siete

JULIA SUBIÓ AL ESCALÓN con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro de don Luis.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Padre, soy Julia.

—Ah, Julia, Julita. Vamos a ver, hija.

Siempre aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y giratorio que se aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo. Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el insomnio.

—Verá, padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.

La cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela húmeda.

—El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?

—Sí, padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me gusta haber soñado esas cosas.

—Pero de qué son esos sueños, vamos a ver. Anoche, por ejemplo, ¿qué soñabas?

—Nada, acordándome de mi novio, sobre todo de esa vez que fui a verle en Santander a su pensión, y de cuando nos bañábamos ese verano, y nos íbamos solos hasta las rocas.

—Pero, hija de mi alma, eso ya está confesado y perdonado mil veces. No te atormentes con pecados viejos. Después de aquello, Dios ha tenido misericordia de ti y te ha dado siempre fuerza para perseverar en el camino de la virtud. —Julia guardó silencio—. ¿No es así?

—Sí, padre.

—¿Entonces?

—Pero la tentación la tengo siempre. Yo creo que si le viera mucho, volvería a pasar lo de aquel verano. Anoche me desperté y estuve escribiéndole cosas como las que me escribe él, diciéndole que me acordaba mucho de todo lo de ese año cuando nos hicimos novios, que es mentira cuando le digo que me enfado por las cosas que me dice él en las cartas…; lo más malo que se puede usted figurar, con el deseo de excitarle.

—Bueno, bueno… ¿Le has mandado esa carta?

—No. La tengo aquí. La voy a romper.

—Bien, hija. ¿Ves cómo Dios no te abandona? ¿Ves cómo permite que tengas tentaciones para hacerte salir victoriosa de ellas? Los grandes edificios se levantan granito a granito.

Julia lloraba.

—Vamos, vamos. Estás haciendo un bien muy grande en un alma tibia y endurecida como la de ese muchacho. No decaigas, no eches abajo toda tu labor. Solamente a sus elegidos les pone Dios misiones tan duras. Piensa que cuando te cases tienes que seguir influyendo en su alma.

—Pero, padre, si no influyo nada; si sigue pensando igual que antes. Si no aprecia nada lo que hago por él, se ríe de mí, dice que soy una ñoña.

—Sí lo aprecia, hija mía. En el fondo de su alma lo aprecia. La pureza es el adorno más fragante del alma de una joven y su blancura llega a los sentidos de todos los hombres. ¿Cuándo os casáis por fin?

—No sé. Yo digo que para la primavera. Ahora está enfadado.

—Bien, hija mía, bien. Yo rezaré por ti. ¿Algo más?

Julia quería hablar más, pero don Luis tenía voz de prisa. Ahora las mentirillas, el cotilleo, las malas contestaciones a la tía. Don Luis escondió un bostezo. Estaban cantando el Cantemos al amor de los amores. La iglesia se apaisaba, dejaba de girar. Los altares, las velas y los santos volvían a sus sitios, desfilaban por la canción en línea vertical, despacio, como cuando se pasa un mareo.

—No vuelvas mucho al cine, hija. Hace siempre algún mal.

—Voy esta tarde; pero es dos erre. Marcelino pan y vino, una de un milagro.

Mientras escuchaba la penitencia, miró la hora de reojo. Luego bajó la cabeza para recibir la absolución.

—Vete con Dios, hija. Tranquila.

La vieron entrar en el banco con la mirada recogida. Allí estaba su bolso. Doña Laura. De rodillas, mirando las bombillitas que nimbaban los cabellos de la Milagrosa, perdida entre mujeres de oscuro, sintió mucho arrepentimiento. No había sido mala confesión. Rezó la Salve, fijándose mucho en lo que decía, y le pareció muy hermosa y muy dulce la actitud de la Virgen con los brazos caídos, y que la miraba. Luego salió a la calle, los ojos refrescados por un poco de llanto, y esparció en pedacitos minúsculos los papeles de la carta. Cruzó a casa a dejar el velo y a pintarse un poco. Isabel y Goyita ya la debían estar esperando a la puerta del cine.

Al entrar en el portal, casi se tropezó con un hombre que estaba sentado en el primer peldaño, fumando. A lo primero no le reconoció, a contraluz y con el susto, él la abrazó por las rodillas y levantó la cara riendo.

—¡¡Miguel!! ¿Cuándo has venido? Me figuraba, fíjate; me lo figuraba que no ibas a avisar si venías. Pero suéltame, hombre, que me caigo, ¡ay!

—¿Dónde has ido? Te he llamado por teléfono tres veces.

Julia se separó y él se puso de pie. Traía una cazadora de cuero bastante manchada y no estaba bien afeitado. Se miraron.

—Me había ido a confesar.

—¡Qué guapa estás! Venga, vámonos, hay que aprovechar la tarde.

Ella quería subir a cambiarse de traje, pero no la dejó. La empujó a la puerta y echó a andar a su lado, cogiéndola por el pescuezo. De broma le daba meneones, columpiándola hacia sí. La despeinaba.

—Hombre, déjame. Déjame que guarde el velo por lo menos. Toma, guárdamelo tú.

—Ay Dios, cuánto velo, cuánta confesión. ¿Pero qué pecados tienes tú, si debes tener la conciencia como una patena de tanto limpiarla y relimpiarla?

Julia iba a disgusto, se sentía el moño medio deshecho. En el reloj de la barbería vio que eran menos cinco.

—Vamos a torcer por aquí —dijo él—. Vamos al río, a aquel sitio que fuimos la otra vez que vine a verte.

—No, verás. Yo primero tengo que ir a dar un recado a unas chicas amigas mías. No tardo nada.

—Venga, no empieces con planes, ya irás luego.

—Que no, hombre, que me están esperando a la puerta del cine, no les voy a hacer esa faena. Si es un minuto. Les digo que has venido y ya. Si me quieres esperar aquí en la barbería, de paso te afeitabas.

—Déjame de afeitados, voy bien así.

—Hombre, qué te cuesta. ¡Mira que te presentas a verme de una facha y vestido de un modo!

Miguel sacó una voz segura y decidida.

—Te he dicho, Julia, que voy bien como voy. Si quieres presumir de novio delante de tus amigas, yo no soy ningún maniquí. Te buscas uno. Siguieron en silencio. Ella hizo un gesto para desprenderse de la mano de él. Él la afianzó más fuerte.

—A ver dónde es ese cine.

—Pasada la Plaza.

—Mira que son unos problemas. Si no llegabas, ya entrarían ellas sin ti. El caso es buscarse compromisos, cosas que le aten a uno. Siempre igual.

Desde lejos vieron a las amigas, que estaban a la puerta del cine. Se habían salido a la calzada y miraban al arco de la Plaza, de donde arrancaba la calle.

—Hija, qué horitas —la saludó Isabel cuando la vio llegar—. Y cinco —y miraban las dos a Miguel disimuladamente—. Nos perdemos el Nodo.

Julia les explicó que había venido su novio a verla, y se lo presentó.

—Chica, qué ilusión te habrá hecho, ¿no?

—Fíjate, bárbaro. Además, de sorpresa.

—Y que ya no le esperaban, ¿ves, tanto lamentarte? No son tan malos los novios —comentó Isabel con una risita.

Miguel, después de darles la mano, se había quedado un poquito aparte y miraba para otro lado. Julia le cogió del brazo.

—¿Vienes para muchos días? —le preguntó Isabel, mirándole.

Él desvió la vista.

—No sé.

—Por lo menos que se quede a la kermesse del domingo, ¿no?

—Ya veremos —dijo Julia—. Igual se va mañana. Éste es así.

—Oye, es verdad que se parece un poco a James Mason —dijo Goyita, que le había estado mirando sin decir nada.

Se despidieron y Julia les pagó su entrada. Dijeron ellas que la podían cambiar por otras dos que estuvieran juntas, y así ya tenían sitio donde ir, que localidades había todavía en la taquilla:

—Resolvíais la tarde.

—Qué manía de meterse donde no les importa, qué tías —comentó Miguel cuando se separaron—. Venga, vámonos rápido.

—¿No quieres que cambiemos la entrada? A mí me hace bastante ilusión esta película.

—No, hombre, rómpela de una vez. En el cine nos vamos a meter, para que nos sigan controlando esas dos.

—No sé qué manía les has tomado sólo verlas; habrán dicho que eres un grosero.

—Si es que me pone malo esa voz tan tonta que sacabais las tres hablando de mí, tú igual que ellas, no se puede aguantar. Y ya les has ido diciendo que me parezco a James Mason. Te debes pasar el día hablando estupideces. Sabes que estas cosas son las que me sacan de quicio.

—Pues Goyita no es nada tonta. Es muy amiga del invierno, de cuando íbamos al corte, y una chica bien maja. Lo de James Mason no se lo dije yo, palabra, lo dijo ella por un retrato tuyo que me vio una vez, el que llevo siempre en la carterita.

Pasada la Plaza dijo Miguel:

—Bueno, con esto se acaban las monsergas de hoy. No he venido para reñir; esta tarde no quiero reñir contigo para…

—Si eres tú el que riñes.

—He dicho que basta.

Bajaban ya camino del río. Hacia un poco de aire y Julia se abrochó la chaqueta. Él la cogió por los hombros y la atrajo fuertemente hacia sí. Sentía ella la presión de la mano a través de la tela; iba mirando furtivamente por si veía a alguien conocido.

—Casi no me dejas andar.

—Mejor.

—¿Con quién hablaste antes por teléfono?

—Con uno que debía ser tu padre.

—¿Cómo que debía ser? ¿No le has saludado?

—¿Por qué?

—Qué sé yo. Tampoco me ha saludado él a mí.

—¿Le dijiste quién eras?

—No.

—¿Entonces cómo te iba a saludar?

—Porque me conoció de sobra.

—Qué bobada. Si te hubiera conocido…

—Te digo que me ha conocido, qué ganas tienes de discutir. Ha estado seco y antipático, por eso no le he saludado yo.

—Y también porque no tenías ganas.

—Bueno, también porque no tenía ganas.

En el Puente Nuevo, Julia se soltó con el pretexto de arreglarse el moño y luego se acodó sin decir nada a mirar el agua del río que venía de color chocolate. Miguel, después de un poco, se puso a acariciarle el pelo, pero ella no se movió ni despegó la barbilla de las manos cruzadas. Olía fuertemente a gasolina de un camión que estaba llenando su depósito en el puesto que había a la entrada del Puente. Dijo Miguel que le parecía que no se había alegrado de verle, que qué le pasaba, y como ella seguía muda le separó bruscamente las manos de la cara.

—Di. ¿Por qué estás rara? ¿Qué te pasa?

—Nada.

—Pues háblame, di algo. ¿Has arreglado lo de ir a Madrid este invierno…? Pero hija, ¿por qué te pones a llorar? No te hagas la víctima de nada, no formes historias, ¿qué te he dicho para que llores?

La apretaba un brazo nerviosamente. Julia hizo fuerzas para volver a la postura de antes. Ponía, al sorberse las lágrimas, un gesto terco de incomprendida.

—Pero ¿qué te pasa? Explícamelo sin andar con lloriqueos, por lo que más quieras.

Ella levantó una cara irritada.

—Pero qué quieres que me pase. Lo de mi padre. Que parece que lo haces para fastidiar. Arriba tenías que haber subido a buscarme. Eso es lo que tenías que haber hecho, para que se vayan arreglando las cosas, en vez de ponerlo todo cada vez peor. Me preguntas que qué me pasa.

Arrancó a andar y a los pocos pasos se volvió a mirarle.

—Así cómo querrás que me dejen ir a Madrid ni nada. Eres egoísta, egoísta —dijo con voz rabiosa—. Todo que lo resuelva yo sola, tú nada; tú molestarte, de eso nada. Allá que me las componga, a ti qué te importa; pedir eso sí: que vengas a Madrid, a tu padre le dices lo que sea, a mí me importa un comino, como si fuera tan fácil.

Miguel se despegó de la barandilla del puente y echó a andar con ella, dejándola terminar tranquilamente. Después dijo con una voz normal:

—Tienes veintisiete años, Julia. Tienes que comprender que no te vas a pasar la vida atada a los permisos para cosas que son importantes para nosotros. A veces me has parecido inteligente, y que comprendías esto.

—Te mataba, te mataba —exclamó ella con voz de lágrimas y volviendo a mirarle enconadamente—. No entiendes nada, déjame en paz. Tú sí que no entiendes nada.

Se había detenido un momento para hablar y él la adelantó con sus pasos iguales y rítmicos. Julia vaciló un momento como si al quedarse detrás de él sus razonamientos perdieran fuerza ante sí misma. Acortó la distancia, pero sin ponerse a su lado del todo.

—¿Qué te habrá hecho mi familia, pregunto yo, para que les tengas esa ojeriza?

—Les tengo la simpatía que me tienen ellos a mí.

—Me desesperas. Eres tú el que no les quieres, el que no puede ver a mi padre.

—Ni le quiero, ni le dejo de querer. Me da igual. Pero se mete en asuntos que no son suyos. Y les metes tú, que le consultas cosas que no le tienes que consultar… Sobre todo Julia —dijo cambiando de tono—. Este tema de conversación me aburre. Me amargas la tarde por tonterías, como siempre. Para hablar de tu familia no te he venido a ver, me sobra con todas tus cartas. Soy tonto, vengo a verte para hacer las paces, para pasar una tarde sin cuestiones, creyendo que tienes arreglo, y nada… nunca escarmiento de una vez para otra.

Hablaba sin mirarla.

—Sí, como vienes tanto.

Siguieron en silencio. Habían salido del Puente y echaron hacia la izquierda por la carretera de Madrid, bajo la bóveda de los castaños de Indias que ensombrecían como un túnel. El sol se estaba poniendo y hacía un halo naranja por detrás de la torre de la catedral. Miguel iba de prisa. Con las manos en los bolsillos del pantalón. Julia hizo un pequeño escalofrío y se cruzó los brazos por delante. Dio la media en el reloj de la torre.

—No vayas tan de prisa. Si sigues así, me siento y te vas solo. ¿Has oído?

Pasó otra pareja de novios en dirección contraria y se quedó mirándoles con curiosidad. Miguel no había vuelto la cara, y Julia, que ya iba a sentarse o a darse la vuelta, tuvo vergüenza de los otros y dio dos o tres pasitos más vivos.

—Miguel —dijo llegando a su lado y cogiéndole del brazo.

—Qué pasa.

—Que no seas así.

Él se paró a mirarla, como esperando a que siguiera. Sacaba Julia una voz indecisa y suplicante.

—Es que es verdad, hombre.

—¿Qué es lo que es verdad? ¿Qué es lo que te he hecho, porque todavía no lo sé? A ver. Explícalo.

—No sé. Que debías haber subido, reconoce eso por lo menos. Así se ponen las cosas cada vez peor. Hoy ya casi estaba contenta con mi padre, si tú hubieras estado simpático… —Miguel hizo un gesto de impaciencia—. Ellos no te quieren mal, de verdad te lo digo, pero también ponte en su caso.

—Pero ¿en qué caso?

—Pues que les tiene que extrañar a la fuerza que yo haya dicho que nos vamos a casar para fines de primavera, y que tú no les conozcas más que de refilón, ni siquiera a Mercedes, ni te importen, que no tengas nunca un detalle con ellos. ¿No te parece…? Por Dios, no estés así.

Había un pretil de piedra. Miguel se paró.

—¿O es que no nos casamos para la primavera?

Miguel se sentó en el pretil, de espaldas a la carretera. Sacó un pitillo y lo encendió lentamente. Julia, al encaramarse para ponerse a su lado, le vio el perfil a la lucecita de la cerilla, el pelo despeinado sobre los ojos, el gesto fosco y varonil.

—Hombre, contéstame por lo menos.

—Es un asunto que me aburre. Me aburres con continuas cantinelas. Ya te he dicho que si se puede nos casamos en primavera. Si no, se espera y en paz. Cuando se pueda. Si tú vienes a Madrid, no hay problemas, porque estaremos juntos y yo trabajaré más contigo. Nos podremos casar antes. Pero tú nunca me ayudas, Julia, sólo me sirves para achucharme, para ponerme problemas que no existen y para hacerme enormes los que hay. Se me quitan las ganas de todo, te lo juro.

Colgaban juntos los pies de los dos. Los zapatos de Miguel eran grandes y descuidados. Julia los miró con una repentina ternura. Empezaba a ponerse oscuro y el cielo estaba quieto, como tiznado de carbón. Parecía que por aquellos tiznones iba a bajar la noche a inundarlo todo. Ladró un perro en la otra orilla del río.

—Miguel.

—Qué.

—Que yo tampoco quiero que riñamos. Que te quiero. Es que las cosas se enredan así. Ya no volveremos a discutir esta tarde, si tú no quieres. Te lo juro.

Él se volvió despacio y le pasó un brazo por la cintura. Le brillaban los ojos muchísimo. Julia desvió los suyos. Se sintió desfallecer cuando oyó que le preguntaba:

—¿Bajamos ahí?

—¿Adónde ahí?

—A ese hondón. Se debe estar bien.

—Yo estoy bien aquí.

—Ahí se está mejor. Esta piedra no es cómoda.

—Bueno, pero ¿qué hora es? No se nos vaya a hacer tarde detrás.

—No. Es temprano. Es la una. Todas las horas vienen.

—No, de verdad, que no quiero llegar tarde.

—Anda, anda, doña sermones.

La ayudó a bajar. A mitad de la cuestecilla la sujetó para que no resbalara y la fue a besar. Ella apretó los labios y los apartó un poco.

—¿Qué te pasa ahora? —dijo Miguel, irritado.

—Nada, que no quiero que me beses, que luego cada vez es peor.

—Pero peor qué, peor por qué.

—Por nada.

—Si no te besara no sabría si te sigo queriendo.

Se besaron sentados en el final del talud. Hacía un aire húmedo y se oían unas risas y chillidos de niño muy lejos, en unas casitas de hortelano de la otra orilla.