cinco

AL SALIR DE LOS TOROS, no encontraban el coche. Traían en los ojos chispas de sol, del oro de los trajes, y caminaban aturdidas sorteando los automóviles que se ponían en marcha, la gente de la salida, los puestos de helados y gaseosas.

—No os perdáis de mí, niñas —dijo el padre de Gertru, volviéndose hacia ellas.

Gertru se paró a esperar a Natalia, que se había quedado rezagada.

—Ven, no te quedes atrás. Tú cógete del brazo.

—No, mejor sueltas; nos empujan menos. Si no me pierdo.

—Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?

Le hablaba sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta. Natalia se dejó coger del brazo. Sintió el ruido del traje deglasé.

—Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir.

Una señora le enganchó el encaje de la mantilla con los colgantes de una pulsera. Se detuvieron a desprenderse. El padre de Gertru ya las estaba llamando desde el coche, con la bocina.

—Vamos, vamos, papá. Espera. Mira a ver, Tali. Yo creo que me la ha rasgado un poco.

Entraron al asiento de atrás, Gertru la primera y se tuvo que agachar mucho. Bajó la ventanilla y puso el mantón de manila para afuera muy colocadito. Arrancaron. Iban despacio, al paso de la gente, y algunos asomaban la cara al interior con curiosidad, hombres sudorosos con gorros de papel. Uno le tiró un beso a Gertru. Ella se puso a abanicarse muy de prisa.

—Qué calor, ¿verdad tú?

Entraba el aire fresco, el murmullo de los comentarios. Salieron a lo asfaltado. El padre preguntó que adónde iban, que si llevaban a Natalia primero.

—No, no, si Tali se viene con nosotros. Te vienes, boba. Primero merendaremos en casa, y luego lo que te he dicho.

—No sé qué hacer, de verdad; me da un poco de apuro —dijo Tali.

—Pero apuro por qué. Si ha sido él el que ha dicho que te quiere conocer. ¿No ves que le estoy hablando siempre? ¿No tienes ganas de conocerle tú?

Hablaban ahora con voz de secreto, mirando el suelo del coche.

—Sí, mujer, si no es por eso. Es que a lo mejor os molesto, y además yo al casino no he ido nunca.

—Alguna vez tiene que ser la primera. ¿No te dejan tus hermanas?

—Ya lo sabes que si me dejan.

—Anda, mujer, y te pinto un poco los labios, te pongo bien guapa. ¿No te hace ilusión?

Natalia se quedó mirando la calle. En el borde de la acera había gente parada, niños, manchas de colorado. Adelantaron al coche de los picadores que trotaba sonando campanillas.

—Ha quedado en llamar. Le decimos que nos guarde mesa. Me quito esto, merendamos. Sobre las ocho y media podemos llegar, ¿te apetece?

Merendaron en casa de Gertru, se mudó ella y llegaron al casino a las ocho. Ángel, que había salido a la puerta a esperarlas, las vio venir del brazo arrimadas a la pared. Su novia le sonrió. La otra chica venía mirando para el suelo. Les dijo que estaba todo llenísimo, que la única mesa que habían encontrado se la estaba guardando un amigo.

—Bueno, ésta será Tali, me figuro —dijo mirándola.

—Sí, mira, Tali, te presento a Ángel.

—Vaya, encantado, la famosa Tali.

Ella le tendió en línea recta la mano pequeña y rígida que no se plegaba al apretón.

—Mucho gusto.

—Creo que eres un rato lista tú.

—¿Por qué?

—Ah, yo no sé. La fama de lo bueno llega a todas partes. Eso pregúntaselo a Gertru.

Se reía mirándola. Tenía un bigote rubio muy fino.

—Es que yo le he contado, ¿sabes?, que siempre me has ayudado a aprobar y todas las cosas. Lo salada que eres.

Gertru hablaba con una voz distinta de la suya de siempre, más nasal.

—Qué bobada —dijo Natalia—. ¿Entramos?

Subieron cuatro escalones. Le azaraba que la hubieran dejado entre los dos. Al final de los escalones se estacionaba un grupo de chicas que cuchicheaban señalando hacia adentro, a través de una puerta de cristales; se rozaban los vuelos de sus vestidos. Ángel se adelantó a sujetarles la puerta y salió una bocanada de calor con los acordes de un swing, delgados, buceando entre el barullo. Al entrar, sólo se veían personas paradas, espaldas pegando unas a otras como en las últimas filas de la misa de una. Una escalera. Columnas. Se abrieron paso.

—Uf, cómo está esto —dijo Gertru—. Mejor que vayas tú delante hasta la mesa. Ven, Tali. ¿Tenemos buena mesa?

—Muy buena, al borde de la pista.

Manolo Torre era el amigo que les estaba guardando la mesa. Se levantó al verles llegar, y después de las presentaciones se quería ir. Ángel le preguntó a Manolo que qué le parecía de su novia y él hizo muchas alabanzas de su belleza, con gracia y desparpajo. Tali era incapaz de mirarles a la cara a ninguno de los tres.

—Te advierto, oye, que la opinión de éste vale como ninguna en materia de chicas —dijo Ángel— y es exigente, ¿sabes? Todavía no se ha conocido casi ninguna a quien él haya dado diez. ¿A Gertru cuánto le das?

—Pues un nueve bien largo. Palabra.

Habían dejado de tocar. Tali miró a las parejas aglomeradas en filas compactas, que avanzaban apenas con un roce de suelas para salirse de la pista. Dejaban al descubierto las losas del suelo, grandes, blancas, y los divanes de la orilla de enfrente, las mesas ocupadas por otras personas. «Que no hablen de mí», se repetía intensamente con las uñas clavadas en las palmas. «Que no me hagan caso ni me pregunten nada»

—¿Y esta amiguita tuya tan mona? —dijo Manolo.

Gertru la cogió del brazo desde su silla.

—Del Instituto. Pero es boba, le da apuro venir aquí.

Manolo puso gesto de conquistador. Echó el humo con ojos entornados.

—¿De veras? Va a haber que quitarle la timidez. Pero mírame, mujer, que te vea los ojos.

Ella los levantó hacia arriba, hacia una barandilla circular sostenida por las columnas, con gente asomada.

—¿Allí arriba qué hay? —preguntó con mucho azaro.

—¿Allí? Nada. La galería. En los balcones que dan a la calle se ponen las parejitas melosas que están en plan —explicó Ángel sonriendo.

—No, y por respirar también, chico. Esto de abajo se pone tremendo —y Manolo se pasó dos dedos por el cuello de la camisa—. ¿No notáis calor?

Los cuerpos de los que salían de bailar se dirigían a buscar el desagüe de la esquina y se dispersaban despacio hacia el bar o el salón de té, con un frotar de suelas. Toñuca y Marisol, que venían del salón de té, intentaban abrirse paso una detrás de otra, contra la corriente.

—Mira, por aquí —dijo Toñuca consiguiendo una pequeña brecha entre las espaldas de la gente—. ¿Me hace el favor?

Contra las paredes y las columnas, los grupos de los que estaban de pie defendían de los empellones una copa o un plato con almendras. Marisol se paró a pedirle fuego a unos muchachos.

—Tú —la llamó Toñuca, empinándose.

La vio venir con el pitillo encendido, volviéndose para atrás y hablando algo a aquellos chicos. Le preguntó que de qué los conocía.

—¿Yo? De nada. De que me han dado lumbre. Igual se vienen con nosotras, si nos quedamos aquí. Parecen simpáticos.

—Oye, ¿pero no querías ir al tocador?

—Que no, mujer, qué va. Era un pretexto para salir de ahí dentro. Qué amor le tenéis a ese salón de té. Esto está mucho más animado.

Continuamente entraba gente nueva. Las muchachas recién llegadas fingían una altiva mirada circular como si buscasen a alguien, y hablaban unas con otras entre la confusión, sin avanzar. Dijo Toñuca que allí sin sentarse estaban como desairadas.

—Ay, chica, pero bailaremos, cuánto prejuicio tenéis. ¿No ves que a esa mesa de dentro no se atreven a acercarse? Si somos las mil y una niñas. ¿De dónde sacáis tantas amigas?

Toñuca no atendía ahora. Había puesto una cara sorprendida.

—Anda, si está ahí Manolo Torre.

—¿Quién?

—Nada, Manolo Torre, un chico que le gusta a Goyita.

—¿Cuál es?

—Ese de oscuro de la primera mesa. No mires tan descarado.

—¿Ese que mira ahora? Oye, qué mueble bizantino; está un rato bien el tío. ¿Y le conoces? Te dice no sé qué.

Toñuca le saludó con una sonrisa.

—Nada, me dice hola. No sé si entrar a contárselo a Goyita para que lo sepa.

—Déjalo, mujer, estate aquí conmigo hasta que vuelvan a tocar. ¿Es que no es de aquí ese chico?

—Sí, pero suele estar en la finca.

Manolo miró de reojo las caderas de Marisol.

—Oye —le dijo por lo bajo a Ángel—, ¿quién es esa chica de verde que está con la hermana de León?

—¿Esa del pitillo? No sé. Será nueva. ¿Se tima contigo o conmigo?

—Yo creo que conmigo.

Los músicos, vestidos de azul eléctrico, volvieron a coger los instrumentos con pereza. A Gertru le entró hormiguillo en los pies, quería bailar, salir de los primeros, antes de que se llenara la pista. Se puso de pie y cogió de la mano a Ángel. A Manolo le dejaron solo con Natalia.

—¿No te importará quedarte con ella hasta que volvamos, verdad? ¿O tenías prisa?

—A mí no me importa nada quedarme sola —dijo ella con los ojos serios.

—No, hombre, me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo.

Estaban sentados en las esquinas opuestas y ella no le miraba.

Vino un camarero y les preguntó que si iban a tomar algo.

—Vamos, pequeña, ¿qué tomas tú?

Dijo que sidra. Sidra no tenían.

—Toma un coñac. Verás qué rico.

—No. No tomo nada.

—Yo un coñac con seltz.

Se debía ver bien la pista desde aquella barandilla de arriba, se verían pequeñitas las cabezas. Y mejor todavía asomarse desde un avión que planeara encima de este hormigueo. O más alto, desde la torre de la catedral.

—¿Qué miras?

—Nada.

Manolo arrimó su silla un poco.

—Te me has quedado muy lejos. Parece que no estemos juntos, ¿verdad?

—Y no estamos juntos.

Él se echó a reír. La miró desconcertado.

—¿Sabes que eres una fierecilla?

Marisol mientras tanto le taladraba con ojos lánguidos apoyada contra su columna. A Toñuca la sacaron a bailar y le preguntó que si no le importaba quedarse sola.

—Por Dios, qué disparate —dijo ella sin dejar de observar a Manolo—. No me conoces a mí.

Manolo se puso de pie y cogió a Tali de la mano.

—Anda, fierecilla.

—¿Qué quiere?

—Nada, mi vida, que bailemos. Pero por amor de Dios, monada, no me trates de usted.

Ella no se movió de su sitio.

—No sé bailar.

—Pero te enseño. Esto no se arregla hasta que bailemos, ya lo verás.

—¿Qué es lo que se arregla?

A Manolo se le puso una voz impaciente.

—Nada, hija, no sé. No te voy a estar rogando. ¿Quieres que te enseñe a bailar, sí o no?

—No.

—Pues te aseguro que es un plan el tuyo, rica, no sé para qué vienes.

Se sentó otra vez de medio lado. Marisol le miró con sorna; se miraron de plano esta vez. Tali bajó la cabeza al mantel y se puso a desmenuzar una pajita. Dijo:

—Es que yo no sé bailar, de verdad. Me da vergüenza. Vaya a sacar a otra chica. A mí no me importa, porque me marcho en seguida.

Él dio las gracias y dijo algo.

Dejó unos billetes debajo del cenicero y se fue. La animadora tenía cara de payaso. Debía estar sudando debajo de aquella mueca estirada que le desfiguraba el rostro. Al quedarse sola, sentía Natalia que le zumbaba todo el local vertiginosamente alrededor. Estuvo un rato con los ojos cerrados. Luego cogió el bolso de Gertru de encima de la silla y buscó dentro. Lápiz no tenía. Llaves, cartas, fotos, una barra de labios. Con la barra se escribía muy gordo, pero servía igual. Escogió una cartulina alargada: «Los jefes y oficiales del Aeropuerto invitan a usted…», y debajo en letras rojas dejó escrito: «Me voy porque me ha entrado mucho dolor de cabeza». Miró a la pista ciega, atestada, bajo la gran claraboya de cristales. A Gertru no la veía. Se levantó y salió. Pasó al lado de Manolo Torre, que se había apoyado en la columna y le estaba encendiendo un pitillo a la chica de verde.

—¿Yo? La primera vez que veo a una persona —estaba diciendo ella— igual que si nos conociéramos de toda la vida.

—¿Por qué no nos vamos arriba? —dijo Manolo mirándole la cara a la luz de la cerilla—. Te rapto para mí.

Natalia salió a la calle. Se sentía arrugadas las medias de cristal, arrugado el vestido de seda rojo. Todavía no se había ido el día del todo; quedaba algo de luz. Desde uno de los balcones de la galería alta, los torsos inclinados de espaldas al barullo de dentro, Manolo y Marisol, que acababan de asomarse, la vieron vacilar antes de cruzar la pequeña plaza.

—¿Conque igual que si nos conociéramos desde pequeños, eh? Qué diablo, tienes cara de diablo, lo estaba pensando antes. ¿Cómo te llamas?

—Marisol. Oye, es bonita esta plaza, muy romántica. Esa niña que sale ahora es la que estaba sentada contigo, ¿no?

—Sí. Antes me ha dado calabazas.

—¿Calabazas de qué?

—De bailar, ¿qué te parece a ti?

—Pues muy bien, porque si no, a lo mejor no te conozco.

Manolo la cogió del brazo; vio que se dejaba.

—¿No conocerme? Difícil. Era una cosa fatal, Marisol, preciosa, estaba preparado para esta tarde.

El cielo estaba moteado de vencejos altísimos, blanco, inmenso, como desbordado de una gran taza. Natalia respiró fuerte mientras se alejaba hacia las calles tranquilas. Enfiló la de su casa que hacía un poco de cuesta. Todavía llevaba dentro de la cabeza el eco de la música estridente y confusa de la fiesta.

Retrasó el paso cada vez más hasta llegar a su portal. Julia se asomó al mirador y la llamó.

—Tali, ¿qué haces ahí parada?

—Nada, hola. Es que no sé si subir todavía o darme una vuelta.

—¿A estas horas?

—No es tan tarde; no serán ni las nueve.

—Casi me iba contigo —dijo Julia.

—Pues baja.

—¿No te importa?

—Claro que no.

Julia se peinó un poco y se lavó los ojos con agua fría.

A pesar de todo, su hermana le notó que los tenía rojos de haber llorado. Echaron a andar. Julia le preguntó que qué tal le había parecido el casino y Tali dijo que bien, que se había venido porque tenía mucho calor. La otra no le preguntó nada más, tenía un aspecto distraído. Junto a la pared norte de la catedral, por la callejita, venía un aire fresco.

—Está buena la tarde —dijo Julia—. En casa te emperezas cuando te quedas sola. Me duele más la cabeza.

—¿No has salido? ¿Por qué no salías?

—Qué sé yo.

—¿Qué estabas haciendo?

—Un solitario. No tenía ganas de coser.

Doblaron la esquina de la catedral. Estaba abierta la puertecita de madera que llevaba a las habitaciones del campanero y a la escalera de la torre. Julia no había subido nunca a la torre y su hermana le propuso que subieran; no podía comprender que no hubiera subido nunca.

—Anda, verás qué bonito, si es lo más bonito que hay. Te encantará. Se te despeja el dolor de cabeza.

Entró delante de ella con aire experto y decidido.

—No sé si se nos va a hacer tarde para la cena.

—No, mujer. Subir y bajar. Tú sígueme a mí.

La escalera de caracol estaba muy gastada y en algunos trozos se había roto la piedra de tanto pisarla. Julia se quedaba atrás y cuando estaba muy oscuro llamaba a su hermana, le decía que no fuera tan de prisa, que daba un poco de miedo a aquellas horas.

—Si voy aquí, boba. Te estoy esperando. ¿Puedes?

Llegaron a la primera barandilla. Tali no quería que se asomara Julia, decía que era mucho más bonito desde arriba, que siguieran y sería más ilusión.

—Anda, mira que eres, no te pares aquí. Si sólo falta otro poco como lo que hemos subido para llegar a las campanas.

—Se ve bien desde aquí ya.

—Mujer, no te asomes.

—Otro día, guapina, hoy es un poco tarde. Otro día vuelvo contigo y subo hasta lo último, de verdad. Hoy nos quedamos en ésta. Salieron a la barandilla de piedra. Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo.

—No seas loca —dijo su hermana, sujetándola—. Te vas a caer, ¿no te da vértigo?

—Qué va. Mira nuestra casa. Qué gusto, qué airecito. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Mira la Plaza Mayor.

Julia no dijo nada. Paseó un momento sus ojos sin pestañeo por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció una ciudad desconocida. Escondió la cabeza en los brazos contra la barandilla y se echó a llorar. Después de un poco, sintió que su hermana le ponía la mano sobre el hombro.

—Julia, no llores, ¿por qué lloras?

No levantó la cabeza. Oía los chillidos agudos de los pájaros que se iban a acostar y casi las rozaban con sus alas.

—¿Qué te pasa? No llores. ¿Es que has vuelto a reñir con papá?

—No —dijo entre hipos—. Sólo lo del otro día.

—¿Entonces? Háblale tú. Seguro que ya no está enfadado.

Julia levantó la cabeza y dijo con rabia:

—Pero yo no le quiero pedir perdón, yo no le tengo que pedir perdón de nada. Me quiero ir a Madrid, me tengo que ir. Si vuelvo a hablar con él es para decirle otra vez lo mismo. Se enfada y no quiere entender; Miguel también está enfadado, no me escribe. Yo no les puedo dar gusto a los dos.

Se conmovió al ver que Tali la estaba escuchando con los ojos fijos y brillantes, al borde de las lágrimas.

—¿Qué hago, dime tú, qué hago? La tía y Mercedes también están en contra mía.

Natalia sacó una voz solemne.

—Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto. Espera a que se pasen las ferias, y si no viene a verte, ya lo arreglaremos para convencer a papá. O podemos escribir a los primos.

—Es que él quiere que esté bastante tiempo. Que vaya casi hasta que nos casemos —dijo Julia.

—¿Y tú también quieres?

—Yo también. No podemos estar siempre así, separados, riñendo por las cartas, Tali, no se puede. ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos?

Le buscaba con avidez el menudo perfil inclinado hacia las calles solitarias, apenas con algún ruido que llegaba ajenísimo.

—Me parece maravilloso que te quieras ir. Te tengo envidia. Ya verás cómo se arregla.

Ya había puntas de estrellas. Encima de sus cabezas chirrió la maquinaria del reloj, que era grande como una luna, anunciando que iban a ser las nueve y media en la ciudad.