quince
VINO EL FRÍO. Ni en París, ni en Berlín, ni en Italia había yo pasado un noviembre tan duro. Era un frío excitante, que gustaba, y el cielo estaba casi siempre azul. Lo peor era dar las clases en el Instituto en un aula grande de baldosín, con orientación Norte, donde las alumnas apenas llenaban los dos primeros bancos. La calefacción no la encendían por falta de presupuesto, y siempre estaban esperando que vinieran unos papeles aprobados de no sé qué Ministerio para saber si podían comprar el carbón. En las otras alas del edificio, que pertenecían a los jesuitas, tenían una calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de calor. Muchas alumnas, en las horas libres, cuando no lucía el sol, salían a estudiar sus lecciones sentadas en los escalones de mármol ennegrecidos. Un día, cuando yo iba a salir para marcharme, me tropecé con un grupo de ellas que se metían a toda prisa en el pasillo, dándose empujones, y riéndose por lo bajo. No entendí su agitación. Luego, en el primer rellano, me tuve que apartar a un lado. Bajaba un oleaje de sotanas negras y apresuradas de los pisos superiores: novicios o seminaristas en filas de a tres, mirando para el suelo. Me iban rozando sin levantar los ojos. Allí mismo, antes de salir a la calle, había una puerta pequeña que el primero abrió con una llave que traía, y entraron todos por el hueco ordenadamente, agachando un poco la cabeza al pisar el umbral. Se veían árboles al otro lado.
Don Salvador Mata me explicó, al otro día, que la parte que ocupaba ahora el Instituto no era más que un ala muy reducida de los grandes pabellones que estaban a continuación, propiedad todo de los jesuitas.
—Todo eso de ahí, ¿no lo ve usted?
Estábamos de pie junto a la ventana de la sala de visitas, y se veía un jardín muy hermoso, con campo de fútbol. Al fondo y a la izquierda corrían unas altas edificaciones de piedra con ventanales. Don Salvador extendió la mano, abarcándolas, y me señaló la parte que ocupaba el Instituto al principio, recién instalado, mucho más amplia y con acceso por la entrada principal, pero luego la Orden había necesitado más espacio y se iban adueñando cada año de lo que habían cedido al Instituto, como si lo reconquistaran.
—Nos terminaron aislando en este rincón de acá, ¿verdad usted?; bueno, llevábamos dos cursos así. Pues ya el año pasado por el verano desalojaron el tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos encontramos con ese piso de menos, que lo han habilitado para ellos, con derecho de escalera.
Yo le dije que aquello del derecho preferente de escalera no lo entendía, y es que por lo visto, los que habían venido a alojarse en esta parte, cuando iban a utilizar la escalera para bajar al recreo, si era la hora de las clases femeninas, tocaban antes una especie de gong muy sonoro para poner en aviso a las alumnas y evitar así probables encuentros turbadores para los seminaristas. Las chicas, cuando lo oían, se abstenían de salir a la escalera. Me dijo también que ya estaban construyendo desde hacía dos años un nuevo Instituto, pero que las obras marchaban con mucha lentitud.
Todo en aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. En los días de sol, por huir de las aulas tan inhóspitas, las llevé alguna vez a pasear por la trasera del edificio. Nos sentábamos en el terraplén de las vías, y les iba explicando los nombres de las cosas, les hablaba de geografía y viajes. Cuando pasaba el tren nos callábamos porque con el ruido no se entendía nada, y luego me costaba trabajo reanudar la charla, porque siempre se reían y les bailaba la risa un rato, recién desaparecido el tren, mirando el sitio por donde se había borrado hacia aquel paisaje seco y pardo del fondo, pegado al horizonte. Se reían siempre, y a las preguntas más sencillas le buscaban doble intención. Era difícil la cordialidad con ellas. No se acababan de acostumbrar a la confianza que yo les brindaba. Dijeron que mi método de ir de paseo para dar la clase no le había seguido nunca nadie en el Instituto.
—¿Creen ustedes que no es buen método?
Se encogieron de hombros, y otra vez la media risa. No me miraba ninguna.
—¿Saben más alemán o menos que antes de empezar conmigo?
Cogí por el brazo a la que estaba más cerca.
—¿Eh? ¿Les gusta o no les gusta esto del paseo? Lo podemos dejar.
—No. Lo que usted diga —dijo con los ojos para abajo.
Y las otras no podían aguantar la risa.
Un día fuimos más lejos, hasta el río. Eran las de séptimo, que después de mi clase no tenían ninguna y así no existía la urgencia de volver. De las quince alumnas matriculadas solamente venían tres, las tres únicas que sabían un poco. Una de ellas, que se llamaba Alicia, me estuvo contando que las otras las llamaban pelotilleras por no faltar nunca a mis paseos.
—Dicen que queremos aprobar.
—¿Aprobar? Pero si ya he dicho el primer día que voy a aprobar a todas.
—No se lo creen.
—¿Ustedes tampoco?
—Nosotras, sí.
Otra de las que venía, Natalia Ruiz Guilarte, era, según me contó don Salvador Mata, una de las pocas chicas de buena familia que estudiaban en el Instituto, hija de un negociante adinerado: una lumbrera para los estudios, la matrícula de honor oficial. Esto de que estudiaba mucho ya me lo había contado también una amiga suya que conocí en una reunión de las de Yoni. Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla.
—¿Pero mezcla de qué? —le pregunté a don Salvador.
—Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado usted. No es de buen tono estudiar aquí.
Me dijo que Elvira Domínguez también había sido alumna del Instituto, y que las otras compañeras la tenían manía porque decían que estaba enchufada.
Con aquella Natalia Ruiz Guilarte había hablado un día, al principio de curso, una vez que la acompañé hasta su casa, y algo me había contado de que quería estudiar carrera y no la dejaba su padre. Esta tarde que llegamos de paseo hasta el río volví a hablar con ella.
Era una tarde muy fría y en todo el tiempo no dejamos de andar; las hice reír porque las obligaba a llevar un paso gimnástico, para que entraran en calor, y noté que no tenían la cortedad de otras veces, cuando eran más alumnas, que se agrupaban unas contra otras como gallinas y no sabían si ir delante, o detrás, o conmigo. Hoy formábamos un pequeño pelotón amistoso. El río se había helado por algunos sitios; había unos muchachines que trataban de atravesarlo patinando, y se reían de nervios y de gozo, porque casi ya a la mitad de camino les daba miedo y se querían volver. Frío, invierno, hielo, catedral. Íbamos haciendo frases en alemán con estas palabras. Niños, río, carretera, puente. Marcábamos el paso con las frases. Pasamos por el sitio donde había estado sentado con Elvira; y también vi el canalillo que había atravesado con Rosa, una tarde que fuimos en barca. Me hacía gracia tener ya recuerdos de escenas de la ciudad, y que me tapasen la otra imagen que traía a la llegada, hecha en mis años de infancia. Las barcas esta tarde, estaban presas en la orilla entre terrones de hielo.
Al regreso, aunque yo había dado por terminada la clase, no nos separamos, como otras veces. Se había hecho algo tarde. En un cierto momento, Alicia y la otra chica se adelantaron un poco cogidas del brazo y Natalia se quedó a mi lado.
—¿Qué hay de lo de su padre? —le pregunté—. ¿Ya le deja que estudie carrera?
—No hemos hablado —dijo—. Hay tiempo.
—No tanto tiempo.
—Si además a lo mejor me deja, nunca ha dicho que no me vaya a dejar; es que me parece a mí. No lo sé.
—Tiene que saberlo, mujer.
Se callaba.
—Usted siempre saca buenas notas, me lo han dicho los otros profesores, y le gusta mucho estudiar, ¿no?
—Sí, me gusta bastante.
—Pero no lo diga como con pena, mujer.
—Si no lo digo con pena.
—Si quiere hacer carrera, la tiene que hacer, convénzase de eso.
Las otras chicas habían apretado un poco el paso. Ella levantó la cara que llevaba inclinada y las llamó.
—Esperaros, oye, no vayáis tan de prisa.
Dijo Alicia que se iban por la primera bocacalle, que se había hecho tarde.
—Si te vienes tú, avisa.
Ya estaban encendidas las luces de las ventanas, y el cielo oscuro. Pasaba la gente muy de prisa; mujeres con mantones, abrigándose.
—Venga, no nos hagas estar paradas aquí.
—Adiós, iros si queréis. Yo no voy tan corriendo.
Se fueron por la bocacalle. Ella y yo empezamos a subir juntos la cuesta que llevaba a la catedral. Venía un aire fino y agudo que quemaba las orejas. Íbamos callados, las manos en los bolsillos, ella encima de la acera; yo, abajo, remoloneando.
Estaba oscuro aquel barrio y mal empedrado. Antes de llegar a la catedral se pasaba por tres placitas desiguales que parecían huecos dejados por casualidad. Una tenía una fuente, otra un gran farol. En la tercera, la más pequeña de todas, apenas un espacio triangular delante del esquinazo de dos casas, había una frutería iluminada en el bajo de una de las fachadas. Del techo colgaban regaderas, fardeles, hueveras y cosas confusas, y estaba la dueña asomada a la calle, en alto, sobre unos escalones, con un gato, debajo de una bombilla. No hacía nada, sólo mirar afuera, ni se movía. Al fondo había una cortinilla para separar la tienda de la casa. Todo tenía un aire muy guiñolesco. Natalia y yo lo miramos sin decir nada. Pasamos también al lado de la fachada de la catedral, por una callecita que es como un pasillo, y ella miró para arriba pegada a la pared y respiró muy fuerte. Dijo que le daba vértigo verse las piedras tan cerca y miedo de que se le cayeran encima, y la aplastaran.
—¿Entonces por qué mira?
—Porque me gusta. Sobre todo así casi de noche, tan misterioso.
Se rió. Era chiquita, con el pelo negro muy liso y un cuerpo infantil. Me dieron ganas de cogerla del brazo, para sentir el calor de su compañía, pero no me atreví.
—Hoy parece que tiene menos prisa que el otro día —le dije—. ¿Me acompaña a tomar un café?
—Bueno —decidió, después de quedarse pensando un poco.
—Estupendo, vamos por aquí.
Habíamos llegado a la calle Antigua. Yo daba los pasos más largos y de vez en cuando notaba que la hacía dar a ella un trotecillo ligero para no quedarse atrás. La llevé al café donde yo solía estudiar por las tardes, vacío a aquella hora. Hacía calor dentro, y al entrar se quitó la bufanda.
—Qué gusto —dijo al sentarse, frotándose las manos.
Y lo miraba todo con ojos brillantes.
No sabía si quería café o no. No sabía lo que quería, debía tener muy poca costumbre de ir a un café. Miraba al camarero, que acudió en seguida, arrastrando los pies, y me miraba a mí, vacilante.
—Tome una copa de algo —le sugerí yo—. ¿O qué quiere?
—Bueno, una copa.
—¿De vino?
—Bueno, de vino.
Con la copa de vino en la mano se sonrió, mirando el cristal empañado que daba a la calle.
—¿De qué se ríe?
—De que estoy pensando si viniera mi padre.
—¿Viene aquí?
—A todos los cafés va.
—Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted.
—¿Para qué?
—Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero.
Pareció asustarse.
—Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada.
—Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas.
—Sí, lo que es como viniera y nos viera aquí, y encima le sacara usted esa conversación…
—¿Encima de qué?
—Encima de verme en el café con una persona que él no conoce. Menuda se forma en casa con mis hermanas las mayores, por si van con gente conocida o no conocida. A mí ya me aburren.
—Pero siendo así tan bruto, y perdone, ¿cómo es que la deja a usted ir al Instituto? Me han dicho que los padres como el suyo suelen mandar a las hijas a colegios donde hay más selección, aunque se aprenda menos.
—Es que papá antes no era así, cuando yo empecé a estudiar. Antes, eso de la gente fina no le importaba nada, se reía.
Empezaba a tener menos timidez para hablar, y me atreví a seguir haciéndole preguntas. Me gustaba oírla explicarse, las mejillas coloradas, los ojos en el techo, notar el gozo que iba experimentando en hacerme ver claras las cosas de su casa. Como si dijera bien una lección. Se puso a contarme viejas historias. Su padre se había hecho rico en pocos años con las minas de wolfram. Antes tenía trabajo en una finca y las hermanas mayores se educaban con una tía; ella vivía con el padre en la finca y estudiaba por libre en el Instituto. Cazaba y montaba en bicicleta. Su padre y ella se entendían bien entonces, cuando estaban en el campo, hasta que empezaron a tener dinero y se vinieron todos juntos a vivir. Desde entonces, la tía era la que mandaba en todos y se había empeñado en civilizarla a ella y en refinar a su padre, que ahora era un señor muy engreído por ser rico. Me habló de sus hermanas mayores, de una de ellas, que tenía novio en Madrid, y en la casa no les gustaba. Me los figuraba a todos a las horas de la cena, las pequeñas discusiones, alguna lámpara roja y las contraventanas bien cerradas, el silencio, los pasos en la calle. Y a ella entre aquellas paredes.
—Ahora —dijo—, antes de lo de mi carrera, lo primero que le tengo que pedir a mi padre es que deje ir a mi hermana a Madrid a estar un poco de tiempo. Eso importa más que lo mío.
—Pero ella es mayor, ¿no? ¿Por qué no se lo pide ella misma?
—Con ellas no se entiende. Mi padre es a mí a la que quiere más todavía. A mí me quiere mucho.
Lo dijo con orgullo, como agarrándose, a pesar de todo, a aquel afecto, o queriendo disculpar a su padre ante mí. No lo entendía bien, pero ya no quise seguir haciéndole más preguntas. Sin embargo le advertí que ella se preocupara de sí misma, que era la más joven de la casa y seguramente la que importaba más que no se dejara aniquilar por el ambiente de la familia, por sentirse demasiado atada y obligada por el afecto a unos y a otros. Que la sumisión a la familia perjudica muchas veces. Limita. Me escuchaba con los ojos muy abiertos.
—Cuánto hemos hablado —dijo luego, levantándose—. Y todo el rato de mí. Me voy, es muy tarde. Me van a reñir.
—No deje que la riñan —le dije, ya en la calle, con mucha convicción—. No deje que la riñan de ninguna manera. No es tarde; hemos estado hablando de cosas que le interesan, ¿no le parece?
—Sí, pero eso no se lo puedo explicar en casa. Además me da igual que me riñan.
—Si me dice que van a reñirla, subo con usted.
Lo dije muy serio y se asustó.
—No, no. Les parecería muy raro. Adiós.
La vi desaparecer en el portal de su casa, pero antes se volvió a mirarme.
—Gracias, ¿eh? —dijo—. Gracias por todo.
Me fui a buen paso hacia la pensión por las calles vacías, y mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores.