nueve
«… MIGUEL ¿por qué no me escribes? Yo había pensado no escribirte más, pero hoy es mi cumpleaños y estoy tan triste, y te echo tanto de menos que ya no puedo seguir sin escribirte. Ya ves que cedo, que no soy terca como dices tú, y siempre te lo acabo por perdonar todo.
Lo que hiciste no tuvo explicación, marcharte así sin más ni más, dejándome plantada en la calle, que lo vieron mi hermana y todas, no llegar a estar más que un día escaso. Lo que menos me figuraba era que de verdad te hubieras vuelto a Madrid, sólo por la discusión tan tonta de la buhardilla. Estaba segura de que me llamarías para pedir perdón, pero fui al hotel a buscarte y me dijeron que te habías ido. Y encima parece que la que te he ofendido he sido yo. Lo de que no sería capaz de vivir en una buhardilla lo dije por decir, seguramente viviría si llegara el caso, pero aunque no fuera capaz no es para que te enfades, no voy a poder decir nada. No creo que sea un pecado que prefiera vivir cómodamente y que te pregunte lo que ganas y esas cosas que saben todas las novias del mundo.
Pero Miguel, sobre todo escríbeme. ¿Qué quieres que explique en casa cuando me preguntan? Yo no sé que he hecho para que te portes tan mal conmigo, ya no sé qué hacer para justificarte.
Te quiero, Miguel. ¿Será posible que no te acuerdes de que es mi cumpleaños? Qué días he pasado de llorar y de rabia y de no comer. Me lo han notado todos. Pero no estoy enfadada, tengo ganas de verte. No te puedo olvidar por mucho que quiera. No sé qué más decir. Siempre me parece que te van a aburrir mis cartas, por lo que tardas en contestar. Te mando esa foto de la mantilla, del único día que he salido desde que te fuiste. Estuve en el casino y se nos acercó ese chico, Federico, que te dije. Estuve simpática con él, mitad por despecho de lo tuyo, mitad porque sé que a ti no te importa que esté con otros chicos. Quería que bailáramos, pero yo de eso sí que no soy capaz. No sé cómo no te dan celos de ver que le gusto un poco a otro chico. Me pregunta que si no eres celoso, y yo le he dicho que sí, porque me da apuro decir que casi te gusta que salga con un chico mejor que con amigas. Ayer me ha vuelto a llamar por teléfono, pero no me he puesto.
Miguel, te quiero. Me dolió que te rieras cuando te pedí perdón por lo del río de la noche anterior. Te debía gustar que te pidiera perdón por estas cosas y me tendrías tú que ayudar a no ser tan débil. Me dieron ganas de llorar cuando te reíste. Adiós, Miguel. Estoy muy triste, me acuerdo mucho de ti. Que me escribas. Que nos casemos pronto.
Rezo por ti. Te quiero. Adiós, Julia.»
Sobre la A cayó una nueva lágrima. La dejó empapar el papel y luego la corrió un poco con el pañuelo. Hacía bonito; era como una amiba azul pálido de forma de bota. Cerró el sobre, y se le pasó la mañana con la carta sobre las rodillas, sentada al lado del mirador. De vez en cuando la tocaba debajo del mantel que estaba bordando y pensaba vagamente que tendría que salir a echarla, otras veces decidía levantarse para ir a arreglar el armario de su cuarto, o leía sin ganas las páginas de un libro que tenía abierto en el costurero. Vinieron unas amigas de tía Concha y se sentaron un poco más allá con la tía, de forma que ella ni estaba en la visita, ni tampoco separada de lo que hablaban, y a pesar suyo le distraía escuchar los temas de conversación sobados y opacos; aquel ruido de voces la amparaba de su malestar. Así llegó la hora de comer.
A la tarde le dolían las piernas y los riñones y se echó siesta a pesar de lo mal que le sentaba. Sentía una voluptuosidad muy grande echándose en combinación encima de las sábanas tirantes. Cerró las maderas. «Miguel, guapo, guapo» dijo muchas veces debajo del embozo, antes de dormirse.
Vino Mercedes a llamarla que había venido Isabel, que si quería ir con ellas un rato a casa de Elvira antes del cine. Dijo que si y salieron las tres. Para ir a casa de Elvira había que pasar por calles solitarias. Era fiesta, una tarde nublada. Andaban soldados por la calle y padres con niños; y sobre todo muchachinas de quince años con rebecas de colores cogidas del brazo y riéndose.
El café Castilla estaba casi vacío. A través de la vidriera lateral se veía una sola mesa ocupada. Un hombre, de codos, miraba la calle, su taza vacía sobre el mármol, el puro apagado. Parecía más borroso bajo el cartel de toros pegado en el cristal, amarillo, rojo y blanco como una ventana de luz.
—Os invito a un helado —dijo Isabel.
Dieron la vuelta para buscar la entrada. Un pequeño mostrador sobresalía hacia la calle con las letras, en rojo, HELADOS FRIGO, y la muchacha que los vendía hablaba desde su silla con los camareros de dentro. Pidieron de nata y fresa y Mercedes quería que cada cual pagara lo suyo, pero Isabel la esquivó con el hombro, sin querer guardarse el dinero que le ofrecía. Cruzaron a Correos y Julia echó la carta de Miguel con sello de urgencia.
—¿Pero todavía le escribes? —la riñó su hermana—. Pues, hija, también son ganas de hacer el tonto. ¿No ves que es un chulo? Conmigo podía haber dado.
Julia a lo primero no contestó. Luego, como la otra insistía, le dijo que se metiera en sus cosas y que la dejara en paz.
—No, rica, si por mi bien dejada estás. Buena cosa que me importa, lo digo por ti, que estás haciendo el indio, que no ves lo que tienes delante. Porque vamos, más claro que te lo está poniendo para que lo dejes, no te lo puede poner.
—Venga —intervino Isabel, mientras daba los últimos mordiscos a su helado—. A ver si os vais a poner a reñir ahora por una bobada. Tú déjala que se desengañe ella sola como nos ha pasado a todas; los golpes se los pega una sola. Cuanta más ilusión conserve, pues mejor.
A Julia le molestó el tono de mujer vivida con que se contra las dos, explicaba Isabel, sintió una irritación horrible Habían llegado al portal de casa de Elvira.
—Si es que es imbécil —dijo Mercedes— que se le dicen las cosas por su bien.
—Mi bien yo me lo conozco, ¿has oído? —saltó Julia casi gritando y empujando a su hermana—. Ya estoy harta de oírte todo el día lo que es mi bien y lo que es mi mal. Te vas a la porra con tus consejos, te los guardas. Lo que yo quiero a nadie le importa. ¡¡Te vas a la porra!!
Estaba fuera de sí. Dio la vuelta en el portal oscuro, se salió a la calle. Las últimas frases las había dicho llorando. Isabel y Mercedes se quedaron un momento quietas, mirando por donde se había ido. Luego Isabel la siguió a la puerta y la llamó. Julia avanzaba de prisa sin volver la cabeza y se oían un poco sus sollozos.
—Pero Julia, mujer, no seas tonta, ven acá. ¡Julia! Mira que por esa bobada…
—Déjala que se vaya. ¿No ves que está loca? Mejor que se vaya y nos deje pasar la tarde en paz. Déjala, Isabel.
—Me da no sé qué, mujer, que se vaya así. ¿Tiene su entrada del cine?
—Creo que sí. Venga. Si además es muy bruta, por mucho que la llames no te va a hacer caso.
Subieron. A Mercedes en mucho rato no se le pasó la indignación que tenía contra su hermana, y cada vez que se acordaba de la escena del portal hacia un gesto de impaciencia plegando los labios.
—Es mema, os lo digo. Me ha dejado mal para toda la tarde —les decía a las otras chicas que estaban en casa de Elvira.
Según explicó, lo que más le enconaba era que Julia se estuviera perdiendo un chico tan majo como Federico Hortal que no hacía más que llamarla por teléfono y querer salir con ella. Hablaba con orgullo de este pretendiente de su hermana en un tono dominante y agresivo de propietaria.
—Hija, ¿majo Federico? A mí me parece mucho mejor su novio que Federico —defendió Goyita, que estaba también allí—. Es muy guapo su novio. Además, si le quiere…
—Calla, por Dios, si aunque le quiera, si es que hay cosas…
Elvira las escuchaba sin entrar en la conversación, con los ojos vagando por la repisa de su cuarto. Tenía los pómulos salientes, las manos nudosas. Jugaba sobre su falda negra, quitándose y poniéndose un anillo de aguamarina.
—Te debías pintar un poco estos días, Elvira. Estás muy pálida.
—¿Pálida? Yo la noto como siempre.
—Además, mujer, no se ha pintado nunca, ¿se va a pintar ahora? Parecería que estaba celebrando algo en vez de estar de luto.
—Claro, pero es que lo negro come tanto. Tiene mala cara, ¿no lo notáis? Yo decía una cosa discreta.
—Que‚ más da. Yo estoy bien. No lo hago por lo que digan. Si tuviera ganas de pintarme, me pintaría.
El cuarto era pequeño, con cretonas de colores, bibelots y dibujos. Se veían por la ventana los árboles del jardín de las monjas, unas puntas oscuras.
—¿Y el estudio, Elvi, no lo pones?
—Se ha caído el techo con la lluvia. Ya esperaré a que pase el invierno para arreglarlo.
—Mujer, no des la luz, se ve bien todavía.
—Es que me pone triste esa media llovizna; qué tarde tan fea… ¿Qué película vais a ver?
—Una de piratas.
Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. A eso se llamaba el alivio del luto.
Las chicas hablaron de cómo habían estado las fiestas, del baile del Aeropuerto, que había sido de ensueño. Que con los aviadores por medio, no se aburría nadie. Todo en buen plan, ni mucha luz ni poca, ni mucha bebida ni poca, sobrando chicos y una selección… Que al casino ya no se podía ir con la plaga de las nuevas porque ellas se acaparaban a todos los chicos solteros. Andaban a la caza, y con un descaro.
—Andan como andamos todas —dijo Isabel riéndose—. Lo que pasa que están menos vistas y que no hay compromiso porque cuando se pasan las ferias se van Ellas hacen bien en aprovecharse. Yo me estoy sentada en el casino porque no hay de qué, bien lo sabe Dios; pero si tuviera el tipo de esa amiga de Goyita y el éxito que tiene, haría lo que hace ella.
—Hija, Isabel —saltó Mercedes con voz digna—. Pues pensamos de distinta manera. Yo, esos métodos no. A mí el que me quiera, aquí sentada o donde esté me tendrá que venir a buscar.
—¿Qué amiga de Goyita? —preguntó una.
—Esa Marisol.
Goyita bajó los ojos. Dijo:
—No es mi amiga.
—¿Que no es tu amiga? Será ahora.
—Ni ahora ni antes.
—Por Dios, Goyi, cómo dices eso. Acuérdate de los primeros días. Que si no nos la metes en la pandilla, yo creo que te da algo. Si se ha portado mal contigo, la culpa la has tenido tú por darle tanta confianza: ya lo sabes de todos los años cómo son las de fuera.
Goyita no contestó nada. Hablaron de lo bien que había resultado la orquesta del casino, mucho menos rajados para la juerga que la del año pasado, a pesar de que tenía menos fama.
—Oye, por cierto —le dijo Mercedes a Elvira—. El que anda ahora con la animadora es ese amigo vuestro.
—¿Nuestro? ¿Qué amigo nuestro? —se extrañó Elvira.
—De Teo; ese profesor o lo que sea.
—Ah, bueno, Pablo… ¿Pero cómo con la animadora?
—Sí, hija con la animadora, se ve que son amigos.
—No puede ser. Te habrás confundido.
—No —dijo Goyita—. No se ha confundido. Yo le conozco ese chico porque hice el viaje para acá con él. Ha ido al casino a buscar a la animadora dos noches. Y vive en la misma pensión.
Elvira se quedó pensativa.
—Qué raro —dijo luego—. No le pega nada. ¿Y ella qué tal es?
—Mona, pero va demasiado exagerada. Bueno, es lo suyo… Y además ya mayor. Al lado de él, vulgarita.
—Él desde luego está de miedo —dijo Goyita—. ¿Es extranjero, no? Se le nota un acento especial.
Isabel no le había visto nunca, dijo que a ver si se lo enseñaban. Le preguntaron a Elvira que a qué había venido, estaban todas pendientes de su contestación. Ella dijo que no sabía nada, que apenas le conocía, que por qué le preguntaban a ella.
—Está por él que se mata —resumió Isabel cuando salieron—. Ya veis lo nerviosa que se pone en cuanto le preguntamos cosas. No suelta prenda, se ve que quiere tener la exclusiva.
—Sí, pero como presume de que no le gustan los chicos. Como es un ser superior.
—¿Y Emilio? ¿En qué está con Emilio? A mí me da pena de ese chico.
—¿Pena por qué? Ella dice que no han sido novios nunca.
—Bueno, que diga lo que quiera. El año pasado, a ver si no eran novios…
El cine estaba cerca. En la puerta se reunieron todavía con más chicas, se distribuyeron las entradas y se pusieron a hacer cuentas de dinero.
—Espera, faltan dos cincuenta. Es que le pago también a Tere porque le debo lo del domingo.
—Bueno, ¿a que nos perdemos el documental?
Fueron entrando en fila, volviendo el cuerpo para hablarse. Mercedes miraba la calle para ver si veía llegar a Julia.
—Esta idiota es capaz de perderse la película por el berrinche.
Julia llegó cuando el Nodo y pasó por delante de todas. Guiñaba un poco los ojos miopes.
—Más allá, tú, no te me sientes encima —era la voz aguda de Isabel.
Palpó la butaca vacía. Estaban enseñando unos embalses.
—Qué laterales, oye. —Cogió por el brazo a la de su izquierda, tratando de verle el rostro, y se alegró cuando vio que era Goyita.
—Hola, siéntate. No es que sean laterales, es que hoy venimos el completo.
Julia buscó las gafas dentro del bolso. Lo del embalse era aburrido. Igual que otras veces: obreros trabajando y vagonetas, una máquina muy grande, los ministros en un puente. Luego cambiaba y salía el mar, unas regatas. Anda, si era Santander. ¿Seria del verano? ¿Estaría Miguel por allí? Piquío. ¡Qué maravilla si le viera! Buscaba con desazón el hueco más propicio entre las cabezas de los de delante.
—¿Qué te pasa? ¿No ves bien?
—Sí, sí que veo.
Por allí, por Piquío la fue a buscar hace tres años, el primer día de citarse solos. Se fueron muy lejos, Dios sabe hasta dónde. A ningún chico le habría podido tolerar las cosas que él le dijo aquella mañana, que fue más larga y más corta que ninguna, y eso antes de ser novios todavía. ¡Dios, qué verano había sido, nunca habría otro igual! Encendieron las luces para el descanso. Goyita tampoco hablaba. Solamente movió un poco la cabeza para contestar a las señas de Marisol que estaba unas filas más adelante con Toñuca; le estaban diciendo que se verían a la salida, pero Goyita se volvió a Julia y le apretó el brazo, le pidió con voz apremiante:
—Yo a la salida me voy contigo, si no te importa. Ponemos un pretexto. No las quiero ver.
—¿A quiénes?
—A ésas. No quiero saber nada de ellas.
Y Julia en la voz le conoció que estaba triste.
—Sí, saldremos juntas —le dijo con simpatía—. Yo tampoco tengo ganas de ver a nadie esta tarde.
No volvieron a hablar, y se les pasó el descanso como sonámbulas, hundidas en la música de los anuncios, hasta que apagaron.
Julia no se enteró mucho de la película. Era de abordajes y hombres arrojados, una historia confusa. Les veía izar las velas del navío, y les admiraba perpleja y lejanamente. No era capaz de localizar aquellos mares y aquellas islas, ni se lo proponía, pero a ratos le parecía conocer tales paisajes, y unas rocas en technicolor eran de pronto las rocas de la playa de Santander donde Miguel y ella habían tomado el sol de hacía tres veranos, tumbados uno junto al otro. Y se sentía inocente de recrearse en aquel placer ya purgado, como si fueran imágenes de la película que se desarrollaban ante sus ojos. Se encendieron las luces y hubo que tomar una actitud, levantarse, salir a la calle. Goyita se le cogió del brazo.
—Es que se han portado muy mal conmigo, ¿sabes? Las dos, también Toñuca. Ya te contaré. Seguramente ahora quieren que vaya con ellas, pero yo no quiero.
Salieron a la calle. Había dejado de lloviznar, pero hacia un poco de viento, y la calle era de pronto distante y extraña alumbrada por las farolas. Julia no miró a su hermana y se alejó un poco del grupo que formaban todas paradas en la acera entre la gente que salía. Comentaban la película y decidían lo que iban a hacer. Marisol, la chica de Madrid, se les unió con Toñuca y se puso a despedirse de algunas de ellas dándoles besos, porque, según dijo, se marchaba ya al día siguiente. Se acercó a Goyita y le pasó un brazo por los hombros.
—Tú vendrás a dar una vuelta por el casino para que nos despidamos, ¿no, mona?
—Sí, a lo mejor.
—Pues vente con nosotras, anda.
—No, de ir iré luego.
—Bueno, pero ven, ¿eh? Nada de a lo mejor.
—Sí, hasta luego —dijo Goyita, sin mirarla.
Se separó con Julia y echaron a andar por una calle que llevaba a la Plaza Mayor.
—Qué pronto se han pasado las ferias este año, ¿verdad? —dijo Goyita.
Todo lo del verano se les desmoronaba como si no lo hubieran vivido. San Sebastián, el chico mejicano, Marisol en el casino con sus trajes diferentes acaparándose a Toñuca, su amiga intima, y a Manolo Torre. Ahora ya estaban de cara al invierno interminable. Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada en la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamaran por teléfono.
—¿Qué tal lo has pasado? —le preguntó Julia.
Ella hizo un gesto de aburrimiento.
—Nada. Ferias más sosas, en mi vida. Además, mujer, Toñuca, que es mi más amiga, me ha hecho tales faenas. Te lo digo, de no podérselo una creer.
Entraron en la Plaza. Paseaban algunas personas con gabardina por debajo de los soportales.
—¿Te vas a casa ya o damos una vuelta?
—Como quieras, pero mejor por fuera.
Estaban casi desiertas las terrazas. Goyita se cogió del brazo de Julia fuerte, con un afecto repentino.
—Para fuera hace ya fresquito —dijo Julia—. ¿Tienes frío?
—No, es que estoy como triste, no sé.
—Yo también estoy algo atontada esta tarde. Me ha levantado del cine dolor de cabeza.
Goyita de pronto hizo un resorte y se pegó concienzudamente a la vitrina de una zapatería. La presión de sus dedos se hizo más intensa en el brazo de Julia.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Julia, poniéndose a su lado, de espaldas a la gente.
—Calla, Luis Colina, el militarcito, a ver si no nos ve.
Acechaba en los reflejos de la luna con ojos de inquietud. Julia le pasó una mano por los hombros.
—No te apures, mujer —le dijo bajito—, ¿qué es, que no te gusta?
—Ni pizca —confesó con voz mohína—, le ando huyendo todo el día. ¡Me ha dado unas ferias…!
Luis Colina la había reconocido y se acercó por detrás a saludarlas. A Julia no se acordaba si la conocía o no.
—Julia Ruiz —presentó Goyita—. Ya nos íbamos a casa. Está desagradable. —Se cruzó la rebeca, sin decidirse a echar a andar. Julia miraba hacia los jardincillos del centro en actitud expectante.
—Bueno, si no os importa, os acompaño. Sale uno a lo tontuno, ya a estas horas, y gusta encontrarse con las chicas guapas.
Ponía una risa con sutil ruido, que le picardeaba en los ojos. Era bajito, de gesto obsequioso y desamparado.
Echaron a andar.
—Yo me voy por Prior —dijo Julia.
No había soltado el brazo del hombro de su amiga y se lo oprimió afectuosamente, como si quisiera animarla. Luis Colina iba del otro lado.
—¿Ya estás buena? —le preguntó a Goyita.
—¿Buena de qué?
—El otro día llamé a tu casa y me dijeron que estabas enferma.
—Ah, sí, me dolía la cabeza, no era nada. Te acompañamos, Julia.
—No, mujer, de ninguna manera, ya casi estoy, y el camino de tu casa es otro.
Se pararon a la entrada de la calle.
—A lo mejor un día te llamo, ¿te importa? —dijo Goyita—. Para ir al cine o hacer algo juntas. Como ahora con Toñuca estoy medio así…
—Cuando quieras, por Dios, me encantará.
Se besaron. Julia le dio la mano al militar, y, desde la entrada de la calle, se volvió y les dijo adiós con la mano. Luego apretó el paso y torció a la izquierda. Al desembocar en la calle Antigua, una ráfaga de viento le puso escalofrío en la espalda. Eran las nueve y cuarto. Pronto habría castañeras y nevaría. Si estuviera Miguel diría que eran millonarios de tiempo y que la noche no tiene pared, se la llevaría hacia el río muy apretada contra sus costillas. La ciudad sería distinta, sólo se conocerían el uno al otro, a las puertas del largo invierno.
—Adiós, Julia.
—Adiós, doña Anuncia.
—Dile a la tía que mañana voy por la tarde a lo del jersey, que no se le olvide.
—Se lo diré, descuide.
—Y da recuerdos, hija.
—De su parte.
Se metió en el portal. Mañana iría a comulgar tempranito. Santa Teresa de Jesús decía: «Quien a Dios tiene, nada le falta».