qué piensas?

—Nada. ¿No te digo que nada? No es vivir, vivir así.

Miraba la calle.

—Si te molesto, me voy —dijo Emilio después de un poco.

Ella le miró. Era como un perro dócil Emilio, con los mismos ojos de la infancia. A veces la conmovía.

—No, hombre, al contrario. Me gusta que hayas venido. Te estaba viendo ahí abajo, de pequeño con nosotros, cuando jugábamos en la primavera. Eran buenos tiempos.

Emilio miró a la calle, sin decir nada. Luego volvió los ojos de reflexión a la mano blanca de Elvira que se había apoyado en su manga.

—Di algo, hombre. Cuéntame algo. A ver si te voy a contagiar mi spleen. ¿Qué haces, escribes?

—Algo. Vámonos dentro. Hace frío.

—Yo no tengo frío, ¿tienes frío?

—No. Lo decía por ti. Pero además no está bien que estemos aquí asomados, Elvira, puede pasar alguien.

Ella se soltó y le buscó la mirada.

—¿Y qué pasa, di, qué pasa? A ver si por estar de luto ni siquiera voy a poder hablar contigo en el balcón ¿Es que estamos haciendo algo malo? Pareces mi madre.

—Si no es eso, Elvira, no es eso…

Ella se había puesto a mirar para otro lado.

—Entonces, ¿qué es?

—Nada. Ponte como estabas, por favor.

Elvira se acercó y la presión de sus dedos en la manga se hizo más cariñosa.

—Algunas veces eres tan raro, ¿qué te pasa?, como si tuvieras miedo de mí. Soy incapaz de decirte nada. Parece que se corta la confianza contigo, con lo bien que hablamos otras veces en cambio y lo a gusto que estamos; como si no fueras mi amigo de toda la vida.

Emilio no decía nada, había bajado los ojos. De pronto se soltó de ella y se metió en la habitación. Se sentó en una butaca en lo oscuro. Elvira entró detrás de él y encendió la luz de golpe. Le vio un aspecto abatido, las manos colgando a los lados del cuerpo.

—Me voy, Elvira —dijo, levantándose—. Dile a Teo que me telefonee, por favor.

Elvira le alcanzó en la puerta. Le empujó con suavidad adentro y le hizo sentarse en el sofá. Se puso o a su lado. Un hombre. A lo mejor te parece mal que te hable de esto.

Tenía una voz insegura y excitada. De vez en cuando alzaba unos ojos de súplica.

—Pero, Emilio, ya lo sabes que te quiero mucho. Más que a ningún amigo, ya lo sabes de siempre. ¿Por qué me va a parecer mal que me hables de eso ni de nada? Lo dijimos, que podríamos llegar a hablar de todo con entera confianza‚ se fue el pacto del año pasado, creo que te acordarás.

Emilio le cogió las manos de encima del regazo, se las apretó con desesperación.

—Pero, Elvira, tú para mí lo eres todo; ¿yo qué he venido a ser para ti? Esas veces que me parece que me miras de un modo distinto, dime, ¿me equivoco? Dime nada más eso.

Elvira volvió a imaginar que le veía por vez primera, que iban juntos haciendo un viaje, y le pareció que el tren corría ahora más de prisa, que en la ventanilla desaparecía un paisaje amarillo y vertiginoso. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Luego miró a Emilio y le vio unas chispitas más claras en lo oscuro de los ojos, esperando su respuesta.

—No, Emilio, no te equivocas esas veces.

Él había echado una rápida ojeada a la puerta. La cogió por los hombros y la besó con un beso brusco e inexperto que casi sofocó sus palabras, luego apartó una cara que le ardía y vio el rostro de ella inmóvil, sin expresión. Volvió a buscarle las manos.

—Elvira, dime, somos novios, ¿verdad que somos novios?

Ella se soltó de sus manos; miró a todas partes de pronto, como si despertara.

—No lo eches a perder todo, por favor, no digas esa palabra.

—Pero nos casaremos —dijo Emilio—, nos casaremos, nos tenemos que casar, cuando sea, eso sí. Tú lo sabes igual que yo. Dime lo que quieres que haga.

—Será mejor que no vuelvas en algún tiempo —dijo Elvira con una voz delgada y opaca—. Pon un pretexto cualquiera.

No se había movido. Miraba un gemelo de la camisa de él que tenía una mella en el borde.

—Lo que tú quieras, mi vida. Pero dime qué hago: ¿la oposición la firmo?, ¿quieres tú que la firme? Ya he empezado a estudiar un poco, pero no tenía aliciente; ahora haré lo que digas, ahora tengo fuerzas para todo.

—Ya lo pensaremos —dijo Elvira—. Mejor que me escribas. Vete, van a venir.

Emilio se puso de pie. Dijo, mirando el reloj, con una sonrisa de hombre activo y entusiasta que planea el porvenir:

—Ahora son y media, a menos veinticinco estoy en casa, a menos veinte te estoy escribiendo; te voy a escribir una carta larga, una carta que dure toda la noche. Qué estupendo, me parece que vuelvo a vivir. Dile a Teo… bueno, no le digas nada.

Se inclinó hacia ella, y Elvira se dejó besar otra vez con un beso fugaz, medio mojado. Luego le vio volver la espalda y sintió la puerta de la calle que se cerraba. Se quedó un rato largo sin moverse, sin pensar en nada, mirando los libros de la biblioteca. Luego por la calle pasó alguien y el taconeo de sus suelas en el asfalto llenó la habitación. Todavía estaba el balcón entornado y se volvió a asomar, antes de cerrarlo. Los árboles, la tapia, la tienda del melonero, ¿por qué no se alzaban como una decoración? Era un telón que había servido demasiadas veces. Le hubiera gustado ver de golpe a sus pies una gran avenida con tranvías y anuncios de colores, y los transeúntes muy pequeños, muy abajo, que el balcón se fuera elevando y elevando como un ascensor sobre los ruidos de la ciudad hormigueante y difícil. Y muchas chicas venderían flores, serian camareros, mecanógrafas, serian médicos, maniquíes, periodistas, se pararían a mirar las tiendas y a tomar una naranjada, se perderían sus compañeros de trabajo entre los transeúntes, irían a tomar un tranvía para llegar a su barrio que estaba muy lejos.

Vino Teo a buscarla para cenar.

—¿Qué te pasa? ¿Te mareas?

—No; estoy bien.

—Como estabas con los ojos cerrados… ¿Ha venido Emilio, no?

—Sí.

—¿Qué ha dicho?

—Nada.

—Anda, entra. Siempre aquí en el despacho de papá. Vas a apenarte.

Durante la cena, hablaron de Pablo Klein. Teo había recibido una carta suya, dándole las gracias por su recomendación al director nuevo, que ya le había aceptado.

—¿Por qué no le dices que vuelva a vernos? —preguntó Elvira—. A lo mejor se encuentra solo aquí.

—Ya vendrá si quiere —dijo Teo—. No le quiero forzar. No es muy simpático.

—¿No te es simpático? ¿Por qué?

—No sé cómo explicarte. Da la impresión de que todo esto del puesto de alemán le importa un bledo, que es un pretexto, un juego, algo casual por lo que no piensa interesarse. Parece poco serio.

Elvira tenía la mirada fija en el mantel. Dijo: Pues papá le quería, le quería mucho.

—¿Tú cómo lo sabes?

—Lo sé.

La madre dijo que se acordaba perfectamente del padre de Pablo, de cuando habían vivido allí antes de la guerra, el pintor viudo, le llamaba entonces la gente. Contó historias viejas que se quedaban como dibujadas en la pared. Iba siempre con el niño a todas partes, era un niño pálido, con pinta de mala salud. Se reían juntos y hablaban como si tuvieran la misma edad. A la madre, contando esas cosas de otro tiempo, le salía una voz de salmodia. Hacían cosas extravagantes. Vivian sin criada en un hotel alquilado por la Plaza de Toros. Elvira preguntó que en qué año fue todo eso y la madre echó la cuenta.

—El chico debe tener unos treinta años ahora. Vosotros erais mucho más pequeños. Papá fue a verlos. Yo le dije que me parecían gente rara… Un señor que llevaba su niño a todas partes, que se sentaba con él por las escaleras de la catedral. Mal vestidos, gente que no se sabe a lo que viene. Ni siquiera estaba claro que la madre de aquel niño hubiese estado casada con el señor Klein y algunos decían que no se había muerto. Andaban detrás del señor para que hiciera una exposición de sus cuadros en el casino.

—¿La hizo?

—Por fin me parece que no quiso, no me acuerdo bien. Papá decía que era un pintor extraordinario. Ya sabéis cómo era él con todo el mundo, ¿de quién hablaba mal? Todavía no ha habido ni una persona —movía las manos y la cabeza hacia el techo con énfasis—, lo que es una persona, ¡pues ni una!, que no le haya querido después de conocerle, ni un enemigo deja, bien lo podéis jurar. Corazón como el suyo, desde luego… un corazón así… difícilmente.

Había inclinado la cabeza y vertía lágrimas sobre el plato de postre. Elvira, antes de que arreciase el llanto, que era silencioso todavía, dobló su servilleta y se fue a acostar. Oyó desde la puerta que su madre decía:

—Tiene razón Elvirita, hijo; si papá quería tanto a pesar de todo… Será como una familia para nosotros.