once

CUANDO SE MARCHÓ ROSA me quedó el pequeño vicio de ir al casino algún rato, aunque no fuera más que para echar una mirada. Se habían pasado las fiestas y solamente los jueves y los domingos había un poco de baile a las ocho. Volví a ver a los amigos de Emilio, sobre todo a aquel Federico que me pareció que se burlaba de mí la primera noche en el bar, y comprobé con extrañeza que me consideraba amigo suyo. Casi siempre que me veían se venían a mi mesa, o a apoyarse conmigo en la barandilla alta, desde donde me gustaba ver bailar a la gente. También alguna vez, en vista de la confianza que me daban, me llegué a sentar en el grupo que formaban ellos, muchas veces jugando a dados de cubilete. Me recibían con alegría, llamándome por mi nombre, me daban palmadas en la espalda. A las chicas solían hacerles poco caso, y hablaban de ellas con comentarios burlones. A través de sus conversaciones me familiaricé con los nombres de muchas, y las conocí de vista o de que me las presentaron; supe cosas de sus familias. Me incluían en su círculo de noticias y chismes, esperando que en mí despertaran el mismo interés que tenían para ellos. Un día pregunté por Emilio y me dijeron que se había encerrado a estudiar.

El casino tenía también una buena biblioteca. Federico fue conmigo una tarde y me presentó al encargado para que me dejara sacar todos los libros que quisiera. Allí las butacas eran demasiado cómodas y daban modorra. Descubrí un café bastante solitario en la calle Antigua y empecé a ir allí con mis libros después de comer. Me ponía en un hueco que había con sofá de peluche junto a una ventana. En un rincón medio en penumbra, sobre un pequeño escenario con piano, tocaban durante un par de horas tres hombrecitos vestidos de oscuro. Casi nadie iba a aquel café, y las pocas personas que había jugaban al dominó sin escuchar la música. El rumor de los fichazos sobre el mármol de los veladores se llevaba rachas de valses y habaneras, como un aire que las arañase. Sobre las seis se iba toda la gente de las tertulias y los músicos se bajaban de su hornacina, y dejando las sillas removidas y los atriles vacíos, se tomaban un café con leche en una mesa vecina a la mía. «Lo de siempre», le decían al camarero.

Al otro lado de la calle, enfrente de mi asiento, había una mercería. Muchas veces, al levantar los ojos del libro, los dejaba descansando en aquel escaparate. Los botones y puntillas, los objetos de plástico, formaban un mosaico de cosas en montón y al mismo tiempo cruzadas, combinadas, cambiándose de un color a otro, brillando. Me atraía y me producía letargo aquel escaparate; llegó a ser para mí la cosa más familiar.

Los amigos de Emilio se enteraron de que yo solía ir a estudiar a aquel café, y cuando tardaban algunos días en verme por el casino, pasaban por allí, y desde fuera del cristal me hacían muecas antes de entrar a verme o me tiraban una piedrecita. Me habían hablado mucho de las reuniones que daba un tal Yoni en el ático del Gran Hotel y, lo mismo que Emilio, hablaban de este chico como de un semidiós. Siempre me estaban diciendo que por qué no iba allí con ellos, y tanto insistieron que un día fui. A partir de las siete la gente andaba por la calle con un paso lentísimo, como si les pesara la tarde que no terminaría nunca de pasar.

Yoni era hijo del dueño del Gran Hotel. Se hacía llamar así porque había vivido diez meses en Nueva York con un tío Era un adolescente muy guapo, de pelo negro y ojos azules, y el estudio no lo tenía mal puesto, aunque un poco buscadamente original. Se estaba bien allí y tenía una buena discoteca. Le debían haber hablado de mí los otros con cierta admiración; lo noté en su deseo de parecerme independiente y avanzado, y también en su tono displicente, de hombre que está de vuelta de todo. Creo que no le fui muy simpático. Habló sobre todo de París, adonde quería ir en el invierno. Hacía unas cerámicas graciosas, ceniceros y mujeres desnudas con cuerpo de diversos colores. Estaba trabajando cuando llegamos nosotros y no lo dejó en todo el tiempo, pero los amigos estuvieron sirviéndose bebidas y poniendo música, sentados por el suelo.

—¿No te parece un tipo formidable? —me decía todo el tiempo Federico.

Volví otros días con ellos.

—Nos ha dicho Yoni que le pareces muy tímido —me dijeron—. Que no hace falta que te llevemos, que si te ha gustado estar allí vayas tú solo siempre a la hora que te apetezca. Es que él tiene la costumbre de no hacer caso a nadie. Ya lo has visto, sigue trabajando vaya quien vaya. Pero no le distraemos, hasta le gusta.

Lo que más me admiró fue calcular el dinero que se debía gastar en bebidas para los amigos, y lo comenté con ellos. Les pregunté que si ganaba tanto con sus esculturas como para tener bebidas tan caras, pero por lo visto, el estudio y todos los lujos se los pagaba el padre, que tenía mucha fe en su talento. Yoni, sin embargo, hablaba de él con desprecio absoluto y le llamaba el viejo cerdo. Yo nunca le llegué a ver porque por allí no subía. Conocí, en cambio, a su hermana Teresa, el segundo día de ir por el estudio. Vivía en un apartamento contiguo al de Yoni, independientes los dos de su padre, y ella a veces le traía comida al hermano. Esta chica estaba separada de su marido, que vivía en Madrid con una artista de cine, y le mandaba a ella dinero de vez en cuando. Ella misma me contó estas cosas apenas nos presentaron y, según dijo, tenía como un privilegio el haber encontrado este estado de vida ideal. Hablaba con voz única, separando poco los dientes. Siempre había en su apartamento otras amigas muy guapas, que se reunían allí y hablaban del amor. Federico me dijo que Teresa era lesbiana.

De Elvira Domínguez volví a oír hablar en una de estas reuniones. Me enteré de que pintaba y de que Yoni la admiraba mucho por su falta de prejuicios. Se lo estaba explicando con mucho entusiasmo a otro chico que no la conocía, mientras le preparaba un cóctel en el bar. Yo estaba sentado cerca y les oí. Le dijo Yoni que era una de las pocas chicas iguales a un amigo.

—Como tú, o como otro.

El amigo se echó a reír.

—Se lo cuentas a quien quieras. Eso de la amistad entre hombre y mujer, ya no sale ni en el teatro.

Durante este tiempo yo pensaba mucho en Elvira y deseaba volver a verla.

Una tarde, poco antes de empezar el curso, hizo un sol hermoso y me fui de paseo al río. Había comido dos bocadillos en una taberna del arrabal y bebido casi un litro de un vino buenísimo. Estaba alegre sin saber el motivo. Veía los colores de todas las cosas con un brillo tan intenso que me daba pena pensar que se apagaría. La ciudad me parecía muy hermosa y excitante en su paz, hecha de trozos de todas las ciudades hermosas que había conocido. Me apoyé un rato bastante largo en la barandilla de piedra del Puente y me estuve allí, con los ojos medio cerrados, el sol en la nuca, oyendo los gritos de unos niños que se bañaban en la aceña. Luego me entró sueño y quise ir a tumbarme un rato en la orilla de allá del río, donde estaban paradas las barcas cuadradas que sacaban arena.

Desde el pretil de la carretera, antes de saltarlo para bajar a la orilla, vi una chica tumbada entre sol y sombra y cuando ya bajaba la cuestecilla hacia el lugar donde ella estaba, se incorporó al ruido de mis pasos, y vi que era Elvira. No me extrañó ni me produjo timidez, como me hubiera ocurrido en otro momento. Estaba un poquito borracho y todo lo reconocía y me lo apropiaba apenas mirado, todo eran acontecimientos necesarios e inevitables. Encontrar a Elvira era igual que ver la torre de la catedral de color tostado y azul dentro del río, igual que ir bajando con cuidado aquella cuesta, y sentir el ruido de un coche en la carretera. Llegué hasta donde estaba y la saludé con toda naturalidad, como si nos hubiéramos visto el día anterior y otros días de atrás, y siempre; como si todo lo supiéramos el uno del otro. Me senté cerca de ella, sin pedirle permiso, y la miré.

—Vuélvase a tumbar, si estaba cómoda —le dije—. Yo también traía la idea de tirarme por aquí y quizá dormir. Es bueno este sitio, precisamente éste. La he visto desde arriba y he pensado: «Me lo ha quitado esa muchacha», pero podemos estar los dos. Casi nunca hay nadie por aquí; otras veces que he venido.

Me preguntó que si me gustaba pasear. Que si me gustaba la ciudad, que si me gustaba el río. Se había vuelto a tumbar y tenía las manos debajo de la nuca. Que cuándo empezaban las clases en el Instituto. Espaciaba las preguntas y yo le contestaba de un modo lacónico y desganado. No me miró ni una vez y luego cerró los ojos. Yo no tenía ganas de preguntarle nada, estaba a gusto con la espalda apoyada en un tronco, un poquito más alto que ella por el desnivel de la cuesta. Hubiera podido descender hasta su lado y pasarle el brazo por detrás de la cintura. En el silencio que se hizo vi que se le escapaban lágrimas de los párpados cerrados. De pronto me sentí incómodo, como cogido en falta, me acordé de la carta que me había escrito y que yo no había querido contestar. No entendía por qué lloraba, y además era lo mismo, pero pensé que me debía ir, comprendí que era una persona desconocida a quien había venido a molestar en su soledad. Me excusé con torpeza y me iba a levantar para marcharme pero ella me detuvo con un gesto de las manos.

—No se vaya, por favor —dijo luego, todavía sin abrir los ojos—. No me molesta que esté ahí, me gusta. Hábleme si tiene ganas y si no, no diga nada, pero no se vaya. Me hace compañía de todas maneras.

Me turbaba tenerla tan cerca, ver alzarse acompasadamente la curva de su pecho debajo del jersey negro. Me escurrí hasta quedar sentado a su lado, le pregunté si se encontraba mal o le pasaba algo.

—No, nada, sólo estoy deprimida. Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar.

—¿Escapar de qué?

—De todo —dijo; y suspiró.

Me puse a hojear un libro que tenía allí en el suelo. Ella se incorporo después un poco.

—¿Le gusta Juan Ramón?

—¿Quién?

—Juan Ramón Jiménez, el autor de esas poesías.

—Ah, ya. No lo conozco.

—¿Es posible? Déjeme, por favor, un momento —dijo, quitándome el libro y buscando una página—. Es un poeta descomunal. Escuche esto:

Mis raíces, qué hondas en la tierra,

mis alas, qué altas en el cielo,

y qué dolor de corazón distendido.

Lo recitó sin leerlo, aunque tenía el dedo en las líneas, con voz emocionada. Al acabar no sabía si mirarla o no, porque me pareció que el poema iba a ser más largo y estaba esperando a que siguiese.

—Es espléndido —dijo— poder decir una cosa así, ¿no cree?

A mí me dolía la cabeza. Tenía ganas de pedirle que me dejara apoyarla en su regazo. Me tumbé sin decir una palabra, y allí, desde la tierra, mirando unas nubes que se movían, me era menos incómodo escuchar sus palabras. Se puso a hablar de lo limitado de la condición humana y decía muchos tópicos. Seguramente, sin mirarme vencía una cierta dificultad de comunicación. Me preguntó que si no sentía yo ese encarcelamiento de la carne de que hablaba el poema, tan patente algunas veces, ese desdoblamiento entre cuerpo y alma. Yo le dije que no, que creía que el cuerpo y el alma, tan traídos y llevados, venían a ser una misma cosa. No sé si se lo dije con una voz un poco aburrida.

—No sé cómo explicarle —se defendió ella—. Yo, por ejemplo, hoy aquí, lejos de la gente y de las circunstancias que me atan, me olvido del cuerpo, no me pesa, sería capaz de volar; pero en cuanto me ponga de pie y eche a andar hacia casa se me vendrá todo el recuerdo de mi limitación, eso quiero decir, ¿lo entiende?

—Sí. Ya lo entiendo.

—¿Entonces?

—Nada.

—¿Por qué ha dicho que no hay alma?

—Pero, mujer, si yo no he dicho exactamente eso.

—Sí lo ha dicho.

—Además es lo mismo. Es cuestión de palabras. También yo estoy más a gusto aquí tumbado en este momento y no me acuerdo de ninguna cosa.

—Pero le parece ridículo lo que digo yo —se revolvió—. Se ríe; dentro de usted lo juzga.

Estaba sentada esperando que la mirase. Se había aproximado. Le vi los ojos grises y grandes, intrigados, casi encima de mí. Desde la carretera debíamos parecer dos novios. Lo único que deseaba era besarla.

—Se equivoca. No piense, por Dios, no dé vueltas a las cosas sencillas. Déjelas como están. Usted tiene ese vicio.

—¿Cómo sabe que tengo ese vicio? ¿Qué vicio? —dijo—. Explíquemelo mejor.

—Ya lo he dicho. No tiene nada que explicar. Se complace en dar vueltas a las cosas y en darse vueltas a sí misma. Es un vicio muy frecuente.

—¿Y qué más?

—Nada más. Mejor dicho, creo que también quiere parecer original.

Se quedó abatida y silenciosa. Luego, de golpe, se puso a hablarme de su carta, a justificarse de haberla escrito, a llamarse ridícula a sí misma; y de vez en cuando me miraba como esperando que la contradijese. Yo no fui capaz de decirle que no la había recibido porque sabía que me iba a conocer la mentira en los ojos.

—La escribí en un momento de crisis, de total sinceridad, pero usted, al no contestar, me hizo sentirme a disgusto conmigo misma, y vi lo inoportuna que había sido. Me hizo mucho daño no contestando. ¿Tan absurda le parecí?

—No, no absurda precisamente, ni mucho menos.

—¿Entonces?

Traté de esforzarme en dar una explicación que resultara adecuada pero la voz me titubeaba, y ella me cortó:

—Dejemos esto, por favor. Es inútil intentar hacerse entender de los demás. Una vez más me doy cuenta. Le pido perdón por haberle aburrido con semejante carta y con las explicaciones de ahora. Soy imbécil.

—¿Imbécil por qué?

—Porque sí. Le advierto que soy yo la primera que se ríe de sí misma —dijo en un tono altivo y agresivo—. De mi histerismo, si usted quiere llamarlo así.

—Yo no quiero llamarlo nada.

—Bueno, pues otros lo han dicho. Lo sé. Me complico la vida, me hago preguntas y me meto en líos. Digo lo que pienso y lo que siento; no tengo miedo de lo que piensen de mí. Y estoy contenta a pesar de todo, siendo como soy.

Se hizo un silencio difícil de llenar. Yo todavía estaba tendido en el suelo. Sabía que ella estaba pendiente de que yo dijera algo y me hundía en el placer de no decir nada.

—No es usted persona de hacer muchos cumplidos —dijo.

—No los hago nunca.

Se echó a reír y le tembló la risa.

—Qué conversación tan increíble la que tenemos, ¿verdad?

Hice un gesto vago, pero de pronto me incorporé. Estaba muy agitada.

—Diga algo —me pidió—. Que no parezca que me da la razón en todo como a un estúpido, o que me oye como quien oye llover. No puedo sufrirlo. ¿Qué piensa?

—¿De qué?

—De mí, de las cosas que digo.

Tenía una mano encima del libro de poesías y parecía que le sobraba. Puse la mía encima y sentí un calor muy agradable.

—No pienso nada, aborrezco los problemas psicológicos. Mírame.

No retiró la mano, pero se echó a llorar.

—No sé, estoy nerviosa estos días. Siempre me he sentido ridícula con usted, desde el primer momento. Dirá usted. Dirá…

—No volvamos a empezar —corté—. Yo no digo nada. Y no me llames de usted. Somos amigos, ¿no?

Se sonrió asintiendo. Le alcé la cara por la barbilla. Estábamos muy cerca y vi que los labios le temblaban. De pronto se desprendió:

—¿Qué hora es? —preguntó—. Debe ser muy tarde.

Y se levantó.

—¡Uh!, tardísimo —dijo cuando supo la hora—. No, no vengas conmigo. Tengo una prisa horrible. Hasta otro día.

Ya iba subiendo por la cuestecilla con su libro en la mano.

—Espérame —le dije—. No te hagas la interesante. ¿Es que quieres jugar conmigo a la Cenicienta?

—Sí —dijo con una voz de buen humor.

Y se echó a correr por la carretera, diciéndome adiós. Yo me quedé un poco todavía. Cuando me fui de allí, tenía ganas de seguir bebiendo y estuve en varias tabernas de mi barrio.

Al día siguiente, lo único que recordaba de Elvira era lo cerca que la había tenido de mí y algo de mi tono insolente del principio. La telefoneé‚ para disculparme, o no sabía muy bien para qué. Le pregunté que si podía verla.

—Sí —dijo—. Pero no quiero que te excuses. Me has hecho mucho bien con eso que dices tu insolencia. Ya te explicaré. Hasta te tendría que dar las gracias.

—¿Dónde te veo? —resumí.

—Puedes venir por casa.

—Habrá mucha gente. Tenía ganas de estar solo contigo.

—No, antes de las siete no habrá gente; hoy creo que no va a venir nadie.

Me citó a las seis. Era una tarde de domingo. La madre y el hermano se habían ido al cementerio. Apenas me abrió la puerta ella misma, me sentí a disgusto y tímido; no encontraba razón para aquella visita y tuve que hacer un esfuerzo para no llamarla de usted al reconocer el trozo de pasillo donde nos habíamos hablado el primer día, cuando fui a darles el pésame. Ella, en cambio, era absolutamente dueña de la situación y me hizo pasar con desenvoltura y aplomo. La seguí a un cuartito pequeño que me dijo que era el suyo, y me trajo una taza de té. Me dijo que se alegraba de mi amistad, que esperaba merecerla, que precisamente necesitaba mucho de personas como yo que dicen siempre la verdad. Que nadie le había dicho de sí misma cosas como las que yo le había dicho la tarde anterior.

—Pero si yo no te dije nada de particular.

—Sí, que pienso demasiado en mí misma. Y es verdad: que me doy vueltas y me creo original. Algo así. Me sentó muy mal, te lo confieso, pero hiciste bien en decirlo, fuiste como nadie, son cosas que nadie dice.

Me explicó que en general la gente la admiraba. Que los chicos, sobre todo, la admiraban.

—No me creas fatua por esto, pero es verdad. Tengo bastantes amigos, y entre unos y otros me han hecho pensar que valgo algo más que otras chicas, porque soy así, impulsiva, ya lo ves tú mismo; porque leo y tengo inquietudes que otras chicas de aquí no suelen tener. Ellas me ponen verde, te lo puedes figurar, porque tengo amigos y salgo y voy a los sitios, lo que se puede en un sitio como éste. Porque con las chicas me aburro, lo lógico. Todo esto a ti te parecerá pueril. Tú en cambio no me admiras nada, te parezco vulgar, ¿verdad que no me admiras?

—¿Por qué te iba a admirar? Te conozco tan poco… Pero ves, ya estás hablando todo el rato de ti misma, salte de ti misma, no te creas el centro del mundo.

Se quedó repentinamente cortada.

—No te he querido decir nada que te ofenda —añadí—. Perdona. Pero creo que siendo tan subjetiva, creyéndote el centro del mundo, no podrás llegar a hacer nada demasiado bueno, ni siquiera a pintar bien, por ejemplo.

—¿Lo sabías que pinto? —preguntó complacida—. ¿Quién te lo ha dicho?

—Qué más da, lo he sabido por ahí.

—Yo no pinto bien, ni lo pretendo. Soy aficionada solamente —se defendió—. Eso para el que sea profesional.

Yo le dije que no se debe ser aficionado en ninguna cosa, que si no le parecía la pintura una cosa importante, que no cogiera nunca un pincel.

—¿A ti te parece una cosa importante?

—Hay otras cosas que lo son mucho más, desde luego.

—Pues tu padre pintaba. Creo que pintaba muy bien.

—Y eso qué tiene que ver.

Sacó un tono impaciente, como si se empezara a molestar. Estaba continuamente a la defensiva. Dijo:

—Además, eso de lo subjetivo no es verdad. Van Gogh será un pintor subjetivo, bien encerrado en sí mismo, y es espléndido. Murió alucinado, borracho; bueno, ya lo sabrás, se cortó una oreja. Yo le admiro.

Me eché a reír.

—¿Le admiras porque se cortó una oreja? ¿Qué tiene que ver eso con su pintura?

Se quedó un rato callada.

—Me tienes antipatía —dijo luego—. No sé por qué quieres estar conmigo.

Estaba sentada en una cama turca y continuamente subía los pies a la cama y los volvía a bajar. Me pareció guapísima.

—Porque me gustas —le dije—; la cosa es bien clara.

Se levantó, como si no me hubiera oído, y dijo que me iba a enseñar sus cuadros, pero luego se arrepintió y se puso a darme explicaciones de lo malos que eran y también de las sensaciones que tenía cuando los pintaba que se atormentaba pensando que aquello que veía ya no volvería a tener la luz que tenía en aquel momento, y que eso le daba prisa y angustia y le dificultaba trabajar bien. Me habló de lo horrible que le parecía sentir pasar el tiempo, envejecer.

—Dirás que qué cosas pienso tan raras, ¿no? —dijo con una risita.

Yo no contesté. La estaba mirando fijamente. Otra vez se había sentado, ahora más cerca de mi sillón.

—Esta tarde, por ejemplo, es distinta a cualquier otra y nunca se repetirá. Y cuando tú y yo seamos viejos, ni siquiera nos acordaremos. Es imposible apresar el tiempo, ¿no te parece?

Me levanté despacio y me puse a su lado en la cama turca. Bajó los ojos. Algo empezó a decir de La náusea: de un libro de Jean-Paul Sartre, y todavía siguió hablando un poco y mirándose las manos sobre las rodillas, hasta que yo se las cogí.

—¿Por qué haces esto? —dijo cortándose—. Ya ayer, en el río…

—¿No eres una chica sin prejuicios? —sonreí.

Separó una mano y la movió en el aire con falsa naturalidad; la otra quedaba en su falda, debajo de las mías.

—Claro, qué bobada, no lo digo por eso. A ver si crees que me parece una gran cosa, pero tengo curiosidad por saber qué idea tienes formada de mí.

Se hacía la desenvuelta, pero vi que tenía miedo de que la besara.

La besé. La estuve besando hasta que no teníamos respiración. Luego ella se puso de pie con susto porque había oído algún ruido en la casa, se arregló el pelo con las manos torpes, antes de salir de la habitación. «Me esperas un momento», dijo. Y cuando volvió todavía hablaba con voz entrecortada.

—Ha venido una amiga mía. Está en el comedor. Si quieres salir a la visita o esperarme… no sé qué podríamos hacer.

—No, me voy —dije—. Ya te veré otro día. Pero no estés temblando.

—Escucha, antes de que te vayas. —Hablaba en un murmullo—. Dirás que soy una fresca. Yo no quería que pasara lo que ha pasado. ¿Me crees? No sé cómo se ha enredado todo así.

—No tiene importancia. Si tú quieres lo olvidaré. Pero te he besado porque me ha parecido que lo deseabas.

—Eres fatuo y grosero —se revolvió—. No es verdad eso.

—¿Quieres que lo olvide?

—Sí. No sé. Vete. Si no te importa, no digas que has estado aquí.

—¿A quién se lo iba a decir?

—No sé. —Estaba muy colorada—. A mi hermano, a Emilio, a tus amigos de ahora. Además es una bobada, díselo si quieres.

—No se lo diré, no te preocupes. A tu hermano y a Emilio nunca los veo. ¿Tanto miedo tienes?

—No —se revolvió—. Ya te he dicho que es una bobada. No tengo miedo de nadie. Pregónalo si quieres.

—Nos va a oír hablar tu amiga.

—Mejor. Eres malo y odioso.

Ni siquiera me dio la mano cuando me fui.

En la calle decidí que era mejor no volver a verla. Eché a andar sin saber hacia dónde. Hacía una tarde húmeda y suave. Llegué al Parque municipal y di un paseo.

—Sabía va que te iba a gustar mucho Yoni. Pues yo, ya te digo, no salgo nada. Pero estoy animado. En este tiempo de otoño, da gusto tener aliciente para meterse a estudiar. Gusta estar en casa trabajando, a las puertas del invierno, con más sociales, sobre todo. Algún día, si quieres, puedes venir a casa y te enseñaré algo. Vivo aquí mismo.

—Ah, muy bien. Vendré.

Miré la casa.

—En el tercero. Sí, me gustaría que vinieras. Saber tu opinión acerca de lo que escribo. Esta temporada me he aturdido a estudiar, pero no creas; suelo tener un gran dilema entre la carrera y mis escritos. He tenido temporadas de no saber por dónde tirar, y todavía no estoy seguro, pero es que claro, chico, de la literatura, por lo menos aquí en España, es dificilísimo vivir.

Seguíamos parados en la acera. Miró el reloj. Me dijo:

—Te extrañará que no te diga que subas ahora a casa. Pero los domingos salgo un poco antes, para aprovechar y tengo prisa: estoy citado con Elvira. ¿Sabes que somos novios?

—No. No sabía nada.

—A nadie se lo he dicho más que a ti. Ni siquiera a Teo. No lo comentes con los amigos. Decir novios, y más con ella, es algo que lo echa a perder todo, pero en fin, hemos comprendido que nos tenemos que casar. Esto es lo importante, ¿no te parece?

—Tú sabrás. Seguramente.

Cuando se despidió me dijo:

—Por cierto, tú debías volver a visitarles. A Teo le gustaría. Su madre, por lo visto, se acuerda bastante de ti, cuando eras pequeño. Si quieres, yo te puedo acompañar.

—Bueno, ya nos pondremos de acuerdo.

Me fui a la pensión. Al día siguiente empezó el curso.