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LLEGUÉ HACIA LA MITAD de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor inmóvil estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. «Mande, ¿es a mí?» «Unas gaseosas, digo, o algo para beber.» No respondió y se echó a correr por el sendero del pueblo. Los viajeros, aburridos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar… Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una Coca Cola diez pesetas, los cines abarrotados… Él Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si venían en segunda. «Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.» La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. «Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos». «Encantada. Sonreía al decir», con los labios estirados. «Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?» «¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.» «Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Juventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.» Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. «No sé. A lo mejor.»
Me fui adonde la máquina, a curiosear la avería. Volvió el muchacho pecoso con un hombre vestido de pana y traían un burro cargado de sandías; se pusieron a venderlas entre la gente que tenía sed. Fue un acontecimiento y todos compraron; pedían dinero los niños a sus padres y los que se habían quedado en el tren encargaban a los de abajo que les comprasen. Me dio la impresión de que era como una gran familia de viajeros y que todos o casi todos se conocían. Yo también compré sandía, que la vendían por rajas gordas, y cuando volví a subir al departamento me goteaba el zumo por la barbilla. La chica de rosa se había puesto a hablar con otra vestida de rayas con escote muy grande en el traje, y estaban contrayendo una súbita y entusiasta amistad. La de rayas venía en primera, pero se sentó allí. «Me he tirado un viaje» decía. «Todos viejos. Si sé me vengo aquí contigo.» Era de Madrid y venía a pasar las fiestas a casa de un cuñado. La otra chica le explicaba con orgullo y suficiencia cómo eran las fiestas y le ofrecía presentarle a gente y llevarla con ella y sus amigas a los bailes de noche. Hablaban cada vez en tono más íntimo de cuchicheo y me empezó a entrar sueño. La chica de Madrid llevaba sandalias de tiras y las uñas de los pies pintadas de escarlata, la de rosa tenía medias. Con el topetazo de la máquina nueva que trajeron de la ciudad, volvía a abrir los ojos. Cantaban los grillos furiosamente. El pastor había atravesado la vía y se alejaba lentamente con su rebaño disperso. Había cedido el calor de la tarde y las voces sonaban más animadas y despiertas, como liberadas. Las personas subían al tren en grupos, bromeando, y traían el rostro satisfecho. Se metían en sus departamentos igual que cuando se entra en el vestíbulo en los entreactos del teatro. «Bueno, hombre, bueno. Parece que ahora va de veras.»
Cuando volvió a arrancar el tren cerré otra vez los ojos. Pensaba que entre el retraso y eso de las fiestas lo más seguro era que no estuviera nadie en la estación a esperarme. Casi me iba a dormir del todo, cuando oí decir a alguien en el pasillo que ya se veía la catedral, y salí. Todavía algunas nubes oscuras de la puesta de sol, que había sido violenta y roja, estaban quietas tiznando el cielo como rasgones. Vi el perfil de unas torres y los filos de muchos tejados coloreados, calientes todavía. Brillaban los cristales de los miradores y empezaban a encenderse bombillas poco destacadas en la tarde blanca. El río no lo vi. Luego el tren se metió entre dos terraplenes y pitó muy fuerte. Toda la gente estaba sacando los equipajes al pasillo.
Efectivamente, nadie había venido a esperarme. Me detuve un rato en el andén, mirando a todos lados entre las personas que se movían llamándose por sus nombres, pero a mí ninguna se dirigió. Apenas me había separado de las escalerillas por las que bajé del tren y la gente al salir me tropezaba. En dos grupos más allá, las chicas de mi departamento se habían reunido con sus respectivas familias y se saludaban entre las cabezas de los otros. «Adiós, mona, te llamaré:», dijo la de Madrid agitando el brazo mientras alguien la tenía abrazada. «¿Quién es esa chica?», le preguntó a la otra una señora que me estaba rozando. «Yo qué sé, mamá, de Madrid.» «Pues va hecha una exagerada».
—Aquí está usted estorbando el paso; haga el favor —me dijo un maletero.
Eché a andar, ya de los últimos, y dejé mi maleta en la consigna. La estación era un gran cobertizo antiguo y chocaba la luz de neón del puesto de periódicos. Estaban haciendo reformas. Para salir había que dar un rodeo entre sacos de cemento, pisando la tierra del campo. Afuera, en una plazuela con jardines, me quedé dudando sin saber lo que haría.
—¿Quiere coche, señor? A domicilio.
Me hablaba un hombrecito muy feo con chaqueta de cuero. Me empujó a un pequeño autobús que tenía su entrada por la trasera y dos bancos a los lados de un pasillo muy estrecho Estaban totalmente ocupados y mi llegada produjo miradas de protesta. Me quedé de pie un poco encorvado para no darme con la cabeza en el techo.
—¡Correrse para allá! —gritó el hombre, haciendo el ademán de empujar a la gente con las manos—. ¡Vamos completos!
—Aquí no hay sitio para mí —dije yo, tratando de bajarme.
—¿Cómo que no hay sitio? —se enfadó el hombre.
Había subido al pasillo y estaba contando en voz alta los viajeros.
—Son trece, hay un sitio; tiene que caber este señor. Hágase para allá, señora, quiten ese bolso. A ver si nos vamos.
Por fin me pude sentar de medio lado, sin hundirme mucho, teniendo en las rodillas mi pequeño maletín. El hombre se había bajado, pero antes de cerrar la portezuela volvió a meter la cabeza. Yo ocupaba el último asiento, junto a la entrada.
—Oiga, se me olvidaba, ¿usted, adónde va?
—¿Yo…? —vacilé un momento—. Pues, al Instituto.
Adelantó un poco más el cuerpo y en la penumbra vi su gesto de incomprensión.
—¿Adónde dice?
—He dicho al Instituto. Instituto de Enseñanza Media —pronuncié con toda claridad.
—Y eso, ¿por dónde cae?
—Sí, hombre, cerca del Rollo —intervino alguien—. Al final de la cuesta de la cárcel.
Algunos viajeros empezaban a estar impacientes.
—Venga ya, hombre, ¿nos vamos o no? —protestó otro.
—Bueno, llevaremos primero a los del centro. Cuidado, que cierro ¡Tira, Manolo!
El motor sonaba ya muy fuerte y el coche se estremecía sin moverse. Volvió a sonar con dos o tres intervalos y por fin arrancó. A una señora que iba a mi lado le di con una esquina del maletín contra las rodillas.
—Dispense.
Me miró con un resoplido. Era gorda; la falda estrecha llena de arrugas tirantes de muslo a muslo. Se había sacado los zapatos por el talón. Miré a la portezuela. El hombre de la chaqueta de cuero se había quedado de pie sobre el estribo y viajaba allí, de espaldas a las calles que íbamos atravesando, como un timonel, sujeto a la ventanilla abierta. En el espacio que su cuerpo no tapaba, por los lados de esta ventanilla trasera, se recogía la luz de la calle, se veían desaparecer puertas, paredes, letreros, algunos transeúntes.
Bajábamos, me pareció, por una avenida de casas pequeñas, alguna con un trozo de jardín; sólo veía la parte baja. Saltaba el autobús sobre los adoquines del empedrado, tocando la bocina En un cierto punto torcimos bordeando un parque con olor a churros fritos, y desde entonces se empezó a oír más ruido y a ver más gente. Bares y escaparates, coches y alguna moto. Eran calles estrechas y el coche iba despacio renqueaba arrimándose a la acera. Tocaba sin cesar una bocina antigua con ladrido de perro. Más allá los bocinazos del coche coincidieron con risas jóvenes y sobresaltadas, y por los lados del hombrecillo que iba en el estribo vi grupos de gente. Un señor se agachó y sacó la cabeza por la ventanilla. «¡Qué bonito lo han puesto este año!», dijo. Yo también miré. Había unos arcos de bombillas encendidas formando dibujos rojos y verdes encima de una calle ancha. En aquella calle el autobús se paró varias veces. Se llamaba la calle de Toro. El hombre saltaba del estribo a cada parada y abría la portezuela. «¡Toro, veintiséis!» «¡Toro, cincuenta!:» Metía la cabeza para avisar y, a la luz de una bombilla que se encendía en el techo, todos mirábamos los bultos de los viajeros que se levantaban y salían. Las conversaciones de dentro se hacían entonces un poco patentes, debajo de la débil luz del techo, como si sólo se hubieran revelado unos segundos, a guiños, de tan bisbiseadas, y los que estábamos callados nos sosteníamos la mirada de banco a banco, o la dirigíamos hacia arriba porque se oían en la baca los pasos vigorosos de una persona que levantaba y revolvía maletas, «¡Esa no es! ¡Esa marrón!» gritaban desde la calle los que habían salido. Y se destacaban las voces sobre los murmullos de risas y de pasos de la gente que paseaba allí afuera.
En una de estas paradas vi a la chica que venía de Madrid. Le vi la nuca, vuelta a otra persona. Hablaba de la amiga que se había echado en el viaje: «… una tal Goyita Lucas, dice que me va a presentar a amigas suyas…» «Uy por Dios, mona. ¿Te fijaste en la rebeca rosa que traía de manga corta? Y el pelo largo así, con muchas horquillas y como mal rizado, ¿no sabes?» «… bueno, mujer, pero a ti que te meta en una pandilla de chicas jóvenes. No has tenido poca suerte ahora en ferias, con el barullo que hay.» «No es que fuera fea del todo, pero nos‚ cómo explicarte. Era también por el niño…», «… poco con el niño…», «… poco por el niño…» «… no, si no era antipática. Cursi, pero simpática». «… simpática…», «… antipática…». Otra vez arrancamos. Otra vez parar. Me dormí con la cabeza apoyada en la pared de la izquierda.
Cuando abrí los ojos, ya se habían bajado todos los viajeros y el hombre del cuero estaba sentado enfrente de mí, junto a la cabina del chófer. Aparté el maletín y me incorporé. Se oían cánticos y campanas.
—¡Rodea por la calle Antigua! —dijo el hombre.
Me volví hacia la ventanilla y saqué la cabeza. El coche había frenado a la entrada de una plazuela. Era una procesión. Pasaban mujeres en fila con velas encendidas; las llevaban separadas oblicuamente para que la llama no les prendiese en el velo. Empezaba a oscurecer. Cantaban. Entraban a cantar cada una un poquito más tarde y levantaban un conjunto de voces confusas e incomprensibles. Algo era del Redentor; a medida que unas se alejaban, las que venían detrás se habían cambiado a la estrofa anterior del cántico, y la traían reciente, como si a las otras se les hubiese desmayado y ellas la vinieran recogiendo. Una niña que iba de la mano, embobada mirando los monaguillos, se tropezó con una aleta de nuestro coche y se echó a llorar a grandes gritos.
—¿Qué? ¿Echó usted un sueñecito?
—Sí, señor. Ya veo que se ha quedado esto vacío. ¿Me falta mucho para llegar?
—No, ya muy poco. Si no hubiera sido por la procesión, habríamos salido más derecho.
Me pasé las manos por el pelo, me estiré los puños de la camisa.
El coche reculó. Pasaban cuatro señores de luto agarrando cintas de estandarte. Enfrente vi la iglesia y siluetas de niños en el campanario, con las piernas hacia afuera, contra la piedra, mirando abajo, hacia las primeras figuras de la procesión, que ya se metían por la gran puerta. Volteaban con fuerza las campanas.
—Pues sí, hombre, sí. ¿Viene a pasar las ferias?
Salimos a otra calle solitaria. El hombre se había reclinado a lo largo del banco de enfrente, apoyándose sobre un codo, y se sujetaba la cara con la palma de la mano. Me estaba mirando. Yo le dije que sí con la cabeza. De pronto bajó las piernas y se corrió hasta quedar sentado justo enfrente de mí. Me dijo de plano, confidencial:
—Ya sabrá que pasado mañana no torea el monstruo. Sus ojos pillaban de frente los míos.
—¿Cómo dice? Ah, no. No sabía nada.
—Le han cogido en la segunda de Alicante. Pronóstico reservado, siempre dicen lo mismo. Total, que con tan pocos días para ponerse bueno, ya ver usted como no viene a ninguna. Nos hundieron las corridas.
Yo hice un vago gesto de condolencia y escapé con los ojos a otra parte. Sin mirarle, le oía con mayor libertad.
—… Y que no hay que darle vueltas. El que animaba el cartel de este año era él. Aparicio, ¿qué pinta?, ¿no le parece?
—Claro.
Subimos por una cuesta muy empinada. Parecía que el auto se iba a escurrir para atrás. No podía. Metió la segunda. El hombre me preguntó que si era extranjero y me pareció como si hubiese estado pensando en hacerme esta pregunta desde que empezó a hablar conmigo. No sabía si decirle que sí o que no. Por fin le dije que no. Luego se hizo una pausa y la aproveché para preguntarle lo que le debía. Habíamos llegado a la cima de la cuesta y atravesado una avenida. Andábamos ahora sobre un terreno sin pavimentar y el coche daba tumbos igual que si anduviera sobre los surcos de un sembrado. De pronto se paró. El chófer se volvió de perfil y dijo:
—Debe ser ese primer edificio que hay detrás de la tapia. Si a este señor no le importa, le dejamos aquí sin llegar a la puerta. Lo digo porque luego es peor para que demos la vuelta, señor Domingo, que está esto muy malo.
Yo dije que me daba igual. Esperé a recibir el dinero que me devolvía el hombre, y luego cogí mi maletín y me bajé e aparté a la escasa acera, al lado de una mujer que vendía caramelos, y esperé allí la maniobra que hacía el coche para dar la vuelta.
—Avíseme cuando llegue con las ruedas de atrás a la pared, haga el favor —dijo el chófer, sacando la cabeza. Se lo avisé. Se nos echaban encima a la mujer y a mí. Luego, cuando ya se iban, me dijeron adiós con la mano.
Eché a andar. Vi, a la derecha, la tapia de que habían hablado. Para llegar a ella, tuve que atravesar un puente debajo del cual pasaban las vías del ferrocarril. La tapia, que se iniciaba justamente a continuación, era un paredón altísimo y muy largo, y sólo al final tenía acceso por un pequeño hueco cuadrangular sin puerta que lo cerrase. La franqueé y entré a un patio grande y absolutamente desnudo, como el de una cárcel. Al fondo, a unos cien metros, estaba la fachada del Instituto.
Era de piedra gris, sin ningún letrero ni adorno, y tenía solamente tres ventanales uno encima de otro y encima, a su vez, de una puerta demasiado pequeña hacia la cual iba avanzando. Todo estaba arrinconado en la parte de la izquierda, de tal manera que por el otro lado sobraba mucha pared. Chocaba la desproporción y la torpeza de aquella fachada que parecía dibujada por la mano de un niño. No había nadie. Graznaban en el tejado unos pájaros negros.
Me detuve en la puerta. Estaba entreabierta y no tenía timbre ni indicación alguna. Traté de empujarla, pero cedía con dificultad, y entré por la abertura que tenía, que era suficiente. Apareció una escalera blanca y una mujer que la estaba fregando, arrodillada en los primeros peldaños, de espaldas a mí. Me asusté un poco al vislumbrar, inesperadamente, el bulto de su cuerpo, porque todo aquello estaba bastante oscuro.
—Buenas tardes, señora.
Volvió la cabeza.
—¿Es aquí el Instituto?
—¿El Instituto? Sí. Aquí.
Me miraba fijamente. Yo le di las gracias y empecé a subir la escalera, pisando por encima de unos periódicos que había puesto en los escalones recién humedecidos. Cuando estaba llegando al primer piso y ya no la veía, oí su voz desde abajo, llamándome.
—Oiga…, señor…, usted.
Me asomé por el hueco, apoyándome en la barandilla.
—¿Qué? ¿Me llamaba a mí?
Alzó la cabeza en la penumbra, sin incorporar su cuerpo, como si aquella postura de estar agachada, con las manos y las rodillas sobre el suelo, fuera en ella normal e inevitable. Dijo:
—No hay nadie arriba.
—¿Nadie? —repetí yo.
Y miré para arriba muy desconcertado. Vi en el primer piso una puerta de cristales cerrada, con un papel pegado a la izquierda, como de horarios o con algún aviso. Blanqueaba vagamente este papel al resplandor de una sucia bombilla encendida en lo alto de la puerta. También de más arriba, de una claraboya del techo con algunos cristales rotos, bajaba todavía una última y apagada claridad que se difundía por todo el hueco de la escalera. Esta luz y la de la bombilla luchaban débilmente, sin anularse.
—Pedro se ha ido hace un rato —añadió la mujer—. ¿Buscaba usted a Pedro?
Empecé a bajar despacio la escalera, tras una breve vacilación.
—¿Pedro? No sé quién es. Pero tendrá que haber un bedel, o alguna persona.
Había llegado de nuevo abajo.
—El bedel es Pedro. Pero es que ya es muy tarde. Mañana empiezan los exámenes de los libres.
—Entonces, ¿la residencia del Instituto no es aquí?
La mujer se incorporó un poco. Se secó las manos con el delantal.
—¿Qué residencia dice? A ver si viene equivocado. Aquí es el Instituto.
—Sí, de acuerdo. Pero yo digo la residencia de los profesores, creí que estaría en el mismo edificio. El sitio donde viven los profesores y los alumnos que no sean de aquí-aclaré impaciente ante sus ojos de asombro.
—No sé qué decirle. No he oído nada. Yo creo que viven todos en sus respectivas casas. Pero venga mañana y Pedro se lo dirá.
—Está bien. Muchas gracias.
—De nada.
Ya me iba. Salía por la puerta y me volví.
—Oiga, perdone. ¿Sabe usted a qué hora suele venir el director por las mañanas?
No se había vuelto a agachar y me había seguido con los ojos, como si esperara verme entrar de nuevo. Dijo, inflando solemnemente la voz.
—El director se ha muerto.
—¿Cómo? ¿Don Rafael Domínguez?
—No sé decirle cómo se llamaba de apellido.
—Pero ¿está usted segura? —le busqué los ojos para cerciorarme—. Será hace pocos días.
—Cinco días hace. Bien segura estoy.
—¿Vivía él en la calle del Correo?
—Sí, señor. En el doce. Fui yo a llevar un recado a la casa, y en ese momento, lo sacaban. Dijo «lo sacaban» con tono estremecido y lastimoso; como si se gozara evocando el fúnebre cortejo. Luego me miró a mí, maternalmente.
—¿Era pariente suyo?
—No, no… ¿Correo doce, ha dicho usted?
—Doce, sí, señor.
—Adiós, se lo agradezco.
Salí al patio, bordeé la tapia, llegué de nuevo al puente del ferrocarril. Allí me detuve. Los muros de aquel puente eran de cemento deteriorado, no mucho más bajos que yo. Apoyé la barbilla en el borde. Vi las traseras de las casas que daban a la vía, en lo alto de un terraplén escurridizo, las ventanas abiertas y encendidas. Ventanas de cocina. Prepararían la cena. Era un barrio de casas pobres. Por las ventanas salían voces agudas, de mujer. Fui siguiendo las vías rectas y solas hasta que se me perdían de vista, juntándose allá en el campo. El campo se adivinaba desdibujado, bajo las nubes oscuras que todavía no se habían fundido con la noche.
Oí acercarse un tren. Me lo sentí llegar vertiginosamente por la espalda, y me quedé muy quieto esperándolo. Luego lo vi aparecer debajo de mí y alejarse estruendosamente con sus vagones retemblantes y me escupió a la cara una bocanada de humo denso y rojo. Cerré los ojos. Todo el puente se había quedado retumbando. Cuando los abrí, el tren ya iba muy lejos con su luz encarnada. Una pareja de novios se había acodado junto a mí y miraban alejarse el tren con las caras muy juntas, los brazos cruzados por detrás, extasiados. «Es el de Portugal, ¿sabes, mi vida?» Ni me habían visto. Les tuve envidia.
Me separé de allí y me di cuenta de que estaba muy fatigado, de que necesitaba encontrar una pensión cualquiera para dormir aquella noche.